Los partidos y la Unión Nacional

Conferencia dada por Manuel González Prada el 21 de agosto de 1898.


Señores:

Cumpliendo con el mandato de la Unión Nacional, vengo a dirigir una palabra de aliento a los pocos hombres que después de muchas tentaciones y de muchos combates, permanecen fieles a nuestra causa. Hablaré de las agrupaciones políticas y sus caudillos, de la última guerra civil y sus consecuencias, de la Unión Nacional y sus deberes en las actuales circunstancias.

No esperen ustedes de mis labios reticencias, medias palabras, contemporizaciones, ni tiros solapados y cobardes: expreso clara y toscamente las ideas; sin máscara ni puñal, ataco de frente a los malos hombres públicos. No hablo para incensar a los que mandan ni para servir de vocero a los que sueñan con arrebatar el poder, sino para decir cuanto me parece necesario y justo, hiera los intereses que hiriere, subleve las iras que sublevare.


¿Qué fueron por lo general nuestros partidos en los últimos años? sindicatos de ambiciones malsanas, clubs eleccionarios o sociedades mercantiles. ¿Qué nuestros caudillos? agentes de las grandes sociedades financieras, paisanos astutos que hicieron de la política una faena lucrativa o soldados impulsivos que vieron en la Presidencia de la República el último grado de la carrera militar.

No faltaron hombres empeñados en constituir partidos homogéneos y sólidos; mas al fin quedaron aislados, sin colaboradores ni discípulos, y tuvieron que enmudecer para siempre o limitarse a ejercer un apostolado solitario. )Dónde se encuentran los miembros del último Partido Liberal? Es que en los cerebros peruanos hay fosforescencias, nada más que fosforescencias de emancipación: todos renegamos hoy de las convicciones que invocábamos ayer, todos pisoteamos en la vejez las ideas que fueron el orgullo y la honra de nuestra juventud. Y ¡ojalá solamente los viejos prevaricaran!

Nosotros no clasificamos a los individuos en republicanos o monárquicos, radicales o conservadores, anarquistas o autoritarios, sino en electores de un aspirante a la Presidencia. Al agruparnos formamos partidos que degeneran en clubs eleccionarios, o mejor dicho, establecemos clubs eleccionarios que se arrogan el nombre de partidos. Verdad, las ideas encarnan en los hombres; pero verdad también que desde hace muchos años, ninguno de nuestros hombres públicos representó ni siquiera la falsificación de una idea. Veamos hoy mismo. ¿Qué grupos se denominan partidos? ¿Quiénes se levantan con ínfulas de jefes?

No contemos con el Civilismo de 1872, con ese núcleo de consignatarios reunidos y juramentados para reaccionar contra Dreyfus. Los corifeos del Partido Civil fueron simples negociantes con disfraz de políticos, desde los banqueros que a fuerza de emisiones fraudulentas convirtieron en billete depreciado el oro de la nación hasta los cañaveleros o barones chinos que transformaron en jugo sacarino la sangre de los desventurados coolíes. La parte sana del Civilismo, la juventud que había seguido a Pardo, animada por un anhelo de reformas liberales, se corrompió en contacto con los malos elementos o, segregándose a tiempo, vivió definitivamente alejada de la política.

Pardo incurrió en graves errores económicos renovando el sistema de empréstitos y adelantos sobre el guano, sistema que él mismo había combatido; pero sufría los efectos de causas creadas por sus antecesores, luchaba con resistencias superiores a sus fuerzas; se veía encerrado en estrecho círculo de hierro. Se comete, pues, una grave injusticia cuando se le atribuye toda la culpa en la bancarrota nacional, iniciada por Castilla, continuada por Echenique y casi rematada por el Ministro Piérola con el contrato Dreyfus.

Sobre el Civilismo gravita una responsabilidad menos eludible que la bancarrota; dándose un nombre que implicaba el reto a una clase social, partiendo en guerra contra los militares, olvidó que si las capas inferiores de la Tierra descansan en el granito, las sociedades nuevas se apoyan en el hierro. Este olvido contribuyó eficazmente a nuestro descalabro en la última guerra exterior. Chile tuvo la inmensa ventaja de combatir, en el mar contra buques viejos y mal artillados, en tierra contra pelotones de reclutas a órdenes de militares bisoños, cuando no de comerciantes, doctores o hacendados8. Castilla, soldado sin educación ni saber pero inteligente y avisado, comprendió muy bien que al Perú le convenía ser potencia marítima. Cuando los chilenos construyan un buque de guerra, decía, nosotros debemos construir dos. Pardo prefirió las alianzas dudosas y problemáticas a la fuerza real de los cañones, y solía repetir con una ligereza indigna de su gran suspicacia: Mis dos blindados son Bolivia y la República Argentina. Con todo, puede también disculpársele de no haber aumentado nuestra marina: tuvo que malgastar en combatir contra Piérola el oro que debió invertir en buques de guerra.

Muerto Pardo, que era la cabeza y la vida, el Partido Civil sufrió una desagregación cadavérica. Los civilistas, dispersos, sin cohesión suficiente para reconstituir una combinación estable, se resignaron a entrar como partes accesorias en las nuevas combinaciones. Han sido sucesiva y hasta simultáneamente, pradistas, calderonistas, iglesistas, caceristas, bermudistas, cívicos, coalicionistas y demócratas. Y no marchan todos a una, en masa compacta; poseen su táctica individual: así cuando estalla una revolución o surge algún caudillo con probabilidades de arribar hasta la cumbre, los impacientes se afilian en el acto, mientras los malignos y cautos se conservan in statu quo, aguardando el resultado de la lucha para ir a engrosar el cortejo del vencedor. Hasta en el seno de una misma familia vemos a unos hermanos que se enrolan en el Partido Demócrata o en el Constitucional, a la vez que otros permanecen como miembros natos del Civilismo. De modo que el tal Partido Civil es hoy para muchos el arte de comer en todas las mesas y meter las manos en todos los sacos.

Los civilistas constituyen una calamidad ineludible: no se debe gobernar con ellos porque trasmiten el virus9, no se puede sin ellos porque se imponen con el oro y la astucia.

