Los nueve libros de la historia/Libro VI

Libro VI. Erato.

editar

I. Tal fue el fin que tuvo Aristágoras, el que había sublevado la Jonia. Durante estos sucesos había ya vuelto a Sardes, conseguida licencia de Darío, Histieo, señor de Mileto, a quien apenas acabado de llegar de Susa preguntó Artafernes, virrey de Sardes, qué le parecía aquella rebelión y cuál habría sido el motivo de ella. Fingiendo Histieo que nada sabía, y maravillándose del estado presente de las cosas, respondióle que todo le cogía de nuevo. Pero bien enterado Artafernes del principio y trama del levantamiento, y viendo la malicia y disimulo con que respondía aquel: —«Histieo, le replicó, esos zapatos que se calzó Aristágoras, se los cortó y cosió Histieo,» —aludiendo en esto y zahiriendo al primer móvil de aquella revolución.

II. Histieo, pues, no asegurándose de Artafernes como de quien estaba ya sabedor de la verdad, venida apenas la noche se fue huyendo hacia el mar y dejó burlado al rey Darío; porque bien lejos de conquistará la corona la isla de Cerdeña, la mayor de cuantas hay en el mar, según lo tenía prometido, marchó a ponerse al frente de los jonios, como generalísimo en la guerra contra el persa. Con todo, los de Quío, a donde pasó luego, teniéndole por espía doble de Darío, enviado con la oculta mira de intentar contra ellos alguna novedad, lo pusieron preso; aunque poco después, informados mejor de la verdad, y sabiendo cuán grande enemigo era del rey, le dejaron otra vez libre y suelto.

III. Reconvenido entonces Histieo por los jonios por qué con tantas veras había mandado decir a Aristágoras que se levantase contra el rey, sublevación que tanto estrago y desventura había acarreado a la Jonia, se guardó muy bien de descubrirles el motivo verdadero que en aquello había tenido, sino que con un engaño procuró alarmarles de nuevo, diciéndoles que lo habla hecho por haber sabido que el rey Darío estaba resuelto a que los fenicios pasasen a ocupar la Jonia, y los jonios fuesen trasplantados a la Fenicia, y que ésta había sido la causa de habérselo así mandado. Al rey no le había pasado tal cosa por la cabeza; más con aquel terror imaginario turbaba Histieo a la Jonia.

IV. Poco después de esto envió Histieo a Sardes un mensajero de nación atarnaita, llamado Hermipo, con cartas dirigidas a ciertos persas con quienes tenía de antemano tramada una sublevación. Hermipo, en vez de entregar las cartas a aquellos a quienes iban destinadas, se presentó en derechura a Artafernes y se las puso en las manos. Cerciorado éste de la oculta conjuración, manda a Hermipo que, tomando otra vez sus cartas, las entregue a quien van de parte de Histieo, pero que recogidas las respuestas de los persas a éste, las vuelva a poner en sus manos antes de partir con ellas. Descubierta de este modo la secreta conspiración, ajustició el virrey Artafernes a muchos persas.

V. Luego que sucedió en Sardes esta novedad, viendo Histieo desvanecidas sus esperanzas, logró de los de Quío con sus ruegos e instancias que le llevasen a Mileto. Los Milesios, que con particular gusto y satisfacción poco antes se habían visto libres de Aristágoras, estaban muy ajenos a la sazón de recibir en casa y de voluntad propia a ningún otro señor, mayormente después de haber gustado lo dulce y sabroso de la libertad. Habiendo, pues, Histieo intentado entrar de noche y a viva fuerza en Mileto, salió herido en un muslo de mano de un Milesio, sin lograr el objeto de su tentativa. Echado de su ciudad este antiguo señor, da la vuelta a Quío, de donde no pudiendo inducir a aquellos naturales a que le confiasen sus fuerzas de mar, pasó a Mitilene, y allí pudo lograr de los lesbios que le dieran su armada. Llevando, pues, estos a bordo a Histieo, fuéronse hacia Bizancio con ocho galeras bien tripuladas y armadas. Apostados con sus naves en aquel estrecho, íbanse apoderando de cuantas embarcaciones venían del Ponto, si no se declaraban de su voluntad prontas a seguir el partido de Histieo.

VI. En tanto que guiados por Histieo se ocupaban en esto los de Mitilene, hallábanse los Milesios amenazados de un poderoso ejército por mar y tierra que de día en día allí se esperaba, sabiéndose que los jefes principales de los persas, unidas ya sus tropas en un solo cuerpo, sin curarse de las demás pequeñas ciudades enemigas, se dirigían hacia Mileto. La mayor fuerza de la armada naval del persa consistía en los fenicios, con quienes concurrían armados los de Chipre, poco antes subyugados, como también los de Cilicia y los de Egipto, cuyas fuerzas de mar venían todas contra Mileto y lo restante de la Jonia.

