XIX.—LOS   ÁRBOLES   DE   SAGÚ

SÓLO el vocerío de una bandada de papagayos rompía el silencio que reinaba en las orillas del río. El ruido de la batalla que habían oído la noche anterior nuestros náufragos, había cesado por completo. Al parecer, los piratas y sus enemigos se habían alejado definitivamente de aquellos lugares.

Abriéndose paso a través de las yerbas y de las plantas trepadoras, y avanzando con gran precaución y deteniéndose a cada paso a escuchar, para no caer en una emboscada, los náufragos se acercaron a la ribera arrojando una detenida mirada al río.

No vieron a nadie: ni a los piratas, ni a sus misteriosos enemigos, pero vieron claramente las huellas de un encarnizado combate.

Había matas tronchadas, yerbas pisoteadas y troncos de árboles erizados de flechas. El banco de arena, que la baja marea había dejado al descubierto, estaba sembrado de trozos de lanzas y cuchillos y de escudos rotos. Más allá, hacia la orilla izquierda, se veían medio hundidos en el agua del río restos que parecían ser de una canoa, y entre las yerbas los cadáveres de algunos indígenas medio devorados ya por los cocodrilos.

—Los piratas han sido atacados y destruidos o puestos en fuga—dijo el Capitán.

—¿Por los alfuras?—preguntó Cornelio.

—Seguramente—respondió Van-Stael.

—¿Habrá alguna aldea por estas cercanías?

—Lo temo, Cornelio; y será prudente alejarse cuanto antes de estos sitios.

—Pues busquemos la chalupa.

—Vamos a ver. Empiezo a estar inquieto.

—¿Temes que la hayan descubierto?

—Sí, Cornelio.

—Sería un gran desastre para nosotros.

—Sí, sobrino mío. Allí veo el teck que ha de servirnos de guía: la chalupa tiene que estar a pocos pasos de ese árbol enorme.

—Sí, Capitán—repuso Van-Horn—: no podemos equivocarnos.

—Apresurémonos: me consume la impaciencia.

Bajaron a la orilla del río y se fueron costeando el bosque, avanzando siempre con mil precauciones, pues no estaban seguros de que aquel sitio estuviera desierto.

A medida que se acercaban al teck, que crecía en la orilla bañando sus raíces en el río, aumentaban sus inquietudes, y sus miradas se fijaban angustiosas en las plantas y en las yerbas para descubrir el lugar en que habían escondido la chalupa.

No llevaban mucho tiempo explorando, cuando Cornelio, que caminaba distante, se detuvo.

—Tío—dijo con voz alterada—. Creo que nos han robado la chalupa. El montón de ramas con que la tapamos debía estar aquí, y no lo veo.

—¿Será posible?—exclamó Van-Stael palideciendo.

Adelantóse; examinó con gran atención el lugar en que se encontraban, entreabriendo las malezas, y acabó lanzando una exclamación de ira.

—¡Infames!

—¿La han robado?—preguntaron acercándose Hans, Cornelio y Van-Horn.

El Capitán les indicó, con un ademán de desesperación, las ramas esparcidas por el suelo.

—¡Ah, ladrones!—rugió Cornelio, pálido de ira.

—¡Estamos perdidos!—exclamó el piloto.

En efecto, la chalupa ya no estaba allí. Aunque había sido perfectamente escondida entre las yerbas y luego recubierta de ramas y de hojas, o los piratas o sus enemigos la habían encontrado y se la habían llevado. Los víveres y los demás objetos que contenía habían desaparecido igualmente.

Sólo habían dejado allí un remo roto y, por lo tanto, inservible, y algunos trozos de cuerda.

—¿Y qué hacemos ahora?—se preguntó Van-Stael que parecía anonadado.—¿Quién nos llevará ahora a Timor? ¡Miserables! ¡Hasta los instrumentos náuticos nos han robado!

—¡No nos han dejado ni siquiera una galleta!—dijo Cornelio.

