Los siete locos/Ingenuidad e idiotismo
El cronista de esta historia no se atreve a definirlo a Erdosain, tan numerosas fueron las desdichas de su vida, que los desastres que más tarde provocó en compañía del Astrólogo pueden explicarse por los procesos psíquicos sufridos durante su matrimonio.
Aún hoy, cuando releo las confesiones de Erdosain, paréceme inverosímil haber asistido a tan siniestros desenvolvimientos de impudor y de angustia.
Me acuerdo. Durante aquellos tres días en que estuvo refugiado en mi casa, lo confesó todo.
Nos reuníamos en una pieza enorme y vacía de muebles, donde poca luz llegaba.
Erdosain quedábase sentado en el borde de una silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las piernas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento.
Hablaba sordamente, sin interrupciones, como si recitara una lección grabada al frío por infinitas atmósferas de presión, en el plano de su conciencia oscura. El tono de su voz, cuáles fueran los acontecimientos, era parejo, isócrono metódico, como el del engranaje de un reloj.
Si se le interrumpía no se irritaba, sino que recomenzaba el relato, agregando los detalles pedidos, siempre con la cabeza inclinada, los ojos fijos en el suelo, los codos apoyados en las rodillas. Narraba con lentitud derivada de un exceso de atención, para no originar confusiones.
Impasiblemente amontonaba inquietud sobre iniquidad. Sabía que iba a morir, que la justicia de los hombres lo buscaba, encarnizadamente, pero él, con su revólver en el bolsillo, los codos apoyados en las rodillas, el rostro enrejado en los dedos, la mirada fija en el polvo de la enorme habitación vacía, hablaba impasiblemente.
Había enflaquecido extraordinariamente en pocos días. La piel amarilla, pegada a los huesos planos del rostro, le daba la apariencia de un tísico. Más tarde la autopsia reveló que estaba ya avanzada la enfermedad en él.
Decíame la segunda tarde de encontrarse en mi casa:
–Antes de casarme, yo pensaba con horror en la fornicación. En mi concepto, un hombre no se casaba sino para estar siempre junto a su mujer y gozar la alegría de verse a todas horas; y hablarse, quererse con los ojos, con las palabras y las sonrisas. Cierto es que yo era joven entonces, pero cuando fui novio de Elsa sentí necesidad de renovar todas estas cosas.
Hablaba.
Erdosain jamás besó a Elsa, porque era feliz dejando que le apretara la garganta el vértigo de quererla y porque además creía que «a una señorita no debe besársela». Y confundía con espiritualidad lo que en sí no era más que un apetecimiento de su carne.
–Tampoco nos tuteábamos, porque me era agradable era distancia que interponía entre nosotros el usted. Además yo creía que a una señorita no se la tutea. No se ría. En mi concepto, la «señorita» era la auténtica expresión de pureza, perfección y candidez. A su lado yo no conocí el deseo, sino la inquietud de un arrobamiento delicioso que me llenaba de lágrimas los ojos. Y era feliz porque amaba con sufrimiento, ignorando el fin de mi deseo, y porque creía que era amor espiritual toda esa convulsión orgánica y terrible que me postraba dichoso ante la quieta mirada de ella, una mirada limpia que me penetraba con lentitud las subcapas más estremecidas del espíritu.
En tanto hablaba, yo lo miraba a Erdosain. ¡El era un asesino, un asesino, y hablaba de matices del sentimiento absurdo!
Continuaba:
–Y la noche del día que nos casamos, ya solos en la pieza del hotel, ella se desnudó con naturalidad frente a la lámpara encendida. Ruborizado hasta las sienes, yo volví la cabeza para no mirarla y que no descubriera mi vergüenza. Luego me quité el cuello, el saco y los botines y me pues bajo las sábanas con los pantalones puestos. Sobre la almohada, entre sus rizos negros, ella volvió el rostro y dijo sonriendo con una risa extraña:
–¿No tenés miedo de que se te arruguen? Sácatelos, zoncito.
Más tarde, una distancia misteriosa la separó a Elsa de Erdosain. Se entregaba a él, pero con repugnancia, defraudada quién sabe en qué. Y él se arrodillaba a la cabecera de su cama, y le suplicaba que se le diera un instante, mas la mujer, con voz sorda de impaciencia, le respondía casi gritando:
–¡Déjame tranquila! ¿No ves que me das asco?
Refrenando un terror de catástrofe, Erdosain se hundía otra vez en su cama.
–No me acostaba, sino que permanecía sentado, casi apoyada la espalda en la almohada, mirando las tinieblas. Yo sabía que no había ningún objeto en estar mirando las tinieblas, pero me imaginaba que ella, compadecida de verme así, abandonado en la oscuridad, terminaría por apiadarse y decirme: «Bueno, vení si queras». Pero nunca, nunca, me dijo esas palabras, hasta que una noche le grité desesperado:
–¿Pero vos qué te pensás... que voy a estar masturbándome siempre?
Y entonces ella, serenamente, me contestó:
–Es inútil: yo no debía haberme casado con vos.