Los siete locos/Capas de oscuridad

Los siete locos:
Capas de oscuridad​
 de Roberto Arlt

Nunca tuvo conciencia de cómo se arrastró hasta su cama.

El tiempo dejó de existir para Erdosain. Cerró los ojos obedeciendo a la necesidad de dormir que reclamaban sus entrañas doloridas. De tener fuerzas se hubiera arrojado a un pozo. Borbotones de desesperación se apelotonaban en su garganta asfixiándolo, y los ojos se le volvieron más sensibles para la oscuridad que una llaga a la sal. A instantes rechinaba los dientes para amortiguar el crujir de los nervios enrigecidos dentro de su carne que se abandonaba, con flojedad de esponja, a las olas de tinieblas que deyectaban su cerebro.

Tenía la sensación de caer en un agujero sin fondo y apretaba los párpados cerrados. No terminaba de descender, ¡quién sabe cuántas leguas de longitud invisible tenía su cuerpo físico, que no acababa de detener el hundimiento de su conciencia amontonada ahora en un erizamiento de desesperación! De sus párpados caían sucesivas capas de oscuridad más densa.

Su centro de dolor se debatía inútilmente. No encontraba en su alma una sola hendidura por donde escapar. Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo, el dolor de la negación del mundo.

¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel erizada de más pliegues de amargura? Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento y en la espantosa proximidad de su cuerpo. El ya no era ya un organismo envasando sufrimientos, sino algo más inhumano... quizá eso... un monstruo enroscado en sí mismo en el negro vientre de la pieza. Cada capa de oscuridad que descendía de sus párpados era un tejido placentario que lo aislaba más y más del universo de los hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de ladrillos, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol en una profundidad oceánica. No podía reconocerse... dudaba que él fuera Augusto Remo Erdosain. Se apretaba la frente entre la yema de los dedos, y la carne de su mano le parecía extraña y no reconocía la carne de su frente, como si estuviera fabricado su cuerpo de dos substancias distintas. ¿Quién sabe lo que ya había muerto en él? Sólo perduraba para su sensibilidad una conciencia forastera a lo que le había ocurrido, un alma que no tendría el largo de la hoja de una espada y que vibraba como una lamprea en el agua de su vida enturbiada. Hasta la conciencia de ser, en él no ocupaba más de un centímetro cuadrado de sensibilidad. Sí, todo su cuerpo sólo vivía, estaba en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de sensibilidad. El resto se desvanecía en la oscuridad. Sí, él era un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro cuadrado de existencia prolongando con su superficie sensible, la incoherente vida de un fantasma. Lo demás había muerto en él, se había confundido con la placenta de tinieblas que blindaba su realidad atroz.

Cada vez más fuerte se hacía en él la revelación de que estaba en el fondo de un cubo de portland. ¡Sensación de otro mundo! Un sol invisible iluminaba para siempre los muros, de un anaranjado color de tempestad. El ala de un ave solitaria soslayaba lo celeste sobre el rectángulo de los muros, pero él estaría para siempre en el fondo de aquel cubo taciturno, iluminado por un anaranjado sol de tempestad.

Luego, la capacidad de su vida quedó reducida a aquel centímetro cuadrado de sensibilidad.

Hasta se le hacía «visible» el latido de su corazón, y era inútil querer rechazar la espantosa figura que lo lastraba en el fondo de aquel abismo, un momento negro y otros anaranjado. Con que aflojara un poquito tan sólo su voluntad, la realidad que contenía hubiera gritado en sus oídos. Erdosain no quería y quería mirar... pero era inútil... su esposa estaba allí, en el fondo de una habitación tapizada de azul. El capitán se movía en un rincón. El sabía, aunque nadie se lo había dicho, que era un dormitorio diminuto, de forma hexagonal y ocupado casi enteramente por una cama ancha y baja. No quería mirarla a Elsa... no... no... quería, pero si le hubieran amenazado de muerte no por eso hubiera dejado de estar con la mirada fija en el hombre que se desnudaba ante ella... ante su legítima esposa que ahora no estaba con él... sino con otro. Más fuerte que su miedo fue su necesidad de más terror, de más sufrimiento, y de pronto, ella, que se cubría los ojos con los dedos, corría hacia el hombre desnudo, de piernas tiesas, se apretaba contra él y ya no rehuía la cárdena virilidad erguida en el fondo azul.

