Los siete locos/Un hombre extraño

Los siete locos:
Un hombre extraño

de Roberto Arlt

A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.

En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.

Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amarilla.

Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flácidas y el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.

Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos, inclinando el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.

Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aun sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:

–¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!

Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:

–Y, ¿te casaste con Hipólita?..

–Sí, pero no te imaginas el bochinche que se armó en casa...

–¿Qué... supieron que era de «la vida»?

–No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabes que Hipólita antes de «hacer la calle» trabajó de sirvienta?...

–¿Y?..

–Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento, se vino abajo.

–¿Y por qué confesó que fue prostituta?

–Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?

–¿Y cómo te va?

–Muy bien... La farmacia da setenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.

Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:

–¿Jugás siempre?

–Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.

–¿Qué es eso?

–Vos no sabes... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... Ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.

Y de pronto lanzó la embrollada explicación:

–Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce forzosamente el desequilibrio. Marcas, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentas entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o a las docenas que resulten.

Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:

–Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.

–Y también a los idiotas –arguyó Ergueta clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo–. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas, he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...

–¿Y sos feliz con ella?

–...creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco... Erdosain, impaciente, frunció el ceño, luego:

–¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casas con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia; hablas a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que estás loco porque esas cosas no las conoces ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría de instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo...

–Cinco mil pesos gané en las dos veces...

–Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, sino el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...

–Eso sí que es verdad –interrumpió Ergueta–. Fíjate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabes lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.

–¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentiría toda la vida. ¿No es así?

–Sí, en la Biblia está escrito: «Y el padre se levantará contra el hijo contra el padre»...

–¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabes? Un camino raro...

–Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...

–Y salvarás de la angustia a mucha gente buena. Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado. ¿Sabes? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Esa es la gente que hay que salvar... a los angustiados, a los fraudulentos.

El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotargado; luego, calmosamente, agregó:

–Tenés razón... el mundo está lleno de «turros», de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

–Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.

–No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy a la mañana.

Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:

–Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?

–De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?

Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta, exclamó:

–Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabes? He robado seiscientos pesos con siete centavos.

El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:

–No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?...

–Pero, decíme, ¿vos no podes prestarme esos seiscientos pesos?

El otro movió lentamente la cabeza:

–Te juro que los debo.

De pronto ocurrió algo inesperado. El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:

–Rajá, turrito, rajá.

Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.