VII. Informados los jonios de la expedición prevenida, enviaron al Panionio sus respectivos diputados para tener en él su congreso. Después de bien deliberado el asunto, acordaron allí reunidos, que no sería del caso juntar tropas de tierra para resistir al persa; que lo mejor era que defendiendo los Milesios por sí mismos aquella plaza, armasen los jonios sus escuadras todas, sin dejar una sola nave ociosa, y que así armados lo mas pronto que posible fuera se juntasen para cubrir y proteger a Mileto en la pequeña isla de Lada, que viene a estar frontera a la misma ciudad.

VIII. De resultas de dicha resolución, los jonios, a quienes se habían unido los eolios de Lesbos, se juntaron allí con sus naves bien armadas. El orden con que se formaron fue el siguiente: por la punta de Levante dejábanse ver los Milesios con 80 naves propias; seguíanles los de Priena con 12 naves, y los de Miunte con 3 solamente; a estos se hallaban contiguos con sus 17 naves los Tieos, y a estos los de Quío con 400 embarcaciones. Venían después por su orden los eritreos y los focenses, estos con solas 3 galeras, aquellos con 80; a los de Focea estaban los lesbios inmediatos con 70 naves, y los lamios con 60 cerraban la extremidad de Poniente. De suerte que la suma de naves recogidas en la armada jonia subió a 353 galeras.

IX. El número de las naves bárbaras era de 600, y luego que aparecieron en las costas de Mileto, al oír los generales persas, que tenían allí cerca reunido el ejército de tierra, el gran número de galeras en la armada jonia, se llenaron de pavor y espanto, desconfiando de poder salir victoriosos contra ellas, y sumamente temerosos de que no siendo superiores en el mar no podían llegar a rendir a Mileto, y de que no rindiendo la plaza se verían en peligro de ser por ello castigados por orden de Darío. Llevados, pues, de estos temores, determinaron juntar los señores de la Jonia que echados de sus respectivos dominios por el Milesio Aristágoras, y refugiados antes a los medos, venían entonces en la armada contra Mileto, y juntos todos los que en ella se hallaron, les hablaron así los generales persas: —«Este el tiempo, señores jonios, en que acredite cada uno de vosotros su fidelidad al soberano, y su amor a la real casa: es menester que cada cual por su parte procure apartar a sus vasallos del cuerpo y liga de los conjurados en esta guerra. Para esto debéis ante todo ganarles con buenas razones, prometiéndoles que por su rebelión no tienen que temer castigo ni disgusto alguno, y asegurándoles que ni entregaremos al ruego sus templos, ni al saco sus cosas profanas y particulares, ni los gravaremos con nuevos pechos diferentes de los que ahora tienen. Pero si viereis que no quieren separarse de los rebeldes, empeñados de todo punto en entrar a la parte en la batalla, en tal caso les amenazareis en nuestro nombre, pintándoles lo que se les espera de nuestra ira y venganza; que cogidos prisioneros de guerra, serán vendidos por esclavos que sus hijos serán hechos eunucos, sus doncellas transportadas a Bactra, y su país entregado a otros habitantes.»

X. Prevenidos por los persas los tiranos de la Jonia, luego que vino la noche envió cada uno de ellos a sus antiguos vasallos quien de su parte con el referido aviso les solicitase a separarse. Pero los jonios, a cuyos oídos llegó aquella prevención, persuadidos de que a ellos solos y no a los demás pueblos de la liga la dirigían los persas, mirando la cosa con desprecio no se movían a consentir en la traición propuesta. Esto fue lo primero que intentaron los persas llegados a Mileto.

XI. Juntos ya en Lada los jonios, empezaron desde luego sus asambleas, en las cuales uno de los muchos oradores que hablaban en público, fue el general de los focenses llamado Dionisio, que así les arengó: —«La balanza está ya al caer, jonios míos; anda en ella suspensa nuestra suerte, y de su caída dependerá el que nosotros quedemos independientes y libres, o que nos veamos tratados como esclavos, y como esclavos fugitivos. Si queréis, pues, al presente poneros en movimiento por un poco de tiempo, será necesaria de contado alguna mayor molestia, pero el fruto de vuestro breve trabajo será sin duda la victoria del enemigo, y el premio de la victoria vuestra libertad. Pero si en esta ocasión queréis economizaros demasiado, viviendo sin orden y a vuestras anchuras, en verdad os digo que no espero hallar medio alguno, ni aun alcanzo cuál pudiera darse para librarnos después de las garras del rey y de la pena debida a unos rebeldes. Esto no, amigos, nunca; creedme mejor a mí, teniendo por bien dejaros en mis manos; que yo con el favor del cielo os aseguro en tal caso una de dos, o que el enemigo no osará entrar en batalla con vosotros, o que si entra saldrá muy descalabrado y roto.

