Los siete locos/Sensación de lo subconsciente

Los siete locos:
Sensación de lo subconsciente

de Roberto Arlt

Semi incorporado en un sofá, con los brazos cruzados y la galera echada sobre la frente, el Astrólogo meditaba esa noche sus preocupaciones, en la oscuridad del escritorio. La lluvia batía en los cristales de la ventana, pero no la escuchaba ensimismado en numerosos proyectos. Además, le ocurría algo extraño.

La proximidad del crimen a cometer aceleraba en el espacio de tiempo normal otro tiempo particular. Recibía así la sensación de existir sensibilizado en dos tiempos. Uno natural a todos los estados de la vida normal, otro fugacísimo y pesado en los latidos de su corazón, escapándose entre sus dedos trabados por la meditación como el agua de un cesto.

Y el Astrólogo, retenido dentro del tiempo del reloj, sentía deslizarse en su cerebro el otro tiempo rapidísimo e interminable que como una película cinematográfica, al deslizarse vertiginosamente, hería con las imágenes que aparejaba, su sensibilidad, de un modo impreciso y fatigante, ya que antes de percibir con claridad una idea ésta había desaparecido para ser substituida por otra. Tal que, cuando miraba el reloj encendiendo un fósforo, comprobaba que el tiempo transcurrido era de minutos, mientras que en su entendimiento esos minutos mecánicos, acelerados por su ansiedad, tenían otra longitud que ningún reloj podía medir.

Sensación que lo retenía en la oscuridad, a la expectativa. Comprendía que cualquier error cometido en dicho estado podría serle fatal más tarde.

El asesinato del hombre Barsut no le preocupaba mayormente, sino las precauciones que debía tomar para que ese hecho no adquiriera importancia indebida. Y aunque pretendía preparar una coartada, ello era dificultoso. Tenía la sensación de que el que así cavilaba en las tinieblas no era él, sino que estaba contemplando a su doble, un doble forjado de emoción y que tenía su apariencia exacta, con la cara romboidal, brazos cruzados y la galera echada sobre la frente. Sin embargo, no podía darse cuenta de qué naturaleza eran los pensamientos de ese doble tan íntimamente ligado a él y tan distante de su comprensión. Porque juzgaba que su sentimiento de existir era en aquellos instante más efectivo que la existencia de su cuerpo. Mas tarde, explicando dicho fenómeno, dijo que era la conciencia de la distinta velocidad del tiempo que duraban sus emociones, dentro del otro tiempo mecánico, como aquellos que dicen «aquel minuto me pareció un siglo».

Imposibilidad de pensar que no dejaba de ser importante, ya que se trataba de quitarle la vida a un hombre, paralizar la circulación de sus cinco litros de sangre, enfriar todas sus células, borrarlo de la vida como una mancha de un papel blanco eliminando todo rastro en la superficie. Como tan grave problema no se apartaba del Astrólogo, éste sentíase dentro del tiempo mecánico del reloj, el hombre físico, mientras que en la lenta velocidad del otro tiempo que ningún reloj podía controlar se localizaba su doble, pensativo, enigmático, auténticamente misterioso, preparando quizá qué coartadas que luego lo sorprenderían al hombre inteligente.

La certidumbre de haberse convertido por la proximidad del crimen en un doble mecanismo con dos nociones de tiempo tan diferentes y dos inercias tan desemejantes, lo apoltronaban sombrío en la oscuridad.

Una fatiga terrible anonadaba su musculatura, sus miembros recios, la coyuntura de sus huesos.

La lluvia hacía funcionar en las acequias el breve engranaje de las ranas, pero él, hombre de acción, ablandado por la inquietud como si le hubieran reblandecido los huesos y no pudiera ponerse de pie, «yo, hombre de acción –se decía–, permanezco aquí, estoy así dentro de mi plazo de tiempo mecánico, palpitando con otro tiempo que no es mi tiempo y que me relaja para la precaución. Porque es indudable que matar a un hombre es lo mismo que degollar a un cordero, pero no lo es para los otros, y aunque estén distantes y mi conducta sea un misterio para ellos, este tiempo anormal me los acerca, y yo no me puedo casi mover, como si ellos estuvieran allí, en la sombra, espiándome. Será el tiempo de nerviosidad lo que me inutiliza, o el Astrólogo subconsciente que se reserva sus ideas y me deja exprimido como una naranja para concebir pensamientos que ahora me hacen falta. Sin embargo, muerto Barsut, la vida continuará como si nada hubiera ocurrido... y es que nada ha ocurrido si esto no se descubre».

