Los siete locos/En la caverna
Ya en la calle, Erdosain observó que orvallaba, pero continuó caminando, empujado por un rencor sordo, malhumor de no poder pensar.
Los acontecimientos se complicaban... y él, en tanto, ¿qué era en medio de esos engranajes que lo iban bloqueando, metiéndose cada vez más adentro de la vida, sumergiéndolo en un fangal que le desesperaba? Además, estaba aquello... esa impotencia de pensar, de pensar con razonamientos de líneas nítidas, como son las jugadas de ajedrez, y una incoherencia mental que lo encocoraba contra todos.
Entonces su irritación se volvió contra la bestial felicidad de los tenderos, que a las puertas de sus covachas escupían a la oblicuidad de la lluvia. Se imaginó que estaban tramando eternos chanchullos, mientras que sus desventradas mujeres se dejaban ver desde las trastiendas, extendiendo manteles en las mesas cojas, arramblando innobles guisotes que al ser descubiertos en las fuentes arrojaban a la calle flatulencias de pimentón y de sebo, y ásperos relentes de milanesas recalentadas.
Caminaba ceñudo, investigando con furor lento las ideas que se incubarían bajo esas frentes estrechas, mirando descaradamente las lívidas caras de los comerciantes, que desde el cuévano de los ojos espiaban con una chispa de ferocidad los compradores que se movían en los negocios fronteros; y Erdosain sentía a momentos ímpetus de insultarlos, antojo de tratarlos de cornudos, de ladrones y de hijos de mala madre, diciéndoles que tenían la falsa gordura de los leprosos y que si algunos estaban flacos era de celar los éxitos de sus prójimos. Y en su fuero interno los iba injuriando atrozmente, imaginándose que los negociantes aquellos estaban atornillados a próximas quiebras por espantosos pagarés, y que la desdicha que le arrojaba a él al fondo de la desesperación se cerniría también sobre sus mugrientas mujeres, que, con los mismos dedos con que momentos antes habían retirado los trapos en que menstruaban, cortarían ahora el pan que ellos devorarían entre maldiciones dirigidas a sus competidores.
Y sin podérselo explicar se decía que el más educado de esos bribones era de una grosería solapada y profunda, todos envidiosos hasta el tuétano y más desalmados e implacables que cartagineses.
A media que iba pasando frente a colchonerías y almacenes y tiendas, pensaba que esos hombres no tenían ningún objeto noble en la existencia, que se pasaban la vida escudriñando con goces malvados la intimidad de sus vecinos, tan canallas como ellos, regocijándose con palabras de falsa compasión de las desgracias que les ocurrían a éstos, chismorreando a diestra y siniestra de aburridos que estaban, y esto le produjo súbitamente tanto encono que de pronto aceptó que lo mejor que podría hacer era irse, pues si no tendría un incidente con esos brutos, bajo cuyas cataduras enfáticas veía alzarse el alma de la ciudad, encanallada, implacable y feroz como ellos.
No tenía un propósito determinado, reconocía que tenía el espíritu sucio de asco a la vida, y de pronto al ver que pasaba un tranvía hacia Plaza Once, a grandes saltos trepó a la plataforma. Ya en la boletería sacó pasaje de ida y vuelta a Ramos Mejía. Iba para allá como hubiera podido ir en otra dirección. Cansado, desconcertado con la certeza de que había arrojado su alma a un foso del cual ya no podría salir nunca más. Y esperándolo, la Coja. ¿No hubiera sido preferible ser capitán de navío y comandar un superdreadnought? Las chimeneas vomitarían torrentes de humo y en el puente de mando conversaría con el comandante de torre, mientras que en el corazón se le pintaría la imagen de una mujer que acaso no fuera su esposa. Mas, ¿por qué su vida era así? Y la de los otros también, también «así» como si el «así» fuera un cuño de desgracia que visto en otro era de relieve más borroso.
¿Qué se había hecho de la vida fuerte, que ciertos hombres contienen en su envase como la sangre de un león? La vida fuerte que hace de pronto que una existencia se nos aparezca sin los tiempos previos de preparación y que tiene la perfecta soltura de las composiciones cinematográficas.