Erdosain se sintió aplanado en una perfección de espanto. Si lo hubieran pasado por entre los rodillos de un laminador, más plana no podría ser su vida. ¿No quedaban así los sapos que sobre la huella trincaba la rueda de la carreta, aplastados y ardientes? Pero no quería mirar, tan no quería que ahora veía con nitidez cómo Elsa se apoyaba sobre el cuadrado pecho velludo del hombre, mientras que las manos de él recogían las mandíbulas de la mujer para levantar el rostro hacia su boca.

Y de pronto Elsa exclamaba: «Yo también, mi querido... yo también». Su semblante había enrojecido de desesperación, los vestidos se atorbellinaban en torno del triángulo de sus muslos blancos como la leche, y con los ojos extasiados en el rígido músculo del hombre que temblaba, ella descubrió la crin de su sexo, sus senos erguidos... ¡ah!... ¿por qué miraba? Inútilmente Elsa... sí, Elsa, su legítima esposa, trataba con la mano pequeña de abarcar toda la virilidad en una caricia. El hombre, bajo el aullido de su deseo, se apretaba las sienes, se cubría los ojos con el antebrazo; pero ella inclinada sobre él, le clavaba este hierro candente en los oídos: «¡Sos más lindo que mi esposo! ¡Qué lindo que sos, Dios mío!». Si lentamente le hubieran torcido la cabeza sobre el cuello para tornillar en su alma, profundamente, esa visión atroz, no podría sufrir más. Padecía tanto que de interrumpirse ese dolor, su espíritu estallaría como un shrapnell. ¿Cómo es que el alma puede soportar tanto dolor? Y sin embargo quería sufrir más. Que encima de un tajo le partieran el dorso con un hacha en varias partes... Y si en cuatro trozos lo hubieran arrojado a un cajón de basura hubiera continuado sufriendo. No había un centímetro cuadrado en su cuerpo que no soportara esa altísima presión de angustia.

Todas las cuerdas se habían roto bajo la tensión del espantoso torno, y repentinamente una sensación de reposo equilibrio sus miembros.

Ya no deseaba nada. Su vida corría silenciosamente cuesta abajo, como un lago después del quebrantamiento de su dique, y, sin dormir, pero con los párpados cerrados, el desvanecimiento lúcido era más anestésico para su dolor que un sueño de cloroformo.

Notablemente latía su corazón. Con dificultad movió la cabeza para separar el cuero cabelludo de la almohada recalentada, y se dejó estar sin otra sensación de vivir que esa frescura en la nuca y el entreabrirse y cerrarse de su corazón, que, como un ojo enorme, abría el soñoliento párpado para reconocer las tinieblas, nada más. ¿Nada más que la tiniebla?

Elsa estaba tan lejos de su memoria que en esa hipnosis transitoria le parecía mentira haberla conocido. Quién sabe si existía físicamente. Antes podía verla, ahora tenía que hacer un gran esfuerzo para reconocerla... y apenas la reconocía. La verdad es que ella no era ella ni él era él. Ahora su vida corría silenciosamente cuesta abajo, se sentía en un retroceso de años, el niño que miraba un árbol verde sombreando el desaparecer continuo de un río entre algunas piedras con manchas rojas. El mismo, era una cascada de carne en las oscuridades. ¡Vaya a saber cuándo terminaría de desangrarse! Y sólo era notable el cerrarse y entreabrirse de su corazón que como un ojo enorme abría su párpado soñoliento para reconocer la oscuridad. El foco eléctrico de la mitad de cuadra filtraba por una hendidura un ramalazo de plata que caía sobre el tul del mosquitero. Su sensibilidad se recobraba dolorosamente.

El era Erdosain. Se reconocía ahora. Arqueaba con un gran esfuerzo la espalda. Por debajo de la puerta que cerraba la entrada al comedor se distinguía una franja amarilla. Se había olvidado de apagar la luz. El debía... ¡ah, no!, no, Elsa se ha ido... él debe seiscientos pesos con siete centavos a la Limited Azucarer Company... pero no, ya no los debe, si tiene un cheque... ¡Ah, la realidad, la realidad!

El oblicuo paralelogramo de luz que llegaba desde la calle a platear el tul del mosquitero, era la noción de que vivía como antes, como ayer, como hace diez años.

No quería ver esa raya de luz, como cuando era pequeño, no quería «ver esa claridad que estaba allí, aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera espantar esa claridad». Sí, semejante a cuando su padre le decía que al otro día le iba a pegar. No era lo mismo ahora. Aquella otra claridad era azulada, ésta de plata, mas tan estridente y anunciadora de lo verdadero como la luz antigua. El sudor le humedecía las sienes y el cerco de cabellos. Elsa se había ido y ¿no vendría más? ¿Qué diría Barsut?