Los ojos negros
(Historia escandinava imaginada por un andaluz)

de Pedro Antonio de Alarcón


 Tienes los ojos negros,
       ojos de luto...
 Mi corazón lo lleva
       desde que es tuyo.



Más allá del círculo polar ártico, en los confines de la Laponia, cerca de Hammesfer -último punto habitable del continente europeo,- se levanta, sobre un mar helado cada año durante seis meses, la negra, escarpada y colosal isla de Loppen.

Caían las primeras escarchas de 1730: era el 15 de Agosto.

Las noches tenían ya cerca de tres horas, y la aurora boreal lucía en ellas, cerrando el arco esplendoroso de los crepúsculos simultáneos de la mañana y de la tarde.

Hacía una semana que la luna aparecía en aquel cielo después de mes y medio de absoluta ausencia.

Todo anunciaba la proximidad del invierno, cuyo blanco fantasma, no bien asoma por el Polo, envuelve en su inconmensurable sudario todas aquellas tristes latitudes.

Los nobles se encerraban en sus castillos, los pobres en sus cuevas, los osos blancos entre témpanos de hielo secular.

Algunas aves hacían su nido entre las grietas de los desgajados abetos, en tanto que otras levantaban el vuelo hacia el Mediodía buscando nuevas primaveras.

Los balleneros y los groenlanderos dábanse a la vela con dirección a Europa, temerosos de quedar clavados en una mar helada...

Los campos, los puertos, los pueblos mismos veíanse desiertos y abandonados. No parecía sino que una horrible epidemia había pasado por ellos, o que se aproximaba, amenazándoles, un desastroso conquistador.

Y así habían de permanecer aquellas regiones durante ocho meses, o sea hasta el 15 de Abril, que comienza el derretimiento de los hielos.


- II -

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Sobre las áridas peñas de la isla de Loppen asiéntase un castillo que parece riscosa excrecencia de la montaña; tan musgosos y viejos son sus muros, tallados casi todos en la roca viva.

Aquella guarida de buitres no ha sido obra de edificación, sino de excavación y desbastes. Es un monolito ahuecado coronado de almenas.

Algunos óvalos, abiertos en la peña para llevar aire al interior, indican vagamente el descenso a los siete pisos del castillo, en el último de los cuales, inaccesible completamente a los rigores del invierno, habitan los señores de aquel alcázar subterráneo.

No tenemos para qué decir qué hora era... Allí es siempre de noche.

En un salón triangular, tapizado y alfombrado de ricas pieles de marta y de rengífero, y alumbrado por tres grandes lámparas, ardía un enorme tronco de teoso pino. Huía el humo arremolinado, semejando movible columna salomónica, por el techo horadado de aquella aristocrática gruta, excavada a cien pies de profundidad, en tanto que una inmensa galería, abierta enfrente de la chimenea, traía ráfagas de aire tibio y perfumado.

Dos personajes había en este aposento.

Dormía el uno, sentado en disforme sillón de encina, y era Magno de Kimi, el Jarl o Conde reinante de la isla Loppen.

Tendría veinticinco años: vestía larga túnica de pieles negras, por debajo de la cual asomaba un traje medio guerrero, medio cortesano, sumamente lujoso. Este joven, que en el Mediodía hubiera pasado por feo, o cuando menos por raro, no carecía de cierta belleza local. Era pequeño de talla, un poco grueso, o, por mejor decir, muy recio y fornido; moreno de cara, o más bien pardo tirando a rojo, pero con cabellos rubios como el oro, sumamente largos y espesos, y ojos de un azul tan claro como el cielo de España en despejado día de Enero. Su rostro, en fin, imberbe como el de una mujer, tenía, sin embargo, tal aire de fuerza y de entereza varonil, que nadie hubiera puesto en duda el salvaje valor del noble escandinavo.

Enfrente de él, e iluminada dulcemente por los resplandores del hogar, rezaba en silencio una mujer, que más parecía una niña; blanca como el alabastro; rubia también, con ojos celestes, semejantes a dos turquesas, y hermosa y triste como las siempre moribundas flores de aquellas fugaces primaveras. Envolvía todo su cuerpo anchísima bata de dobles pieles de armiño, cuya blancura deslumbraba, y cubría su cabeza gracioso capuchón de blondas... Con aquel traje parecía la joven una rosa flotando en golfos de nacarada espuma, un elegante cisne de albo plumaje, la luz matutina reflejada en intacta nieve.

Era la jarlesa Fœdora, la esposa del joven Magno.

Mucho tiempo hacía que los cónyuges estaban en aquella actitud... Él haciendo como que dormía, y ella haciendo como que rezaba.