¿No eran acaso así las fotografías de los héroes? ¿Quién conservaba una fotografía de los héroes?
¿Quién conservaba una fotografía de Lenin discutiendo en un cuartujo de Londres, o de Mussolini vagabundo por los caminos de Italia? Y, sin embargo, eran de pronto revelados en un balcón arengando a la multitud barbuda, o entre las columnas truncas de unas ruinas recientes, con zapatos de sport, y un sombrero jipi–japa que no desdecía la fiereza del semblante de conquistador. En cambio, él sentía allí, localizada en su vida, las pequeñas imágenes de la Coja, del capitán, de su esposa, de Barsut, todas existencias que en cuanto se apartaban de sus ojos quedaban restituidas a la minúscula dimensión que le confiere la distancia a los cuerpos físicos.
Apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla. El vagón se deslizó y luego se detuvo, al segundo silbido del guardatren, arrancó el convoy, y éste entró rechinando fieramente en los entrerrieles que chocaban férreamente al ser apartados por el filo de las ruedas.
Las luces verdes y rojas del subterráneo le encandilaron los ojos por un instante, luego volvió a cerrarlos. En la noche, el tren comunicaba su trepidación a los rieles, y la masa multiplicada por la velocidad, imprimía a sus pensamientos el vértigo de una marcha igualmente implacable y vertiginosa.
Cracc... cracc... cracc... arrancaban las ruedas en cada junta de riel, y ese monorritmo sordo y formidable le alivianaba de su rencor, tornaba más ligero su espíritu, mientras que la carne se dejaba estar en la somnolencia que comunica a los sentidos la velocidad.
Luego pensó que Ergueta ya estaba loco. Recordó las palabras del otro cuando estaba a la orilla de la desgracia: «rajá, turrito, rajá», y afirmando la cabeza en el ángulo acolchado del respaldar, pensó en tiempos idos, cerrando los ojos para distinguir con claridad las imágenes de un recuerdo. Este le causaba cierta extrañeza, pues era la primera vez que observaba que en un recuerdo ciertas figuras tienen la dimensión normal con que se las ha conocido en la realidad, mientras que otras figuras o cosas son pequeñitas como soldados de plomo o tan sólo presentan un perfil, careciendo de profundidad. Así, junto a la corpulencia de un negro, cuya mano perdíase en el trasero de un pequeño, veía una mesita minúscula, como para muñecas, sobre la que estaban aplastadas las pequeñas cabezas de unos hombres ladrones, mientras que el techo, de altura real, daba un aspecto de desolación más extraordinaria al gris paraje del recuerdo.
Una muchedumbre oscura se movía allí, en el interior de su alma; luego la sombra, como una nube, cubría de cansancio su pena, y junto a la mesita donde dormían los pequeñitos ladrones adultos, se erguían gigantescos y morrudos como un cráneo de buey, el relieve del patrón de la fonda, con los dedos engrampados en las musculosas bolas de sus brazos. Y otro recuerdo le demostraba cuán exacto era su presentimiento de inminente caída, cuando aún no había ni pensado defraudar a la Azucarera, pero ya buscaba en los parajes siniestros una imagen de su posible personalidad.
¡Cuántos senderos había en su cerebro! Pero ahora iba hacia el que conducía a la fonda, la fonda enorme que hundía su cubo taciturno como una carnicería hasta los últimos repliegues de su cerebelo, y aunque el relieve de ese cubo que nacía en su frente y terminaba en la nuca, era de veinte grados, las minúsculas mesitas con los ladroncitos adultos no resbalaban por el piso como hubiera sido lógico, sino que el cubo se enderezaba bajo el contrapeso de una costumbre instantánea, la de pensar en él, y su carne acostumbrada ya a la velocidad multiplicada por la masa del tren eléctrico, se dejaba estar en una inercia vertiginosa; y ahora que el recuerdo había vencido la inercia de todas las células, aparecía ante sus ojos la fonda, como un cuadrilátero exactamente recortado. El cual parecía que ahondaba sus rectas al interior de su pecho, de modo que casi podía admitir que si se mirara a un espejo, el frente de su cuerpo presentara un salón estrecho, ahondado hacia la perspectiva del espejo. Y él caminaba en el interior de sí mismo, sobre un pavimento enfangado de salivazos y aserrín, y cuyo marco perfecto se biselaba hacia lo infinito de las sensaciones adyacentes.