—¡Qué desastre, si no hubiéramos tenido la precaución de llevarnos las municiones!—dijo Van-Horn.—Por fortuna nos quedan aún setecientos u ochocientos cartuchos, y teniendo armas no se muere uno de hambre en este país.

—Y sin chalupa, ¿cómo podremos volver nunca a nuestra isla?—dijo Hans.

—¿Y dónde nos encontramos ahora, Capitán?—dijo Horn.

—¿Qué nos importa estar en un punto o en otro?—Todos están igualmente lejanos de Timor para nosotros—replicó Van-Stael.

—Yo creo que nuestra situación no es desesperada, Capitán, y que con un poco de valor lograremos salir de este trance. Por eso quería saber si estamos muy distantes de Dory.

—¿Del puerto de Dory?—preguntó el Capitán, en cuyos ojos brilló un relámpago de esperanza.

—Sí; y si podemos llegar a él, no tendremos grandes dificultades para volver a nuestra patria. Ya sabéis que ese puerto es muy frecuentado por los pescadores de trépang malayos y chinos, y también por nuestros compatriotas que van allí a adquirir conchas de tortugas, nuez moscada y aves del paraíso disecadas.

—Es verdad, Horn. No había pensado en el puerto de Dory.

—¿Podréis decirme si está muy lejos y si nos será fácil llegar a él?

—Lo creo muy difícil, Van-Horn; porque Dory está en la península septentrional al lado de allá de la bahía de Geelwinck, y tendríamos que atravesar para llegar allí territorios inmensos cubiertos de selvas impenetrables y poblados por gentes ferocísimas. Tengo otro proyecto que me parece mejor y más practicable.

—¿Cuál es, señor Stael?

—Tú sabes que en la costa Suroeste de la Isla desemboca el Durga, que es uno de los ríos más caudalosos de ella. Tratemos de llegar a ese río y bajemos por él hasta el mar, bien en una balsa, bien en una canoa que podremos construir ahuecando un tronco de árbol. Desde allí iremos a las islas Arrú, que son las más frecuentadas por nuestros compatriotas y los pescadores de trépang. No debemos de estar a más de veinte o treinta leguas del río, y quizás podamos llegar a sus orillas dentro de seis o siete días.

—¡Buena idea, Capitán!—exclamó Van-Horn.

—¿Y no podríamos costear la Isla, evitando así el penetrar en los bosques?—preguntó Cornelio.

—Sería un camino mucho más largo—le contestó Van-Stael. La costa meridional hace muchas curvas y vueltas y hacia el Suroeste avanza muchísimas leguas dentro del mar. Necesitaríamos más de un mes para llegar al río Durga.

—Y estamos sin víveres, tío.

—No nos pondremos en camino sin provisiones, Cornelio. No podemos contar siempre con la caza, que puede faltarnos.

—¿Y de dónde vamos a sacar los víveres?: yo no veo por aquí más que frutas, deliciosas, sí, pero poco nutritivas.

—Llevaremos con nosotros gran cantidad de galletas, mejores que las que nos han robado.

—¿Has encontrado alguna panadería?—preguntó Cornelio riendo.

—No; pero te aseguro que muy pronto tendremos todo el pan que nos dé la gana. ¿Es verdad, Horn?

—¡Ya lo creo! ¡Y qué pan, señor Cornelio!—dijo el piloto—. Seréis el hornero, y nosotros los amasadores.

—Quiero ver ese milagro.

—Y yo—dijo Hans.

—Ante todo busquemos para acampar un sitio más seguro y oculto—dijo el Capitán—. Los aires de estos lugares no son buenos para nosotros, y nos conviene un sitio donde podamos trabajar sin temor de que nos molesten.

¡Valor, muchachos! Alejémonos de este río, y vamos a escondernos en la selva.