Excluyamos también a la Unión Cívica, o propiamente hablando, camarilla parlamentaria, que pretendió surgir como panacea cuando vino como nuevo caso patológico. Nació con varias cabezas y, como todas las monstruosidades, vivió poco y miserablemente, aunque duró lo necesario para servir de puente decoroso entre el Civilismo, y el Pierolismo, pues muchos hombres que no habrían tenido el descaro de saltar violentamente desde civilistas hasta demócratas, se deslizaron suavemente de civilistas a cívicos, de cívicos a coalicionistas y de coalicionistas a demócratas.

¿Pudo la Unión Cívica realizar algo mejor, dado su origen? Todos sabemos la historia de los Congresos peruanos, desde el que humildemente se arrodilló ante Bolívar para conferirle la dictadura hasta el que sigilosamente acaba de sancionar el Protocolo y conceder el premio gordo a la fructífera virginidad de un tartufo. En nuestros cuerpos legislativos, en esa deforme aglomeración de hombres incoloros, incapaces y hasta inconscientes, hubo casi siempre la feria de intereses individuales, muy pocas veces la lucha por una idea ni por un interés nacional. Las Cámaras se compusieron de mayorías reglamentadas y disciplinadas; así, cuando una minoría independiente y proba quiso levantar la voz, esa minoría fue segregada por un golpe de autoridad o tuvo que enmudecer entre la algazara y los insultos de una mayoría impudente y mercenaria. Y entre los Congresos inicuos ocupa lugar preferente el Congreso del Contrato Grace, el Congreso descaradamente venal, el Congreso que por una especie de cisma produjo a la Unión Cívica.

Al disolverse la camarilla parlamentaria, algunos de sus miembros se plegaron en bloque al Partido Demócrata (que dio muestras de rechazarles y acabó por admitirles) mientras muchos regresaron contritamente al Partido Constitucional, porque vivían ligados a Cáceres con negocios de trastienda y misterios de alcoba. Si algo unió a los prohombres de la Unión Cívica, fue lo que más separa, el crimen: ellos antes de amalgamarse para formar un seudo partido, habían ejecutado la carnicería de Santa Catalina, ese crimen inútil y cobarde que será la deshonra de Morales Bermúdez, como Tebes lo es de Cáceres.

Quedan el Cacerismo y el Pierolismo que no deben llamarse partidos homogéneos sino agrupaciones heterogéneas, acaudilladas por dos hombres igualmente abominables y funestos: Cáceres que un día representaba los intereses de Grace, Piérola que no sabemos si continúa favoreciendo los negocios de Dreyfus. Al ver la encarnizada guerra de pierolistas y caceristas, cualquiera se habría figurado que sus jefes personificaban dos políticas diametralmente opuestas, que el uno proclamaba las ideas conservadoras hasta el absolutismo, cuando el otro llevaba las ideas avanzadas hasta la anarquía. Nada de eso: retamos al hombre más sutil para que trace una línea demarcadora entre pierolistas y caceristas, para que nos diga cuáles reformas no aceptaría Cáceres y cuáles reformas rechazaría Piérola. Prescindiendo de la cuestión financiera, o más bien, suprimiendo a Grace y Dreyfus, Cáceres habría firmado un programa de Piérola, así como Piérola habría suscrito un manifiesto de Cáceres. Ambos representan una contradicción viviente: Cáceres es un constitucional ilegal y despótico, Piérola un demócrata clerical y autocrático.

Los dos antagonistas guardan muchos puntos de analogía, salvo que el Dictador de 1879 se reviste de hipocresía para estrangular con la mano izquierda y santiguarse con la derecha, en tanto que el Jefe de la Breña denuncia los instintos del hombre prehistórico y tiene sus francas y leales escapadas a la selva primitiva. En ambos, el mismo orgullo, el mismo espíritu de arbitrariedad, la misma sed de mando y hasta igual manía de las grandezas, pues si el uno se cree Dictador in partibus, el otro considera la Presidencia como el término legal de su carrera. En la vida de Cáceres brilla una época gloriosa: cuando luchaba con Chile y se había convertido en el Grau de tierra; en la existencia de Piérola se destaca siempre la figura borrosa del conspirador y signatario de contratos. Rodeado por algunos hombres honrados y de sanas intenciones, Cáceres pudo ser un buen mandatario; Piérola, circundado por un ministerio de Catones, daría los frutos que da. Uno representa la ignorancia o el cofre medio vacío, el otro la mala instrucción o el canasto lleno de cachivaches y vejeces. En Cáceres, los defectos se compensan con cierta caballerosidad militar y cierta arrogancia varonil: sus adversarios se hallan frente a un hombre que aborrecen y respetan; en Piérola, todas las acciones, por naturales que parezcan, descubren algo hechizo y juglaresco: sus enemigos se ven ante un cómico de la legua o payaso que les infunde risa. A Cáceres se le pega un tiro, a Piérola se le lanza un silbido.

Ya les vimos como Dictadores o Presidentes: con Piérola tuvimos despilfarro económico, pandemónium político, desbarajuste militar y Dictadura ungida con óleo de capellán castrense y perfumada con mixtura de madre abadesa; con Cáceres, rapiña casera, flagelación en cuarteles y prisiones, fusilamiento en despoblado y la peor de todas las tiranías, la tiranía con máscara de legalidad. En resumen: ¿qué es Piérola? un García Moreno de ópera bufa; ¿qué es Cáceres? un Melgarejo abortado en su camino.

Pierolismo y Cacerismo patentizan una sola cosa: la miseria intelectual y moral del Perú.


II

Sí, miseria que será incurable y eterna si la mayoría sana y expoliada no realiza un heroico esfuerzo para extirpar a la minoría enferma y expoliadora.

Y no se tome por síntoma regenerador la última guerra civil. Todos los infelices indios que derramaron su sangre en las calles de Lima, no fueron ciudadanos movidos por una idea de justicia y mejoramiento social, sino seres medio inconscientes, cogidos a lazo en las punas, empujados con la punta de la bayoneta y lanzados los unos contra los otros, como se lanza una fiera contra una fiera, una locomotora sobre una locomotora. En las revoluciones de Castilla contra Echenique y de Prado contra Pezet hubo formidables y espontáneos levantamientos de provincias enteras, ejércitos sometidos a la disciplina y combates humanos aunque sangrientos; pero, en la guerra civil de 1894, los pueblos se mantuvieron en completa indiferencia y sólo vimos hordas de montoneros capitaneadas por bandidos, imponedores de cupos, taladores de haciendas, flageladores de reclutas, violadores de mujeres, fusiladores de prisioneros, en fin, bárbaros tan bárbaros al defender la risible legalidad del Gobierno como al proclamar el monstruoso engendro de la Coalición. ¿Qué importa el valor desplegado en la toma de Lima? Nada tan fácil como hacer de un ignorante una bestia feroz. Si el valor reflexivo y generoso denota la grandeza moral del individuo, la cólera ciega y brutal, la sed de sangre, el matar por matar, el destruir por destruir, prueban un regreso a la salvajez primitiva. Cuando dos hombres civilizados apelan al duelo, el vencedor tiende la mano al vencido; cuando un par de caníbales se disputan la misma presa, el vencedor se come presa y vencido.