XII. Dóciles a estas razones los jonios, se pusieron a las órdenes de Dionisio, quien con la mira de ejercitará los remeros, formando la escuadra en dos alas, la sacaba de continuo en alta mar, y a fin de tener en armas a la tropa naval, hacia asimismo que arremetiesen unas galeras con otras. Lo restante del día después de dichas escaramuzas obligaba a las tropas a pasarlo a bordo, ancladas las naves, de suerte que los días enteros tenía a los jonios en continuo ejercicio y fatiga. Como por espacio de siete días hubiesen ellos hecho a las órdenes de Dionisio lo que les mandaba, viéndose ya molidos al octavo con tanto trabajo, y acosados de los rayos del sol, como gente no hecha a la fatiga, empezaron unos a otros a decirse: —«¿Qué fatalidad es esta, o qué crimen tan enorme hemos cometido para darnos a tan desastrada vida? ¿Y no somos unos insensatos que perdido el juicio nos entregamos a merced de un focense fanfarrón, que por tres naves que conduce se nos levanta con el mando, entregándonos a intolerables afanes? Visto está que no ha de dejarnos aliento, pues ya muchos de la armada han enfermado de puro cansancio, y muchos más, según toma el sesgo, vamos en breve a hacer lo mismo. Por vida de Plutón, antes que pasar por esto vale más sufrirlo todo. Menor mal será aguantar la servidumbre del persa, venga lo que viniere, que estamos aquí luchando con esta miseria y muerte cotidiana. Vaya en hora mala el focense, y ruin sea quien a ese ruin de hoy más le obedeciere.» Esto iban diciendo, y en efecto desde aquel punto ni uno solo se halló que quisiese darle oídos, sino que todos, plantadas sus tiendas en dicha isla al modo de un ejército acampado, sin querer subir a bordo ni volver al ejercicio, descansaban a la sombra.

XIII. Entretanto, los generales samios, viendo lo que los jonios hacían, se decidieron a aceptar el partido que Eaces, hijo de Silosonte, de orden de los persas les había hecho proponer, pidiéndoles por medio de un enviado que se apartasen de la alianza de los jonios. Viendo, pues, los samios el gran desorden que reinaba en la armada jonia, y pareciéndoles al mismo tiempo imposible que las armas del rey no saliesen al cabo victoriosas, por cuanto Darío, aun en caso de que su armada presente fuese derrotada, tendría en breve a punto otra cinco veces mayor, resolviéronse a admitir la mencionada propuesta. Estando en este ánimo, apenas vieron que no querían los jonios hacer su deber en aquella fatiga, cuando valiéndose de la ocasión echaron mano de aquel pretexto a fin de poder conservar, separándose de la liga, sus templos y bienes propios. Era este Eaces, cuya proposición aceptaron los de Samos, un príncipe hijo de Silosonte y nieto de Eaces, señor de Samos, que había sido privado de sus estados por manejo del Milesio Aristágoras, del mismo modo que los otros señores de la Jonia.

XIV. Cuando los fenicios presentaron la batalla, saliéronles a recibir los jonios formados en dos alas. Llegadas a tiro las armadas y empezada la acción, no puedo de fijo decir cuáles fueron los jonios que se portaron bien, y cuáles los que obraron mal en la refriega, pues los unos culpan a los otros, y todos se disculpaban a sí mismos. Es fama que entonces los samios, según con Eaces lo tenían concertado, saliéndose de la línea a velas tendidas, se fueron navegando hacia Samos, no quedando más que once naves de su escuadra. Los capitanes de estas últimas, no habiendo querido obedecer a sus generales y manteniéndose en su puesto, entraron en batalla; y el común de los samios, en atención a este hecho, les honró después haciendo que se grabasen en una columna los nombres de los mismos capitanes y los de sus padres, queriendo dar en aquel monumento un público testimonio de que fueron hombres de bien y de mucho valor. Viendo los lesbios que los que tenían inmediatos huían de la batalla, hicieron lo mismo que los samios, imitándoles la mayor parte de los jonios.

XV. Los que más padecieron de cuantos quedaron peleando fueron los de Quío, haciendo proezas de valor, sin perdonar esfuerzos contra el enemigo, ni desmayar un punto en el combate, siendo 100 sus galeras, y llevando cada una 40 ciudadanos de tropa escogida para la pelea. Bien veían que muchos de los aliados les vendían pérfidamente; pero no queriendo parecérseles en la cobardía y ruindad, por más que se viesen desamparados, con todo, con los pocos aliados que les quedaban continuaron en avanzar, embistiendo contra las naves enemigas, prendiendo muchas de ellas, pero perdiendo el mayor número de las suyas, hasta que se hicieron a la vela con las que les quedaban, huyendo hacia su patria.

