Los siete locos/La casa negra

Los siete locos:
La casa negra​
 de Roberto Arlt

Y apareció en él la angustia, pero tan poderosa, que de pronto Erdosain se tomaba la cabeza enloquecido de un dolor físico. Parecíale que la masa encefálica se le había desprendido del cráneo y que chocaba con las paredes de éste al movimiento de la menor idea.

Sabía que estaba irremisiblemente perdido, desterrado de la posible felicidad que siempre, algún día, sonría en la mejilla más pálida: comprendía que el destino lo abortó al caos de esa espantosa multitud de hombres huraños que manchan la vida con sus estampas agobiadas por todos los vicios y sufrimientos.

El ya no tenía ninguna esperanza, y su miedo de vivir se hacía más poderoso cuando pensaba que jamás tendría ilusiones, cuando obstinadamente fijos los ojos en un rincón de la estancia, reconocía que le era indiferente trabajar de lavaplatos en una fonda o de criado en un prostíbulo.

¡Qué le importaba! La angustia lo niveló para el seno de una multitud silenciosa de hombres terribles que durante el día arrastran su miseria vendiendo artefactos o biblias, recorriendo al anochecer los urinarios donde exhiben sus órganos genitales a los mozalbetes que entran a los mingitorios acuciados por otras ansiedades semejantes.

Estas convicciones lo aletargaban en sombrías meditaciones. Sentíase atornillado a un bloque formidable del que no se evadiría jamás.

Porque esta angustia llegó a ser tan persistente, que de pronto descubrió que su alma estaba triste por el destino que en la ciudad aguardaba a su cuerpo, un cuerpo que pesaba setenta kilos y que él sólo veía cuando lo encaminaba frente a un espejo.

En otros tiempos con el pensamiento se había rodeado de todas las comodidades y los placeres, placeres que por no estar limitados por la materia no tenían duración ni fronteras, mientras que su tristeza actual se refería a su cuerpo, un cuerpo sufriente, y en el cual a momentos Erdosain pensaba como si ya no le perteneciera, pero con el remordimiento de no haberlo hecho feliz.

Dicha tristeza, en cuanto se refería a su pobre físico, tornábase profunda, como debe ser profundo el dolor de una madre que nunca pudo satisfacer los deseos de su hijo.

Porque él no le dio a su carne, que tan poco tiempo viviría, ni un traje decente, ni una alegría que lo reconciliara con el vivir; él no había hecho nada por el placer de su materia, mientras que a su espíritu no le fue negada ni la geografía de los países para quienes los hombres aún no han descubierto máquinas para llegar.

Y muchas veces se decía:

–¿Qué he hecho yo por la felicidad de este desdichado cuerpo mío?

Porque lo cierto es que se sentía en circunstancias tan ajeno a él, como el vino del tonel que lo contiene.

Luego recaía que ese cuerpo era el que envasaba sus cavilaciones, las nutría con su sangre cansada; un miserable cuerpo mal vestido que ninguna mujer se dignaba mirar y que sentía el desprecio y la carga de los días, de la que sólo eran responsables sus pensamientos que nunca habían apetecido los placeres que reclamaba en silencio, tímidamente.

Erdosain se sentía apiadado, entristecido hacia su doble físico, del que era casi un extraño.

Entonces, como un desesperado que se arroja desde un séptimo piso, él se arrojaba en el delicioso terror de la masturbación, queriendo aniquilar sus remordimientos en un mundo del que nadie podía expulsarlo, rodeándose de las delicias que estaban alejadas de su vida, de todos los cuerpos más distintos y hermosos, para los que se necesitarían una suma inmensa de existencias y dinero para gozar.

Era aquél un universo de ideas gelatinosas, roto en pasadizos donde la obscenidad se vestía con las sedas y puntillas y terciopelos y guipures más costosos; un mundo resplandeciente en su pulpa crepuscular. Transitaban en él las mujeres más hermosas de la creación, desconocidas tersas que por él descubrían sus senos de manzana, ofreciendo a su boca, agriada por innobles cigarrillos, labios fraganciosos y palabras pesadas de sensualidad.

