Los terceros de San Francisco/Acto III

Los terceros de San Francisco
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Sale FEDERICO leyendo una carta, ROSAURA y PATACÓN.
FEDERICO:

  Dichosa nueva habéis dado,
carta, a mi ventura y suerte,
y quedo tan obligado,
que aunque no alabo a la muerte,
por ser hija del pecado,
  diré que ya no ha de ser
su guadaña agradecida,
pues para hacerse querer,
andan juntas muerte y vida,
dando pesar y placer.
  Muere el rico, su heredero,
luego con su herencia advierte
vida y gusto lisonjero,
que venían vida y muerte,
ya que ésta llegó primero;
  y no es prudencia el culpar
la muerte por atrevida,
pues viene para excusar
las quejas de ella, la vida,
que divierte su pesar.

ROSAURA:

  ¡Señor!

FEDERICO:

¡Rosaura, mi bien!
Recibe el gusto que siento
y el que tus ojos me den,
en fe de aqueste contento,
de mi dicha el parabién.

ROSAURA:

  ¿Qué es esto? ¿Podré tener
celos?

FEDERICO:

No, que no es el gusto
por amor ni por mujer;
que a serlo, no fuera justo
comunicar mi placer.

PATACÓN:

  ¿Has ganado el juego, has hecho
bien mal a un caballo, has dado
a algún amigo provecho?
¿Qué tesoro te has hallado?
¿Qué tusón honra tu pecho?

FEDERICO:

  El Duque, mi primo, es muerto,
que desde Jerusalén
volvía.

ROSAURA:

¡Ay, señor, si es cierto,
mal me procede del bien;
que mi daño has descubierto!
  Tú pedirás por esposa
a Isabel; yo quedaré
desesperada y celosa.

PATACÓN:

No está en que pida, en que dé
la Infanta no desdeñosa.
  El ser casada ha de ser
con quien su amor acompañe
y corresponda a su ser;
que es órgano, y no se tañe
sin su gusto, la mujer.

FEDERICO:

  No has entendido mi intento:
ya se mudó el breve amor
en largo aborrecimiento;
pienso vengar su rigor,
y dejar de él escarmiento.
  Tomaré en mí la tutela
de mi sobrino pequeño,
que ningún daño recela;
gobernaré y seré dueño
de su Estado, y con cautela,
  por vengarme de Isabel,
la echaré de aqueste Estado,
matándola si entra en él;
que ya de mi amor pasado
sólo queda el ser cruel.

PATACÓN:

  Eso el diablo te lo dijo,
porque en lugar de tu hermano
puede gobernar su hijo;
y luego, estando en tu mano,
de tus entrañas colijo.
  Que sabrás hacer cautelas
con que el niño perseguido
se muera de unas viruelas;
y aunque no le hayan nacido,
le mate un dolor de muelas.

FEDERICO:

  Esta próspera fortuna,
Rosaura, pues eres mía,
es tuya, sin duda alguna.

ROSAURA:

Isabel viene.

FEDERICO:

Confía
en mí.

ROSAURA:

No seré importuna.

(Sale SANTA ISABEL, de Tercera.)
ISABEL:

  Pues el Duque, mi señor,
está ausente y yo no tengo
a quien obligue mi amor,
con bizarras galas vengo:
jamás me vestí mejor.
  Mi Francisco, yo he tomado
vuestro hábito, y querría
parecer a vuestro lado
vuestra imagen, y tendría
otra herida en este lado.

FEDERICO:

  Isabel, que fuiste esposa
del Duque, ya Su Excelencia
murió.

ISABEL:

¡Ay, nueva lastimosa!
Tras la muerte de una ausencia,
viene la más rigurosa.

FEDERICO:

  No llores, que no le amaste
con tanto extremo.

ISABEL:

Mi pecho
te desengañe.

FEDERICO:

¡Ea, baste!
Ya es muerto, ya se ha deshecho
el amor que le cobraste.

ISABEL:

  Ausente esposo, si en la triste nueva
de vuestra muerte no me diera el cielo
cierta seguridad contra el recelo
que a eterna vida el alma noble os lleva,
mi amor, huérfano ya, con noble prueba
borrará el nombre de Artemisa al suelo;
mas vuestra gran virtud me da consuelo,
que en la gloria gozáis corona nueva.
Buena muerte habéis muerto si habéis muerto,
en la guerra sagrada con victoria
digna, señor, de vuestro brazo fuerte;
glorioso fin ganáis, aquesto es cierto;
que viviendo por vos de Dios la gloria,
fue vuestra vida digna de tal muerte.