XVI. Perseguidas por el enemigo algunas naves de su escuadra, que por destrozadas no se hallaban en estado de huir, tomaron la derrota hacia Micale; allí, varando en la playa y dejando en ella las galeras, salva ya la tripulación, íbase a pie por tierra firme. Caminaban los marineros de Quío por la señoría de Éfeso, y llegados ya del noche cerca de la dicha ciudad, quiso su desgracia que las mujeres del país estuviesen allí ocupadas en celebrar a Ceres legisladora un sacrificio llamado Tesmoforia. Los efesios, que nada habían oído todavía de lo sucedido a los de Quío, y que viendo aquella tropa entrada por su tierra, la tenían por una cuadrilla de salteadores que venían a robarles las mujeres, saliendo luego todos levantados en masa a socorrerlas, acabaron con los pobres marineros de Quío: ¡tanta fue su desventura!

XVII. Pero volviendo al bravo Dionisio el focense, después que vio los asuntos de los jonios de todo punto perdidos en la batalla, habiéndose en ella apoderado de tres naves enemigas, se partió de allí con ánimo de no volver a Focea, su patria, pues bien visto tenía que ella con toda la Jonia sería al cabo hecha esclava de los persas. Resolvió, pues, tomar desde allí el rumbo hacia la Fenicia, donde como se hubiese apoderado de muchas naves de carga, rico ya con tantos despojos, las echó a fondo y se hizo a la vela para Sicilia. Allí se dio a la piratería, saliendo a mentido de aquellos puertos, sin tocar empero a ningún barco griego, y apresando a todos los cartagineses y toscanos que podía coger.

XVIII. Vencedores los persas de los jonios en la batalla naval, bien presto sitiaron por mar y tierra a Mileto, plaza que al sexto año de la sublevación de Aristágoras tomaron a viva fuerza, combatiéndola con todo género de máquinas y arruinando las murallas con sus minas. Una vez rendida la ciudad, hicieron esclavos a sus vecinos, viniendo con esto a descargar sobre Mileto la calamidad que el oráculo les había pronosticado.

XIX. Es de saber que consultando en cierta ocasión los argivos en Delfos acerca de la conservación de su propia ciudad, se les había dado un oráculo, no peculiar a ellos únicamente, sino perteneciente también a los de Mileto, pues dirigido en parte a los de Argos, a lo último llevaba una adición para los Milesios. Referiré la parte del oráculo que tocaba a los argivos, cuando en su propio lugar diera razón de sus asuntos: la parte que miraba a los Milesios, que no se hallaban allí presentes, estaba concebida en estos términos: «Entonces, oh Mileto, máquina llena de maldad, serás cena y espléndida presa para no pocos, cuando tus damas laven los pies de cabelluda raza; ni faltarán otros que adornen en Dídimo mi templo.»— Todos estos males vinieron entonces, en efecto, sobre los Milesios, cuando los más de los hombres de la ciudad murieron a manos de los persas, que solían criar su pelo largo; cuando las mujeres e hijos de aquellos fueron reducidos a la condición de esclavos; cuando, finalmente, el templo de Apolo en Dídimo, de cuya riqueza llevo ya hecha mención en diferentes puntos de mi historia, fue con su capilla y con su oráculo dado al saco y a las llamas.

XX. Hechos, pues, prisioneros los Milesios, fueron desde su patria llevados a Susa. El rey Darío, sin ejecutar en ellos otro castigo diferente, los colocó cerca del mar Eritreo en Ampa, ciudad por la cual pasa el río Tigris, que desagua en el mar. Las heredades suburbanas de Mileto las tomaron para sí los persas, dando las tierras altas del país a los carios de Pedaso.

XXI. No hallaron los Milesios en su desventura recibida de manos de los persas la debida compasión y correspondencia en los Sibaritas que habitan al presente las ciudades de Leo y de Seidro, después que fueron privados de su antigua patria, la ciudad misma de Sibaris; pues habiendo sido ésta tomada por los de Crotona tiempos atrás, mostraron tanta pena los Milesios de aquella desventura, que los adultos todos se cortaron el pelo, siendo dichas ciudades las más amigas y las más unidas en buenos oficios de cuantas tenga yo noticia hasta aquí. Muy diferentemente obraron en este punto los de Atenas, quienes, además da otras muchas pruebas de dolor que les causaba la pérdida de Mileto, dieron una muy particular en la representación de un drama compuesto por Frínico, cuyo asunto y título era la toma de Mileto; pues no sólo prorrumpió en un llanto general todo el teatro. sino que el público multó al poeta en mil dracmas por haberle renovado la memoria de sus males propios, prohibiendo al mismo tiempo que nadie en adelante reprodujera semejante drama.

