Los panecitos de San Nicolás

Tradiciones peruanas - Octava serie
Los panecitos de San Nicolás

de Ricardo Palma


Entre las reliquias que conservan en Lima las monjitas del monasterio del Prado (dice el padre Calandra en el libro V de su crónica agustina del Perú) hállase una muela de una de las once mil vírgenes y una redomita de cristal con leche verdadera (sic) de María Santísima.

¡Muchacho! Enciende el gas.

Yo, mi señora doña Prisciliana, creo a pies juntillos todo lo que en materia de reliquias y de milagros refiere aquel bendito fraile chuquisaqueño. ¡Vaya si creo! Y la prueba voy a dársela relatando algo, que no mucho, de lo que en su infolio trae sobre los panecitos de San Nicolás, por los que dice que menos trabajoso sería contar las estrellas del cielo que los milagros realizados en Lima por obra y gracia de los antedichos panes minúsculos. Lo que me trae turulato y alicaído y patidifuso, es que ya los tales panecitos tengan monos virtud que el pan quimagogo. Tan sin prestigio están hoy los unos como el otro. ¡Frutos de la impiedad que cunde!

Hubo en Lima, allá por los tiempos de los virreyes marqués de Guadalcázar y príncipe de Esquilache, una dona María la Torre de Urdanivia, mujer de mucha industria y arrequives, la cual estableció una panadería y se arregló con la comunidad agustina para tener el monopolio en la elaboración de los panecillos de San Nicolás. Algunos cestos enviaba diariamente al convento, y los panes, después de bendecidos por el superior o el definidor del turno, se distribuían en la portería entre los enfermos, muchos de los que oblaban una moneda, por vía de limosna para el culto del altar del santo. La panadera por su cuenta vendía también panecitos hechizos o sin bendecir, que eran consumidos por los niños de la ciudad. Diz que la venta de éstos le dejaban un provecho saneado de cinco pesos por día.

Cada vez quo amainaba la ganancia o amenazaba decaer la moda de los panecitos, nuestra panadera encontraba a mano un milagro. Voy a contar algunos de los que el padre Calancha aceptó como tales, y que para mí, es claro que son también verdaderos de toda verdad, milagros de primera agua y...


luna, lunera,
cascabelera,
cinco pollitos
y una ternera.


En una ocasión dijo la panadera que ese día no había panes, sino el uparse el dedo meñique; porque un descuido del maestro del amasijo bahía hecho que se quemasen en el horno y la masa estaba carbonizada. Los enfermos tenían, pues, que quedarse sin la religiosa panacea, y el vecindario andaba compungido por desventura tamaña. Vinieron el superior y otros agustinos a la panadería a informarse del caso, y doña María, con aire lacrimoso, les dijo:

-¡Ay, padres, qué desdicha! Porque me crean, entren sus paternidades conmigo y verán la lástima.

Entraron los frailes, y... ¡milagro patente!..., hallaron, en vez de carbón, albos y lindos los panecitos.

Por supuesto, que se alborotó el cotarro y hubo hasta repique de campanas. Hagan ustedes de cuenta que yo estuve en la torre y ayudé a repicar al campanero...


recotín, recotán,
las campanas de San Juan,
unas piden vino
y otras piden pan.


Quemábasele una noche la casa a doña María, y el alarmado vecindario principió a arrojar agua sobre las llamas. La panadera dijo entonces: «ténganse vuesamercedes», echó un panecito en la hoguera, y el incendio se extinguió tan rápidamente como no lo obtendrían hoy todas las compañías de bomberos reunidas.

¿Vale o no vale este milagro? Aconsejo a mis enemigos que, en previsión de un conflicto idéntico, tengan siempre en la alacena un nicolasito y que se dejen de hacer tocar la campana de alarma y de fastidiar a bomberos y salvadores.

Y vamos adelante con el repertorio de doña María.

Su hija, doña Ana de Urdanivia, tomose un atracón que la produjo un cólico miserere. El hermano de la enferma, que era todo un señor abogado, se plantó frente a la imagen de San Nicolás, tan reverenciado en la casa, y sin pizca de reverencia le dijo:

-Mira, santo glorioso, como no salves a mi hermana, no se vuelven a ajumar tus panecitos en casa.

¡Vaya la lisura del mozo desvergonzado!

Probablemente San Nicolás debió amostazarse ante la grosera amenaza del abogadillo, porque la enferma siguió retorciéndose, sin que las lavativas ni el agua de culén o de hierbaluisa le aliviaran en lo menor.

