Parte quinta.

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El velo negro.


I

Sigue Rafael


El velo con que siempre se me aparecía aquella mujer iba obscureciéndose poco apoco, como su destino y como mi alma.


Ciñó primero el velo blanco de la inocencia; después, el velo rosado de la dicha; luego, el velo verde de criminales deseos y esperanzas; en seguida, el velo azul del desamparo y la tristeza... No fue mucho, por tanto, que, al aparecérseme otra vez, ciñera el velo negro del pesar y los remordimientos...


Era el día de Finados.


Estaba yo en el cementerio que guarda las cenizas de mis padres, y paseábame por aquellas largas calles de tumbas como un alma en pena.


De pronto distinguí entre el gentío una pobre mujer vestida de negro, que colocaba algunas flores sobre la sepultura de un niño.


¡Era ella!


-Procuré que no me divisara... ¡No quise que mi vista acrecentase su dolor, recordándole aquel tiempo dichoso en que la vi joven y llena de hermosura, dentro de lujosa carretela, en las orillas del Guadalquivir, acompañada del precioso niño de color de rosa que me causó tantos celos y envidia!


¡Desventurada! ¡Su hijo la había abandonado también!... ¡Pero ella no le había olvidado, y desde la más honda miseria, desde los abismos de la infamia, iba a cubrir su sepultura de lágrimas y flores!...


Aquella piedad maternal la redimió a mis ojos; y al alejarme, sin que por fortuna me hubiese visto, exclamé con indecible amargura:


-¡Matilde! ¡Matilde!... No quiero volver a verte... ¡Ignore yo, al menos, el triste fin de tu existencia, ya que la suerte no dispuso que corriese unida a la mía!


¡Pero el cielo lo quiso de otro modo, y volví a verla!...


FIN DE LA QUINTA PARTE


Comentario del autor

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Lo negro absorbe todos los colores, como el luto de una madre resume las esperanzas cifradas en su hijo...

Sin embargo, ¡benditos sean tus ojos negros, actual amada de mi alma. (He dicho actual.)

Tus ojos negros, sepulcro de todas las miradas mías...

Tus ojos negros, siempre fatigados y sedien-tos de amor...

Tus ojos negros, que leen en lo profundo de mis ideas...

¡Tus ojos negros!...

Y tu mantilla negra...

Y tus cabellos, y tus cejas, y tus párpados negros...

Y tu botita negra de charol.

Y después de ti, ¡maldito sea todo lo negro!

¡La noche sin luna ni luceros... ¡maldita sea!

La nada...

El ateísmo...

El odio...

La primera hora de viudez...

¡Malditos! ¡Malditas!

Y la tinta de mi tintero... ¡Ah!, ¡no!

¡Bendita sea la tinta negra de mi tintero!

Ella es mi capital,

Mi descanso,

Mi recreo,

Mi porvenir,

¡Quizá mi gloria!

¡Bendita sea la tinta negra de mi tintero!

Mi tintero encierra un mundo, una infinidad de seres que nacerán algún día.

¡Pienso escribir cien novelas de pura invención!

Cien novelas, a veinte personajes, componen dos mil individuos.

Ellos vivirán, hablarán, y forse... dejarán un recuerdo...

Yo los sacaré de la nada, los crearé, les daré cara, pasiones y vestidos a medida de mi gusto, los bautizaré o nos los bautizaré, y los cortaré el pescuezo el día que se me antoje...

¿No es esto ser un semi-Dios?

¿Qué me falta?

Crear la materia; la parte vil del universo, y haberme creado a mí propio...

Pero almas, caracteres, afectos, discursos, sucesos que parecerán reales, yo los inventaré, yo los lanzaré al mundo, yo haré que influyan en su marcha tanto como si fueran verdad.

¡Bendita sea, pues, la tinta negra de mi tintero!

Y, fuera de mi amada y de mi tintero, mueran todas las cosas negras!

Pero ahora recuerdo que soy cristiano y negrófilo...

Elimino, pues, de mi reprobación a San Benedicto y a todos los esclavos del mundo.

En cambio incluyo a los limpiabotas.

Odio además los escarabajos,

Los cabestrillos,

Los lutos,

El carbón,

La pólvora,

Y el casco de las botellas vacías.

Pero aquí se me ocurren otras cosas negras que amo.

Amo al negro Plácido, al poeta sacrificado al Chénier de América.

Amo un templo obscuro, una catacumba.

Cualquier superstición.

Un traje negro de señora.

El ébano, las trufas, el frac, el azabache.

Y una aventura en el interior de una chimenea. Y sobre todo lo negro amo o aborrezco mucho (pues no sé qué decir) un alma de ciego de nacimiento...

Porque la ceguedad, o la ceguera (como queráis llamarla), es el bello ideal de lo negro.

¡Ser ciego! ¡No ver! ¡No haber visto!...

He aquí el más alto símbolo de la negrura.