Fœdora, en cuyo rostro se veían las huellas de un dolor sin consuelo, clavaba los ojos en las juguetonas llamas del hogar. Mas si por acaso los tornaba un momento hacia la sombría figura de Magno, no era sin que leve temblor la agitase, ni sin que al punto volviera a fijar la vista en la lumbre, prosiguiendo con más fervor sus oraciones.

Una vez abrió Magno los ojos repentinamente, y sorprendió la tímida mirada que le dirigía su esposa.

-¿Dormíais? -murmuró ésta con voz dulce y apagada.

-Yo no duermo nunca...-respondió Magno-. ¿Por qué me mirabais de aquella manera?

Fœdora tembló de nuevo y cruzó las manos.

-¡Porque os amo mucho! -respondió al cabo de un momento.

Y se enjugó las lágrimas y tornó a sus oraciones.

Pero sus dedos no atinaban a pasar las cuentas de ámbar del rosario.

Y ya no hablaron más, y habían hablado más que de costumbre.


- III -

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Tres años contaban de matrimonio Fœdora y el jarl de Kimi, y era aquél el primer invierno que pasaban en el castillo de Loppen.

Íbanse antes a Cristianía, donde la vida de los nobles era una fiesta continua durante los grandes fríos; pero el año que acontece esta historia, y después de haber viajado por toda la costa de Noruega en los hermosos días de Junio y Julio, Magno decidió sepultarse con su esposa en el alcázar de piedra y hielo que hemos descrito, en donde, solos, taciturnos, sentados el uno enfrente del otro, llevaban quince días de reclusión, y de donde no podrían salir ya en ocho meses a causa de haberse helado las primeras nieves sobre las puertas del castillo.



- IV -

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Habían pasado otras quince noches.

Magno de Kimi pidió su arpa escandinava y cantó el siguiente romance a su aterrada esposa:


 De rodillas en la tumba,
 en la tumba de mi padre,
 amor eterno
 tú me juraste...
 Si al juramento un día
 faltas, cobarde...,
 te lo ruego, amor mío,
 ¡no pases por la tumba de mi padre!


La voz de Magno retumbó como un trueno en las concavidades del castillo al repetir el último verso de su canción.

Volvióse luego el Conde a la angustiada jarlesa, y le preguntó sonriendo amargamente:

-¿Qué hacéis, Fœdora?

-¡Rezo por el alma de vuestro padre! -contestó ella, cerrando los ojos para no ver la sonrisa de su marido.

Magno pulsó de nuevo el arpa y prosiguió su romance:


  Luz de los cielos,
 flor de los valles,
 aquí nacerán mis hijos,
 aquí murieron mis padres.
  Si, por tu desdicha,
 mis hijos no nacen;
 si es tu seno la tumba de mis hijos,
 ¡no pases por la tumba de mi padre!


El rosario de ámbar se desprendió de las manos de Fœdora y fue a caer sobre las brasas del hogar.

Allí se desgranaron sus cuentas, que al poco rato eran otras tantas ascuas.

Un delicioso aroma inundó la habitación.

-¿Cómo os sentís, señora? -preguntó el jarl, como si no hubiera visto nada.

-¡Bien, Magno! -respondió ella, que tampoco parecía haber reparado en aquel accidente de tan mal agüero.

-¿Tenéis todavíaduda acerca de vuestro estado?

-No, señor...

-¡Vais a ser madre!... ¡Oh ventura! ¡Ved cumplidos mis votos de tres años!

-¡Sí!... -murmuró mansamente la joven.

-¡Sí! -repitió el esposo con voz terrible-. Pero no olvides el otro cantar escandinavo...

Y, riéndose con satánica furia, cantó de este modo:


 Cruza los montes
 un extranjero,
 negros los ojos,
 negro el cabello...
 ¡Todos sus hijos
 tendrán de cierto
 negros los bucles,
 los ojos negros!


¡Ah! ¡Callad!... -murmuró Fœdora arrodillándose.

-¿Conocisteis a vuestros abuelos? -exclamó Magno, levantando a su esposa con un rugido de fiera.

-¡Ah! Señor... -respondió la pobre mujer estrechando sus manos-. ¡Matadme de un solo golpe! ¡No prolonguéis mi agonía!

-¿De qué color tenían los ojos? ¡Responded!

-Ya lo sabéis... Los tenían azules...

-Y a mis abuelos, ¿los conocisteis?

-No, señor...

-¡Vais a conocerlos! -replicó el joven, cogiendo a su esposa de un brazo y arrastrándola hacia la galería próxima.