En todas partes las revoluciones vienen como dolorosa y fecunda gestación de los pueblos: derraman sangre pero crean luz, suprimen hombres pero elaboran ideas. En el Perú, ¿Quién se ha levantado un palmo del suelo? ¿Quién ha manifestado grandeza de corazón o superioridad de inteligencia? ¿Cuál de todos esos que chapotearon y se hundieron en la charca de sangre surgió trayendo en sus manos la perla de una idea generosa o de un sentimiento noble? La mediocridad y la bajeza en todo y en todos. Vedles inmediatamente después del triunfo, cuando no se han secado todavía los charcos de sangre ni se han desvanecido los miasmas del cadáver en putrefacción: la primera faena de los héroes victoriosos se reduce a caer sobre los destinos de la Nación desangrada y empobrecida, como los buitres se lanzan sobre la carne de la res desbarrancada y moribunda. Simultáneamente, se dan corridas de toros, funciones de teatro y opíparas comilonas. Civilistas, cívicos y demócratas, todos se congratulan, comen y beben en cínica y repugnante promiscuidad. Todos convierten su cerebro en una prolongación del tubo digestivo. Como cerdos escapados de diferentes pocilgas, se juntan amigablemente en la misma espuerta y en el mismo bebedero. Y (ni una sola voz protesta! ¡ni un solo estómago siente asco y náuseas! Y ¡todos comen y beben sin que los manjares les hiedan a muerto, sin que el vino les deje sabor a sangre! Y ¡Piérola mismo preside los ágapes fúnebres y pronuncia los brindis congratulatorios! No valía la pena de clamar 25 años contra el Civilismo, sembrar odios implacables, acaudillar revoluciones sangrientas y cargar el rifle de Montoya, para concluir con perdones mutuos y abrazos fraternales.

¿Pudo la revolución producir mejores resultados? Donde la pobreza sube a tanto que el hambre concluirá por llamarse un hábito nacional, ¿qué hacen los hombres sino disputarse la presa y devorarse? Revolucionario que triunfa, coge el destino y come, embiste a la Caja Fiscal y roba. Y como el caído tiene hambre y grita, hay que cerrarle la boca y hacerle callar, algunas veces para siempre. Ya estamos viendo la lucha por el bocado, el tú o yo sin misericordia, en las entrañas de una selva. Nuestras revoluciones han sido (y serán por mucho tiempo) industrias ¡lícitas como el contrabando, como el progenitismo; y en el fragor de los combates se oirá, no sólo el estampido de armas que hieren y matan, sino el ruido de manos que se arañan en el fondo de un saco.

Con el triunfo de la revolución y la Presidencia de su caudillo, no mejora, pues, la suerte del Perú: lo venido con Piérola vale tanto como lo ido con Cáceres; y se necesita llevar una venda en los ojos o estar embriagado con los vapores del festín, para encontrar alguna diferencia entre la desenfrenada soldadesca que ayer nos impuso al Jefe del Partido Constitucional, y las famélicas hordas de montoneros que hoy nos someten al Jefe del Partido Demócrata. Se continúa la misma tragicomedia, con nuevas comparsas y con los mismos actores principales. Los demócratas poseen tanta conciencia de su inferioridad, que para establecer un Gobierno Provisorio tuvieron que recurrir a la colaboración del Civilismo. ¡En 25 años de preparación y disciplina no alcanzaron a definir sus ideas ni a educar una media docena de hombres capaces de regir los ministerios!

Veamos a Piérola instalado en el Poder, como quien dice en la silla gestatoria. El Inmaculado concede su intimidad, sus favores y los cargos de más confianza a los hombres que en todas las épocas y bajo todos los gobiernos se distinguieron por la rapacidad y la desvergüenza; el Restaurador de las garantías individuales encarcela diputados, clausura periódicos y se vale de subterfugios o triquiñuelas de tinterillo para confiscar imprentas y sellar el labio de los hombres que hablan con independencia y osadía; el Regenerador hace de la Capital una leprosería de monjas y frailes, entrega medio Perú a las comunidades religiosas, arroja del Cusco a los clérigos ingleses que fundan un colegio y se imagina que lo negro de las conciencias se borra con el yeso aplicado a las torres de una iglesia; el Federalista responde con denuestos y cañones al movimiento inicial en Iquitos, insinúa la supresión de los Concejos Departamentales y sueña cuanta medida puede concebirse para llevar a cabo la más opresora centralización; el Demócrata no recibe a los huelguistas con la dulzura y afabilidad de un correligionario, sino les rechaza con el ceño y la dureza del señor feudal, hasta con la insolencia del mandón, listo a despachar unos cuantos esbirros que den plomo a los hambrientos que demandan pan; en fin, el Protector de la Raza Indígena restablece en el camino del Pichis el régimen de las antiguas mitas, y renueva con los desheredados indios de Ilave y Huanta los horrores y carnicerías de Weyler en Cuba y del Sultán en Armenia.

En resumen: la última guerra civil ha sido mala, tanto por la manera como se hizo cuanto por el caudillo que nos impuso: ella se iguala con el terremoto en que se desploman las ciudades y se cuartea la tierra, para lanzar chorros de aguas negras y bocanadas de gases sulfurosos.

Sin embargo, en ninguna parte se necesita más de una revolución profunda y radical. Aquí, donde rigen instituciones malas o maleadas, donde los culpables forman no solamente alianzas transitorias sino dinastías seculares, se debe emprender la faena del hacha en el bosque. No estamos en condiciones de satisfacernos con el derrumbamiento de un mandatario, con la renovación de las Cámaras, con la destitución de unos cuantos jueces ni con el cambio total de funcionarios subalternos y pasivos. Preguntemos a las gentes sencillas y bien intencionadas, a los agricultores o industriales, a los ciudadanos que no mantienen vinculaciones con el Gobierno ni medran a expensas del Erario Público: todos nos responderán que llevan el disgusto en el corazón y las náuseas en la boca, que se asfixian en atmósfera de hospital, que anhelan por la ráfaga de aire puro y desinfectado, que piden cosas nuevas y hombres nuevos. ¿Qué puede alucinarnos ya? Todas las instituciones han sido discutidas o descarnadas, y ostentan hoy sus deformidades orgánicas. Todos los personajes sufrieron disección anatómica y examen microscópico: les conocemos a todos.

