Los tesoros de Catalina Huanca

Tradiciones peruanas - Cuarta serie
Los tesoros de Catalina Huanca

de Ricardo Palma


Los huancas o indígenas del valle de Huancayo constituían a principios del siglo VI una tribu independiente y belicosa, a la que el inca Pachacutec logró, después de fatigosa campaña, someter a su imperio, aunque reconociendo por cacique a Oto Apu-Alaya y declarándole el derecho de transmitir título y mando a sus descendientes.

Prisionero Atahualpa, envió Pizarro fuerzas al riñón del país; y el cacique de Huancayo fue uno de los primeros en reconocer el nuevo orden de gobierno, a trueque de que respetasen sus antiguos privilegios. Pizarro, que a pesar de los pesares fue sagaz político, apreció la conveniencia del pacto; y para más halagar al cacique e inspirarle mayor confianza, se unió a él por un vínculo sagrado, llevando a la pila bautismal, en calidad de padrino, a Catalina Apu-Alaya, heredera del título y dominio.

El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del hospital de Ocopa, era por entonces cabeza del cacicazgo.

Catalina Huanca, como generalmente es llamada la protagonista de esta leyenda, fue mujer de gran devoción y caridad. Calcúlase en cien mil pesos ensayados el valor de los azulejos y maderas que obsequió para la fábrica de la iglesia y convento de San Francisco; y asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el convento de Santa Ana. En una de las salas de este santo asilo contémplase el retrato de doña Catalina, obra de un pincel churrigueresco.

Para sostenimiento del hospital, dio además la curaca fincas y terrenos de qué era en Lima poseedora. Su caridad para con los pobres, a los que socorría con esplendidez, se hizo proverbial.

En la real caja de censos de Lima estableció una fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar parte de la contribución correspondiente a los indígenas de San Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca y Sicaya, pueblecitos inmediatos a la capital del cacicazgo.

Ella fue también la que implantó en esos siete pueblos la costumbre, que aún subsiste, de que todos los ciegos de esa jurisdicción se congreguen en la festividad anual del patrón titular de cada pueblo y sean vestidos y alimentados a expensas del mayordomo, en cuya casa se les proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra esas fiestas duran de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutan de festines, en los que la pacha-manca de carnero y la chicha de jora se consumen sin medida.

Murió Catalina Huanca en los tiempos del virrey marqués de Guadalcázar, de cerca de noventa años de edad, y fue llorada por grandes y pequeños.

Doña Catalina pasaba cuatro meses del año en su casa solariega de San Jerónimo, y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata y escoltada por trescientos indios. Por supuesto, que en todos los villorrios y caseríos del tránsito era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban con las consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y aun los españoles la tributaban respetuoso homenaje.

Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada en tratar con deferencia a la curaca que anualmente, al regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima (¡y no es chirigota!) cincuenta acémilas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa riqueza? ¿Era el tributo que la pagaban los administradores de sus minas y demás propiedades? ¿Era acaso parte de un tesoro que durante siglos, y de padres a hijos, habían ido acumulando sus antecesores? Esta última era la general creencia.

Cura de San Jerónimo, por los ataos de 1642, era un fraile dominico muy mucho celoso del bien de sus feligreses, a los que cuidaba así en la salud del alma como en la del cuerpo. Desmintiendo al refrán «el abad de lo que canta ganta», el buen párroco de San Jerónimo jamás hostilizó a nadie para el pago de diezmos y primicias, ni cobró pitanza por entierro o casamiento, ni recurrió a tanta y tanta socaliña de frecuente uso entre los que tienen cura de almas a quienes esquilmar como el pastor a los carneros.

¡Cuando yo digo que su paternidad era una avis rara!

Con tal evangélica conducta, entendido se está que el padre cura andaría siempre escaso de maravedises y mendigando bodigos, sin que la estrechez en que vivía le quitara un adarme de buen humor ni un minuto de sueño. Pero llegó día en que, por primera vez, envidiara el fausto que rodeaba a los demás curas sus vecinos. Por esto se dijo sin duda lo de


«Abeja y oveja
y parte en la igreja,
desea a su hijo la vieja».


Fue el caso que, por un oficio del Cabildo eclesiástico, se le anunciaba que el ilustrísimo señor arzobispo don Pedro Villagómez acababa de nombrar un delegado o visitador de la diócesis.

Y como acontece siempre en idéntico caso, los curas se prepararon para echar la casa por la ventana, a fin de agasajar al visitador y su comitiva.

Y los días volaban y a nuestro vergonzante dominico le corrían letanías por el cuerpo y sudaba avellanas cavilando en la manera de recibir dignamente la visita.

Pero por más que se devanaba la sesera, sacaba siempre en limpio que donde no hay harina todo es mohína y que de los codos no salen lonjas de tocino.