Encendió nuevamente un fósforo. La habitación quedó flechada de vértices de sombras movedizas. No había pasado un minuto. Sus pensamientos eran simultáneos y contenían en la nada del tiempo hechos que para estar presentes en el tiempo que los recogía hubieran necesitado en otras circunstancias meses y años. Así había nacido hacía cuarenta y tres años y siete días, y ese pasado se aniquilaba de continuo en el presente, presente tan fugaz, que siempre era el Astrólogo del minuto posterior, en el tiempo de minuto o segundo venidero. Ahora su vida enfocada hacia un hecho que aún no existía, pero que se consumaría dentro de algunas horas, se tendía dentro del tiempo mecánico como un arco, cuya violencia contenida daba al tiempo del reloj la tensión extraordinaria de ese otro tiempo de inquietud.

Y aunque muchas veces se había dicho que si tenía oportunidad de poder asesinar a alguien no desperdiciaría la ocasión, volvió a detener sus preocupaciones en aquellos tiempos de misterio. Luego saltó de allí a la imaginación de una dictadura, que se sostendría mediante el terror impuesto por numerosas ejecuciones y el medio de anular esa repugnante impresión momentánea era representarse a los fusilados como hombres horizontales. En efecto, se imaginaba en el centro de la llanura el pequeño cuerpo de un hombre tendido, y al comparar la longitud del muerto con la de los millares de kilómetros que medía la tierra por él tiranizada, se apoderaba de la certidumbre que la vida de un hombre no tenía ningún valor.

El otro se pudriría bajo la tierra, mientras que él, eliminado el obstáculo humano cuya longitud era la millonésima parte de la tierra suya, avanzaría hacia todas las conquistas.

Luego pensaba en Lenin, que, restregándose las manos, repetía a los comisarios de los Soviets:

Es una locura. ¿Cómo podemos hacer la revolución sin fusilar a nadie? –Y esto regocijaba el corazón del Astrólogo. Establecería dicho principio en la sociedad. Los futuros patriarcas de razas serían educados con un inexorable criterio homicida; y nuevamente se ensanchaban sus esperanzas.

Luego reconocía que todo innovador debía luchar con ideas antiguas, estampadas por la costumbre en sí mismo, y que todas sus cavilaciones actuales eran la consecuencia de una contradicción entre principios a sancionarse y aquellos establecidos. El tiempo corría entre sus dedos trabados por la cavilación.

Asesino de hoy sería el conquistador del mañana, pero en tanto soportaba la hosca malevolencia del presente amasado con ayeres. Levantóse encolerizado. Llovía aún. Salió hasta la escalinata, donde se detuvo escudriñando la oscuridad silvestre, estremecida por el agua que caía espesa y lenta. Las tinieblas parecían allí formar parte de la existencia de un monstruo que jadeaba pesadamente en la oscuridad. La tierra mojada se había vuelto ocre... Y él era un hombre firme en la noche, un animador de acontecimientos grandiosos, y sin embargo ningún fantasma se levantaba de la espesura para sancionar su actitud. Ahora se preguntaba si los hombres de otras edades habían sufrido sus indecisiones, o sí marchaban al logro de sus fines satisfechos de que la Muerte les diera un espesor de coraza a sus determinaciones. ¿Pero tenía importancia la muerte? Decíase que como a ente filosófico lo único que podía interesarle era la especie, no el individuo, más los que asediaban con escrúpulos eran sus sentimientos, que contra su voluntad desdoblaban el tiempo que se necesitaba, en dos tiempos extraños.

Un relámpago interpuso distancias azules entre los bloques de las montañas de nubes.