Y la corrupción va cundiendo en los artesanos de las ciudades. La clase obrera figura en todas partes como la selva madre donde existen el buen palo de construcción y la buena tierra de sembradío. Cuando la parte más civilizada de una nación se prostituye y se desvigoriza, sube del pueblo una fecunda marejada que todo lo regenera y lo fortifica. Los artesanos de Lima, colocados entre el simple jornalero (a quien menosprecian) y la clase superior (a quien adulan), constituyen una seudo aristocracia con toda la ignorancia de lo bajo y toda la depravación de lo alto. Al reunirse establecen cofradías o clubs eleccionarios; y como no profesan convicción alguna, como no conciben la más remota idea de su misión social ni de sus derechos, como se figuran que el summum de la sapiencia humana se condensa en la astucia de Bertoldo emulsionada con la bellaquería de Sancho19, tienen ustedes que los artesanos de Lima hacen el papel de cortesanos o lacayos de todos los poderes legales o ilegales, y que hoy mismo se contentan con recibir de Piérola el agua bendita y el rosario, como recibieron ayer de Pardo el aguardiente y la butifarra.

Felizmente, el Perú no se reduce a la costra corrompida y corruptora: lejos de políticos y logreros, de malos y maleadores, dormita una multitud sana y vigorosa, una especie de campo virgen que aguarda la buena labor y la buena semilla. Riamos de los desalentados sociólogos que nos quieren abrumar con sus decadencias y sus razas inferiores, cómodos hallazgos para resolver cuestiones irresolubles y justificar las iniquidades de los europeos en Asia y África. ¡Decadencia! Si estamos hoy de caída, ¿cuándo brilló nuestra era de ascensión y llegada a la cumbre? ¿Puede rodar a lo bajo quien no subió a lo, alto? Nuestros conciudadanos de Moyobamba y Quispicanchis ¿cenan ya como Lúculo, se visten como Sardanápalo, aman como el Marqués de Sade, coleccionan cuadros prerrafaelistas y saben de memoria los versos de Baudelaire y Paul Verlaine? Aquí tenemos por base nacional una masa de indios ignorantes, de casi primitivos que hasta hoy recibieron por únicos elementos de cultura las revoluciones, el alcohol y el fanatismo. Al pensarles en decadencia, se confunde la niñez con la caducidad, tomando por viejo paralítico al muchacho que todavía no aprendió el uso de sus miembros. Y ¿las razas inferiores? Cuando se recuerda que en el Perú casi todos los hombres de algún valor intelectual fueron indios, cholos o zambos, cuando se ve que los poquísimos descendientes de la nobleza castellana engendran tipos de inversión sexual o raquitismo, cuando nadie hallaría mucha diferencia entre el ángulo facial de un gorila y el de un antiguo marqués limeño, no hay para qué aducir más pruebas contra la inferioridad de las razas. Se debe, sí, constatar que desde los primeros albores de la Conquista, los blancos hicieron del indio una raza sociológica, o más bien, una casta ínfima de donde siguen extrayendo el buey de las haciendas, el topo de las minas y la carnaza de los cuarteles.

Si los malos elementos superaran a los buenos, hace tiempo que habríamos desaparecido como nación, porque ningún organismo resiste cuando la fuerza desorganizadora excede a la fuerza conservatriz. Aquí el verdadero culpable fue el hombre ilustrado, que prodigó lecciones de inmoralidad, cuando debió educar al pueblo con el buen ejemplo dándole una verdadera lección de cosas. La muerte moral se concentra en la cumbre o clases dominantes. Nos parecemos a los terrenos que surgen del Océano y llevan en las capas superiores los detritus de la vida submarina. El Perú es montaña coronada por un cementerio.

En medio de tanta miseria y de tanta ignominia, la Unión Nacional intenta formar un solo cuerpo de todos los hombres decididos a convertir las buenas intenciones en una acción eficaz, enérgica y purificadora: quiere unificarles y aguerrirles para sustituir la ordenada labor de una colectividad a los trabajos sin orden ni plan y a veces contraproducentes del individuo.

La Unión no pretende ganarse prosélitos, merced a pactos ambiguos o solidaridades híbridas; rompe las tradiciones políticas y quiere organizar una fuerza que reaccione contra las malas ideas y los malos hábitos. Sólo de un modo nos atraeremos las simpatías y hallaremos eco en el alma de las muchedumbres: siendo intransigentes e irreconciliables. ¿Por qué fracasaron nuestros partidos? por la falta de líneas divisorias, por la infiltración recíproca de los hombres de un bando en otro bando. En el orden político, lo mismo que en el zoológico, el ayuntamiento de especies diferentes no produce más que híbridos o seres infecundos. En España, se concibe la fusión transitoria de los partidos republicanos para destronar a la Monarquía y detener al Carlismo; en Francia, se concibe también para contrarrestar la influencia de clericales y orleanistas; pero aquí no se comprende las alianzas, porque persiguen el único fin de encumbrar o derrocar a un Presidente. ¿Cuál ha sido el resultado de la Coalición de 1894? quitar a un hombre, poner a otro y seguir en el mismo régimen. ¿Qué pasa hoy mismo? los civilistas buscan a los demócratas para embonar a Candamo, mientras los demócratas se hacen los esquivos porque sueñan con imponer a no sabemos qué personalidades indecisas y borrosas.

Como no hacen falta personajes de medio tinte ni agrupaciones amorfas y de color indefinible, se nos plantea un dilema: disolvernos o convertirnos en verdadero partido de combate. Conviene repetirlo leal y francamente, para evitar equivocaciones y trazar desde hoy nuestra línea divisoria: entre la Unión Nacional y todas las agrupaciones mercantiles o personalistas no caben alianzas ni transacciones: cuando nos aproximemos a un bando cualquiera, no será para marchar con él sino contra él, no para estrecharle la mano sino para hacerle fuego.