Y pensaba que si la Coja hubiera estado a su lado, él le diría refiriéndose a un recuerdo:
–Aún yo no era ladrón.
Erdosain se imaginó que la Coja lo miraba, y él, con un tono aburrido, continuó:
–Al lado del viejo edificio de «Crítica», en la calle Sarmiento, había una fonda.
Hipólita levantó los ojos como interrogándolo, de pronto, entre el traqueteo infernal de los coches al cruzar las entrevias de Caballito, Erdosain se imaginó que era un personaje que había vivido como un bandido, pero que ya se había regenerado, y entonces continuó diciéndole a su interlocutora invisible:
–Y allí se reunían vendedores de diarios y ladrones.
–¿Ah, sí?
El patrón, para evitar que los tumultos formados por esta canalla terminaran de romperles los cristales de los escaparates, tenía bajadas continuamente las cortinas metálicas.
La luz entraba al salón por los vidrios de la banderola teñidos de azul, de forma que en esa leonera de muros pintados de gris como los de una carnicería turca, flotaba una oscuridad que tornaba lechosa la humareda de los cigarros.
En aquel cubo sombrío, de techo cruzado por enormes vigas, y que la cocina de la fonda inundaba de neblinas de menestra y de sebo, se movía el tumulto oscuro, una «merza» de ladrones, sujetos de frentes sombreadas por las viseras de las gorras y pañuelos flojamente anudados en el escote de las camisetas.
De once a dos de la tarde se apeñuscaban en torno de las grasientas mesas de marmol, para chupar conchas de almejas podridas o jugar a los naipes entre vasos de vino.
En aquella bruma hedionda los semblantes afirmaban gestos canallescos, se veían jetas como alargadas por la violencia de una estrangulación, las mandíbulas caídas y los labios aflojados en forma de embudo; negros de ojos de porcelana y brillantes dentaduras entre la almorrana de sus belfos, que le tocaban el trasero a los menores haciendo rechinar los dientes; rateros y «batidores» con perfil de tigre, la frente hundida y la pupila tiesa.
Un vocerío ronco vomitaba estos racimos espatarrados en los bancos y acodados a los mármoles, entre los que se deslizaban los «lanceros», de traje adecentado, cuello flojo, chaleco gris y hongos de siete pesos. Algunos acababan de salir de Azcuénaga y daban noticias de los nuevos presos transmitiendo mensajes, otros para inspirar confianza, gastaban anteojos de carey, y todos al entrar soslayaban el antro con rapidísimas miradas. Hablaban en voz baja, sonriendo convulsivamente, pagando botellas de cerveza a extraños compinches y salían y entraban varias veces en un cuarto de hora, llamados por misteriosas diligencias. El amo de esta caverna era un hombre enorme, cara de buey, ojos verdes, nariz de trompeta y apretadísimos labios finos.
Cuando se encolerizaba sus rugidos sobresaltaban a la canalla, que le temía. Se manejaba con ésta utilizando una violencia sorda. Un perdulario hacía más escándalo del tácitamente tolerado, y de pronto el fondero se acercaba, el bullanguero sabía que el otro le pegaría, pero aguardaba en silencio, y entonces el gigante descargaba con el filo del puño terribles golpes cortos en el borde del cráneo del culpable.
Un enmudecimiento gozoso acompañaba al castigo, el desgraciado era lanzado a la calle a puntapiés, y el vocerío se renovaba más injurioso y resonante, desplazando nubes de humo hacia el vidriado cuadrilátero de la puerta. A veces a esta leonera entraban músicos ambulantes, frecuentemente un bandoneón y una guitarra.
Afinaban los instrumentos y un silencio de expectativa acurrucaba a cada fiera en su rincón, mientras que una tristeza movía su oleaje invisible en esa atmósfera de acuario.