Mojado y con la cabellera revuelta, se detuvo a un costado de la escalinata el Hombre que vio a la Partera.

–¡Ah! es usted –dijo el Astrólogo.

–Sí; quería preguntarle qué es lo que piensa usted de esta interpretación del versículo que dice: «El cielo de Dios». Esto significa claramente que hay otros cielos que no son de Dios...

–¿De quién, entonces?

–Quiero decir que puede ser que haya cielos en los que no esté Dios. Porque el versículo añade: «Y bajará la nueva Jerusalén». ¿La nueva Jerusalén? ¿Será la nueva Iglesia?

El Astrólogo meditó un instante. El asunto no le interesaba, pero sabía que para mantener su prestigio ante el otro tenía que responder, y contestó:

–Nosotros, los iluminados, sabemos en secreto que la nueva Jerusalén es la nueva Iglesia. Por eso dice Swedemborg: «Puesto que el Señor no puede manifestarse en persona, y habiendo anunciado que vendrá y establecerá una Nueva Iglesia, sigue que lo hará por medio de un hombre, que no sólo pueda recibir la doctrina de esta iglesia, sino también publicarla por medio de la prensa...» pero ¿por qué usted independientemente de otra escritura llega a admitir la existencia de varios cielos? Bromberg, guareciéndose en el pórtico, miró la jadeante oscuridad estremecida por la lluvia, luego contestó:

–Porque los cielos se sienten como el amor.

El Astrólogo miró sorprendido al judío, y éste continuó:

–Es como el amor. ¿Cómo puede usted negar el amor si el amor está en usted y usted siente que los ángeles hacen más fuerte su amor? Lo mismo pasa con los cuatro cielos. Se debe admitir que todas las palabras de la Biblia son de misterio, porque si así no fuera el libro sería absurdo. La otra noche leía entristecido el Apocalipsis. Pensaba que tenía que asesinarlo a Gregorio, y me decía si está permitido verter sangre humana.

–Cuando se estrangula no se vierte sangre –repuso el Astrólogo.

–Y cuando llegué a la parte del «cielo de Dios» comprendí el motivo de la tristeza de los hombres.

El cielo de Dios les había sido negado por la iglesia tenebrosa... y por eso los hombres pecaban tan fuertemente.

En las tinieblas, la voz aniñada de Bromberg sonaba tan tristemente como si se lamentara de que lo hubiesen excluido del verdadero cielo. El Astrólogo arguyó:

–El hombre alado que me habla en sueños me ha dicho que el fin de la iglesia tenebrosa es próximo...

–Así tiene que ser... porque el infierno crece día a día. Son tan pocos los que se salvan, que el cielo junto al infierno es más chico que un grano de arena junto al océano. Año tras año crece el infierno, y la iglesia tenebrosa, que debió salvar al hombre, engorda día por día al infierno, y el infierno triste crece, crece, sin que haya una posibilidad de hacerlo más pequeño. Y los ángeles miran con miedo la iglesia tenebrosa y el infierno rojo inflado como el vientre de un hidrópico.

El Astrólogo repuso, adoptando para hablar un altisonante tono:

–Por eso el hombre alado me ha dicho: «Ve, santo varón, a edificar a los hombres y a anunciar la buena nueva. Y extermina a los anticristos y revélale tus secretos y los secretos de la nueva Jerusalén a Bromberg el judío» –y de pronto el Astrólogo, tomándolo de un brazo a su compañero, le dijo–: ¿No te acuerdas cuando tu espíritu conversaba con los ángeles y les servías el pan blanco a la orilla de los caminos, y les hacías sentar a la puerta de tu cabaña y les lavabas los pies?

–No me acuerdo.

–Pues debías acordarte. ¿Qué dirá el Señor cuando sepa eso? ¿Cómo responderé yo de tu alma ante el Ángel de la Nueva Iglesia? Me dirá: ¿Qué es de ese hijo querido, mi piadoso Alfon? ¿Y yo qué le diré? Que eres un cernícalo. Que te has olvidado de los tiempos en que realizaste una existencia angélica y que te pasas todo el día en un rincón ventoseando como un mulo.