FEDERICO:

  No estoy para sentimientos,
Isabel, porque el Estado
tiene varios movimientos,
y quiere ser gobernado
con más apercibimientos.
  Así, soy de parecer
que no tengáis la tutela
de mi sobrino, por ser
pródiga vos, Isabela,
poco discreta y mujer;
  y porque en esta ocasión
no pretenda algún pariente,
siguiendo vuestra ambición,
en el estado presente
usurpar la posesión,
  quiero que jamás entréis
en la corte, y que salgáis
de esta quinta que tenéis
por gusto, y si replicáis,
no sé en lo que pararéis.

ISABEL:

  Aunque el mal no imaginado
se siente con más extremo,
nada me causa cuidado
como el recelo que temo
como es el de mi hijo amado.
  Pero pues palabras mías
no han de oirse ni estimarse,
y lágrimas son baldías,
dad licencia a dilatarse
mi destierro por dos días.
  Bese mi hijo y saldré
con algún título honesto
que al presente no lo sé;
y vos encubrís con esto
el rigor que en vos se ve.

FEDERICO:

  ¿No estabas preñada?

ISABEL:

Sí.

FEDERICO:

Si no vieres a tu hijo,
ya llevas otro.

ISABEL:

¡Ay de mí,
que con su peso me aflijo
si ha de parecerse a mí!
  ¿No me concedes que lleve
alguno por consolarme?
Si esta piedad se me debe,
si no que quieres causarme
más dolor en tiempo breve.
  De los dos me vas a dar
el hijo incierto, y a quien
por bien no puedo criar;
quieres privarme del bien
y no excusarme el pesar.

FEDERICO:

  No habléis tanto, salid luego
de esta casa de placer,
que por ser suya os la niego.

ISABEL:

Paraíso puede ser,
la vuestra espada de fuego
  no en poder del querubín,
sino de alguna serpiente
que de este ameno jardín,
por desterrarla inocente,
en vos transforma su fin.

FEDERICO:

  Ven, Rosaura, que no es justo,
oir a mujer tan loca.

ISABEL:

Si queréis hacerme gusto,
Rosaura, y es que te toca
parte de aqueste disgusto,
  Dame, si quieres, licencia
para quedarme contigo
esta noche; que la ausencia
de la luz es el castigo
más riguroso.

ROSAURA:

Paciencia:
  sólo te daré un consuelo,
y es que alcanzan los trabajos
a Dios hecho hombre en el suelo,
porque por estos atajos
se llega más presto al cielo.

ISABEL:

  Dices bien, y tús has leído
en Séneca esa sentencia.

ROSAURA:

Pues con esto me despido.

ISABEL:

Hermano, si de clemencia
parte alguna os ha cabido,
  id conmigo desde aquí
a la ciudad.

PATACÓN:

Estoy cojo,
y medio ciego nací;
no veo con el un ojo,
y con el otro, así, así.

FEDERICO:

  ¡Ea, no escuchéis quimeras!

ISABEL:

Ya os pierdo, humana esperanza;
traidor, ¡pues aunque más quieras,
no pediré la venganza
que por tu crueldad esperas.
  De tus maldades sospecho
que te afrentas, enemigo,
y no sosiega tu pecho;
pero bástete un castigo
del mal: el habelle hecho.
  Mía ha de ser la victoria,
aunque tú venciste, y piensa
que el no vengarme es más gloria,
pues me basta que esta ofensa
atormente tu memoria.

FEDERICO:

  Das lugar con escucharla
a que se encienda mi furia.
Vente.

ROSAURA:

Cordura es dejarla.
[...-uria]
[...-arla]

(Vase.)


(Sale el pastor LISARDO.)
LISARDO:

  Soledad, compañera
deseada, y querida, y alcanzada:
¡dichoso yo, pues de esta gloria amada
ya gozaré siquiera
estos ligeros años;
que siempre peinan canas desengaños!

ISABEL:

  Un labrador, del monte
parece que desciende, y Dios le envía
[...-ía]
por aqueste horizonte;
mi ventura la lleve,
si este favor a mi oración se debe.
  Si de la madre esclava
de su hijo Ismael escucha el cielo,
cuando en el monte estaba,
las tiernas voces y el piadoso celo,
no pierdo la esperanza;
que un llanto, humilde, cuanto quiere alcanza.

LISARDO:

  Voces pienso que siento.
¿Quién es a tales horas causa de ellas?

ISABEL:

Una mujer que siente las querellas
de uno loco atrevimiento,
de un riguroso trato
de un deudo noble, aunque cruel e ingrato.

