Los siete locos/La revelación
Ínterin ocurrían estos sucesos, en el Hospicio de las Mercedes. Ergueta entraba en lo que él más tarde llamaría «el conocimiento de Dios». Así fue.
Despertó al amanecer en la sala. Un paralelepípedo de luna ponía un rectángulo azul en el encalado del muro frente a su cama. A través de los barrotes de la ventana abierta se veía al cielo encuadrado por el contramarco, un cielo poroso y seco de azul como yeso teñido de metileno. En el retículo de los hierros temblaban los hilos de agua de una estrella.
Ergueta se rascó concienzudamente la nariz, aunque no sentía mayor preocupación. Comprendía que se encontraba en la casa de los locos, pero ése «era un asunto que no le concernía».
Le preocupaba si hubieran encalabozado su espíritu, pero el que en realidad estaba encarcelado en el manicomio era su cuerpo, su cuerpo que pesaba noventa kilos, y que ahora con cierto resquemor inexplicable recordaba que había rodado por los lupanares. Y sin poder evitarlo revisaba como un espectáculo oprobioso la vida sensual con que se había regodeado. Mas, ¿qué tenía que ver su espíritu con tal carnaza furiosa?
Era ésa una realidad tan evidente para su entendimiento, que lo asombró de que los médicos no repararan aún en tal diferencia.
Ergueta se sintió maravillado de su descubrimiento. El ya no era un hombre, sino un espíritu, «sensación pura de alma», con riberas nítidamente recortadas dentro de la carnicera armazón de su físico, como las nubes en los espacios infinitos.
Estaba ligeramente alegre. Ya noches anteriores tuvo la certeza de que podía apartarse de su cuerpo, dejarlo abandonado como a un traje. Al descubrirla, esta súbita seguridad le proporcionó un miedo liviano. Hasta en determinados momentos tuvo en la epidermis la sensación que sólo se tocaba con los bordes de su alma, de forma que el equilibrio de su cuerpo próximo a caer, y el de su piel, le causaba náuseas. Era como si descendiera a suma velocidad en un ascensor.
Además tenía miedo de tener voluntad de abandonar su cuerpo, pues si se lo destruían, ¿cómo podría entrar en él? El enfermero tenía cara de bellaco, y aunque él le hubiera hablado de unas redoblonas para la próxima «reunión», no se sentía del todo seguro. Mas pasada esta primera impresión se complacía en creer que era un niño débil, lo cual no le impedía reírse desde su cama de la comedia con que trataba de tranquilizar sus noventa kilos, descontando que él podía ir a donde quisiera... pero no... no era cuestión de jugar. Su bondad no podía admitir eso. ¡Y qué hermoso era sentirse así colmado de caridad! Su misericordia se ensanchaba sobre el mundo, como una nube sobre los techos de la ciudad.
Su cuerpo quedaba cada vez más abajo.
Ahora lo veía como en el fondo de un cajón, el sanatorio entre los blancos cubos de las casas era otro cubo, las calles azuleaban entre sábanas de sombra, las luces verdes de los semáforos del F.C.S. lucieron débilmente, y el espacio entró en él como el océano en una esponja, mientras el tiempo dejaba de existir.
Caían las alturas a través de su delicia. Ergueta sentía quietud, estancamiento de bondad para sí mismo, por la voluntad de una fuerza exterior. Así gozaría el estanque seco con la lluvia que le envía el cielo.
De la tierra hacia la cual se volvía su caridad, veía los redondeados bordes verdosos lamidos por el éter azul. Y como no era natural permanecer silencioso, sólo atinaba a decir:
–Gracias... gracias, mi Señor.
No experimentaba curiosidad alguna. Su humildad se fortalecía en el acatamiento. En la tersura celeste atisbo de pronto el escalonamiento de un roquedal. Una luz de oro bañaba el pedrerío a pesar de la noche, y lo azul en la distancia caía en profundos barrancos de lomas doradas. Ergueta con su cuerpo restituido avanzó a pasos prudentes, tiesa la pupila fiera en su perfil de gavilán.