Gravemente enfurruñado, objetó Bromberg:

–Yo no ventoseo.

–Y bien ruidosamente ventoseas... pero no importa... el Ángel de las Iglesias sabe que tu espíritu arde en la devoción sincera, y que eres enemigo del Rey de Babilonia, del tenebroso Papa, y por eso estás elegido para ser el amigo del hombre, que con mandato del Señor establecerá la Nueva Iglesia sobre la tierra.

Sonaba quedamente la lluvia en las hojas de las higueras y toda la oscuridad acre y blanda estremecía en la noche su húmedo hedor vegetal. Bromberg predijo gravemente:

–Y el Papa, el mismo Papa espantado saldrá a la calle descalzo, y todos se apartarán de él con terror y premura y en los caminos los cercos se llenarán de flores cuando pase el santo Cordero.

–Así nomás es –continuó el Astrólogo–. Y en el cielo entreabierto será dado ver a todos los pecadores arrepentidos, las doradas puertas de la nueva Jerusalén. Porque tan inmensa es la caridad de Dios, querido Alfon, que ningún hombre podría entrar directamente en contacto con ella sin caer por tierra con los huesos esponjosos.

–Por eso yo daré a los hombres mi interpretación del Apocalipsis y luego me iré a la montaña a hacer penitencia y a rogar por ellos.

–Así es Alfon, pero ahora vete a dormir porque tengo que meditar y es la hora en que el hombre alado viene a hablarme a la oreja. Tú también tienes que dormir porque mañana, si no, no tendrás fuerza para estrangular al réprobo...

–Y al Rey de Babilonia.

–Así es.

Lento separóse de la gradinata el Hombre que vio a la Partera. El Astrólogo entró a la casa y subiendo por una escalera que estaba a un costado del vestíbulo, se internó en una habitación extremadamente alargada, cruzada en los altos por las vigas que soportaban las alfajías del techo, que allí extendía su oblicua ala.

En los muros desconchados no había ningún grabado. En un rincón estaban los baúles de Gregorio Barsut y bajo un ojo de buey una cama de madera pintada de rojo. Una manta negra formaba baturrillo con las sábanas blancas. Sentóse pensativamente el Astrólogo a la orilla del lecho. Su gabán se entreabrió dejando ver desnudo el pecho velludo. En horqueta abrió la yema de los dedos sobre sus mostachos de foca, y frunciendo el ceño quedóse contemplando un baúl en el rincón.

Quería hacer salta su pensamiento a una novedad exterior, que rompiendo el monorritmo de sus sensaciones le devolviera la presencia de ánimo que, anteriormente a la determinación de asesinar a Barsut, estaba en él.

–Son veinte mil pesos –pensó–, veinte mil pesos que servirán para instalar los prostíbulos y la colonia... la colonia...

Sin embargo no veía claro. Las ideas se le escapaban como sombras, sus pensamientos desleídos por el sobresalto permanente hacían estéril toda concentración. De pronto dióse una palmada en la frente y jubiloso pasó al desván inmediato arrastrando un cajón, de cuya tapa mal retenida por los flejes se desprendía espeso polvo.

Sin cuidarse por las bocamangas del gabán que se le llenaban de tierra blanca, destapó el cajón.

Mezclábanse allí soldados de plomo con muñecos de madera, y era aquello un hacinamiento de payasos, generalitos, clowns, princesas y extraños monstruos gordos con narices averiadas y bocas de sapo.

Cogió un trozo de cuerda, y dirigiéndose al rincón, ató ésta a dos clavos, uniendo así el ángulo que formaban los dos muros con improvisada bisectriz. Hecho esto tomó del cajón varios fantoches, arrojándolos sobre la cama. Con trozos de piola amarró la garganta de cada pelele, y tan absorbido estaba en la labor, que no se apercibió que el viento empujaba por el ventanillo abierto el agua de la lluvia, que había arreciado.

