Los siete locos/Un crimen
Erdosain levantó bruscamente la cabeza, e Hipólita, como si hubiera estado pensando en él, dijo:
–Vos también... vos también fuiste muy desgraciado.
Erdosain tomó la fría mano de la mujer y apoyó en ella los labios.
Ella continuó despacio:
–A veces me parece un mal sueño esta vida. Ahora que me siento tuya me aparece otra vez la pena de otros tiempos. Siempre, en todas partes, sufrimientos.
Luego dijo:
–¿Qué es lo que habrá que hacer para no sufrir?
–Es que llevamos el sufrimiento en nosotros. Una vez llegué a pensar que flotaba en el aire... era una idea ridícula; pero lo cierto es que la disconformidad está en uno.
Callaron. Hipólita acariciaba con lentitud su cabello, de pronto la mano se apartó de su cabeza y
Erdosain sintió que la mujer apretaba su mano contra los labios.
Erdosain, sentándose a su lado, murmuró:
–Decíme, ¿qué te he hecho para que me hagas tan feliz? ¿No comprendes que haces bajar el cielo para mí? Nunca me había sentido tan enormemente desgraciado.
–¿Nadie te ha querido?
–No sé; pero nunca el amor me fue mostrado en su pasión terrible. Cuando me casé tenía veinte años y creía en la espiritualidad del amor.
Caviló un instante, mas no tardó en levantarse, y después de apagar la luz, se sentó en el diván junto a Hipólita. Luego dijo:
–Quizá fuera un infeliz. Cuando me casé no la había besado a mi mujer. Cierto es que jamás había sentido la necesidad de hacerlo, porque yo confundía con pureza lo que era frialdad de sus sentidos y además... porque yo creía que a una señorita no se le debe besar.
La otra sonreía en la oscuridad. El estaba ahora sentado a la orilla del sofá, con los codos clavados en las rodillas y las mejillas entre la palma de las manos.
Un relámpago violeta iluminó la habitación.
El prosiguió con lentitud:
–La señorita estaba en mi concepto como la más verdadera expresión de pureza. Además... no se ría... yo era pudoroso... y la noche del día que nos casamos, cuando ella se desvistió con naturalidad frente a la lámpara encendida, yo volví la cabeza avergonzado... y después me acosté con los pantalones puestos.
–¿Usted hizo eso? –en la voz de la mujer temblaba la indignación. Erdosain se echó a reír, excitadísimo:
–¿Por qué no? –al tiempo que examinaba oblicuamente a la Coja se restregaba las manos–. He hecho eso y muchas cosas más graves aún. Y las que haré... «Han llegado los tiempos», decía su esposo. Creo que tiene razón. Claro está que dichos episodios se refieren a una época de mi vida en la que vivía como un idiota. Le digo esto para que esté segura que si me tuviera que acostar con usted no lo haría con los pantalones puestos...
Por un momento Hipólita tuvo miedo. Erdosain no hacía nada más que observarla con el rabillo del ojo, mientras que se restregaba las manos. Precavida, ella agregó:
–Debe haber pasado que usted estaba enfermo. Como yo cuando era sirvienta. Se vive entre cielo y tierra...
–Eso, entre cielo y tierra... Precisamente eso. Sí, me acuerdo de cuando me trataban de imbécil.
–¿También?...
–Sí, en mi cara... yo quedaba mirándolo al que me había injuriado, y mientras todos los músculos se me relajaban en una flojedad inmensa, me preguntaba qué es lo que había hecho, no sé en qué tiempo, para soportar tantas humillaciones y cobardías. Sufrí mucho... tanto... que más de una vez me sentí tentado a irme a ofrecer como criado en alguna casa rica... ¿Podía acaso tragar más vergüenza? Entonces sentí el terror, un espantoso miedo de no tener un objeto noble en mi vida, un sueño grande, y por fin ahora lo he encontrado... he condenado a muerte a un hombre... Quédese ahí sentada... Mañana, porque yo no me opongo, un hombre va a ser asesinado.
–¡No es posible!
–Sí, es cierto. El hombre de la mentira, el hombre del que le hablé antes, necesitaba dinero para realizar su proyecto. Así se realizará, porque yo quiero que suceda. Mañana me entregará un cheque para cobrar. Cuando yo vuelva será ejecutado.
–No... no es posible.
–Si, y si no vuelvo no lo asesinarían, porque sin el dinero el crimen es inútil... son quince mil pesos... yo puedo escaparme con ellos... la sociedad se va al diablo... el hombre se salva. ¿Se da cuenta usted? De mi honradez criminal depende todo.
–¡Dios mío!
–Quiero que se haga el experimento... Usted comprende, ciertas determinaciones lo convierten a uno en un dios. Desde hace mucho tiempo estoy resuelto a matarme. Si antes, cuando le dije, usted hubiera asentido, yo me mataba. ¡Si supiera lo hermoso y grande que me siento! No me hable más del otro... ya está resuelto, hasta me alegra pensar en el pozo que me hundo. ¡Se da cuenta usted!... Y cualquier día... no, de día no será... cualquier noche, cuando esté harto de tanta farsa e incoherencia, me iré.
Una arruga se bifurcó en la frente de Hipólita. No cabía duda. Aquel hombre estaba loco. Su alma aventurera previo acontecimientos futuros, y se dijo: «Con este imbécil es necesario proceder prudentemente». Y cruzando los brazos sobre el tapado, preguntó, como si lo dudara:
–¿Usted tendría coraje de matarse?