LISARDO:

  No permite, señora,
la noche clara y fría, aunque serena,
que os pregunte la causa de esa pena,
que fatigada ahora,
os lleva de esta suerte
en las manos del hielo y de la muerte.
  Ni permiten mis días
que como anciano monte peina nieve,
que dilate este curso el tiempo breve,
que con mis plantas frías
hago flaco y cobarde,
volviendo a mi cabaña helado y tarde;
  entrémonos en ella,
y allí me contaréis, siendo informada
de mi vida, la vuestra desgraciada,
como discreta y bella,
aunque mi larga vida,
siendo un pobre pastor, ya está sabida.

ISABEL:

  Vamos, honrado amigo,
guarda que envía el cielo en mi provecho;
que del favor que agora me habéis hecho,
Dios queda por testigo,
y por deudor también que os satisfaga;
que si castiga al malo, al bueno paga.

(Vanse.)


(El REY LUIS, de camino, y FEDERICO y RICARDO.)
REY:

  Que seáis Gobernador
del Estado del Landgrave,
que murió para dolor
de todo el mundo, que sabe
la falta de su valor,
  me huelgo mucho; que estén
sus hijos con el recato
que es justo, y su cargo os den;
pero en mostraros ingrato
con su madre, no hacéis bien.
  Cuando no fuera una santa,
como la experiencia mía
sabe, y el mundo, que canta
su virtud; cuando de Hungría
no fuera Isabel Infanta;
  cuando no tuviera nombre
de esposa del Duque casta,
y ser madre, no os asombre,
de vuestros sobrinos, basta
ser mujer y ser vos hombre,
  ¿Qué cosa es que del Estado
la echéis con tal aspereza,
que habiéndose retirado
a la sencilla llaneza
de esta quinta y despoblado,
  aun aquí no esté segura
de vuestro injusto rigor,
que desterralla procura?
¿Cuándo no obligó al valor
la virtud y la hermosura?
  ¿Aun no consentís dejar
esta casa a una mujer,
que para poder llorar,
siendo casa de placer,
hizo casa de pesar?
  Mal nombre habéis adquirido;
decidme a mí dónde está;
por sólo vella he venido;
que en Francia vivir podrá
más servida que aquí ha sido.

FEDERICO:

  Como Vuestra Majestad
no ha visto la hipocresía
desmentir a la verdad,
y quitalle cada día
la capa a la santidad,
  juzga por el apariencia
de las píldoras el oro,
la virtud por la presencia,
la dicha por el tesoro,
y por los libros la ciencia;
  pero ni el tesoro ha dado
sosiego a las fantasías
del avaro desdichado,
ni las grandes librerías
hacen al necio letrado.
  Isabel, que encubrir sabe
sus vicios con devoción
fingida y rostro süave,
ha sido la destrucción
del Estado del Landgrave;
  y siendo pródiga y larga
en gastos, no sé si injustos,
aunque mi lengua se alarga,
quizá ha gastado en sus gustos
lo que a las limosnas carga.

FEDERICO:

  Y cuando ansí no se entienda,
y ella sea santa y pía,
pues no hay aquí qué pretenda,
déjenos, vuélvase a Hungría,
y no nos gaste la hacienda;
  ni aquí Vuestra Majestad
piense ponernos temor
con su Real autoridad;
que soy el Gobernador
y vivo en mi libertad;
  antes será de importancia
dejar trajes e invenciones
que ha inventado la ignorancia,
y atajar murmuraciones
de los celosos de Francia.
  Pues si no se enmienda, aguardo
que se le ha de atrever
algún ánimo gallardo,
pues en Francia no ha de haber
un Rey vestido de pardo.

(Vase.)


RICARDO:

  ¡Oh, villano! ¿En la presencia
del Rey ansí se ha de hablar?

REY:

Quedo; mostrar más prudencia,
que aquí sólo han de pelear
las armas de la paciencia.
  ¡Ah, Isabel que halláis abierta
la gloria por los atajos
de vuestra ventura cierta,
ya camináis por trabajos,
vos entraréis por la puerta!
  Mas yo, a quien nada aprovecha,
coronas, reinos ni encantos
con vuestra humildad desecha,
no cabré llevando tantos;
púrpura que es tan deshecha...
  ¡Oh, quien pudiera saber
dónde estáis! ¡Oh, quién dejara
la corona, el Real poder,
la honra del mundo avara,
el gobernar, el valer,
  y todos los cargos llenos
del humo vano, Isabel,
que turba ánimos serenos,
porque el más rico es aquel
que se contenta con menos!

(Salen BATO y GIL, pastores.)
BATO:

  ¡Oh, válgate San Antón,
el muchacho, qué lindo eres!

GIL:

Es la misma bendición,
que así paren las mujeres.

BATO:

¡Por Dios, hermano Gilón,
  que ya yo sepa parir
desde ahora como un caballo!