Declarados tales propósitos, llevan el optimismo hasta la bobería los neófitos que al ingresar aquí se imaginan emprender viaje por un camino de flores. Se parte en guerra contra enemigos poderosos que miran el país como su legítimo patrimonio, y defenderán la presa con el oro y la astucia, con la fuerza y el crimen. Ellos tienen en el ejército un brazo que tiraniza con el hierro, en el periódico una lengua que mata con la calumnia; cuentan con pretorianos a buen sueldo, con vociferadores a buena propina.

No basta desplegar la bandera y lanzar el grito para que los adherentes acudan en tropel. Nos dirigimos a un pueblo cien veces engañado, que desconfiará de nosotros mientras los actos no le prueben la sinceridad de las intenciones. Mucho haremos con la pluma y la palabra, con el folleto y la conferencia, con la carta familiar y la conversación íntima; pero mucho más realizaremos con el ejemplo: la vida ejerce una propaganda lenta y muda, pero irresistible. Para eso necesitamos cerebros que piensen, no autómatas que hablen y gesticulen; gentes vivas, no cadáveres ambulantes; prosélitos de buena fe, no tránsfugas corrompidos con la herencia y el mal ejemplo; en una palabra, juventud de jóvenes, no de hombres con 25 años en la fe de bautismo y siglo y medio en el corazón.

Lo difícil de organizarse lo palpamos ya. En tanto que el país gozó de tranquilidad, la Unión Nacional se desarrollaba paulatinamente, sin luchar con graves obstáculos, salvando las contrariedades que todas las asociaciones encuentran al nacer; mas cuando los caudillos se levantaron a formular programas, ganarse prosélitos y organizar clubs, entonces algunos de nuestros adherentes se agitaron como limaduras de hierro en presencia del imán. La agitación llegó a su colmo en marzo de 1894 al estallar la revolución. En el seno mismo de la Unión, hasta en el reducido número del Comité Central, vimos las duplicidades, las deserciones y las apostasías. Éramos un recién nacido, y ya el mal hereditario nos carcomía.

Esto hace pensar a veces que las tentativas de reunir a los hombres por algo superior a las conveniencias individuales resultan vanas y contraproducentes. ¡Quién sabe si en el Perú no ha sonado la hora de los verdaderos partidos! ¡Quién sabe si aún permanecemos en la era del apostolado solitario! Hay tal vez que lanzarse al campo de batalla, sin fiar en la colaboración leal de muchos, temiendo tanto al enemigo que nos ataca de frente como al amigo que nos hiere por la espalda. Y en esta lucha desigual, el correligionario de hoy se vuelve mañana un enemigo, mientras el adversario no se convierte jamás en amigo. Los que en el Perú marchan en línea recta se ven al cabo solos, escarnecidos, crucificados. Aquí se trabaja quizá como la disciplinada tripulación que se afana y se fatiga con la seguridad de no salvar el cargamento ni las vidas, porque el agua monta y el buque se hunde. Pero, suceda lo que sucediere, la voz de algunos hombres fieles a sus convicciones resonará mañana como una protesta viril en este crepúsculo de almas, en esta podredumbre de caracteres.

Felizmente, impera en la Unión Nacional una mayoría compacta y homogénea que resiste a las disensiones intestinas y repele los ataques exteriores. Si algunos pueden haber flaqueado y hasta delinquido, si algunos se han arrogado facultades o representaciones que nadie les concedió, el Comité Central de Lima no ha solicitado alianzas ni celebrado transacciones indignas: él ha lanzado de su seno a los equívocos o intrigantes. Segregados hoy los elementos ambiguos y perniciosos, desvanecido el peligro de una cisión, la mayoría de la Unión Nacional sigue levantando una bandera inmaculada; y no sólo la levanta valerosamente en Lima, donde el ciudadano goza una intermitencia de garantías, sino temerariamente en muchos pueblos de la República, donde se respira bajo el régimen de los procónsules romanos, donde no existe más ley que la obtusa voluntad de un prefecto, de un subprefecto, de un gobernador o de un comandante de partida. Hasta cabe asegurar que la más sólida fuerza de la Unión reside en las provincias, lo contrario de todos nuestros bandos políticos, que sólo se mueven por el impulso recibido de la Capital. Si algún día el Comité de Lima violara el programa o celebrara connivencias tenebrosas, el último Comité de la República podría convertirse en el verdadero centro de la Unión Nacional. Aquí no hay, ni queremos hombres que obedezcan ciegamente a las órdenes del grupo y del amo.

En nuestro desarrollo, seguro aunque tardío, nada se debe a la iniciativa individual, todo viene de una acción colectiva, y nadie tiene por qué gastar ínfulas de hombre inspirador y necesario. El Partido Civil fue Pardo, el Partido Constitucional ha sido Cáceres, el Partido Demócrata es Piérola: la Unión Nacional no es hombre alguno. Tal vez, cediendo a la manía reglamentaria y al prurito general de vaciarlo todo en moldes parlamentarios, hemos organizado mesas presidenciales con tramitaciones complicadas y aun vejatorias; pero debe reconocerse que pretendemos aleccionar a nuestros adherentes, de modo que en el momento preciso el más oscuro y el más humilde se convierta en el vocero de las ideas y el propulsor de la masa. En una palabra, no queremos exponernos a morir por decolación como el Partido Civil.

Sin embargo, la acefalía desinteresada, lo que a primera vista parece la fuerza y el mérito de la Unión, retarda su desarrollo y puede ocasionar su ruina. Nada tan funesto como un hombre sin convicciones a la cabeza de una muchedumbre nerviosa y maleable; nada también tan estéril como la idea que vive una vida aérea, que no se vuelve tangible, que no encarna en alguna personalidad. Una causa sin apóstol es una simple abstracción; y la Humanidad no adora y sigue más que a los individuos: hasta en las religiones más ideales, suprimido el símbolo material, vacila el dogma.

Esperemos que el hombre necesario surgirá en la hora oportuna: uno de esos adherentes sinceros y entusiastas, quizá el más silencioso y el menos sospechado, realizará mañana el fecundo pensamiento de la Unión Nacional. Cuando la figura superior se diseñe en medio de nosotros, abramos el paso, allanemos el camino, haciendo el sacrificio de nuestro orgullo y de nuestras ambiciones personales: si hay mérito en pregonar una idea, hay mayor mérito en ceder el sitio al hombre capaz de realizarla.