Trabajaba entusiasmado. Cuando hubo acollarado la garganta de los muñecos con piolines que recortaba de mayor a menor, los llevó hasta el rincón, amarrándolos de la soga. Terminada su obra, quedóse contemplándola. Los cinco fantoches ahorcados movían sus sombras de capuchón en el muro rosado. El primero, un pierrot sin calzones, pero con una blusa a cuadritos blancos y negros; el segundo, un ídolo de chocolate y labios bermellón, cuyo cráneo de sandía estaba a la altura de los pies del pierrot; el tercero, más abajo aún, era un pierrot automático, con un plato de bronce clavado en el estómago y cara de mono; el cuarto era un marinero de pasta de cartón azul, y el quinto un negro desnarigado mostrando una llaga de yeso por la vitola blanca de un cuello patricio. Satisfecho contempló su obra el Astrólogo. Estaba de espaldas a la lámpara, y hasta el techo alcanzaba su silueta negra. Habló fuertemente:

–Vos, pierrot, sos Erdosain; vos, gordo, sos el Buscador de Oro; clown, sos el Rufián; y vos, negro, sos Alfón. Estamos de acuerdo.

Terminada su arenga, separó el baúl de Barsut del muro, y colocándolo frente a los muñecos sentóse ante ellos. Y así comenzó un diálogo silencioso, cuyas preguntas partían de él, recibiendo en su interior la respuesta cuando fijaba la mirada en el fantoche interrogado.

Su pensamiento tomó una claridad sorprendente. Necesitaba expresar sus ideas en un sistema telegráfico, vibrante, interrumpido, como si todo él tuviera que acompasar el ritmo del pensamiento a una misteriosa trepidación de entusiasmo.

Pensaba:

–Es necesario instalar fábricas de gases asfixiantes. Conseguirse químico. Células, en vez de automóviles camiones. Cubiertas macizas. Colonia de la cordillera, disparate. O no. Sí. No. También orilla Paraná una fábrica. Automóviles blindaje cromo acero níquel. Gases asfixiantes importantes. En la cordillera y en el Chaco estallar revolución. Donde haya prostíbulos, matar dueños. Banda asesinos en aeroplano. Todo factible. Cada célula radiotelegrafía. Código y onda cambiante sincrónicamente.

Corriente eléctrica con caída de agua. Turbinas suecas. Erdosain tiene razón. ¡Qué grande es la vida! ¿Quién soy yo? Fábrica de bacilos bubónica y tifus exantemático. Instalar academia estudios comparativos revolución francesa y rusa. También escuela de propaganda revolucionaria.

Cinematógrafo elemento importante. Ojo. Ver cinematógrafo. Erdosain que estudie ramo. Cinematógrafo aplicado a la propaganda revolucionaria. Eso es. Ahora el ritmo del pensamiento se atemperaba. Decíase:

–¿Cómo poner en cada conciencia el entusiasmo revolucionario que hay en la mía? Eso, eso, eso. ¿Con qué mentira o verdad? ¡Qué rápido es el tiempo que pasa! ¡Y qué triste! Porque eso es cierto. Hay tanta tristeza en mí, que si ellos la conocieran se asombrarían. Y yo solo sostenerlo todo.

Se acurrucó en el sofá. Tenía frío. En las sienes le batían fuertemente las venas.

–El tiempo que se escapa. Eso. Eso. Y todos que se dejan estar caídos como bolsas. Nadie que quiera volar. ¿Cómo convencerlos a esos burros de que tienen que volar? Y sin embargo, la vida es otra. Otra como ellos no la conciben tan siquiera. El alma como un océano agitándose dentro de setenta kilos de carne. Y la misma carne que quiere volar. Todo en nosotros está deseando subir hasta las nubes, hacer reales los países de las nubes... pero ¿cómo?... Siempre aparece este «cómo» y yo... yo aquí, sufriendo por ellos, queriéndolos como si los hubiera parido, porque los quiero a estos hombres... a todos los quiero. Están encima de la tierra porque sí, cuando debían estar de otro modo. Y sin embargo los quiero. Lo estoy sintiendo ahora. Quiero a la humanidad. Los quiero a todos como si todos estuvieran atados a mi corazón con un hilo fino. Y por ese hilo se llevan mi sangre, mi vida, y sin embargo, a pesar de todo, hay tanta vida en mí, que quisiera que fueran muchos millones más para quererlos más aun y regalarles mi vida. Sí, regalársela como un cigarrillo. Ahora me explico el Cristo.

