Los siete locos/Arriba del árbol
Amanece. Erdosain avanza por el sendero que bordea la vereda rota junto a las quintas. La frescura de la mañana penetra hasta la más remota celdilla de sus pulmones fatigados. Aunque arriba el espacio negrea, y toda esta oscuridad desciende a aproximar las cosas a los ojos, pues las distantes son invisibles en el horizonte. Por el canal de callejones, rojean lentamente unas fajas verdegrises.
Erdosain avanza pensando:
–Esto es triste como el desierto. Ahora ella duerme con él.
Rápidamente la claridad aguanosa del alba colma los callejones de vahos blanquecinos. Erdosain se dice:
–Sin embargo, hay que ser fuerte. Me acuerdo de cuando era chico. Creía ver caminar, por las crestas de las nubes, grandes hombres con el pelo rizado y chapados de la luz los verticales miembros.
En realidad caminaban dentro del país de Alegría que estaba en mí. ¡ Ah!, y perder un sueño es casi como perder una fortuna. ¿Qué digo? Es peor. Hay que ser fuerte, ésa es la única verdad. Y no tener piedad. Y aunque uno se sienta cansado, decirse: Estoy cansado ahora, estoy arrepentido ahora, pero no lo estaré mañana. Esa es la verdad. Mañana.
Erdosain cierra los ojos. Un perfume que no puede discernir si es de nardo o de clavel, riega la atmósfera de un misterioso embalsamiento de fiesta.
Y Erdosain piensa:
–A pesar de todo es necesario injertar una alegría en la vida. No se puede vivir así. No hay derecho. Por encima de toda nuestra miseria es necesario que flote una alegría, qué sé yo, algo más hermoso que el feo rostro humano, que la horrible verdad humana. Tiene razón el Astrólogo. Hay que inaugurar el imperio de la Mentira, de las magníficas mentiras. ¿Adorar a alguien? ¿Hacerse un camino entre este bosque de estupidez? ¿Pero cómo?
Erdosain continúa su soliloquio con los pómulos teñidos de rosa:
–¿Qué importa que yo sea un asesino o un degradado? ¿Importa eso? No. Es secundario. Hay algo más hermoso que la vileza de todos los hombres juntos, y es la alegría. Si yo estuviera alegre, la felicidad me absolvería de mi crimen. La alegría es lo esencial. Y también querer a alguien...
El cielo verdea a lo lejos, mientras que la poca elevada oscuridad envuelve aún los troncos de los árboles. Erdosain frunce el ceño. De su espíritu se desprenden vapores de recuerdo, neblinas doradas, rieles brillantes que se pierden en el campo de una tarde abovedada de sol. Y el rostro de la criatura, una carita pálida, de ojos verdosos y rulos negros, escapando debajo de un sombrerito de paño, se eleva de la superficie de su espíritu.
Hace dos años. No. Tres. Sí, tres años. ¿Cómo se llamaba? María, María Esther. ¿Cómo se llamaba? La dulce carita ocupa ahora con su temperatura un anochecido espacio de ensueño. ¡Se acuerda de tantas cosas! El estaba sentado a su lado, el viento movía sus rizos negros, de pronto extendió la mano y entre la yema de los dedos tomó la ardiente barbilla de la criatura. ¿Dónde está ahora? ¿Bajo qué techo duerme? ¿si la encontrara, la reconocería? Hace tres años. La conoció en un tren, conversó algunos minutos con ella durante quince días, y después desapareció. Eso es todo y nada más. Y ella no sabía que estaba casado. ¿Qué es lo que hubiera dicho de saberlo? Sí, ahora se acuerda. Se llamaba María. ¿Pero importa algo eso? No. Había algo más hermoso en todo aquello, la dulce fiebre que caía de sus ojos a momentos verdes y a momentos pardos. Y su silencio. Erdosain recuerda viajes en ferrocarril; está sentado junto a la criatura que ha dejado caer la cabeza sobre su hombro, él enreda los dedos en los rizos y la criatura de quince años tiembla en silencio. Si ella supiera ahora que él proyecta matar a un hombre, ¿qué diría? Posiblemente no entendiera esa palabra. Y Erdosain recuerda con qué timidez de colegiala levantaba el brazo y apoyaba la mano en sus mejillas ríspidas de barba; y quizá esa felicidad que es la que él perdió es la que se necesita para borrar del semblante humano tanto vestigio de fealdad.
Erdosain se examina ahora con curiosidad. ¿Por qué piensa tantas cosas? ¿Con qué derecho?