Mientras llega ese día, mucho nos queda por hacer. Hasta hoy nos señalamos por el sentido práctico, y sin embargo, los malévolos o políticos de profesión nos tachan de ilusos, utopistas y soñadores. Como en política valen los hechos, conviene preguntar ¿qué obra realizaron esos hombres eminentemente prácticos que no se alucinaron, no forjaron utopías ni soñaron? Ellos promulgaron constituciones y leyes sin educar ciudadanos para entenderlas y cumplirlas, ellos fundieron un metal sin cuidarse de ver si el molde tenía capacidad para recibirle, ellos decretaron la digestión sin conceder medios de adquirir el pan. Las desheredadas masas de indios se hallan en el caso de apostrofarles: ¿De qué nos sirve la instrucción gratuita si carecemos de escuelas? ¿De qué la Ley de Imprenta si no sabemos ni leer? ¿De qué el derecho de sufragio, si no podemos ejercerle conscientemente? ¿De qué la libertad de industria si no poseemos capitales, crédito ni una vara de tierra que romper con el arado? Esos hombres eminentemente prácticos fueron políticos a manera del buen doctor que hace morir a todos sus enfermos, del buen abogado que pierde todas sus causas y del buen capitán que echa a pique todos sus buques. Veámosles hoy mismo: cuando por el Sur nos amenazan nuevas y quizá más graves complicaciones que en 1879, ellos plantean las cuestiones fuera de su terreno, imaginándose reivindicar con la Diplomacia y el protocolo los bienes que se recuperan con el rifle y la espada. Los hombres eminentemente prácticos levantan un dique de mamotretos para contrarrestar una invasión de bayonetas.

Piden algunos que toda palabra o manifiesto de la Unión Nacional encierre tanto un programa definido y completo, cuanto una fórmula para solucionar problemas no solucionados en ningún pueblo de la Tierra. Si la Humanidad hubiera resuelto sus problemas religiosos, políticos y sociales, el Planeta sería un Edén, la vida un festín. Un partido no puede ni debe condenarse a seguir un programa invariable y estricto como el credo de una religión; basta plantar algunos jalones y marcar el derrotero, sin fijar con antelación el número de pasos. La Unión Nacional podría condensar en dos líneas su programa: evolucionar en el sentido de la más amplia libertad del individuo, prefiriendo las reformas sociales a las transformaciones políticas. Ya se vislumbra, pues, de qué lado estaríamos si llegara el caso de implantar el régimen federal o establecer la libertad de cultos. Aunque el decirlo tenga visos de paradoja, somos un partido, político, animado por el deseo de alejar a los hombres de la mera política, enfermedad endémica de las sociedades modernas. Política quiere decir traición, hipocresía, mala fe, podre con guante blanco; y al motejarse de mal político a un hombre de convicciones, en lugar de inferirle una ofensa, se le extiende un diploma de honradez y humanidad. No, de los grandes y buenos políticos no vino al mundo nada bueno ni grande: políticos se llaman Enrique IV renegando en París y Saint-Denis, Napoleón fusilando al Duque de Enghien, Talleyrand locupletándose bajo todos los regímenes, Bismarck falsificando el telegrama de Ems, Guillermo II aplaudiendo la estrangulación de Grecia, Cánovas del Castillo asolando Cuba, yermando Filipinas y haciendo funcionar una inquisición laica en la fortaleza de Montjuich.

Cuestiones de formas gubernamentales, cuestiones de palabras o de personas. Poco valen las diferencias entre el régimen monárquico y el republicano, cuando reina tanta miseria en San Petersburgo como en New York, cuando en Bélgica se disfruta de más garantías individuales que en Francia, cuando toda una reina de la Gran Bretaña carece de autoridad para encarcelar a un triste obrero; mientras un Morales Bermúdez y un Cáceres nos aprisionan, nos destierran, nos flagelan y nos fusilan en una pampa desierta o en los escondrijos de un cuartel. Por eso, el mundo tiende hoy a dividirse, no en republicanos y monárquicos ni en liberales o conservadores, sino en dos grandes fracciones: los poseedores y los desposeídos, los explotadores y los explotados.

Nosotros los ilusos preferimos una reducida colonia de agricultores holgados y libres, a una inmensa república de siervos y proletarios; nosotros los utopistas reconocemos que nada hay absoluto ni definitivo en las instituciones de un pueblo, y consideramos toda reforma como punto de arranque para intentar nuevas reformas; nosotros los soñadores sabemos que debe salirse de la caridad evangélica para entrar en la justicia humana, que todos poseen derecho al desarrollo integral de su propio ser, no existiendo razón alguna para monopolizar en beneficio de unos cuantos privilegiados los bienes que pertenecen a la Humanidad entera. Nosotros repetimos a los hombres eminentemente prácticos: ¡Fuera política, vengan reformas sociales! Les decimos también, para de una vez concluir con ellos: Si algún día la Unión Nacional se convierte en una fuerza poderosa y decisiva, entonces se verá si somos idealistas anodinos u hombres capaces de consumar una justa y completa liquidación social.


La atención del país se concentra hoy en las elecciones de 1899, en el nuevo movimiento revolucionario y en el Protocolo de Arica y Tacna.

Mereceríamos la tacha de ilusos, utopistas y soñadores, si nos creyéramos un poderoso factor en nuestra vida política y quisiéramos intervenir como juez dirimente26 en el próximo simulacro de elecciones. Lanzándonos a la lucha, gastaríamos de un modo estéril y hasta perjudicial la fuerza que debemos aprovechar en crecer y consolidarnos. ¿Qué dique opondríamos al torrente de ilegalidad y corrupción? Actuando solos, nos veríamos arrollados y vencidos; aliándonos a otros, quedaríamos absorbidos y desopinados. Desde que no tenemos aún el prestigio necesario para mover a las muchedumbres y arrastrarlas a una acción eficaz y regeneradora, venzamos la impaciencia y almacenaremos fuerzas para más tarde: abstenerse hoy no significa abdicar su derecho sino aplazarle.

Tal vez en el terreno de las diputaciones y senadurías podríamos combatir con probabilidades de buen éxito en algunas localidades de la República (eso lo decidirán los Comités al compulsar su influencia), pero en cuanto a la presidencia y vicepresidencias, nada conviene intentar. ¿A qué elegir hombres para lanzarles a ser inútilmente maculados y heridos en ese campo de ignominias y abominaciones? Intervengamos o no, las futuras elecciones serán lo que fueron siempre, un fraude legalizado por el Congreso.