¡Cuánto debió quererla a la humanidad! Y sin embargo soy feo. Mi enorme cara ancha es fea. Y sin embargo debiera ser lindo, lindo como un dios. Pero mi oreja es como un repollo y mi nariz como un tremendo hueso fracturado de un puñetazo. Pero qué importa eso. Soy hombre y basta. Y necesito conquistar. Es todo. Y no daría uno solo de mis pensamientos a cambio del amor de la más linda mujer.

De pronto unas palabras anteriores cruzan su memoria, y el Astrólogo se dice:

–¿Por qué no?... Podemos fabricar cañones, como dice Erdosain. El procedimiento es fácil. Además, que no es necesario que tengan una resistencia para mil descargas. Una revolución que durara ese tiempo sería un fracaso.

Las palabras callan en él. En la oscuridad se abre hacia el interior de su cráneo un callejón sombrío, con vigas que cruzan el espacio uniendo los tinglados, mientras que entre una neblina de polvo de carbón los altos hornos, con sus atalajes de refrigeración que fingen corazas monstruosas, ocupan el espacio. Nubes de fuego escapan de los tragantes blindados y la selva más allá se extiende tupida e impenetrable.

El Astrólogo siente recobrada su personalidad, que le sensación del tiempo extraño le había arrebatado. Piensa, piensa que es posible fabricar acero níquel y construir cañones de tubos enchufados.

¿Por qué no? Su pensamiento se desliza ahora sobre los obstáculos con flexibilidad. Entonces con el dinero suministrado por los prostíbulos se comprarían en los diversos puntos de la República terrenos a un precio insignificante. Allí los miembros de la logia pondrían las bases de cemento armado para emplazar las piezas de artillería, simulándose construcciones de galpones para conservar cereales.

Le exaltaba la posibilidad de crear un ejército revolucionario dentro del país, que se sublevaría mediante una señal radiotelefónica. ¿Por qué no? Acero, cromo, níquel. Como un sortilegio la palabra hiende su imaginación. Acero, cromo, níquel. Cada jefe de célula estaría a cargo de una batería. ¿Qué es necesario, en resumen? Que los cañones disparen quinientos, cuatrocientos proyectiles. Y los automóviles con ametralladoras. ¿Por qué no? Cada diez hombres una ametralladora, un automóvil, un cañón. ¿Por qué no ensayar?

Lentamente, en el fondo de la negra noche, un gigantesco huevo de acero al rojo blanco, entre dos columnas, dobla lentamente su punta hacia una cúpula. Es el convertidor de Bessemer accionado por un pistón hidráulico. Un torrente de chispas y llamas ardientes se escapa de la punta del huevo de acero. Es el hierro que se convierte en acero soliviantado en la base por un chorro de aire de centenares de atmósferas de presión. Acero, cromo, níquel. ¿Por qué no ensayar? Su pensamiento se fija en cien detalles. No ha mucho la voz de adentro le ha preguntado:

–¿Por qué motivo la felicidad humana ocupa tan poco espacio?

Esta verdad le entristece la vida. El mundo debía ser de unos pocos. Y estos pocos caminar con pasos de gigantes.

Es necesario crearse la complicación. Y ver claro. Primero matarlo a Barsut, después instalar el prostíbulo, la colonia en la montaña... pero ¿cómo hacer desaparecer el cadáver? ¿No es estúpido esto de que él, el hombre que encuentra fácil construir un cañón y fabricar acero, cromo, níquel, tenga tantas dudas para hacer desaparecer un cadáver? Cierto es que no debía pensar... se le quemará... quinientos grados son suficientes para destruir un cadáver contenido en un recipiente. Quinientos grados.