GIL:

¿Quies callar? ¡Ay, son gemir!

BATO:

Dar gritos y rempujallo,
eso tenéis de decir.

BATO:

  Pues ¿qué quieres? No me afrijas.

GIL:

Que vayáis por la caldera.

BATO:

Sí.

GIL:

Y en la lumbre la elijas;
comerá la paridera
migas en vez de torrijas.

BATO:

  ¡Ah! ¡Oh, qué no dirán,
sino que es nuestra parida
la infantesa!

GIL:

¡Qué galán
disparate! Anda parida
esotra de tafetán.

REY:

  A la Infanta oí nombrar.
¡Cielos, cumplid mi deseo!
¡Hola!

BATO:

Aqueso sí, holear:
y dalle; siempre que veo
soldados en el lugar,
  me tiembla el alma.

REY:

¿Tendréis
donde esta noche alberguemos?

BATO:

Sí, en la cabaña que veis;
si estáis preñado, os daremos
la mitad, y partiréis.

GIL:

  ¿Quieres callar, mentecato?
¿Eso a un hombre has de decir?

BATO:

Y a diez hombres.

GIL:

¡Qué insensato!

BATO:

Hoy es día de gruñir
cuantos vinieren al hato.

GIL:

  Perdónale tú, señor:
ha venido una mujer,
que de lástima y amor
nos obliga, y puede ser
esposa de un regidor;
  llegó la pobre preñada,
y con los fieros dolores
del parto tan fatigada,
que obligando a los pastores
de toda nuestra majada
  a socorrella, encendimos
lumbre, y dentro la cabaña
que veis allí, la pusimos;
y con humildad extraña.
tan agradecida vimos
  su hermosura al hospedaje
pobre, que quisiera ser
Rey o Papa, o conde o paje,
para podella tener
en otro lugar y traje;
  en fin, dando a sus enojos,
y nuestra pena tempero,
parió sobre unos matojos
un muchacho todo entero,
con su boca, nariz y ojos;
  y entre las cabras y ovejas,
que pienso que la regalan
con sus peinadas guedejas,
y por requebralla balan,
acompañando sus quejas,
  está tal, que cuantos ven
su humildad tan pobre y bella,
la comparan, y hacen bien,
a aquella Madre doncella
que parió a Dios en Belén;
  y porque sepáis si miento,
llegad, veréis el ornato
pobre, y rico de contento;
decid, ¿no es éste el retrato
del Portal y el Nacimiento?

(Descúbrese un portal, y está ISABEL de rodillas; sobre unas pajas, un niño como en el Nacimiento, y LISARDO, viejo, a un lado, como San José.)
ISABEL:

  ¿Con qué pagaré, mi Dios,
aquesta amorosa hazaña?
¡Vos en portal, yo en cabaña,
y entre pastores los dos!
¡Buscando hospedaje vos,
y yo de la casa mía
desterrada! ¿Hay mejor día,
hay más dichosos extremos
que querer que os imitemos
mi hijo a vos, y yo a María?
  ¿Puede haber favor igual
como el dar para su parto
la Reina a su esclava el cuarto
mejor de su casa Real?
La que os parió en un portal,
me da, ¡Señor de los reyes!
Otro portal, dulce leyes
de vuestros tiernos amores.
¡Yo entre ovejas y pastores!
¡Vos con pastores y bueyes!
  ¡Hijo, dichoso habéis sido,
ninguno se iguala a vos,
que pues nacéis como Dios,
nadie habrá mejor nacido!
Ya mis afrentas olvido,
aunque cesara mi llanto,
¡Virgen, si en contento tanto
mi esposo, ¡ay, fortuna avara!
Como os imito imitara,
también vuestro José santo!
  Por vuestra patria, mi Dios,
murió el Landgrave en la guerra,
pero también en la tierra
nacisteis sin padre vos;
hasta en esto sois los dos
parecidos: ¡qué consuelo!
Hijo sin padre en el suelo,
y Jesús sin padre en él;
permita Dios que, como él,
tengáis el padre en el cielo.

REY:

  Para alivio de la pena
que el no hallaros me ha causado,
ya mis Pascuas han llegado,
porque esta es mi Noche buena.
Esta cabaña está llena
de misterios, porque os den
alabanzas los que ven
que Dios, que por vos se abrasa,
su corte y palacio pasa
aquí, por que este es Belén.
  No estiméis las prendas bajas
de aqueste rústico espacio,
que esta cabaña es palacio,
diamantes y oro sus pajas;
aquí os lleváis mil ventajas
a vos misma en este día,
dichosa Infanta de Hungría,
pues no alcanzáis gloria tanta
siendo vos señora Infanta,
como imitando a María.
  Entre el heno y los pastores,
la nieve, la escarcha y hielo,
dais un hijo que en el suelo
imitará a sus mayores;
Háceos Dios tantos favores,
que si desde Oriente envía
tres Reyes, dándoles guía
de una estrella, yo al presente
soy Rey y vengo de Oriente
por vos, estrella de Hungría.