XXII. Así Mileto quedóse, en una palabra, sin Milesios. Por lo que mira a los samios que tenían en casa algo que perder, estuvo tan lejos de parecerles bien la resolución de sus generales a favor de los medos, que luego después del combate naval tomaron entre ellos el acuerdo de salirse de su patria para ir a fundar una nueva colonia, antes que volviera Eaces a entrar en la isla, sin duda por no verse precisados en caso de quedarse en sus casas a servirá los medos y obedecer a un tirano La ocasión era la más oportuna, pues entonces los Zancleos, pueblo de Sicilia, por medio de unos mensajeros enviados a la Jonia, instaban a los jonios a que vinieran a apoderarse de Calacta, muy deseosos de que se fundase en esta ciudad jonia. Es la que llamaban Calacta una hermosa playa poseída entonces por los Sicelios (o Sicilianos, originarios del país), la cual mira hacia Tirsenia. Mientras los Zancleos convidaban a los jonios a formar dicha colonia, los samios fueron entre éstos los únicos que, en compañía de los Milesios que habían podido escaparse de la ruina universal, partieron para Sicilia, donde su empresa tuvo el éxito siguiente.

XXIII. Quiso la suerte que al llegar los samios en su viaje a los Locros, por sobrenombre Epicefirios, se hallasen actualmente los Zancleos, conducidos por su rey llamado Escites, sitiando cierta ciudad de los Sicilianos con ánimo de apoderarse de ella a viva fuerza. Anaxilao, señor de Regio y grande enemigo de los Zancleos, informado del designio de los samios, procuró insinuarse con ellos, y supo persuadirles que a la sazón les convenía más bien olvidarse de Calactas y de las hermosas playas hacia donde llevaban el rumbo, y apoderarse en vez de ellas de la misma ciudad de Zancla, que se hallaba sin soldados que pudiesen defenderla. Caen los samios en la tentación, y hácense dueños de Zancla. Apenas los Zancleos ausentes de su patria oyeron que había sido sorprendida, cuando fueron corriendo a socorrerla, llamando al mismo tiempo en su ayuda a Hipócrates, señor de la Gela y aliado suyo. Viniendo éste para auxiliarles con su gente de armas, obró tan al contrario, que privando a Escites, monarca de los Zancleos, de su ciudad, le mandó poner preso, y en su compañía a Pitógenes su hermano, enviándolos así atados a la ciudad de Inico. Entró después a capitular con los samios de la plaza, e interpuesta la fe mutua del juramento, vendió alevosamente a los Zancleos; pues de la paga de su traición en que convino con los samios fue que de los esclavos y muebles que se hallaban dentro de la ciudad tomaría la mitad para sí, y que cargaría con cuanto mueble y esclavo se hallase en la campiña. Para más iniquidad, valiéndose de la ocasión, mandó atar la mayor parte de los Zancleos y se quedó con ellos como si fueran esclavos; y no contento con esto, entregó a los samios los 300 Zancleos principales para que les cortasen la cabeza, maldad que no quisieron ejecutar.

XXIV. Escites, el señor de los Zancleos, huido de Inico, pasó a Himera, de donde navegó al Asia y llegó a la corte de Darío, quien vino a tenerle por el griego mejor y más justificado de cuantos de la Grecia habían subido a su corte; pues habida licencia del soberano para ir a Sicilia, volvió otra vez a su presencia, y entre los persas, acabó su vida felizmente en edad muy avanzada.

XXV. De este modo los samios que se habían escapado del dominio de los medos, lograron sin ningún trabajo hacerse dueños de Zancla, una de las más bellas ciudades. Después de la batalla naval que se dio por causa da Mileto, los fenicios, por orden de los persas, restituyeron a Samos a Eaces el hijo de Silosonte, en atención a lo bien que con ellos se había portado. Los samios, en efecto, por haber retirado sus naves del combate naval de los jonios, lograron ser los únicos entre los que se habían sublevada contra Daría que librasen del incendio sus templos y ciudades. Tomada ya Mileto, nada tardaron los persas en recobrar la Caria, cuyas ciudades, parte entregadas a discreción, parte rendidas por fuerza, iban de nuevo agregando al imperio.

XXVI. Tiempo es ya de volver a Histieo, que se hallaba en las cercanías de Bizancio apresando las naves mercantiles de los jonios que procedían del Ponto, cuando le llegó la nueva de lo que acababa de suceder en Malo. Apenas la recibió, hízose a la vela con sus lesbios hacia Quío, dejando el cuidado de la piratería en el Helesponto a Bisaltes, natural de Abido e hijo de Apolofanes; y llegada ya a aquella isla, tuvo una refriega con la guarnición de un fuerte llamado Cela que no quería admitirle en aquel lugar, y mató en ella no pocos de aquellos defensores. Con esta logró hacerse dueño de una pequeña ciudad de la isla, de cuyo puerto salía con los lesbios de su comitiva y se iba apoderando de las galeras maltratadas de los de Quío, que escapadas de la batalla naval se volvían a su patria.