Y ya eran doncellas altas, finas y pulidas, ya colegiales corrompidas, un mundo femenino y diverso del que nadie podía expulsarle, a él, pobre diablo, a quien las regentes de los prostíbulos más destartalados miraban con desconfianza como si fuera a defraudarles el importe de la fornicación.

Cerraba los ojos y entraba en la ardiente oscuridad, olvidado de todo, como el fumador de opio que al entrar al asqueroso fumadero donde el patrón chino huele a excremento, cree recobrar el cielo.

Y por un momento deslizábase subrepticiamente hacia el placer clandestino, avergonzado, mas con la impaciencia de un jovenzuelo al entrar por primera vez en un lenocinio.

El deseo zumbaba como un tábano en sus oídos, pero nadie lo podía arrancar ya de la oscuridad sensual.

Era esta oscuridad una casa familiar en la que perdía súbitamente las nociones del vivir común.

Allí, en la casa negra, le eran habituales los placeres terribles, que de haberlos sospechado en la existencia de otro hombre le habrían separado para siempre de él.

Aunque esta casa negra estaba en Erdosain, entraba en ella haciendo singulares rodeos, tortuosas maniobras, y una vez traspuesto el umbral sabía que era inútil retroceder, porque por los corredores de la casa negra, por un exclusivo corredor siempre enfardado de sombras, avanzaba a su encuentro, con pies ligeros, la mujer que un día en la vereda, en un tranvía o en una casa, le había envarado de deseo.

Como quien saca de su cartera un dinero que es producto de distintos esfuerzos, Erdosain sacaba de las alcobas de la casa negra una mujer fragmentaria y completa, una mujer compuesta por cien mujeres despedazadas por los cien deseos siempre iguales, renovados a la presencia de semejantes mujeres.

Porque ésta tenía las rodillas de una muchacha a quien el viento soslayaba la pollera mientras esperaba el ómnibus, y los muslos que recordaba haber visto en una postal pornográfica, y la sonrisa triste y desvanecida de una colegiala que hacía mucho tiempo había encontrado en el tranvía, y los ojos verdosos de una modistilla con la pálida boca rodeada de granos que los domingos salía, al atardecer, con una amiga, para bailar en esos centros recreativos, donde los tenderos empujan con sus braguetas sublevadas a las mocitas que gustan de los hombres.

Esta mujer arbitraria, amasada con la carnadura de todas las mujeres que no había podido poseer, tenía con él esas complacencias que tienen las novias prudentes que ya han dejado las manos en las entrepiernas de sus novios sin dejar por ello de ser honestas. Iba hacia él. Tenía las nalgas contenidas por una faja ortopédica, que dejaba libres sus senos ligeramente combados, y sus modales eran irreprochables como los de una señorita educada que sabe razonar, lo cual no le impide dejar que su novio pierda los dedos en el corpiño entreabierto por un olvido.

Luego caía en los abismos de la casa negra. ¡La casa negra! Erdosain, de aquellos tiempos conservaba un recuerdo abominable; tenía la sensación de que había vivido en el interior de un infierno, cuyo contenido diabólico lo acompañaba a través de los días, y aun a pocos de los de su muerte, perseguido por la justicia. Cuando volcaba su memoria hacia aquella época se exaltaba sobriamente, una llama roja brillaba ante sus ojos, y tal era su doloroso furor, que hubiera querido de un salto llegar hasta más allá de las estrellas, quemarse en una hoguera que limpiara su presente de todo aquel terrible pasado, persistente e inevitable.

¡La casa negra! Aún me parece tener ante los ojos el semblante enrigecido del hombre taciturno, que de pronto levantaba la cabeza hacia el cielorraso, luego bajaba los ojos hasta ponerlos a la altura de los míos y sonriendo fríamente, agregaba:

–Vaya, dígales a los hombres lo que es la casa negra. Y que yo era un asesino. Y sin embargo yo, el asesino, he amado todas las bellezas y he luchado en mí mismo contra todas las horribles tentaciones que hora tras hora subían de mis entrañas. He sufrido por mí, y por los otros, ¿se da cuenta?, también por los otros...