ISABEL:

  ¡Ay, santo Rey Luis de Francia,
gloria de la flor de lis,
a qué buen tiempo venís!
Vuestra vista es mi ganancia:
o la envidia o la arrogancia,
Luis santo, me destierra
de mi Estado y de mi tierra
sin darme en ella un lugar;
que aun no merezco gozar
viva siete pies de tierra,
  aunque ya en haberos visto
de regocijarme trato.

REY:

Esta cabaña es retrato
del nacimiento de Cristo,
y yo, que contento asisto
a veros aquí, Isabel,
tendré reverencia tanta
a vuestra humildad y fe,
que la tierra besaré
donde estampéis vuestra planta.
  En Francia podréis estar
con más sosiego y quietud;
vuestra admirable virtud
mis reinos tiene de honrar;
vuestro padre haré avisar
para que por bien lo tenga,
y a ver el sol claro venga
de quien ser padre merece,
para que, pues resplandece
tanto, su estima prevenga.

ISABEL:

  No, Rey santo; esta cabaña
es ya mi palacio Real,
y he de hacer un hospital,
a los pobres de Alemaña;
sino donde tal hazaña
hizo Dios, Rey santo, en mí,
es bien estimalle ansí;
aquí, siendo perseguida,
hallé amparo, honor y vida,
y pienso morir aquí.

REY:

  Alto, pues; hágase luego
a mi costa un hospital
a vuestro deseo igual;
que mi tesoro os entrego.

ISABEL:

¡Dichosa yo que a ver llego
Rey tan santo!

REY:

¡Y yo dichoso,
que miro el sol luminoso
con que os hizo el mismo Dios!

ISABEL:

Terceros somos los dos
después que murió mi esposo;
  mi hermano sois, santo Real,
pues la regla profesamos
de Francisco, y adoramos
nuestro amor con su sayal.

REY:

Haced luego el hospital
a mi costa.

ISABEL:

¡Vamos!

REY:

¡Vamos!

BATO:

¡Hola! Mientras mos quedamos
aquí y el sol acá baja,
en la cholla se me encaja
ser en este nacimiento
el venturoso jumento.

GIL:

Es porque hay pesebre y paja.

(Vanse.)
(Salen FEDERICO y ROSAURA.)
FEDERICO:

  Dame de término un año,
Rosaura, que no quisiera
que de mí el vulgo dijera
que eres causa de mi daño.
  Vestíase de una red
un hipócrita, y quería,
por la virtud que fingía,
que el Rey le hiciese merced;
  alcanzó el cargo, aunque injusto,
y quitó la red, diciendo:
«Agora que no pretendo,
no quiero red, sino gusto».
  Pues sabes que intento ser
gobernador de este Estado,
en teniéndolo alcanzado,
te admitiré por mujer.

PATACÓN:

  Nadie me manda rezar;
que soy tan gran pecador,
que aunque me oiga un oidor,
no ha de oirme voces dar.

FEDERICO:

  Patacón llega.

PATACÓN:

Ya llego.

ROSAURA:

No a mí, sino a Federico.

PATACÓN:

¡Válgame Dios! Más me aplico
a mujeres, aunque ciego.

FEDERICO:

  ¿Ciego estás?

PATACÓN:

Hermano, sí.

ROSAURA:

¿Quién te ha cegado?

PATACÓN:

El demonio;
cuando el falso testimonio
levanté a Isabel, caí
  en todas vuestras desgracias,
y ansí, como ciego, os digo
que Dios me ha dado el castigo,
y que no es tiempo de gracias.

FEDERICO:

  ¿Quieres creerme?

PATACÓN:

Yo, sí.

FEDERICO:

Que me huelgo con razón,
porque si amé la traición.
al traidor aborrecí.

PATACÓN:

  Pues créeme a mí también;
que mi enfermedad y el nombre
de traidor, a cierto hombre
le viniera harto más bien.

FEDERICO:

  Este hombre se declara;
no quiero oir mis enojos,
que a quien le faltan los ojos,
da con los vicios en cara.

(Vase.)
PATACÓN:

  Rosaura, pues yo estoy ciego,
déjame que te predique
y que mi daño te aplique,
y convertiráste luego.

ROSAURA:

  Yo quiero atreverme.