Había en ella una larga hilera de retratos alumbrados por lámparas colocadas de trecho en trecho. Los señores de Kimi parecían vivos dentro de los marcos que los encerraban...

-¡Éstos son mis antepasados! -exclamó el jarl-. ¡Vedlos, señora! ¡Todos tienen los ojos azules, como vos y como yo, como nuestros padres y abuelos, como todos los escandinavos! ¡Comprenderéis, en consecuencia, que nuestro hijo ha de tener también los ojos azules! ¡Ay de vos si los tiene negros como el español D. Alfonso de Haro!

Dijo, y se alejó riendo convulsivamente, mientras que la joven caía de rodillas sin voz ni aliento.

Así permaneció largas horas; y cuando ya todo era silencio en el castillo y las lámparas expiraban consumidas y la hoguera del próximo salón se apagaba también, levantóse quebrantada y moribunda, y tomó el camino de su aposento.

-Hijo mío... -murmuró allí con voz honda y sepulcral, apoyando ambas manos sobre su corazón, como si las pusiese sobre el del hijo que llevaba en su seno:-hijo mío, ¿por qué quieres ser el verdugo de tu madre?

Y echó una mirada sobre sí, y huyó con horror hacia otro lado de la estancia, tapándose el rostro con las manos.

Era la estatua del remordimiento maldiciéndose a sí misma.


Han transcurrido cuatro meses.

Magno de Kimi está en su cámara.

Vedlo sentado, con los codos apoyados en una mesa, con la frente caída sobre las calenturientas manos, y fijos los ojos en objetos que parece querer grabar en lo más recóndito de su alma, según la fuerza de atención con que los mira.

Aquellos objetos son una carta y un retrato.

Representa el retrato a un hermosísimo joven vestido con el lujoso traje español del reinado de Felipe V. Sus cabellos, negros como el ébano, sombrean un bello rostro moreno y descolorido; sus ojos, más negros aún, brillan como azabache entre las obscuras y largas pestañas. Una sedosa línea de bozo cubre su labio superior, graciosamente dibujado bajo clásica nariz caucasiana.

En cuanto a la carta, decía así:

«Al jarl Magno de Kimi, su siervo Estanislao.

»Señor: ¡Venid! ¡Venid a Cristianía! ¡Habéis perdido su amor!... ¡Salvad la honra! La jarlesa Fœdora os es infiel. Hay en esta corte, desde pocos días después de vuestra marcha un joven extranjero, embajador y marino, bello como el Ángel de las tinieblas, el cual os ha robado el corazón de vuestra esposa. Miradas y suspiros, palabras y sonrisas, todo revela la criminal pasión de los dos traidores. Yo he sido arrojado de la casa como un perro, pero como un perro fiel a su señor. ¡Venid os digo!...

»El asesino de vuestra dicha es español. -Tiene los ojos negros como la noche, y negra la cabellera como las alas del cuervo que cae sobre los cadáveres. -Es noble y poderoso, y se llama D. Alfonso de Haro. -Venid, y contad con el brazo de vuestro siervo,

»ESTANISLAO.»

Mucho tiempo permaneció Magno de Kimi contemplando aquel retrato y aquella carta.

Levantóse al fin, miró un reloj que señalaba las doce, y dijo:

-Han pasado veinticuatro horas de noche, y empieza otro día de tinieblas... Estamos a 22 de Diciembre. Dentro de sesenta días nacerá el acusador de Fœdora. Su mirada de luto, su primera mirada, dará la señal de la muerte de la esposa infiel, que ya no podrá negarme la consumación de mi deshonra. ¡No dirá entonces, como cuando hallé aquí, entre sus alhajas, el retrato del infame español, «que don Alfonso de Haro sólo había sido su amigo»! Llegará luego el 20 de Abril; se deshelará el Océano; me daré a la vela en el Thor; buscaré al través de todos los mares del Universo al asesino de mi ventura... y morirá. ¡Morirá, aunque sea Lucifer en persona!

- VI -

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Dos meses después, el 22 de Febrero, la jarlesa Fœdora de Kimi dio a luz un niño.

El niño tenía los ojos negros.

Magno, con ser tan feroz, no se atrevió a matar a una mujer moribunda, ni a arrebatarle el hijo que estrechaba convulsivamente entre sus brazos:

-Os mataré después... -dijo a la madre-. Os mataré a los dos cuando estés buena. ¡Es la última prueba de amor que puedo darte!


- VII -

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Comenzó la primavera en la isla de Loppen. Rompiéronse las cadenas de hielo que tenían amarrado al mar al pie del castillo. Tornaron las aves a aquel cielo. Fluyeron los arroyos. Crecieron fresales en la ablandada nieve.