El tiempo y el cansancio corren por su mente. No quisiera pensar, y de pronto la voz, la voz independiente de su boca y de su voluntad, susurra de adentro para distraerlo un poco:

–El movimiento revolucionario estallará a la misma hora en todos los pueblos de la República. Asaltaremos a los cuarteles. Comenzaremos por fusilar a todos los que puedan alborotar un poco. En la capital se lanzarán días antes algunos kilogramos de tifus exantemático y de peste bubónica. Por medio de aeroplanos y en la noche. Cada célula inmediata a la capital cortará los rieles del ferrocarril. No dejaremos entrar ni salir trenes. Dominada la cabeza, suprimido el telégrafo, fusilados los jefes, el poder es nuestro. Todo esto es una locura posible, y siempre se vive en una atmósfera de sueño y como de sonambulismo cuando se está en camino de realizar las cosas. Sin embargo, se va hacia ellas con una lentitud tan rápida que todo es sorprendente cuando se ha conseguido. Para ello es necesario sólo voluntad y dinero... Podemos organizar aparte de las células una gavilla de asesinos y de asaltantes.

¿De cuántos aeroplanos dispondrá el ejército? Pero cortados los medios de comunicación, asaltados los cuarteles, fusilados los jefes, ¿quién mueve ese mecanismo? Este es un país de bestias. Hay que fusilar. Es lo indispensable. Sólo sembrando el terror nos respetarán. El hombre es así de cobarde. Una ametralladora... ¿Cómo se organizarán las fuerzas que deben combatirnos? Suprimido el telégrafo, el teléfono, cortados los rieles... Diez hombres pueden atemorizar a una población de diez mil personas.

Basta que tengan una ametralladora. Son once millones de habitantes. El norte, con los yerbales, nos respondería. Tucumán y Santiago del Estero, con los ingenios... San Juan, con los medio–comunistas... Sólo tenemos por delante el ejército. Los cuarteles se pueden asaltar de noche. Secuestrado el pañol de armas, fusilados los jefes y ahorcados los sargentos, con diez hombres nos podemos apoderar de un cuartel de mil soldados siempre que tengamos una ametralladora. Es tan fácil eso. Y las bombas de mano, ¿dónde dejo las bombas de mano? Sólo sorpresa simultánea en todo el país, diez hombres por pueblo y la Argentina es nuestra. Los soldados son jóvenes y nos seguirán. A los cabos los ascenderemos a oficiales y tendremos el más inverosímil ejército rojo que haya conocido la América.

¿Por qué no? ¿Qué es el asalto al banco de San Martín, el asalto del hospital Rawson, el asalto de la agencia Martelli en Montevideo? Tres diarieros audaces y se terminó una ciudad.

Un rencor sordo hace latir apresuradamente sus venas. La sangre corre en tumulto por su cuerpo recio y tenso en una posición de asalto. Se siente más fuerte que nunca, la fuerza del que puede hacer fusilar.

Oscilaba la luz eléctrica bajo las sonoras descargas de la tempestad, pero el Astrólogo sentado de espaldas a la cama, sobre el baúl, con las piernas cruzadas, el mentón clavado en la palma de la mano y con el codo apoyado en la rodilla, no apartaba los ojos de sus cinco peleles cuyas sombras andrajosas temblaban en el muro enrosado.

Tras él la lluvia que entraba por el ventanillo hacía un charco en el piso, las preguntas y respuestas se cruzaban en silencio, a momentos una arruga enfoscaba la frente del astrólogo, luego sus ojos inmóviles, en su rostro romboidal, asentían con un parpadeo lento a una contestación en acuerdo con sus deseos, y así permaneció hasta el amanecer, hora en que, levantándose del baúl, irónicamente les volvió la espalda a los cinco muñecos que permanecieron en la soledad del cuartujo, bamboleándose bajo la banderola, como cinco ahorcados.

Caviló un instante, luego apresuradamente bajó las escaleras, dejó el portal, y a grandes pasos se dirigió entre las tinieblas a la cochera donde se encontraba Barsut.

Ya no llovía. Las nubes se habían resquebrajado, dejando ver en un claro celeste un pedazo amarillo de luna.