Según el padre Calancha, el hermanito se dirigió entonces a una estampa de fray Francisco Solano, y le ofreció contribuir con cien pesos para su canonización si se avenía a hacer el milagro de salvar a docta Ana.

La guerra civil asomaba las narices en el hogar de la panadera, entusiasta devota del Tolentino. Su hijo se pasaba a las banderas de San Francisco. ¡Qué escándalo! Íbase a ver cuál santo era más guapo y podía más.

-¡Yo no quiero nada con San Francisco! -gritaba doña María.- ¡Nada con santos nuevos! ¡Viva mi santo viejo!

Vencido por los clamores de la madre, convino al fin el hijo en que la suerte decidiera bajo el patrocinio de cuál de los dos santos había de ponerse la salud de doña Ana, y evitar así que en el cielo se armase pendencia entre los dos bienaventurados.

La suerte favoreció a San Nicolás. Una nueva lavativa en la que se desmenuzó un panecito bastó para desatracar cañerías.

Y si este no lo declaramos milagro de tomo y lomo, será... porque no entendemos jota en materia de milagros.

Por supuesto que curaciones de desahuciados por la ciencia médica y salvación de enfermos con medio cuerpo ya en la sepultura, gracias a los nicolasitos, era el pan nuestro de cada día. Había que mantener en alza el crédito del artículo.

Preguntaba un chico a señora abuela:

-¿Por qué pides a Dios todas las mañanas el pan nuestro de cada día? ¿No sería mejor, abuelita, que pidieses por junto siquiera para un mes?

-No, hijo -contestó la vieja:- se pondría muy duro para mis quijadas, y a mí me gusta el pan tierno y calentito.

Esa era la ventaja de los nicolasitos sobre el pan de todas las panaderías de Lima. La fe hacía que siempre pareciesen pan tierno.

Pero el milagro que llevó a su apogeo el aprecio popular por los panecillos y que hizo caldo gordo a la panadera, fue el siguiente, que vale por una gruesa de milagros. Lo he reservado para el fin por cerrar, como se dice, con llave de oro.

Tenía la de Urdanivia por ahijada a una chica de cinco años, llamada Elvira, huérfana de padre y madre. Jugando Elvira con otro chicuelo, éste le clavó una cuchillada partiéndole la niña del ojo.

Lo demás no quiero contarlo yo, ni me conviene. Que lo cuente por mí el padre Calancha: «El ojo se fue vaciando, y doña María, no sabiendo qué hacerse con su ahijada, dio voces a San Nicolás, molió un panecito, envolvió el ojo deshecho y el panecito, todo, junto y vendolo mientras llegaba cirujano que estancase la sangre; que del ojo no se trataba, teniéndolo ya por cosa perdida. Quedose la niña dormida, despertó dentro de dos horas, y levantose buena y sana con la misma vista que antes, y quedó una señal cristalina que cogía la niña del ojo de arriba para abajo, y antes bien la hermoseaba que desfiguraba pareciendo encaje de ataujía, dejándola Dios allí para evidencia y memoria del milagro. Yo vide poco después a la muchacha, y preguntándola si esa raya la impedía la vista, me respondió que en ninguna manera y que veía mejor con aquel ojo que con el otro».

Cierto que donde hay bueno cabe mejor; y dígolo porque si no miente el padre presentado fray Alonso Manrique, cronista de los dominicos de Lima, nuestro paisano Martín de Portes mejoró en tercio y quinto este milagro. Cuenta fray Alonso que a una mujer le pusieron sobre el ojo una cataplasma con tierra del sepulcro del bienaventurado lego, y al desprenderla se vino con la cataplasma el ojo, y lo echaron a la basura.

¿Creerán ustedes que por eso quedó huera la ventana? ¡Quia! Le salió a la mujer ojo nuevo, ni más ni menos que si se tratara de mudar diente o muela.

Y si este no es milagro del más superfino, digo yo..., que digo que nada he dicho.

Lo positivo es que doña María legó al morir poco más de cien mil duros en acuñadas y relucientes monedas de oro, amén de propiedades urbanas y de la panadería, que era mina de cortar a cincel. Pero fuese que sus herederos y descendientes no supieran explotar el filón o que se perdiera la fe en los milagros, ello es que la mina dio en agua, y que los choznos de doña María la Torre y Urdanivia andan hoy por esas calles de Lima más pobres que Carracuca.