El tango carcelario surgía plañidero de las cajas, y entonces los miserables acompasaban inconscientemente sus rencores y sus desdichas. El silencio parecía un monstruo de muchas manos que levantara una cúpula de sonidos sobre las cabezas derribadas en los mármoles. ¡Quizás en lo que pensaban! Y esa cúpula terrible y alta adentrada en todos los pechos multiplicaba el langor de la guitarra y del bandoneón, divinizando el sufrimiento de la puta y el horrible aburrimiento de la cárcel que pincha el corazón cuando se piensa en los amigos que están afuera «escorzándose» hasta la vida.
Entonces en las almas más letrinosas, bajo las jetas más puercas, estallaba un temblor ignorado; luego todo pasaba y no había mano que se extendiera para dejar caer una moneda en la gorra de los músicos.
–Allí iba yo –le decía Erdosain a su interlocutora hipotética–. En busca de más angustia, de la afirmación de saberme perdido y a pensar en mi esposa que sola en mi casa sufriría de haberse casado con un inútil como yo. Cuántas veces, arrinconado en esa fonda, me la imaginé a Elsa fugitiva con otro hombre. Y yo caía siempre más abajo, y ese antro no era nada más que el anticipo de lo peor que había de ocurrirme más adelante. Y muchas veces, mirando a esos miserables, me decía: ¿No llegaré a ser como uno de éstos? Ah, yo no sé cómo, pero siempre he tenido el presentimiento de lo que más adelante ocurriría. No me he equivocado nunca. ¿Se da cuenta usted? Y allí, en la caverna, lo encontré un día meditando a Ergueta. Sí, a él mismo. Estaba solo en una mesa, y algunos diarieros lo miraban con asombro, aunque otros debían creer que era un ladrón bien vestido, nada más.
Erdosain se imaginó que la Coja le preguntaba ahora:
–¿Cómo, mi marido estaba allí?
–Sí, y con su cara de «perrero» roía el puño de su bastón, mientras que un negro le soliviantaba el trasero a un menor. Pero él no hacía caso de nada. Parecía que estaba clavado en el piso de la caverna. Cierto es que me dijo que había ido a esperar a un vareador que tenía que pasarle unos «datos» para la próxima carrera, mas la verdad es que estaba allí, como si de pronto se hubiera sentido perdido y entró a ese paraje para buscarle un sentido a la vida. Esa quizá sea la verdad exacta.
Buscarle sentido a la vida entre los acontecimientos que vive la canalla. Allí supe por primera vez su determinación de casarse con una prostituta, y cuando le pregunté de su farmacia, me contestó que había dejado al idóneo en Pico a cargo de ella, porque de primera intención supuse que había venido a jugar. No sé si usted sabrá que lo expulsaron de un club por hacer trampas. Hasta se dijo que había falsificado fichas, pero ese asunto nunca se puso en claro. Sólo me habló de usted cuando le pregunté por la novia, una muchacha millonaria de Cacharí, y que estaba muy enamorada de él.
–Corté hace rato –me contestó.
–¿Por qué?
–No sé... me «esgunfiaba»... estaba aburrido.
–¿Pero por qué la dejaste? –insistí.
Una luz agria convulsionaba su pupila. Malhumorado insistió apartando de un manotón las moscas que hacían círculo en su chop de cerveza:
–¡Qué se yo!... De aburrido... de turro que soy. Y me quería la pobrecita. Pero qué iba a hacer conmigo. Además, ya no tiene remedio...
–¿Le dijo Ergueta que eso ya no tenía remedio?...
–Sí, señora; dijo así: «Eso ya no tiene remedio, porque mañana me caso».
El tren eléctrico dejó atrás Flores. Erdosain, apoltronado en el sillón, recordó que lo miró seriamente al farmacéutico, en cuyo rostro se difundía ese acechador movimiento de los músculos que le da al semblante una expresión malévola.
–¿Y con quién te casas?
El semblante de Ergueta empalideció hasta las orejas. A medida que inclinaba su cabeza hacia Erdosain, guiñaba un párpado, mientras que el otro ojo inmóvil trataba de recoger toda la sorpresa que lo demudaría dentro de un segundo a Erdosain:
–Me caso con la Ramera. –Después levantó la cabeza y sólo se le veía el blanco de los ojos. Yo no me moví.