La prudencia les aconsejaba partir; pues nada extraño hubiera sido que volvieran por allí los piratas o sus contrarios, que quizás tuvieran no lejos de aquellos lugares sus moradas.

Cargaron con la tortuga, de la cual de ninguna manera querían deshacerse, y se pusieron en marcha a través del bosque, dirigiéndose hacia el Oeste. El piloto, que conservaba una pequeña brújula de bolsillo, los guiaba sin temor a equivocarse, aunque lo intrincado de aquella selva no les permitía seguir un rumbo fijo.

Hans y Cornelio, como buenos cazadores que eran, escudriñaban con la vista el ramaje para no desaprovechar la ocasión que se les presentase de hacer un buen tiro. Dejábanse ver de cuando en cuando aves hermosísimas. Ora eran bandadas de cierta especie de palomas coronadas de penachos, ora de apimachus magnificus, pájaros de forma elegantísima, con plumas de un negro aterciopelado en el dorso, la garganta y el pecho azul oscuro con reflejos verdosos y la cola larga adornada de plumas de barbas sutilísimas. También se veían grupos de apimachus albus, aves del tamaño de gallinas, con el plumaje blanco plateado en la parte posterior del cuerpo y negro en la anterior, con colas rarísimas formadas de seis o siete penachos rizados; bandadas de promerops superbi, aves de negro plumaje, cola larga y espesa y un penacho de plumas en la cabeza, y papagayos de multitud de variedades: amarillos, grises, azules y rojos, también en bandadas.

Parecía, en cambio, que no había cuadrúpedos en aquella parte de la Isla, pues ni se veían puercos salvajes, ni babirusos ni otros animales que tanto abundan en otras regiones de ella.

Hacia las tres, al atravesar un claro del bosque, hicieron un descubrimiento singular nuestros viajeros. Era un árbol—un ficopisocarpo—de cuyas ramas pendían, en vez de frutas, unos pájaros extrañísimos del tamaño de pollos, de alas membranosas, con el cuerpo vestido de un plumón castaño de reflejos rojizos. Estaban agarrados a las ramas por las patas, tenían las alas abiertas y extendidas y parecían adormilados. Habría sobre doscientos.

—¿Qué pajarracos son ésos?—preguntaron Hans y Cornelio, sorprendidos.

—Pteropus eduli—respondió el Capitán riéndose—, o diciéndolo más claro, murciélagos gigantes, que esperan que se haga de noche para echarse a volar.

—Son enormes—observó Hans—. ¿Y qué hacen en esa rara posición?

—Duermen, después de haberse comido todas las frutas del árbol; pues son muy glotones—respondió Van-Stael.

—Malos bichos deben de ser ésos.

—No lo creas, Hans. Se dice que todos los pájaros les temen; pero no es verdad. Son utilísimos al hombre, pues acaban con muchos insectos dañinos que le chupan la sangre.

—A pesar de ello son muy perseguidos, según he oído decir—dijo Hans.

—Es verdad. Los desgraciados murciélagos, que nos parecen topos o ratones voladores, son aborrecidos y perseguidos cruelmente en todas partes sin motivo alguno, no más que por superstición estúpida. Se les cree espíritus de las tinieblas, se dice que de noche se beben el aceite de las lámparas, y se cuentan otras mil patrañas sobre ellos. En unas partes los clavan en las puertas y en las paredes; en otras, los queman vivos y hacen con ellos mil atrocidades.

—¿Es verdad que son ciegos, tío?

—No; pero se cree que los ojos les sirven de muy poco o de nada. Se ha probado a inutilizárselos y se les ha visto volar con la misma seguridad que antes y sin tropezar en delgados hilos colocados ante ellos. Parece que se orientan por el tacto, o por el oído, que se les supone agudísimo. En cambio, no tienen o se cree que no tienen olfato o que, de tenerlo, es muy imperfecto. Y ahora ¡vamos, muchachos, que el pan nos espera!

—¿Dónde?—le preguntaron sus sobrinos.