Magno de Kimi se presentó a su esposa, a quien no había vuelto a ver, y le habló en estos términos:

-No me he atrevido a matarte hasta hoy porque estás criando a tu hijo. Y no he matado a tu hijo porque debo esperar para ello a que sea hombre y pueda defenderse. ¡No en vano soy noble! ¡En algo se han de diferenciar mis acciones de las tuyas! ¡Tú has manchado el nombre que heredaste y el que yo te di!... ¡Yo no debo manchar el mío! Me dispongo a partir en busca de tu cómplice, a quien mataré si Dios no me niega su ayuda. Ni uno solo de nuestros servidores quedará en esta morada... A todos me los llevo en mi bergantín. Te dejo, pues, aquí sola con tu hijo. Clavaré las puertas de hierro que comunican con el exterior y cortaré el puente que une este escollo con la isla de Loppen, de modo y forma que nadie podrá entrar en tu auxilio, ni tú podrás salir a demandarlo. Tienes a tu disposición víveres para seis meses. Si al cabo de ellos no he venido, será señal de que he muerto, y entonces tú y tu hijo moriréis de hambre... Mas si logro volver, te daré a elegir muerte.

Fœdora estrechó al corazón a su hijo y no respondió una palabra.


- VIII -

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Era la brevísima noche del 25 de Abril.

La aurora boreal abrasaba con su misterioso incendio la lontananza del horizonte.

Hacía un frío espantoso.

En la isla de Langœ reinaba el silencio de las tumbas.

En una ensenada de su costa meridional estaban anclados el Thor, el bergantín de Magno de Kimi, y el Finisterre, la goleta de D. Alfonso de Haro.



En lo más bravo y erizado de aquella costa levántase un dolmen colosal, resto de los altares malditos en que los escandinavos daban a Odín sangriento culto.

La luna, magnífica y resplandeciente en las regiones polares, donde el sol es tan pálido y melancólico asomó por el Sudeste su blanca faz, iluminando el ara abandonada.

A su fulgor viose a dos hombres, sentado el uno sobre el tronco de un pino roto por los hielos, y apoyado el otro en el antiguo dolmen.

Parecían dos blancos fantasmas, dos sombras de las víctimas inmoladas antiguamente sobre aquella peña.

El hombre sentado era el jarl Magno de Kimi.

El que permanecía de pie era D. Alfonso de Haro.

Los dos empuñaban corvo sable marino.

Su anhelosa respiración demostraba la violencia con que habían luchado...

Pero ambos estaban ilesos... No porque sus fuerzas o su habilidad hubieran resultado iguales, sino porque D. Alfonso, más diestro y ágil que el Conde, lo había desarmado ya tres veces, renunciando las tres a su derecho de matarlo.

El combate había sido furioso, tenaz, violentísimo.

-¡Mátame! -gritó Magno la segunda vez que el español hizo saltar de sus manos el sable.

-Yo no quiero que mueras -respondió don Alfonso-, sino regalarte cien veces la vida, para que me respondas en cambio de la de Fœdora, puesto que me has dicho que morirá si tú mueres...

-¡Luchemos otra vez! -replicó Magno.

Y el tercer combate había sido más terrible que los dos anteriores...

¡Pero también inútil! -El ímpetu del noruego siguió estrellándose en la serenidad y en la pericia del español; y cuando volvió a ser desarmado por éste era tal su fatiga, que se tambaleó como un abeto que se derrumba, y exclamó dolorosamente:

-¡Yo me mataré!... ¡Yo me mataré!... ¡¡Me sería insoportable una vida regalada por ti!!

Y fue a reclinarse en el tronco del pino caído, tal como lo hemos visto al salir la luna.

-Me dejaré matar por tu flaca mano, o me mataré yo ahora mismo -díjole a su vez don Alfonso-, si me juras no matar a Fœdora...

-Te juro lo contrario... -respondió el noruego-. ¡Te juro que Fœdora sucumbirá de todos modos! Si yo muero, nadie podrá socorrerla donde la he dejado, y perecerá de hambre. Si tu mueres, iré a matarla, como ya te he dicho... Mátame, pues... ¡Quítame la vida, como me has quitado la honra y la ventura!

-Yo no puedo matarte... -repuso el español-. ¡Pero ni tú matarás a Fœdora, ni Fœdora morirá donde la tienes encarcelada! Corro a mi barco, y con él apresaré el tuyo. Tus marineros me conducirán a precio de oro, o por no morir a manos de los míos, a la prisión de Fœdora, y la libertaré, y será mía para siempre.