El farmacéutico tenía en el semblante una expresión de arrobamiento como la que se ve en las tricromías populares, en las que aparece un santo arrodillado con el canto de las manos apoyado en el pecho.
Y Erdosain recordaba que en esas circunstancias, el negro que le tocaba el trasero al menor, ahora llevaba las manos de éste a sus partes pudendas, mientras un círculo de diarieros armaba un vocerío infernal y el patrón gigantesco cruzaba el salón con un plato de sopa en una mano y otro de guiso rojo, para una comandita de dos rateros que devoraban en un rincón.
Sin embargo, su resolución no le extrañó. Ergueta tenía esas desesperadas resoluciones de las naturalezas frenéticas que obedecen al imperio de las obsesiones con furor lento, una explosión profunda de la que ellos no escucharon el estampido, pero cuyo crecimiento de volumen centuplica el instinto. Sin embargo, aparentando una gran serenidad:
–¿La Ramera?.... ¿Quién es la Ramera? –le pregunté.
Una oleada de sangre le enrojecía el semblante. Hasta sus ojos sonreían.
–¿Quién es, che?... Un ángel, Erdosain. En mi cara, en mi propia cara, rompió un cheque de mil pesos que le dejó un querido. A la sirvienta le regaló un collar de perlas que valía cinco mil pesos. A los porteros del departamento toda la vajilla de plata. «Entraré en tu casa desnuda», me dijo ella.
–¡Pero si todo eso es mentira! –sentía ahora que le decía Hipólita en su recuerdo.
–Yo le creí en esas circunstancias. Y él continuó contándome:
–Si vos supieras lo que ha sufrido esa mujer. Una vez, era el séptimo aborto que le hacían, tan desesperada estaba que fue a tirarse desde el cuarto piso por la ventana. De pronto, qué maravilla, che... en el balcón se le apareció Jesús. Estiró el brazo y no la dejó pasar.
Aún sonreía Ergueta. Súbitamente echó mano al bolsillo y le extendió un retrato a Erdosain. La deliciosa criatura lo sugestionó.
Ella no sonreía. A sus espaldas los espacios estaban abigarrados de palmas y helechos. Sentada en un banco con la cabeza ligeramente inclinada, miraba una revista que su rodilla sostenía, pues cruzaba una pierna sobre otra. De esta forma, a poca distancia del césped, el vuelo de su vestido suspendía una campana. El alto peinado y los cabellos huidos de sus sienes hacían más clara y ancha la luna de su frente. A los lados de la fina nariz, el arco de las cejas era delgado como conviene a los ojos que son ligeramente oblicuos en un rostro delicadamente ovalado.
Y mirándola, Erdosain supo de pronto que junto a Hipólita él no experimentaría jamás ningún deseo, y esa certidumbre lo alegró de tal forma que pensó en la delicia de acariciar con los dedos en horqueta la barbilla de la extraña joven y escuchar el crujido de la arena bajo la suela de sus zapatitos.
Luego murmuró:
–¡Qué linda que es!... ¡Debe tener una gran sensibilidad!...
¡Qué distinta era en la realidad!
El tren eléctrico cruzaba ahora por Villa Luro. Entre montes de carbón y los gasómetros velados por la neblina relucían tristemente los arcos voltaicos. Grandes huecos negros se abrían en los galpones de las locomotoras, y las luces rojas y verdes, suspendidas irregularmente en la distancia, hacían más tétrica la llamada de las locomotoras.
¡Qué distinta era la Coja en la realidad! Sin embargo, recordaba que le había dicho a Ergueta:
–¡Qué linda es!... ¡Debe tener una gran sensibilidad!...
–Sí, es así; además es muy delicada en sus modales. Me gusta la aventura. Mirá la cara que pondrán los que dudaban de mi comunismo. He plantado a una cogotuda, a una virgen, para casarme con una prostituta. Pero el alma de Hipólita está por encima de todo. A ella también le gusta la aventura y los corazones nobles. Juntos haremos grandes cosas, porque los tiempos han llegado...
