Los siete locos/Incoherencias

Los siete locos:
Incoherencias​
 de Roberto Arlt

Los días que sucedieron al secuestro de Barsut, los pasó Erdosain encerrado en el cuarto de una pensión, a la que se trasladó provisoriamente después de liquidar su deuda con la Limited Azucarer Company. Le había cobrado terror a la calle. No pensaba nunca en el proyectado secuestro de Barsut, y hasta dejó de visitar al Astrólogo. Se pasaba el día en la cama, con los puños apoyados en la almohada y la frente aplastada sobre éstos. Otras veces permanecía horas con los ojos clavados en la pared, por la que le parecía trepaba una delgada neblina de sueño y de desesperación.

Durante aquel período no pudo nunca reconstruir el semblante de Elsa.

–Se había alejado tan misteriosamente de mi espíritu, que me costaba un gran esfuerzo recordar los rasgos de su fisonomía.

Luego dormía o cavilaba. Trató, aunque inútilmente, de preocuparse de dos proyectos que consideraba importantes: el cambio electromagnético para máquinas de vapor, y el de una tintorería de perros, que lanzaría al mercado canes de pelambre teñido de azul eléctrico, bull–dogs verdes, lebreles violetas, foxterriers lilas, falderos con fotografías de crepúsculos a tres tintas en el lomo, perritas con arabescos como tapices persas. Estaba tranquilo: una tarde se durmió y tuvo este sueño: Sabía que era novio de una de las infantas. Este suceso acompañado del hecho de ser lacayo de su majestad, Alfonso XIII, le regocijaba inmediatamente, pues los generales le rodeaban, haciéndole intencionadas preguntas. Un espejo de agua mordía los troncos de los árboles siempre florecidos en blanco mayor, mientras que la infanta, una niña alta, tomándole del brazo, le decía ceceando:

–¿Me amáis, Erdosain?

Erdosain, echándose a reír, le contestó con grosería a la infanta: un círculo de espadas brilló ante sus ojos y sintió que se hundía, cataclismos sucesivos desgajaron los continentes, pero él hacía muchos siglos que dormía en un cuartujo de plomo en el fondo del mar. Tras del vidriado ventanuco iban y venían tiburones tuertos, furiosos porque sufrían de almorranas, y Erdosain se regocijó silenciosamente, riéndose con risitas del hombre que no quiere ser oído. Ahora todos los peces del mar estaban tuertos, y él era Emperador de la Ciudad de los Peces Tuertos. Una muralla eterna circundaba el desierto a la orilla del mar, el cielo verde se oxidaba en los ladrillos del muro, y en las paredes de las torres rojas, las olas entrechocaban miríadas de peces gordos y tuertos, monstruosos peces ventrudos enfermos de lepra marina, mientras que un negro hidrópico amenazaba con el puño a un ídolo de sal.

Otras veces, Erdosain evocaba tiempos pasados y en los que había previsto los sucesos actuales, como le dijera aquella noche al capitán. Sufrimientos sordos, merodeos en torno de una realidad que ahora le hacia decir:

–Tenía razón, no me equivocaba.

Así, recordaba que una noche conversando con Elsa, ésta, en un momento de sinceridad, le confesó que de haber sido soltera, no se habría casado, sino que hubiera tenido un amante.

Erdosain le preguntó:

–¿En serio decís eso?

De la otra cama, terca, Elsa respondió:

–Sí, hombre, tendría un amante... ¿para qué casarse?...

Fenómeno curioso: Erdosain tuvo súbitamente la sensación del silencio de la muerte, un silencio paralelo como un féretro a su cuerpo horizontal. Posiblemente en aquel instante, en él se destruyó todo el amor inconsciente que el hombre siente por una mujer, y luego le permitirá afrontar situaciones terribles, que serían insoportables de no haber sucedido previamente aquel fenómeno. Le parecía ahora encontrarse en el fondo de un sepulcro, pensó que jamás vería la luz, y en ese silencio liviano y negro que colmaba la habitación se movían los fantasmas despertados por la voz de su esposa.