XXVII. A estos vecinos de la isla de Quío habían antes acontecido ya notables prodigios, según suelen los dioses por ley ordinaria dar de antemano ciertos pronósticos de las grandes desventuras que amenazan a alguna ciudad o nación. Uno había sido que de cien mancebos enviados en un coro o danza desde Quío a Delfos, sólo dos habían vuelto a la patria, habiendo perecido los otros 98 de una peste que les sobrevino: otro fue que cayéndose en Quío el techo de una casa sobre los niños de la escuela poco antes que se diese la batalla naval, de 420 que ellos eran, sólo uno se salvó. Estas fueron las señales previas que el cielo les enviaba: después vino la batalla naval que destruyó aquella república, y después de la rota fatal de las naves, el pirata Histieo con sus lesbios se dejó caer sobre los quíos destrozados, y acabó de dar en tierra con todo el poder de aquel estado.

XXVIII. Teniendo ya Histieo en su escuadra no pocos combatientes, jonios y eolios, desde Quío se fue contra Taso. Estaba ya sitiando esta plaza, cuando por el aviso que le vino de que los fenicios, dejando a Mileto, salían contra las otras ciudades de la Jonia, dióse mucha prisa en partir con toda su gente hacia Lesbos, sin llevar a cabo la expugnación de Taso. Entretanto, la falta de víveres que padecía su ejército, le obligó a pasar al continente con ánimo de segar las mieses, así del territorio Atarneo como del campo Caico que pertenece a los misios. Pero quiso entonces la fortuna que se hallase en aquellas cercanías con un numeroso ejército Hárpago, general de los persas, el cual, en una batalla que allí se dio, muerta la mayor parte de las tropas enemigas, logró apoderarse de la persona de Histieo, que fue hecho prisionero del modo siguiente:

XXIX. En Malena, lugar de la comarca Atarnea, trabóse el choque entre persas y griegos, en que por largo tiempo quedó dudosa la victoria, hasta que al fin, arremetiendo la caballería persiana, hizo suya la acción con tal viveza, que puso en fuga a los griegos. Al huir con los suyos Histieo, persuadido como estaba de que por aquella su culpa no le condenaría el rey a perder la vida, se le avivó tanto el deseo de conservarla, que alcanzado ya por un soldado persa y viendo que iba con un golpe a pasarle de parte a parte, le habló en lengua persiana y se le descubrió diciendo ser el milesio Histieo.

XXX. Si Histieo, puesto que fue cogido vivo, hubiera sido presentado asimismo a Darío, éste, a mi modo de entender, le hubiera perdonado la ofensa pasada, y aquél nada hubiera tenido que sufrir de parte del ofendido. El daño estuvo en que el virrey de Sardes Artafernes y Hárpago, el general de las tropas, a fin de impedir que perdonado Histieo volviera de nuevo a la gracia y privanza del soberano, luego que llegó a Sardes prisionero, pusieron su cuerpo en un palo y enviaron a Susa su cabeza embalsamada para que la viera Darío. Sabedor, en efecto, el monarca de aquel hecho, desaprobando la resolución, reprendió a los ministros autores de ella, porque no le habían presentado vivo el prisionero de guerra. Respecto a la cabeza de Histieo, ordenó que lavada y decorosamente amortajada se le diese honrosa sepultura, siendo de un varón singularmente benemérito, así de su real persona como del imperio de los persas. Así vino a terminar Histieo.

XXXI. La armada de los persas que había invernado en las cercanías de Mileto, saliendo al mar al año siguiente, iba de paso apoderándose de las islas adyacentes al continente del Asia Menor, a saber: la de Quío, la de Lesbos, y la de Ténedos. Para mayor desgracia, posesionados los bárbaros de alguna isla, lo primero que hacían era barrer y acabar con todos los moradores que en ella había, en la forma que sigue: iban formando un cordón de persas cogidos uno de la mano del otro, y empezando así de la playa del Norte seguían con aquella red barredera cazando los hombres por toda la isla. En el continente, asimismo fueron apoderándose de las ciudades jonias, reduciéndolas a la esclavitud, dejando solo de tender allí su red por no permitirlo la situación del país.

XXXII. Así que los generales persas no quisieron que se dijese de ellos que no cumplían las amenazas que antes habían hecho los jonios, cuando todavía estaban armados, pues como lo amenazaron, así lo iban ejecutando. Porque no bien se veían dueños de alguna de las plazas, cuando escogidos los niños más gallardos, hacían de ellos otros tantos eunucos para su servicio, entresacando del mismo modo a las doncellas mejor parecidas para enviarlas a la corte; y no contentos con esto, entregaban a las llamas todos los edificios de las ciudades, así profanos como consagrados a los dioses. Esta fue la tercera vez que los jonios se vieron hechos esclavos, pues una les subyugaron los lidios, y dos consecutivamente los persas.