-¡Acepto el duelo de tus españoles contra mis escandinavos, de mi raza contra la tuya, de mi bergantín contra tu goleta! -exclamó el jarl de Kimi, levantándose y cogiendo su sable-. Si el infierno te dio una destreza diabólica en el manejo de las armas; si mi corazón y mi brazo han sido impotentes contra tu satánica astucia, ¡no ocurrirá lo mismo en el nuevo combate a que me provocas!... ¡Al mar, Alfonso de Haro! ¡Al mar!

-¡Al mar! -contestó el español tomando el camino de la playa.


- IX -

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Era el obscurecer del día siguiente. Reinaba en el mar la más formidable tormenta.

ElThor, montado por Magno de Kimi, y el Finisterre, mandado por D. Alfonso de Haro, estaban acribillados de balas de cañón y de fusil, y tan cerca el uno del otro, que sus bandas se tocaban a veces a impulsos del huracanado viento.

-¡Al abordaje! ¡Al abordaje! -rugían ambas tripulaciones con espantosa furia.

-¡Al abordaje! -gritaron al fin los dos jefes.

Pero la tempestad, que por momentos iba siendo más terrible, impedía el transbordo de los combatientes, hasta que, por último, la propia fuerza del vendaval unió a las dos embarcaciones, se echaron las amarras y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo.

Magno y Alfonso se encontraron sobre la cubierta del Finisterre cada cual con un hacha en la mano y ambos heridos.

Iban a acometerse de nuevo en aquel otro género de lid, cuyo éxito podía ser favorable a Magno de Kimi, cuando se oyó un grito horrible, pavoroso, fúnebre, que salía de cien bocas heladas de espanto, y que llegó a estremecer hasta a los dos héroes:

-¡El MAELSTROOM! ¡El MAELSTROOM!

Todos repitieron este siniestro nombre, y todos arrojaron las armas. Ya no había rivales ni enemigos... ¡Ya no había más que sentenciados a una misma muerte, segura, infalible, próxima, que los heriría a todos de un solo golpe, que no dejaría rastro de ellos ni de sus naves, y de que únicamente los bardos tendrían noticia en el mundo!


-¿Qué es el MAELSTROOM? -preguntó un grumete muy joven al más viejo marino del buque de Magno de Kimi.

-El MAELSTROOM... -respondió tristemente el anciano- es un remolino del mar, un sumidero de la tierra, un abismo sin fondo, una sepultura abierta por Dios a todos los navegantes en esta parte del Océano. El MAELSTROOM es para un buque lo que la culebra boa para el pájaro: ¡lo mira, lo atrae, lo devora! ¡Es un monstruo que nos enseña ya los dientes, que nos abre ya sus fauces, y que dentro de pocos minutos nos habrá tragado! ¿No lo oyes rugir? Inútiles son las velas, inútil el timón, inútil el remo... ¡Todo es inútil! Ponte de rodillas como yo y reza..., ¡porque el MAELSTROOM es la muerte!

El grumete se precipitó al mar.

Muchos marineros de ambas embarcaciones habían hecho ya lo mismo. Otros se mataban con sus armas. Los menos animosos pedían a sus amigos que les quitasen la vida. ¡De todas las muertes, ninguna horrorizaba tanto como la de ser tragado vivo por el MAELSTROOM!

Magno y Alfonso se miraban en silencio.

Pensaban en Fœdora.

El remolino mugía cada vez con más fuerza... La tempestad había callado... La atracción del sumidero se sobreponía al ímpetu del huracán... El viento parecía allí esclavo del agua.

La mar, negra, tersa, muda, semejante a dura lámina de plomo, formaba una especie de plano inclinado, sobre el cual se deslizaban los dos buques con espantosa velocidad, pegados el uno al otro por la propia fuerza de la corriente.

Aún distaba una legua del oculto abismo; pero no podían tardar ni cuatro minutos en llegar a él.

Los dos nobles, animados de súbito e idéntico pensamiento, arrojaron las hachas lejos de sí, se dieron la mano con solemne religiosidad, y, avanzando unidos a la proa del Finisterre, aguardaron allí la tremenda catástrofe.

Pronto crujieron ambos buques, deshaciéndose el uno contra el otro, comprimidos por la atracción... Abrazáronse entonces ferozmente Alfonso y Magno, como para asegurarse cada uno de que su rival no podría sobrevivirle ni volver a ver a Fœdora..., y un minuto después, los dos enemigos, sesenta hombres más y los destrozados restos del Thor y del Finisterre, una suprema explosión de oraciones, gemidos y blasfemias; todo..., todo se hundió para siempre en aquella espantable sima, apenas señalada los días serenos por una movible corona de leve espuma.




GUADIX, 1883.