Realicemos, pues, algo más útil que descender al palenque de nuestras riñas electorales, a ese verdadero caldo de vibriones, y dejemos que cívicos, demócratas, civilistas y constitucionales continúen desfilando entre ruinas y sangre, como la grotesca mascarada de un carnaval siniestro. En la algazara de voces antipáticas y egoístas, seamos una voz que noche y día clame por la reconstitución de nuestro ejército y de nuestra marina, no para atacar sino para defendernos, no para conquistar sino para eludir el ser conquistados, no para usurpar territorios ajenos sino para recobrar lo que inicua y sorpresivamente nos fue arrebatado.

Cuando la Unión Nacional anunciaba, no hace mucho tiempo, que la sanción del Protocolo originaría una guerra civil, toda la prensa turiferaria y palaciega confundió maliciosamente el anuncio con el deseo y nos atribuyó propósitos revolucionarios. Naturalmente, los plumíferos de bajo vuelo encontraron sin mucho esfuerzo una antítesis jocosa entre la debilidad de nuestros brazos y el ardor de nuestros impulsos bélicos. Era la misma lógica del que atribuye ganas de una epidemia al doctor que la anuncia, o deseos de una tempestad al marino que la presagia.

¿Hemos olvidado las revoluciones de Cáceres contra Iglesias y de Piérola contra Cáceres? Si el oro malgastado en ellas colmara hoy las arcas nacionales, si los hombres inútilmente sacrificados marcharan hoy con el rifle al hombro, otra sería la actitud de Chile con nosotros. No, esas revoluciones nada bueno produjeron, como no lo producirá la que nos amaga por el Norte. )Cáceres anuló ni pudo anular el Tratado de Ancón? ¿Piérola ha constituido un gobierno más legal y menos arbitrario que el de Cáceres? Si mañana triunfaran los flamantes revolucionarios, ¿piensa nadie que serían capaces de rasgar el Protocolo y cuadrarse frente a frente de los chilenos? Al tomar cuerpo la revolución, en vísperas de la victoria, Chile enviaría un Agente Confidencial, y todo se arreglaría entre chilenos y revolucionarios. Dígalo Ataura.

Los pueblos, en vez de afanarse por saber si triunfa el coronel Pérez o sale derrotado el doctor García, deben averiguar si después de los combates pagarán menos contribuciones, sacudirán la tutela de los hacendados y dejarán la condición de jornaleros y yanaconas para convertirse en hombres libres y pequeños propietarios. Revolucionarse para verificar una sustitución de personas sin un cambio de régimen ¿vale acaso la pena? Con guerras civiles como las habidas hasta hoy, los ignorantes no ascienden un centímetro hacia la luz, los desgraciados no quitan un solo miligramo a la carga secular que les abruma. Ignorantes y desgraciados se revolucionan como siervos para cambiar de señor, como ovejas que se sublevaran para mudar de trasquiladores y degolladores. Por eso, al anuncio de la nueva revolución, lanzamos un solo grito: ¡Fuera los nuevos ambiciosos y los nuevos criminales! Esto podemos gritar los de la Unión Nacional, los que no escondemos las manos llenas de sangre; mas no los del Partido Demócrata, mas no el mismo Piérola que durante 25 años ha regentado cátedra de sediciones y motines: él no tiene derecho a repudiar y escarnecer a los actuales revolucionarios que vienen de su escuela, que son sus discípulos.

Los problemas internacionales ofrecen hoy una faz nueva con la alianza, entente cordiale o convenio tácito de Bolivia y la Argentina. Adhiriéndonos para formar una triple alianza, surgen muchas probabilidades de vencer a Chile, anular el Tratado de Ancón y reivindicar los territorios perdidos; no adhiriéndonos, corremos peligro de que nuestra neutralidad sea mirada como una manifestación hostil y de que la unión argentino-boliviana redunde no sólo en daño de Chile sino en perjuicio nuestro. El pensamiento de una alianza entre peruanos y chilenos contra bolivianos y argentinos se desecha sin discusión: no hay gobierno tan loco para celebrarla ni pueblo tan bajo para admitirla; así, lo más que Chile alcanzaría de nosotros, en el caso de lanzarse a la guerra, sería una estricta neutralidad. En esta suposición ¿qué ganaríamos? antes que todo, muy poca honra. Venciendo Chile, quedaríamos como estamos hoy, sin que nuestro inclemente vencedor de 1879 nos conservara la más pequeña gratitud ni nos concediera la más leve compensación por nuestra valiosa neutralidad; venciendo Bolivia y la Argentina, impondrían a Chile las condiciones de Paz, tratarían sin cuidarse mucho de realizar la justicia, conciliando sus respectivos intereses, haciéndonos pagar muy caro el crimen de no habernos adherido a su alianza. Ninguna obligación moral impone a bolivianos y argentinos el dar su sangre y gastar su dinero por redimirnos a nosotros; y aunque ese deber existiera, no son pueblos tan románticos y generosos para sacrificar el interés en aras de la obligación moral.

¿Qué decir de Bolivia? Una sola consideración justifica hoy la alianza del Perú con ella -el temor que al no estar con nosotros, se habría unido a Chile para combatirnos y mutilarnos. La alianza de peruanos y bolivianos en 1879 recuerda la fraternidad de Sancho y don Quijote, pues en las desventuradas aventuras de la guerra, ellos salvaban el cuerpo y nosotros recibíamos los palos. Nadie sabe si Bolivia se bañaba en agua de rosas mientras el Perú se ahogaba en un mar de sangre: sólo se vio que después de San Francisco, los veteranos de Daza se hicieron humo en tanto que el invisible y ubicuo General Campero tomó veinte veces Calama, sin haberse movido una sola de Cochabamba o La Paz. Desde la famosa retirada de Camarones, algunos hombres públicos de Bolivia empezaron a imaginarse que su incuria en la guerra y su alejamiento del Perú les servirían de título para que Chile les cediera Tacna y Arica. A veces se figuraban también que nosotros nos veríamos en la obligación de hacerlo, si no como remuneración de servicios prestados en la guerra (guerra que aceptamos en su defensa), al menos por confraternidad americana o generosa caridad evangélica. En el último supuesto, los Cavour y los Metternich de Chuquisaca nos hacían el gran honor de concedernos las virtudes de San Vicente de Paul y San Martín. Mas como Chile no suelta la presa y como el Perú no la soltaría de ningún modo (si la recuperara), los bolivianos se vuelven hacia los argentinos, con la esperanza de hallar unos amigos mas complacientes y más dadivosos.