PATACÓN:

¿A qué?

ROSAURA:

A ir a pedir perdón
a Isabel de mi traición.

PATACÓN:

Bueno; yo también lo haré,
  y fuérzame este argumento:
o es santa, o no; si no es santa,
y con soberbia me espanta
sin ver mi arrepentimiento,
  dejaréla para loca;
si es santa, como lo es,
y me perdona, a sus pies
pondré yo mi sucia boca.

ROSAURA:

  Aquí labra un hospital

PATACÓN:

En él un oficio tomo.

ROSAURA:

Y a un labrador mayordomo
da la limosna y caudal;
  de esta casa la administra.

PATACÓN:

Dadme, santa hospitalera,
dos ojos, porque quisiera,
si vos sois de Dios ministra,
  serlo yo, y por galardón
de tal milagro y tal obra,
ser donado, si es que cobra
un pobre a la cola el don.

ROSAURA:

  Ella sale y ¡qué alegría
trae!

PATACÓN:

Es esposa de Dios.
Volvedme los ojos dos,
seréis mi santa Lucía.

(Salen SANTA ISABEL y LISARDO.)
ISABEL:

  Ya el hospital se comienza;
Dios pienso que le ha fundado;
ningún trabajo y cuidado
hay que a la caridad venza.

LISARDO:

  El orden que tenéis puesto
de salir por los caminos
a buscar los peregrinos,
es piadoso y es honesto.

ROSAURA:

  Llegaré, señora mía;
por no levantar el rostro
que os hizo traición, le postro
a los pies.

ISABEL:

Rosaura mía,
  ya en verte el alma reposa:
¿de qué te has avergonzado,
sabiendo que me has labrado
una corona preciosa?
  dame los brazos mil veces.

ROSAURA:

¡Ansí vengas tus enojos!
de piedad pagan los ojos
la voluntad que mereces.

PATACÓN:

  Y a mí, señora Isabel,
¿no ha de perdonarme?

ISABEL:

Sí.

PATACÓN:

¡Ciego estoy!

ISABEL:

Pésame a mí
de ese accidente cruel.

PATACÓN:

  ¿Quiere sanarme?
Esa es
obra de Dios, que no mía.

PATACÓN:

A otros sana cada día,
no he de alzarme de sus pies
  hasta que me restituya
los ojos.

ISABEL:

¡Gran confusión!
Haced, Lisardo, oración.

LISARDO:

Mejor oye, Dios la tuya.
  Dadme palabra.

PATACÓN:

¿De qué?

ISABEL:

De confesaros.

PATACÓN:

¿Por eso,
no más? Pues ya me confieso.
Mas confesado, ¿veré?

ISABEL:

  Sí, hermano.

PATACÓN:

Y ¿no se pudiera
dar la vista sin pensión?

ISABEL:

No.

PATACÓN:

Y, al fin, sin confesión,
¿no tendré un ojo siquiera?

ISABEL:

  No hay que hablar, de ningún modo.

PATACÓN:

Alto, pues; si es que da en eso,
desde agora soy confeso,
que el ver vale más que todo.

ISABEL:

  Ea, Lisardo, yo y vos
(Los dos de rodillas.)
hagamos oración breve;
que la acompañada mueve
más eficazmente a Dios.

PATACÓN:

  ¿Cómo me he de confesar,
si en veinte años no lo he hecho,
y tengo dentro del pecho
un menudo por lavar?
  Por quitarme de cuidados,
diré, aunque salga del uso:
Padre, por junto me acuso
de treinta años de pecados;
  de la suerte que los he hecho,
sólo reservo a sus pies
cualquier pecado al revés;
que siempre poco al derecho.
  ¡Ay, si es este encantamiento!
Ya me parece que cobro
la vista; ya veo, ya cobro
con los ojos lo que siento;
  pero un ojo siento agora
pequeño, y otro mayor,
y mostrará así el Señor
que por vos medro, señora.
  El uno grande y entero,
y el pequeño por Lisardo,
ojo redondo y bastardo,
ojo millar, ojo cero;
  ojal uno y otro ojete.
¡Hay tal desconformidad!
Ojo sólo por mitad,
ojo de gatunas, vete
  al entresuelo de abajo,
subirá el otro por ti
con una grúa hasta aquí,
aunque me cueste trabajo.

(Salen ORBELIO y NISIRO, acuchillando a FEDERICO.)
ORBELIO:

  No ha de gozar el bárbaro tirano
la tutela, gobierno y presidencia
que Dios le puso en su traidora mano.

FEDERICO:

  Yo quiero hacer de vuestro Estado ausencia;
amigos, no me deis injustamente
la muerte; refrenad vuestra impaciencia.