Más tarde, explicando esos momentos, recordó que se mantenía inmóvil, en la cama, temeroso de romper el equilibrio de su enorme desdicha, que aplomaba definitivamente su cuerpo horizontal en la superficie de una angustia implacable.

Su corazón latía pesadamente. Parecíale que cada sístole diástole tenía que vencer la presión de una elástica masa de fango. Y era inútil que desde allí él intentara mover las manos para alcanzar el sol que estaba más arriba. Y la voz de la esposa repetía aún en sus oídos:

–No me hubiera casado. Tendría un amante.

Y esas palabras, que para ser pronunciadas no habían requerido sino el espacio de dos segundos de tiempo, estarían ahora resonando toda la vida en él. Cerró los ojos. Las palabras estarían toda la vida en él, arraigadas en su entraña como un crecimiento de carne. Y sus dientes rechinaron. Quería sufrir más aún, agotarse de dolor, desangrarse en un lento chorrear de angustia. Y con las manos pegadas a los muslos, tieso como un muerto en su ataúd, sin volver la cabeza, reteniendo el galope de su respiración, preguntó con voz sibilante:

–¿Y lo hubieras querido?

–¿Para qué?... ¡Quién sabe!... Sí; si era bueno, ¿por qué no?

–¿Y dónde se hubieran visto? Porque en tu casa no iban a tolerar eso.

–En algún hotel.

–¡Ah!

Callaron, pero ya Erdosain la veía en la firme desdicha de su vida, avanzar por la acera de una calle empedrada con lascas de río. Ella se adelantaba por la ancha vereda. Un tul oscuro le cubría la mitad del semblante, y encaminándose hacia el lugar donde la conducía el deliberado deseo, avanzaba con rápidos y seguros pasos. Y deseoso de martirizar aún lo poco de esperanza que le quedaba, Erdosain continuó, con una sonrisa falsa que ella no podía distinguir en la oscuridad, y la voz suave, para que Elsa no reparara en el furor que estremecía sus labios:

–¿Ves? Así es lindo, en un matrimonio, poder hablar de todo con una confianza de hermanos. Y, decíme, ¿te hubieras desnudado ante él?

–¡No digas estupideces!

–No; decíme: ¿te hubieras desnudado?

–¡Y... claro! ¡No me iba a estar vestida!

Si de un hachazo le hubieran partido la columna vertebral, no quedaría más rígido. La garganta se le resecó como si por ella entrara un viento de fuego. Su corazón apenas latía; por sobre los sesos sintió correr una neblina que se le escapaba por los ojos. Caía en el silencio y la oscuridad, se sumergía en la nada por un muelle descendimiento, mientras que la firme parálisis de su carne cúbica subsistía para que la sensación de la pena se estampara más profundamente. Calló, y, sin embargo, él hubiera querido sollozar, arrodillarse ante alguien, levantarse en ese instante, vestirse e ir a dormir en el atrio de alguna casa, en el umbral de una ciudad desconocida.

Enloquecido, gritó Erdosain:

–¿Pero te das cuenta... te das cuenta de lo horrible de esto, de lo espantoso que me has dicho? ¡Yo debía matarte! ¡Sos una perra! ¡Yo debía matarte, sí, matarte! ¿Te das cuenta?

–¡Pero qué te pasa! ¿Estás loco?

–Vos has deshecho mi vida. Ahora sé por qué no te me entregabas, ¡y me has obligado a masturbarme! ¡Sí, a eso! Me has hecho un trapo de hombre. Debía matarte. El primero que venga podrá escupirme en la cara. ¿Te das cuenta? Y mientras yo robo y estafo, y sufro por vos, vos... sí, vos estás pensando en eso. ¡En que te hubieras entregado a un hombre bueno! ¿Pero te das cuenta? ¡Un hombre bueno! ¡Así, un hombre bueno!

–¿Pero estás loco?

Rápidamente se vestía Erdosain.

–¿Dónde vas?

Echóse a cuestas el sobretodo; después inclinándose sobre la cama de la mujer, exclamó:

–¿Sabes adonde voy? A un prostíbulo, a buscarme una sífilis.