¿Qué decir de la Argentina? El pueblo que por más de veinte años sufre la dictadura sangrienta de Rosas, el pueblo que se alía con el Brasil y el Uruguay para consumar la crucifixión de los paraguayos, el pueblo que al ser solicitado en 1866 para adherirse a la alianza del Perú y Chile contra España, contesta (con insolencia y desprecio) que sus intereses no le llaman hacia el Pacífico, ese pueblo no merece mucha confianza por su civismo, por su magnanimidad ni por su americanismo. Y la administración de un Juárez Celman ¿le sirve de timbre glorioso? Quién sabe si por efecto de una ilusión óptica, vemos desde lejos a la Argentina como un gran matadero de reses y como una abigarrada feria de italianos que no saben español y de españoles que hablan catalán o vascuence. Lo cierto es que todo en esa República nos hace recordar al artículo de exportación, al género de colores chillones, al mueblaje de rica madera aunque no bien pulido ni charolado. Nada extraño sería, pues, que en el momento menos pensado los argentinos celebraran una paz bochornosa o que obligados a salir al campo de batalla, recibieran una lección más desastrosa que la sufrida por nosotros en 1879. En tanto, desde hace unos diez años, están los buenos gauchos como don Simplicio Bobadilla en la Pata de Cabra: echan mano del sable, pero no acaban de sacarle porque la hoja se halla encantada y mide no sabemos cuántos kilómetros de largo.

Con todo, en la Nación es tan general y espontánea la corriente de simpatías hacia los argentinos, que si algún día se lanzaran ellos contra Chile, nadie puede anunciar el efecto que produciría entre nosotros el eco del primer cañonazo. Tal vez sería la ocasión de repetir que los rifles apuntarían solos en dirección de Iquique y Tarapacá. Ninguno envidiaría la suerte de los mandatarios que se opusieran al torrente nacional y soñaran con desviarle en sentido contrario. La revolución para derribarles y escarmentarles sería la única buena, la única santa, la única verdaderamente popular. Los peruanos sufrimos que en nuestra casa nos engañen y nos burlen, nos amordacen y nos maniaten, nos empobrezcan y desangren; mas no toleraríamos jamás que nadie mancomunara nuestros intereses con los intereses de Chile hasta el punto de arrastrarnos como aliados mendicantes en una guerra contra Bolivia y la Argentina. Nos cumple no atacar a los bolivianos por lealtad, a los argentinos por conveniencia. Si hay la perfidia chilena, si pudo haber la perfidia boliviana y argentina, que no haya la perfidia y la imbecilidad peruanas.

Estalle o se conjure la guerra, aliémonos o permanezcamos indiferentes, debemos perseguir un objetivo -hacernos fuertes. Chile se mostrará más exigente y más altanero a medida que estemos más débiles y más humillados. Con él no caben protocolos más firmes que unos poderosos blindados, razones más convincentes que un ejército numeroso y aguerrido. Mientras se vea jaqueado por el Oriente y con recelos de nuestra adhesión a la alianza argentino-boliviana, nos arrullará con himnos de ternura y promesas de amistad; mas en cuanto se mire desembarazado y seguro, volverá descaradamente a su implacable sistema de absorción y desgarramiento. ¡Qué! Si hoy mismo, amenazado por una guerra exterior, quizá en víspera de una espantosa contienda civil, arruinado en su crédito, con enormes deudas fiscales, casi a la orilla del abismo, cuando debería obligarnos con su lealtad y su buena fe, se burla de nosotros con un insidioso Protocolo, donde lejos de concedernos esperanzas de reivindicar Tacna y Arica, nos envuelve en una interminable serie de cuestiones para desorientarnos, adormecernos y manipularnos Tarata.

Concluyo, señores. Si Chile ha encontrado su industria nacional en la guerra con el Perú, si no abandona la esperanza de venir tarde o temprano a pedirnos un nuevo pedazo de nuestra carne, armémonos de pies a cabeza, y vivamos en formidable paz armada o estado de guerra latente. El pasado nos habla con bastante claridad. ¿De qué nos vale ser hombres, si el daño de ayer no nos abre los ojos para evitar el de mañana? Cuando se respira el optimismo que reina en las regiones oficiales, cuando se ve la confianza que adormece a todas las clases sociales, cualquiera se figuraría que no hay peligros exteriores, que Chile se halla impotente y desarmado, que en la última guerra fuimos nosotros los vencedores. Sin embargo, no sería malo recordar algunas veces que Piérola no arrolló a los chilenos en San Juan, que Cáceres no les hizo morder el polvo en Huamachuco. Al no sacar una lección provechosa de nuestros descalabros, al no tratar de prevenir las nuevas tempestades arremolinadas encima de nuestra cabeza, mereceríamos que chilenos, argentinos y bolivianos cayeran sobre nosotros y nos convirtieran en la Polonia sudamericana.

No se trata de lanzarnos hoy mismo, débiles y pobres, a una guerra torpe y descabellada, ni de improvisar en pocos días toda una escuadra y todo un ejército; se pide el trabajo subterráneo y minucioso, algo así como una labor de topo y de hormiga: reunir dinero, sol por sol, centavo por centavo; adquirir elementos de guerra, cañón por cañón, rifle por rifle, hasta cápsula por cápsula. Las naciones viven vida muy larga y no se cansan de esperar la hora de la justicia. Y la justicia no se consigue en la Tierra con razonamientos y súplicas: viene en la punta de un hierro ensangrentado. Cierto, la guerra es la ignominia y el oprobio de la Humanidad; pero ese oprobio y esa ignominia deben recaer sobre el agresor injusto, no sobre el defensor de sus propios derechos y de su vida. Desde las colonias de infusorios hasta las sociedades humanas, se ve luchas sin cuartel y abominables victorias de los fuertes, con una sola diferencia: toda la Naturaleza sufre la dura ley y calla, el hombre la rechaza y se subleva. Sí, el hombre es el único ser que lanza un clamor de justicia en el universal y eterno sacrificio de los débiles. Escuchemos el clamor, y para sublevarnos contra la injusticia y obtener reparación, hagámonos fuertes: el león que se arrancara uñas y dientes, moriría en boca de lobos; la nación que no lleva el hierro en las manos, concluye por arrastrarle en los pies.