XXXIII. Aquella misma armada, habiendo dejado la Jonia, fue sujetando todas las plazas que caen a la izquierda del que va navegando por el Helesponto, pues las que están a mano derecha en el continente habían ya sido rendidas por los persas. En dicha costa del Helesponto, que pertenece a la Europa, se halla el Quersoneso, en que se cuentan bastantes ciudades; se halla la ciudad de Perinto; se hallan los fuertes de la Tracia, como también las ciudades de Salibria y de Bizancio. Los Bizantinos, pues, y del mismo modo los calcedonios, situados en la ribera opuesta, dejando sus pueblos antes de que llegase la armada fenicia y retirados a lo interior del Ponto Euxino, fundaron la ciudad de Mesambria. Llegados después los fenicios, incendiadas las dos citadas plazas, se dejaron caer sobre Proconeso y Artace, y desde ellas, después que las hubieron abrasado, hiciéronse a la vela otra vez hacia el Quersoneso con ánimo de arruinar las ciudades que antes habían respetado, cuando por primera vez se echaron sobre aquella península. A Cízico no se acercaron absolutamente los fenicios, a causa de que los naturales, ya antes de su llegada, capitulando con el virrey de Dascilio, Ebares, hijo de Megabazo, se habían entregado al rey; pero en el Quersoneso rindieron las demás ciudades, excepto la de Cardia.

XXXIV. Hasta este tiempo, Milcíades, hijo de Cimón y nieto de Esteságoras, conservaba el dominio en dichas ciudades, sobre las cuales lo había adquirido antes aquel otro Milcíades que fue hijo de Cipselo, de la manera que referiré. Los dolongos, pueblos de origen tracio, eran los que antiguamente habitaban en el Quersoneso, quienes viéndose agobiados en la guerra por los apsintios, enviaron a Delfos sus reyes para que consultasen acerca de ella. Dióles por respuesta la Pitia que se llevaran a su país por fundador de una colonia al primero que salidos del templo les acogiera en su casa como huéspedes y amigos. Los dolongos, pues, tomaron su camino por la vía sacra, pasaron por la señoría de los focenses y por la de los beocios, y desde allí, sin que nadie les convidase con su casa, se entraron por la de los atenienses.

XXXV. En aquella sazón, si bien era Pisístrato quien tenía en Atenas el poder absoluto, no dejaba con todo de tener algún mando cierto señor llamado Milcíades, hijo de Cipselo, sujeto de familia principal que mantenía tiros de cuatro caballos para concurrir a los juegos olímpicos. Era éste descendiente remoto de Egina y de Eaco, y después, andando el tiempo, se hallaba naturalizado entre los atenienses, siendo de la casa de Fileo, hijo de Eante, que fue el primero de dicha familia que se inscribió por ciudadano de Atenas. Estábase, pues, Milcíades sentado a la puerta de su casa, cuando viendo pasar a los dolongos con un traje peregrino y armados con sus picas, los saludó y llamó hacia sí. Acercáronsele luego y fueron de él convidados con su casa y posada, y admitido el agasajo, danle cuenta los nuevos huéspedes del oráculo recibido, exhortándolo al mismo tiempo a que obedezca al dios Apolo. Milcíades, como quien estaba mal con el dominio de Pisístrato, ansioso de salirse de su jurisdicción, dejóse persuadir muy fácilmente, y luego envió a Delfos unos diputados encargados de consultar de su parte el oráculo sobre si haría o no lo que le pedían aquellos dolongos.

XXXVI. Con el nuevo mandato de la Pitia acabóse de resolver a la empresa Milcíades, hijo de Cipselo, sujeto ya famoso por haber llevado el primer premio en las justas de Olimpia entre los aurigas de cuatro caballos. Alistando, pues, para la nueva colonia a todos los atenienses que quisieron seguirle en su viaje, con ellos y con los dolongos se hizo a la vela y logró después apoderarse de la región que pretendía, de la cual le nombraron señor los que le habían llamado. La primera providencia que tomó Milcíades en su dominio fue la de cerrar el istmo del Quersoneso, tirando una muralla desde la ciudad de Cardia hasta la de Pactia, con cuya defensa impedía las invasiones y correrías de los Apsintios en toda la tierra. Dicho istmo tiene de mar a mar 36 estadios, y el Quersoneso, contando del istmo hacia lo interior del país, se extiende a lo largo 420 estadios.