LISARDO:

  ¿A quién trata, señora, de esta suerte
el ímpetu de un pueblo?

ROSAURA:

¡Castigo justo de su ingrata suerte!

ISABEL:

  Amigos, escuchad; que yo os suplico
que deis audiencia a quien servir solía
todo este Estado poderoso y rico.

NISIRO:

  La furia y venerable cortesía
nos obliga a guardar este respeto;
la vida os debe a vos, señora mía.

ISABEL:

  ¿Qué ha sido la ocasión?

NISIRO:

No estar sujeto
pretende un noble Estado a un hombre aleve
que os pierde a vos el célebre respeto.

ISABEL:

  Federico, ¿es posible que te mueve
la tirana ambición a tanto daño?

FEDERICO:

Castiga el cielo a quien a ti se atreve;
  ya, piadosa Isabel, me desengaño
que Dios me quiere mal, y que en mí prueba
todo el poder de su rigor extraño.

ISABEL:

  Esa blasfemia bárbara no es nueva,
Federico, en tus labios, y así, siento
que justamente su castigo lleva;
  vuelve a Dios, amoroso, el pensamiento,
llama a la puerta del costado santo,
y serviráte el daño de escarmiento.

FEDERICO:

  No puedo yo salvarme; que me espanto
que la muerte me dé cuando no espero
perdón, por más que un mar vierta mi llanto;
  no he de salvarme yo, porque primero
aquel roble, que imita el pecho duro,
se mudará de allí, verde y ligero,
  que yo pueda ser bueno.

ISABEL:

Si procuro
mostrarte en ese roble el desengaño,
¿no mudarás de vida?

FEDERICO:

¡Así lo juro!

ISABEL:

  ¡Poderoso señor, si de este engaño
importa sacar vos este ignorante,
mostrad vuestro poder contra este daño!

LISARDO:

  ¡Raro milagro! El árbol al instante
se mudó a otro; siento y como vivo,
se ha pasado a otro monte semejante.

FEDERICO:

  ¡La luz divina y el favor recibo
de Dios por ti, Isabel!

ISABEL:

A Dios se debe,
y yo a mi cuenta esta merced recibo.
  ¡Ea, pues, Federico, el pecho aleve
se mude ya en lealtad noble y piadosa!
si este milagro. el corazón te mueve,
  trueca tu vida en otra religiosa;
pues Dios mudanzas en los robles muestra,
muda costumbres de tu vida odiosa.

FEDERICO:

  ¡Este es milagro, Dios, de vuestra diestra;
este es del cielo portentoso encanto;
ya sigo humilde la vocación vuestra!

ISABEL:

  Volved, amigos, el furor en llanto
de amor, que asombre esta mudanza al mundo,
y sed imitación de su amor santo!

FEDERICO:

  ¡En vos, señora, mi remedio fundo!

ROSAURA:

¡Y yo con vos, vivir pienso segura,
a pesar de las olas del profundo!

PATACÓN:

  Y yo, ¿no seré bueno, por ventura,
para donado y luego despensero?
mas fue oficio. de Judas, y es locura.

ISABEL:

Mis pobres y hospital mostraros quiero.

(Vanse.)
(Salen el REY LUIS, la REINA y otros.)
REY:

  ¡Esposa del alma mía!

REINA:

¡Dueño de mi corazón!

REY:

¡Dadme esos brazos, que son
corona de mi alegría!

REINA:

  ¿Cómo, mi señor, venís?

REY:

Como quien a veros viene,
que sois salud que entretiene,
vida el alma en que vivís;
  si estoy en vuestra presencia,
¿cómo, esposa, preguntais
cómo vengo?

REINA:

Que alegráis,
después de la larga ausencia
  de cinco años, mi tristeza.

REY:

Ya doy por bien empleados
los infortunios pasados,
pues gozo vuestra belleza
  sin temor de más mudanza,
el alma libre y contenta;
que después de la tormenta
se estima en más la bonanza.

REINA:

  ¡Mal en la guerra os ha ido!

REY:

Castiga Dios mis pecados:
de treinta y dos mil soldados,
veintiséis mil he perdido;
  no hay quien el poder resista
de Dios, que al fuerte acobarda,
y para otro brazo guarda
más dichoso, esta conquista;
  pedirnos a Damiata,
con todo el fértil distrito
que ganamos en Egito;
que el cielo las manos ata
  al valor y a la experiencia;
fuera de que no hay poder
ni armas para vencer
armas de la pestilencia;
  ella fue quien nos venció.

REINA:

Yo la estoy agradecida,
pues os permitió la vida
para que la goce yo.