Naturalmente, no se sentía tranquilo porque su cuerpo había pecado innumerables veces, y porque comprendía que su rostro, a pesar de la actual expresión grave, tenía las rayas enérgicas y la fiereza de los malevos, que cuando él era mocito imitaba en el arrabal y con las patotas.
Pero su espíritu estaba contrito y quizá eso fuera suficiente, lo que no le impedía decirse:
–¿Qué dirá el Señor de mi «pinta»? ¿Cómo puedo presentarme ante él? –Y al mirarse maquinalmente los botines comprobó que estaban deslustrados, lo que acrecentó su confusión–. ¿Qué dirá el Señor de mi «pinta» y de esta cara de burrero y de cafishio? Me preguntará de mis pecados... se acordará de todas las macanas que hice... ¿y yo qué le voy a contestar?... que no sabía, pero ¿cómo le voy a decir eso, si él dejó testimonio de ser en todos sus profetas?
Nuevamente volvió a examinar sus botines, sucios y descalabrados.
–Y me dirá: «Hasta estás hecho un turro... un vago vergonzoso y eso que fuiste a la universidad... Te jugaste a los «burros» lo que pudo ser consuelo del huérfano y de la vida... y enfangaste en orgías el alma inmortal que yo te di, y arrastrastes a tu ángel guardián por los lupanares y él lloraba tras tuyo, mientras tu bocaza carnicera se llenaba de abominaciones...» Y lo peor es que yo no se lo voy a poder negar... ¿Cómo le voy a negar el pecado? ¡Qué macana, Dios mío!
El cielo era sobre su cabeza una cúpula de yeso azul. Giraban en las elípticas remotos planetas como naranjas, y Ergueta miró humildemente el pedregal dorado.
De pronto una gran turbación desazonó su modestia. Levantó la cabeza y a su izquierda, detenido a diez pasos, vio al Hijo del Hombre.
El Nazareno, cubierto de una túnica celeste, volvía a él su perfil demacrado donde lucía el almendrado ojo sereno.
Ergueta sufrió un gran desconsuelo, no podía arrodillarse, «porque un bacán conserva siempre la línea» y no se arrodilla frente a un carpintero judío, pero sintió que un sollozo le retorcía el alma y en silencio extendió los brazos unidos por los dedos hacia el dios silencioso.
Sentía que toda su caradura se impregnaba de devoción hacia él.
Así callado lo miraba a Jesús detenido en el roquedal. Los ojos de Ergueta se llenaron de lágrimas. Lamentábase de que no hubiese allí alguien con quien golpearse para demostrarle al Señor cuánto lo quería, y ya el silencio le pareció tan insoportable que venciendo el terrible anonadamiento, humildemente suplicó:
–Yo quisiera ser diferente, pero no puedo.
Jesús lo miraba.
–Créame... me da no sé qué decirle que lo quiero mucho.
Ergueta le volvió la espalda, caminó tres pasos, luego, volviéndose, se detuvo.
–He cometido todos los pecados y muchas maca... disparates... quisiera arrepentirme y no puedo... quisiera arrodillarme... cierto, besarle los pies a usted, que fue crucificado por nosotros... ¡Ah! si usted supiera todas las cosas que quise decirle y se me escapan... y lo quiero sin embargo. ¿Será porque estamos de hombre a hombre?
Jesús lo miraba.
Una sonrisa nueva agració el rostro de Jesús.
Ergueta calló un instante, luego ruborizado murmuró tímidamente:
–¡Oh! qué bueno que es usted –exclamó enajenado Ergueta–. ¡Qué bueno! Usted se ha dignado sonreírme a mí, pecador... ¿Se da cuenta usted? Ha sonreído. A su lado, créame, me siento un muchacho, un «purrete». Quisiera adorarlo toda la vida, ser su guardaespalda. Ahora no pecaré más, toda la vida voy a pensar en usted, y pobre del que dude de usted... le rompo el alma... Jesús lo miraba.