¿Desde cuándo los candidatos a asesinos piensan? Y sin embargo, hay algo en él que le da las gracias al Universo. ¿Consiste en humildad o en amor? No lo sabe, pero comprende que en la incoherencia hay dulzura, se le ocurre que una pobre alma al enloquecer abandona con gratitud los sufrimientos de esta tierra. Y más abajo de esta piedad, una fuerza implacable, casi irónica, le tuerce el labio con un mohín de desprecio.
Los dioses existen. Viven escondidos bajo la envoltura de ciertos hombres que se acuerdan de la vida en el planeta cuando aún la tierra era niña. El encierra también a un dios. ¿Es posible? Se toca la nariz, adolorida por las trompadas que recibió de Barsut, y la fuerza implacable insiste en esa afirmación: El lleva un dios escondido bajo su piel doliente. ¿Pero el Código Penal ha previsto qué castigo puede aplicarse a un dios homicida? ¿Qué diría el Juez de Instrucción si él le contestara: «Peco porque llevo un dios en mí»?
¿Mas no es cierto? Este amor, esta fuerza que él conduce en el amanecer, bajo la humedad de los árboles que gotean rocío en la oscuridad, ¿no es una virtud de los dioses? Y nuevamente de la superficie de su espíritu se desprende el relieve de aquel recuerdo: Una ovalada carita pálida que tenía los ojos verdosos y rulos negros a veces arrollados a la garganta por el viento. ¡Qué sencillo es esto! No necesita decir nada, tan perfecto es su arrobamiento. Aunque nada de improbable tendría que se hubiera vuelto loco pensando en la colegiala bajo los árboles que gotean humedad. Si no, ¿cómo se explica que su alma sea tan distinta a la que lo endemoniaba por la noche? ¿O es que en la noche sólo pueden concebirse pensamientos sombríos? Aunque así sea no importa. El es otro ahora. Sonríe junto a los árboles. ¿No es magníficamente idiota esto? El Rufián Melancólico, la Ciega depravada, Ergueta con el mito de Cristo, el Astrólogo, todos estos fantasmas incomprensibles, que dicen palabras humanas, que tienen una palabra carnal, ¿qué son junto a él que apoyado en un poste, junto a un cerco de ligustro, siente el avance de la vida que llega a tocarle el pecho?
Es otro hombre, y por el solo hecho de haber pensado en la criatura que en un vagón de tren dejaba caer la cabeza sobre su hombro. Erdosain cierra los ojos. El acre olor de la tierra le escalofría.
Un vértigo sube de su carne cansada.
Otro hombre avanza por el camino. Un silbato bronco llega desde la estación. Otros hombres de gorra o sombrero torcido cruzan a la distancia.
En realidad, ¿qué diablos hace allí? Erdosain guiña un párpado, tiene conciencia de que le está haciendo trampa a Dios, de que representa la comedia de un hombre que no ha podido desviar la maldición de Dios. Sin embargo, ante sus ojos pasan a momentos ráfagas de oscuridad, y una especie de embriaguez sorda se va apoderando de sus sentidos. Quisiera violar algo. Villar el sentido común. Si por allí hubiera una parva le prendía fuego... Algo repugnante abotarga su rostro: son las expresiones torvas de la locura; de pronto mira un árbol, da un salto, alcanza una rama, se aferra a ella y prendiéndose con los pies al tronco, ayudándose con los codos, logra encaramarse hasta la horqueta de la acacia.
Le resbalan los zapatos en la corteza lustrosa, los ramojos le fustigan elásticamente el rostro, alarga el brazo y se coge a una rama, asomando la cabeza por entre las hojas mojadas. La calle, abajo, sigue en declive hacia un archipiélago de árboles.
Está arriba del árbol. Ha violado el sentido común, porque sí, sin objeto, como quien asesina a un transeúnte que se le cruzó al paso, para ver si luego puede descubrirlo la policía. Hacia el este, sobre lo verdinoso del cielo, se recortan fúnebres chimeneas; luego, montes de verdura como monstruosos rebaños de elefantes rellenan los bajos de Bánfield, y la misma tristeza está en él. No es suficiente haber violado el sentido común para sentirse feliz. Sin embargo, hace un esfuerzo y dice en voz alta:
–¡Eh! bestias dormidas: ¡eh!, juro que... pero no... yo quiero violar la ley del sentido común, tranquilos animalitos... No. Lo que quiero es pregonar la audacia, la nueva vida. Hablo desde encima del árbol, no estoy «en la palmera», sino en la acacia: ¡eh! bestias dormidas.
Rápidamente decrecen sus fuerzas. Mira en redor casi extrañado de encontrarse en semejante posición, de pronto el semblante de la remota criatura estalla en él como una flor, e inmensamente avergonzado de la comedia que representa, baja de la planta. Está vencido. Es un desgraciado.