REY:

  Mucho en la santa jornada
he gastado, os certifico;
mas con todo eso, el más rico
soy del mundo, prenda amada,
  porque la corona santa
con que Dios mostró a su ley
que fue de trabajos rey,
y de la divina planta
  a quien dió el último abrazo
cuando el sol perdió su luz,
quiero decir, de la cruz,
un grande y rico pedazo
  ha enriquecido mis manos
y he hecho mi reino divino;
empeñóla Balduíno
un año ha a los venecianos;
  y yo, por dar a París
joyas que Dios ha estimado,
se las he desempeñado;
traeránlas a San Dionís
  presto, con el aparato
que la francesa nación
debe a las joyas que son
de Dios.

REINA:

Lance fue barato,
  por mucho que el precio sea.

REY:

Razón será, esposa amada,
que a Dios dé de mi jornada
gracias, y que también vea
  a Francisco, mi patrón,
que ha mucho que no le veo,
y me prisa el deseo;
dejadme hacer oración
  solo.

REINA:

Alégrese París,
pues tiene tal Rey en vos.
Mirad que os aguardo.

REY:

Adiós.

CABALLERO 1º:

¡Qué Rey santo!

CABALLERO 2º:

¡Qué Luis!

(Vanse éstos.)


REY:

  Ya estamos, Francisco, en casa;
della ha cinco años une falto;
¿quién duda que volveré
distraído en tiempo tanto?
reformemos, patrón mío,
los, descuidos de soldado,
la libertad de la guerra,
el poco amor y cuidado
de vuestro hábito divino,
más precioso que el brocado,
pues si éste hasta el cielo llega,
¿quién duda que es de lo alto?
¡Ay! ¡Quién ver pudiera agora
aquel divino retrato
vuestro, aquella prenda rica!
Ya el corazón me ha robado.
A Santa Isabel, mi hermana,
Job en naciencia y trabajos,
blasón y gloria de Hungría,
véala yo, patrón santo;
pero ¿qué sueño provoca
con su aparente descanso
a impedir los soliloquios
nuestros, divino llagado?
no le puedo resistir,
si es de la muerte traslado;
mientras que duermo, encomiendo
mi espíritu en vuestras manos.

(Duérmese sentado en un silla, y sale el CONDE.)
CONDE:

Lo que no han podido ruegos
ni dádivas a criados
del Rey, medios ni invenciones,
conjuraciones ni tratos
para que muera Luis,
han de poder hoy mis manos
y este acero y hierro agudo
que en mis hierros han templado.
Solo en su oratorio está:
temblando voy, que mal hago;
daréle muerte; no es justo.
¡Oh, sucesos consultados,
nunca tenéis buen efecto!
¡Durmiendo está, cielos santos!
¿Qué mejor ocasión busco?
¿Al Rey no tengo en las manos?
¡Muera! Pero ¿qué es aquesto?

(Sube, cuando va a dalle, con la silla arriba, y está SAN FRANCISCO en lo alto; da vuelta arriba la silla, y entra SANTA ISABEL, de Tercera, y encuéntranse los dos y se abrazan.)
SAN FRANCISCO:

Luis, de esta suerte guardo
a mis Terceros queridos.

REY:

¡Ay, Serafín sacrosanto!

SAN FRANCISCO:

A Isabel quiero que veas.

ISABEL:

Santo Rey, querido hermano.

REY:

¡Sol del mundo, luz de Hungría,
dame esos queridos brazos!

SAN FRANCISCO:

El siglo santo es aquéste,
porque no hay reino cristiano
donde la púrpura Real
no tenga un príncipe santo.
A Francia ilustra Luis;
Isabel a Hungría ha dado
fama eterna; a toda España
doña Blanca, Luis amado,
madre vuestra, y mi Tercera
a Sicilia un rey Carlos;
allí Calcia, Emperatriz
de Grecia, mi sayal basto
por el imperial laurel
humilde y pobre ha trocado;
Catalina en Macedonia;
Francisco, Duque britano;
todos, siendo mis Terceros,
este siglo hacen dorado,
honrándose, hijo Luis,
con mi hábito veinticuatro
personas Reales.

CONDE:

Y yo
prometo, patriarca santo,
pidiendo de mis traiciones,
humilde y arrodillado,
al Rey, mi señor, perdón,
de dar a mis verdes años
con vuestro hábito tercero
ejemplo al reino cristiano,
vida al premio, enmienda al vicio
y al pensamiento descanso.

ISABEL:

Adiós, Luis, que los pobres
de mi hospital están dando
[...]
voces por mí.

CONDE:

El siglo santo
es, noble senado, aquéste;
para la segunda os guardo
lo que falta de esta historia:
perdonaréis entretanto.