Erdosain recogió la frase del farmacéutico:
–¿Así que vos crees que los tiempos han llegado?...
–Sí, tienen que ocurrir cosas terribles. ¿No te acordás que vos una vez me dijiste que el presidente Roosevelt había hecho un gran elogio de la Biblia?
–Sí... pero hace mucho.
Erdosain respondió con tales palabras porque en realidad no recordaba jamás haberle hecho una cita de esa naturaleza al farmacéutico. Este continuó:
–Afuera he leído bastante la Biblia...
–Lo cual no te impide «escolazar».
–Eso no te importa –interrumpió Ergueta adusto.
Erdosain lo miró fastidiado, el farmacéutico sonrió con su sonrisa pueril y mientras el patrón depositaba otro medio litro de cerveza en el mármol, dijo:
–Fijate qué palabras misteriosas están escritas en la Biblia: «Y salvaré la coja, y recogeré la descarriada y pondrélas por alabanza y por renombre en todo país de confusión».
Un silencio extraordinario se produjo en la fonda. Sólo se veían cabezas inclinadas o grupos que miraban pensativamente el ir y venir de las moscas en la pringue de las mesas. Un ladrón enseñaba a un consocio un anillo de brillantes y las dos cabezas permanecían conjuntamente inclinadas en la observación de las piedras.
Por la entreabierta puerta de vidrios opacos penetraba un rayo de sol que como una barra de azufre cercenaba en dos la atmósfera azulosa.
El otro repitió: «y salvaré la coja, y recogeré la descarriada», insistiendo y guiñando maliciosamente un párpado al repetir esto: «y pondrélas por alabanza y por renombre en todo país de confusión...»
–Pero si Hipólita no es coja...
–No, pero ella es la descarriada y yo el fraudulento, el «hijo de perdición». He ido de burdel en burdel, y de angustia buscando el amor. Yo creía que era el amor físico y después leyendo ese libro que me iluminó comprendí que mi corazón buscaba el amor divino. ¿Te das cuenta? El corazón se orienta por su cuenta. Vos estás engrupido, querés hacer tu voluntad, y fallas... por qué fallas... es misterio...
Luego un día, de golpe, sin saber cómo, se aparece la verdad. Y mirá que yo he vivido. «Hijo de perdición», ésa es mi vida. Papá antes de morir en Cosquín me escribió una carta terrible, entre vómitos de sangre y recriminándome, ¿sabes? Y la carta no la firmaba con su nombre, sino que ponía: «Tu padre El Maldito». ¿Te das cuenta? –y otra vez guiñó el párpado levantando de tal forma las cejas que Erdosain se preguntó:
–¿No estará loco éste?
Luego salieron de la fonda. Los automóviles se deslizaban por la calle Corrientes centelleando bajo el sol, pasaba mucha gente que se dirigía a su trabajo, y bajo los toldos amarillos el rostro de las mujeres aparecía sonrosado. Entraron al café Ambos Mundos. Ruedas de «canfinfleros» rodeaban las mesas. Jugaban al naipe, a los dados o al billar. Ergueta miró en redor, luego, escupiendo, dijo en voz alta:
–Todos cafishios. Habrá que ahorcarlos sin mirarles las caras.
Nadie se dio por aludido.
Erdosain, sin quererlo, se quedó cavilando en algunas palabras del otro.
«Buscaba el amor divino». Entonces Ergueta llevaba una vida frenética, sensual. Pasaba las noches y los días en los garitos y en los prostíbulos, bailando, embriagándose, trabándose en espantosas peleas con malevos y macrós. Un ímpetu sordo lo llevaba a realizar las más brutales hazañas.
Una noche, Ergueta se encontraba en la plaza de Flores, frente a la confitería de Niers. Estaba allí el borracho Delavene que se había recibido de abogado hacía un mes y otros muchos patoteros del Club de Flores. Molestaban a los que pasaban. De pronto, Ergueta, al ver aproximarse a un gallego se desprendió la bragueta y cuando el otro llegó hasta él, lo mojó con un chorro de orín. El hombre fue prudente, y desapareció rezongando. Entonces el farmacéutico dijo mirando a Delavene que fanfarroneaba con exceso:
–Bueno... ¿a que no lo meás al primero que pase?
