Los patos caseros y los patos silvestres
En un corro de patos caseros se conversaba juzgando con severidad, entre charlas a gritos, la cobarde comportación de los mismos patos caseros, en general, y la propia en particular. Con expresiones fuertes castigaban todos la sumisión incondicional de que daban al hombre tantas pruebas, dejando que dispusiera de ellos y de sus familias a su antojo.
-Es una vergüenza -decían- que vivamos en semejante abyección, presos voluntarios de nuestro tirano, contentándonos con ruidosas e inútiles protestas, cuando le vemos matar sin piedad a nuestros hijos, sin que nunca hagamos un gesto de rebelión, sin que campeemos por nuestros fueros, o siquiera emprendamos la fuga, dejándolo plantado y recuperando nuestra independencia.
Sus gritos eran tan fuertes, que un pato silvestre que pasaba por allí volando en libertad, los oyó; y dejándose livianamente caer cerca de ellos, se mezcló en la conversación.
Escuchó con atención todo lo que decían los patos caseros: sus quejas contra el tirano y sus protestas, y aprobó sus amagos de rebelión.
Los patos caseros lo miraron, primero, de rabo de ojo cuando manifestó su conformidad con lo que ellos mismos decían; pero siguieron conversando.
Impugnó uno de ellos su falta de unión para sacudir el yugo que sobre los patos caseros pesaba. Aplaudió el forastero... Le contestó un murmullo rezongón.
Otro pato casero trató a sus compañeros y a sí mismo de cobardes.
-Tiene razón -dijo el forastero.
Un repiqueteo de picos enojados se dejó oír en el corral.
-Somos todos unos sinvergüenzas -gritó un orador; y el pato silvestre, entusiasmado por tanta elocuencia, dejó escapar un: «¡Es cierto!» que si no hubiera tenido buenas alas, le cuesta la vida; pues, una cosa es ser patos caseros y confesárselo entre sí, y otra que un forastero se lo venga a decir.