Entonces Ergueta, queriendo ofrecer lo mejor de sí mismo, dijo:
–Yo me arrodillo ante usted. –Avanzó unos pasos y llegando frente a Jesús inclinó la cabeza, apoyó una rodilla en el pedregal dorado, iba a prosternarse cuando Jesús avanzó su mano taladrada, la apoyó en su hombro, y dijo:
–Vente. Sígueme siempre y no peques más, porque tu alma es hermoso como la de los ángeles que alaban al Señor.
Quiso hablar, pero ya el vacío y el silencio lo rodeaban vertiginosamente. Ergueta comprendió que había entrado en el conocimiento de Dios. Ello era bien claro, porque al volverse a una voces que sonaban en la sala oscura, un loco mudo de nacimiento exclamó, mirándolo con extrañeza:
–Parece que venís del cielo.
Ergueta lo miró asombrado.
–Sí, porque, como los santos, tenés una rueda de luz en la cabeza.
Ergueta, suavemente atemorizado, se apoyó en el muro. Un loco tuerto, que hasta entonces permanecía callado, exclamó:
–Milagros... vos haces milagros. Al mundo le devolviste el habla. La conversación despertó a un tercer poseído, que se pasaba los días matando imaginarios piojos entre sus callosos dedos desgastados, y el barbudo, volviendo su cara pálida, dijo:
–Vos viniste a resucitar a los muertos...
–Y a darle la vista a los ciegos –interrumpió el mundo.
–Y también a los tuertos –aseguró el loco a quien faltaba un ojo–, porque ahora veo de este lado. El mudo, sosteniendo su busto con los dos brazos apoyados en el colchón, continuó:
–Pero vos no sos vos, sino Dios que está en tu cuerpo. Ergueta, anonadado, aseveró:
–Es cierto, hermanos... no soy yo... sino Dios que está en mí... ¿Cómo podría yo, miserable burdelero, hacer milagros?
–¿Por qué no haces otro milagro?
–Yo no vine a eso, sino a predicar el verbo del Dios Vivo. El matador de piojos recogió un pie sobre su rodilla y malévolamente insistió:
–Debías hacer un milagro. El mudo colocó su almohada en el piso de la sala y sentándose encima de ella, dijo:
–Yo no hablo más.
Ergueta se apretó las sienes, aturdido de lo que veía. Meditó amablemente el tuerto:
–Sí, vos debías resucitar ese muerto.
–¡Si no hay ningún muerto aquí!
El tuerto avanzó cojeando hasta Ergueta, lo tomó de un brazo y casi arrastrándolo lo llevó hasta una cama frontera, donde yacía inmóvil un hombrecito de cabeza redonda y nariz enorme.
El mundo se acercó apretando los labios.
–¿No ves que está muerto?
–Se murió esta tarde –rezongó el tuerto.
–Les digo que ese hombre no está muerto –exclamó irritado Ergueta, convencido de que los otros lo burlaban; pero el matador de piojos saltó de su lecho, se acercó a la otra cama, inclinóse sobre el hombrecito de cabeza redonda y de tal forma empujó el cuerpo inmóvil que éste, al caer, resonó opacamente en el piso de la sala, quedando entre las dos camas con las piernas hacia arriba, semejante a la horqueta de un árbol recién podado.
–¿Viste que está muerto?
Los cuatro locos permanecían consternados en torno de la horqueta, recuadrados por el celeste rectángulo de luna, con los camisones inflados por el viento.
–¿Viste que está muerto? –repitió el barbudo.
–Hacé un milagro –suplicó el tuerto–. ¿Cómo vamos a creer en El si vos no haces un milagro? ¿Qué te cuesta hacerlo?
El mundo, inclinando repentinamente la cabeza, le hacía señales de aquiescencia a Ergueta.
Gravemente se inclinó sobre el cadáver, iba a pronunciar las palabras de Vida, mas súbitamente los muros de la sala giraron los planos del cubo ante sus ojos, un viento oscuro aulló en sus orejas y otra vez tuvo tiempo de ver los tres locos recuadrados por el celeste rectángulo de luna, con los camisones inflados por el viento, mientras que él resbalaba por una tangente que cortaba el girante torbellino de tinieblas, en la inconsciencia.