–¿A que sí?
Todos se regocijaron, porque el vasco Delavene era un salvaje. Un hombre dobló en la esquina y Delavene comenzó a orinar. El desconocido se hizo a un lado, pero el «vasco» casi atropellándolo, lo mojó.
Sucedió algo terrible.
Sin pronunciar una palabra el ofendido se detuvo, la patota miraba riéndose y silbando, de pronto el desconocido desenfundó el revólver, oyóse un estampido, y Delavene cayó de rodillas apretándose, el vientre con las manos. La agonía del «vasco» fue larga y dolorosa.
Antes de morir, noblemente reconoció que había provocado el drama, y cuando Ergueta estaba borracho y se nombraba a Delavene, aquél se arrodillaba y con la lengua hacía una cruz en el polvo. Mientras amasaba un cigarrillo, el farmacéutico contestó a una pregunta de Erdosain sobre Delavene:
–Sí, era un corazón noble... un amigo único. Yo pagaré por él algún día –mas replegando su pensamiento a una preocupación más actual, dijo–: ¡Ah, he pensado mucho estos últimos tiempos. Y yo me decía si era justo que un hombre estéril, enfermo, vicioso e inmoral se casara con una virgen...
–¿Hipólita... sabe?
–Sí, ella sabe todo. Además, una virgen merece un nombre de virgen. Un hombre que tenga el alma y el cuerpo virgen. Así será algún día. ¿Te imaginas un macho hermoso y virgen y fuerte?
–Así debía ser –susurró Erdosain.
El farmacéutico observó su reloj.
–¿Tenés que hacer?
–Sí, dentro de un rato voy a casa a ver a Hipólita.
–Esta vez me asombré –contábale más tarde Erdosain al cronista de esta historia –. La casa de la familia Ergueta era suntuosa y el espíritu de la gente que allí se movía como los caracoles, absolutamente conservador y rutinario. Erdosain le preguntó:
–¿Cómo?... ¿La llevaste a tu casa?
–¡Y las historias que tuve que inventar!...Ella no quería ir, mejor dicho, aceptaba de ir, pero como lo que es...
–¿Fue capaz?...
–Tan capaz que sólo al final la pude convencer. A mamá le dije que la había robado en el momento de embarcarse con sus tíos para Europa... una «mula» más grande que una casa.
–¿Y tu mamá?
Erdosain iba a preguntarle si su madre creyó semejante mentira, como si Hipólita llevara escrito en el semblante los trabajos que le habían convulsionado la vida...
–¿Y tu mamá cómo recibió la noticia?
–Me dijo que se la llevara inmediatamente. Cuando se la presenté, la abrazó y le dijo: «¿Te ha respetado, hija?» Y ella, bajando los ojos, le contestó: «Sí, mamá». Lo cual es cierto. Te prevengo que mamá y mi hermana Sara están encantadas con Hipólita.
En aquel momento Erdosain tuvo el presentimiento que esos desdichados se habían preparado un desastre futuro. No se equivocó, y al recordar ahora en el tren eléctrico la certidumbre que no había fallado, se dijo al tiempo que pasaba por Liniers: «Es curioso, las primeras impresiones no lo engañan nunca a uno», y al preguntarle a Ergueta cuándo se casaba, éste le respondió:
–Mañana salimos para Montevideo. Nos casamos allá, por si acaso no nos entendemos. –Al pronunciar estas palabras volvió a guiñar el párpado sonriendo cínicamente, y agregó–: No soy ningún caído del catre, che.
A Erdosain le molestó ese lujo de precauciones. No pudiendo contenerse, le dijo:
–¿Cómo... no te casaste y ya estás pensando en el divorcio? ¿Qué hazaña de comunista es la tuya? En el fondo seguís siendo el jugador tramposo.
Pero el farmacéutico se regodeaba con la suficiencia de un usurero a quien no le importan los insultos, si se los dirigen en el momento de pagar los intereses. Guarango, repuso:
Pero el farmacéutico se regodeaba con la suficiencia de un usurero a quien no le importan los insultos, si se los dirigen en el momento de pagar los intereses. Guarango, repuso:
–Hay que ser turbo, che.