—Pronto lo encontraremos.

Se pusieron en marcha, siguiendo siempre el mismo rumbo, pasando de una selva a otra y cogiendo frutas de vez en cuando, hasta que, después de una hora de camino, el Capitán se detuvo en un angosto llano rodeado de árboles.

—Aquí está nuestro pan—dijo señalando un árbol de unos veinte pies de alto y de tres y medio o cuatro de diámetro, de larguísimas hojas, que en vez de crecer derecho, se torcía, tomando una dirección oblícua.

—¡Nuestro pan!—exclamaron los dos jóvenes admirados.

—Y muy bueno, señores míos—dijo Van-Horn—. La harina está en sazón, pues veo las hojas cubiertas de un polvo gris.

—¿Y dónde está esa harina?

—En el tronco del árbol, señor Cornelio.

—Os burláis, viejo Horn.

—No; os lo aseguro. Ahora lo veréis.

El piloto empuñó el hacha y atacó briosamente con ella el tronco del árbol, que ofrecía una resistencia increíble. El Capitán tuvo que relevarle en el trabajo un cuarto de hora después, hasta que por último la planta, cortada circularmente a dos pies del suelo, se desplomó con gran estrépito.

—Mirad—dijo el piloto.

Hans, Cornelio y el joven pescador se acercaron, y con gran sorpresa vieron que aquel tronco estaba lleno de una materia ligeramente rosada y al parecer muy dura.

—¿Qué es esto?—preguntó Cornelio.

—Harina; o, si lo prefieres, sagú—dijo el Capitán.

—Lo conozco de nombre y hasta lo he probado en Timor, tío.

—Te creo, pues en aquella isla se produce también.

—Y me pareció muy gustoso y nutritivo.

—Es una planta maravillosa—exclamó Hans.

—Y utilísima—dijo el Capitán—. Crece sin necesidad de cultivo y se reproduce mucho. Bastan tres árboles para alimentar a una familia durante un año entero.

—¿Abundan mucho estas plantas, tío?

—Mucho; y no se encuentran solamente aquí. Las mejores y las más productivas son las llamadas por los naturalistas metroxilon sagus y metroxilon rumphii; pero hay muchas otras especies.

Crecen en casi todas las islas de la Malasia, especialmente en Borneo, Filipinas, Molucas, en ésta en que estamos, en la India, en las Maldivas, en Sumatra y en América, en la Luisiana; pero la harina que producen no es siempre igual. La de las Maldivas, por ejemplo, es granulosa, dura, grisácea, y no uniforme; la de Sumatra tiene los granos redondos y blancos o amarillentos; la de la Luisiana es gris, y la de las Molucas y Nueva Guinea es roja, blanca o gris. Un árbol del tamaño de éste que acabamos de cortar da unos ocho quintales.

—¡Qué afortunada tierra, tío!

—Efectivamente; porque no es poca fortuna para una persona el proporcionarse pan para doce meses con sólo cuatro o cinco días de trabajo.

—¿Y cómo se prepara esta harina?

—Ahora lo verás. ¡Al trabajo, mi fiel Horn!

El piloto no había perdido el tiempo. Arrancadas las grandes hojas, daba hachazos en el tronco caído, dividiéndolo en pedazos de dos palmos de largo; pero a costa de grandes esfuerzos, porque la corteza, aunque no gruesa, era durísima. Al fin logró dividir el tronco en ocho trozos.

—Ahora, la maza—dijo el piloto, enjugándose el sudor de la frente—.

Hay que romper las raíces interiores.

El Capitán, que había cortado una gruesa y pesada rama y le había dado forma de maza, iba ya a trabajar con ella, cuando se oyó un grito terrible.

Volviéronse todos y vieron al joven chino luchando desesperadamente con una serpiente enorme que lo tenía preso entre sus anillos.

—¡Gran Dios!—exclamó el Capitán—. ¡Un pitón!

Todos estaban helados de espanto.