–No es lo que usted dice. Ya no hay coraje ni cobardía. Desde muy adentro tengo la sensación de que suicidarse es como irse a sacar una muela. Cuando pienso así, todo descansa en mí. Cierto es que yo había pensado en otros viajes y en otras tierras, en otra vida. Hay algo en mí que desea todo lo delicado y hermoso. Muchas veces pensé que sí... pongamos esos quince mil pesos que voy a cobrar mañana... podría irme a las Filipinas... al Ecuador a recomenzar mi vida, casarme con alguna doncella millonaria y delicada... estaríamos durante las siestas acostados en una hamaca, bajo los cocoteros, mientas que los negros nos ofrecerían naranjas partidas. Y yo miraría tristemente el mar... ¿y sabe?... esta certidumbre que me dice que adonde vaya miraré tristemente el mar... esta seguridad de que ya nunca más seré dichoso... al comienzo me enloqueció... y ahora me he resignado.
–¿Entonces para qué va a hacer el experimento?
–¿Sabe?... todavía no he llegado al fondo de mí mismo... pero el crimen es mi última esperanza... y el Astrólogo lo sabe, porque cuando hoy le pregunté si no temía que me escapara, me contestó: «No, por el momento, no... Usted más que nadie necesita que esto resulte para desangustiarse...» Ya ve usted hasta dónde he llegado.
–Nunca me imaginaría tal cosa. ¿Y lo van a matar en Temperley?
–Sí. Sin embargo... ¡Qué sé yo! La angustia. ¿Sabe usted lo que es la angustia? ¿Tener la angustia arraigada hasta los huesos como la sífilis? Vea, hace cuatro meses de esto: esperaba el tren en una estación de campo. Tardaría tres cuartos de hora en llegar... y entonces crucé a una plaza que había enfrente. A los pocos minutos de estar sentado en un banco, una chica... tendría nueve años, vino a sentarse a mi lado. Empezamos a charlar... estaba con un delantal blanco... vivía en una de las casas que había allí enfrente... Lentamente, sin poderme contener, desvié la conversación hacia un tema obsceno... mas con prudencia... sondeando el terreno. Una curiosidad atroz se había apoderado de mí conciencia. La criatura, hipnotizada por su instinto semidespierto, me escuchaba temblando... y yo, despacio, en ese momento debía tener una cara de criminal... fíjese que desde la garita de los guardagujas dos cambistas me miraban con atención, le revelé el misterio sexual, incitándola a que se dedicara a corromper a sus amiguitas...
Hipólita se apretó las sienes con los dedos.
–¡Pero usted es un monstruo!
–Ahora he llegado al final. Mi vida es un horror... Necesito crearme complicaciones espantosas... cometer el pecado. No me mire. Posiblemente... vea... las personas han perdido el sentido de la palabra pecado... el pecado no es una falta... yo he llegado a darme cuenta que el pecado es un acto por el cual el hombre rompe el débil hilo que lo mantenía unido a Dios. Dios le está negado para siempre. Aunque la vida de ese hombre después del pecado se hiciera más pura que la del más puro santo, no podría llegar jamás hasta Dios. Yo voy a romper el débil hilo que me unía a la caridad divina. Lo siento. Desde mañana seré sobre la tierra un monstruo... imagínese usted una criatura... un feto... un feto que tuviera la virtud de vivir fuera del seno materno... no crece jamás... velludo... pequeño... sin uñas camina entre los hombres sin ser un hombre... su fragilidad horroriza al mundo que lo rodea... pero no hay fuerza humana que pueda restituirlo al vientre perdido. Es lo que me ocurrirá mañana a mí. Me alejaré de Dios para siempre. Estaré solo sobre la tierra. Mi alma y yo, los dos solos. El infinito por delante. Siempre solos. Y noche y día... y siempre un sol amarillo. ¿Se da cuenta? Crece el infinito... arriba un sol amarillo y el alma que se apartó de la caridad divina anda sola y ciega bajo el sol amarillo.
Un golpe sordo estremeció el suelo, y de pronto ocurrió algo extraordinario. Erdosain calló espantado. Hipólita estaba arrodillada a sus pies... Ella le tomó la mano y se la cubrió de besos. En la oscuridad la mujer exclamó:
–Deja... déjame que te bese esas pobres manos. Sos el hombre más desdichado de la tierra.
–Levántate, Hipólita.
–No, quiero besarte los pies –él sintió que sus brazos le apretaban las piernas–. Sos el hombre más desgraciado de la tierra. ¡Cuánto sufriste, Dios mío! ¡Qué grande que sos... qué grande es tu alma!
Erdosain la levantó con dulzura infinita. Sentíase ablandado por una piedad infinita, la atrajo sobre su pecho, le alisó el cabello en la frente, y le dijo:
–Si supieras ahora lo fácil que va a ser morir. Como un juego.
–¡Qué alma la tuya!...
–¿Pero estás afiebrada?...
–¡Pobre muchacho!
–¿Por qué? Si ahora somos como dioses... Sentate a mi lado. ¿Estás bien así? Mirá, hermanita, todo lo que sufrí ha sido pagado con tus palabras. Viviremos un tiempo más...
–Sí, como novios...
–Sólo el gran día serás mi esposa.
–¡Te quiero tanto!... ¡Qué alma la tuya!
–Y después nos iremos.
Y ya no hablaron más. La cabeza de Hipólita estaba caída sobre su pecho. Faltaba poco para amanecer. Entonces Erdosain dobló ese cuerpo fatigado sobre el sofá... ella sonrió extenuada; luego Remo sentóse sobre la alfombra, apoyó la cabeza en el borde del sofá, y así acurrucado quedóse adormecido.