Erdosain estaba asombrado frente a tanta grosería.
Pensó en la deliciosa criatura y se la imaginó soportando a ese bruto bajo un cielo oscurecido por grandes nubes de polvo e incendiado por un sol amarillo y espantoso. Ella se marchitaría como un helécho trasplantado a un pedregal. Ahora Erdosain lo examinó nuevamente al farmacéutico pero con rabia.
El jugador reparó en la malevolencia de su compañero y dijo:
–Es necesario hacer algo contra esta sociedad, che. Hay días que sufro de un modo insoportable. Parece que todos los hombres se hubieran vuelto bestias. Dan ganas de salir a la calle y predicar al exterminio o poner una ametralladora en cada bocacalle. ¿Te das cuenta? Vienen tiempos terribles.
«El hijo se levantará contra el padre y el padre contra el hijo. Es necesario hacer algo contra esta sociedad maldita. Por eso me caso con una prostituta. Bien dicen las Escrituras: «Y tú, hijo de hombre, no juzgarás tú a la ciudad derramadora de sangre y le mostrarás todas sus abominaciones». Y estas otras palabras, fíjate en estas otras palabras: «Y enamoróse de sus rufianes cuya carne es como carne de asno y cuyo flujo como flujo de caballos». –Y señalando a los «cafishios», que jugaban en torno de las mesas, dijo–: Ahí los tenés. Entra al Royal Keller, al Marzzoto, al Pigall, al Maipú, en todas partes donde entres los vas a encontrar. Fuerzas perdidas. Hasta esa canalla se aburre en el fondo. Cuando llegue la revolución se les ahorcará o se les mandará a la primera fila. Carne de cañón. Yo pude ser como ellos y renuncié. Ahora vienen tiempos terribles. Por eso dice el libro. «Y salvaré a la coja y recogeré a la descarriada y pondréla por alabanza y por renombre en todo el país de confusión».
Porque hoy la ciudad está enamorada de sus rufianes y ellos hundieron a la coja y a la descarriada, pero tendrán que humillarse y besarle los pies a la coja y a la descarriada.
–¿Pero vos la querés o no a Hipólita?
–Claro que la quiero. A momentos me parece que ha bajado de la luna por una escalera. Donde está ella todos se sentirán felices.
Y Erdosain creyó por un instante que ella hubiera bajado de la luna para que todos los hombres acudieran a extasiarse en su sencillez, tranquila.
El farmacéutico continuó:
–Ahora vienen tiempos de sangre, che, de venganza. Los hombres adentro de sus almas están llorando. Pero no quieren escuchar el llanto de su ángel. Y las ciudades están como las prostitutas, enamoradas de sus rufianes y de sus bandidos. Esto no puede seguir así.
Miró un instante a la calle, y después con la atención fijada como en un sonido interior, el jugador dijo con voz patética en el café del aburrimiento:
–Tendrá que venir un hombre, un ángel, yo qué sé. Se arrodillará en medio de la Avenida de Mayo. Los automóviles se detendrán, los gerentes de los bancos y los ricos de los hoteles se asomarán a los balcones y moviendo los brazos indignados le dirán:
«¿Qué quieres, tú, cara de sapo? No nos seas molesto –pero él se levantará– y cuando vean su carita triste y sus ojos encendidos de fiebre, a todos se les caerán los brazos, y él se dirigirá a los cogotudos, les hablará, les preguntará por qué hicieron mal, por qué se olvidaron del huérfano y machacaron al hombre y han hecho un infierno de la vida que era tan linda. Y ellos no sabrán qué contestar, y la voz del ángel postrero resonará de tal forma que se les pondrá la piel de gallina, y hasta los más rufianes llorarán».
La bocaza del farmacéutico se deformó de angustia. Parecía que masticara un veneno elástico y amargo.
–Sí, es necesario que venga Cristo otra vez. Los hombres más perros, los cínicos más letrinosos sufren todavía. Y si él no viene, ¿quién nos va a salvar?