Reza el refrán que nunca falta quien dé un duro para un apuro; y por esta vez el hombre para el caso fue aquel en quien menos pudo pensar el cura; como si dijéramos, el último triunfo de la baraja humana, que por tal ha sido siempre tenido el prójimo que ejerce los oficios de sacristán y campanero de la parroquia.

Éralo de la de San Jerónimo un indio que apenas podía llevar a cuestas el peso de su partida de bautismo, arrugado como pasa, nada aleluyado y que apestaba a miseria a través de sus harapos.

Hízose en breve cargo de la congoja y atrenzos del buen dominico, y una noche, después del toque de queda y cubrefuego, acercose a él y le dijo:

-Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y ven conmigo, que yo te llevaré adonde encuentres más plata que la que necesitas.

Al principio pensó el reverendo que su sacristán había empinado el codo más de lo razonable; pero tal fue el empeño del indio y tales su seriedad y aplomo, que terminó el cura por recordar el refrán «del viejo el consejo y del rico el remedio» y por dejarse poner un pañizuelo sobre los ojos, coger su bastón, y apoyado en el brazo del campanero echarse a andar por el pueblo.

Los vecinos de San Jerónimo, entonces como hoy, se entregaban a Morfeo a la misma hora en que lo hacen las gallinas; así es que el pueblo estaba desierto como un cementerio y más obscuro que una madriguera. No había, pues, que temer importuno encuentro ni menos aún miradas curiosas.

El sacristán, después de las marchas y contramarchas necesarias para que el cura perdiera la pista, dio en una puerta tres golpecitos cabalísticos, abrieron y penetró con el dominico en un patio. Allí se repitió lo de las vueltas y revueltas, hasta que empezaron a descender escalones que conducían a un subterráneo.

El indio separó la venda de los ojos del cura, diciéndole:

-Taita, mira y coge lo que necesites.

El dominico se quedó alelado y como quien ve visiones; y a permitírselo sus achaques, hábito y canas, se habría, cuando volvió en sí de la sorpresa, echado a hacer zapatetas y a cantar:


«Uno, dos, tres y cuatro,
cinco, seis, siete,
¡en mi vida he tenido
gusto como éste!».


Hallábase en una vasta galería, alumbrada por hachones de resina sujetos a las pilastras. Vio ídolos de oro colocados sobre andamios de plata y barras de este reluciente metal profusamente esparcidas por el suelo.

¡Pimpinela! ¡Aquel tesoro era para volver loco al Padre Santo de Roma!


Una semana después llegaba a San Jerónimo el visitador, acompañado de un clérigo secretario y de varios monagos.

Aunque el propósito de su señoría era perder pocas horas en esa parroquia, tuvo que permanecer tres días: tales fueron los agasajos de que se vio colmado. Hubo toros, comilonas, danzas y demás festejos de estilo; pero todo con un boato y esplendidez que dejó maravillados a los feligreses.

¿De dónde su pastor, cuyos emolumentos apenas alcanzaban para un mal puchero, había sacado para tanta bambolla? Aquello era de hacer perder su latín al más despierto.

Pero desde que continuó su viaje el visitador, el cura de San Jerónimo, antes alegre, expansivo y afectuoso, empezó a perder carnes como si lo chuparan brujas, y a ensimismarse y pronunciar frases sin sentido claro, como quien tiene el caletre fuera de su caja.

Llamó también y mucho la atención y fue motivo de cuchicheo al calor de la lumbre para las comadres del pueblo que desde ese día no se volvió a ver al sacristán ni vivo ni pintado, ni a tener noticia de él, como si la tierra se lo hubiera tragado.

La verdad es que en el espíritu del buen religioso habíanse despertado ciertos escrúpulos, a los que daba mayor pábulo la repentina desaparición del sacristán. Entre ceja y ceja clavósele al cura la idea de que el indio había sido el demonio en carne y hueso, y por ende regalo del infierno el oro y plata gastados en obsequiar al visitador y su comitiva. ¡Digo, si su paternidad tenía motivo y gordo para perder la chabeta!

Y a tal punto llegó su preocupación y tanto melancolizósele el ánimo, que se encaprichó en morirse, y a la postre le cantaron gori-gori.

En el archivo de los frailes de Ocopa hay una declaración que prestó moribundo sobre los tesoros que el diablo le hizo ver. El Maldito lo había tentado por la vanidad y la codicia.

Existe en San Jerónimo la casa de Catalina Huanca. El pueblo cree a pie juntillas que en ella deben estar escondidas en un subterráneo las fabulosas riquezas de la cacica, y aun en nuestros tiempos se han hecho excavaciones para impedir que las barras de plata se pudran o críen moho en el encierro.