XXXVII. Fortalecida ya la garganta del Quersoneso con aquel nuevo pertrecho que impedía la entrada y tenía lejos de él a los Apsintios, los primeros a quienes hizo la guerra Milcíades fueron los Lampsacenos, quienes en ara emboscada le hicieron prisionero. Al saber Creso el lidio aquella prisión, por la grande estima que hacía de la persona de Milcíades, intimó a los Lampsacenos por medio de un mensajero que pusiesen en libertad al prisionero, que de no hacerlo les aseguraba que los quebrantaría como quien quebranta un pino. Pónense luego los Lampsacenos a deliberar sobre el sentido de la enigmática amenaza, no alcanzando la fuerza de aquel quebrantar a manera de un pino, hasta que al cabo de un buen rato de demandas y respuestas, dio un viejo en el blanco de la amenaza diciendo ser el pino el único entre los árboles que desmochado una vez no vuelve a retoñar, sino que totalmente acaba y muere. Con el temor en que con tal amenaza entraron los de Lampsaco dieron libertad a Milcíades, debiendo éste a Creso el verse libre de sus prisiones.

XXXVIII. Restituido Milcíades a sus estados, viéndose sin hijos, hizo al morir heredero del mando y de sus bienes a su sobrino Steságoras, hijo de Cimón su hermano uterino. En el día los pueblos del Quersoneso, según suele practicarse con los fundadores de alguna ciudad, hacen sacrificios en honor de Milcíades, en cuya memoria tienen establecidos unos juegos así ecuestres como gímnicos, en los cuales no es permitida a ningún Lampsaceno la competencia. Duraba todavía la guerra con los de Lampsaco, cuando quiso la mala suerte que también Steságoras muriera sin sucesión, recibiendo un golpe de segur que descargó sobre su cabeza el mismo Pritaneo, uno que se vendía por desertor, y era realmente un enemigo enconado y furioso.

XXXIX. Los Pisistrátidas, sabida la muerte de Steságoras, enviaron al Quersoneso en una galera a Milcíades, hijo de Cimón y hermano del difunto, para que tomase el mando del estado. Mucho se habían ya esmerado antes los hijos de Pisístrato en favorecer a este Milcíades estando aún en Atenas, como si no hubieran tenido parte alguna en la muerte de Cimon su padre, la cual diré del modo que sucedió en otro lugar de mi historia. Llegado, pues, Milcíades al Quersoneso, se mantuvo algún tiempo sin salir de casa, queriendo, a lo que parecía, honrar con aquel luto y retiro la muerte de Steságoras. Corrió así la voz entre los vecinos del Quersoneso, y en fuerza de ella, juntos todos los señores principales de aquellas ciudades en diputación común, vinieron a dar el pésame a Milcíades, quien valiéndose de la ocasión los puso presos a todos y se alzó con el dominio del Quersoneso entero, manteniendo en su servicio 500 hombres de guardia y tornando después por esposa a la princesa Hegesipila, hija de Oloro, rey de los tracios.

XL. No sólo tuvo que tomar estas medidas Milcíades, hijo de Cimon, recién llegado al Quersoneso, sino que hubo de sufrir en lo sucesivo otros contratiempos mucho más crueles; porque tres años después túvose que ausentar del Quersoneso huyendo de los escitas llamados Nómadas, quienes, irritados por el rey Darío y unidos en cuerpo de ejército, avanzaron con sus correrías hasta el Quersoneso. Milcíades, no teniendo ánimos ni fuerzas para hacerles frente, huyóse por esta causa de sus dominios, donde después que los escitas se volvieron otra vez a su país, le restituyeron de nuevo los dolongos. Esta adversidad le había acontecido tres años antes que le sucediera otra desventura que a la sazón de que voy hablando la sobrevino, y fue la siguiente:

XLI. Informado Milcíades de que los fenicios se hallaban ya en Ténedos, cargando luego cinco galeras de cuantas riquezas y preciosidades tenía a mano, hízose con ellas la vela para Atenas. Salido, pues, de la ciudad de Cardia, iba navegando por el golfo Melas, costeando el Quersoneso, cuando con sus galeras se dejaron caer sobre él los fenicios. Por más caza que le daban, pudo Milcíades escaparse con cuatro de sus naves y acogerse a Imbro; pero fue apresada la quinta, en la que iba por capitán Metíoco, su hijo mayor, habido, no en la hija del rey de Tracia Oloro, sino en otra esposa. Sabedores los fenicios de que el capitán de la nave apresada era hijo de Milcíades, le presentaron al rey creídos de que iban a hacerle en ello el más grato obsequio, por cuanto Milcíades había sido el que dio a los señores de la Jonia el voto de que lo mejor era condescender con los escitas, cuando éstos los pedían que disuelto el puente de barcas diesen la vuelta a su patria. Darío, después que tuvo en su poder a Metíoco, hijo de Milcíades, presentado por los fenicios, no sólo no le trató como enemigo, sino que la colmó de tantas mercedes que le dio casa y bienes, casándolo con una señora persiana, y los hijos que en ella tuvo son reputados como persas.

XLII. Partido Milcíades de Imbro, llegó salvo hasta Atenas. Los persas no hicieron en aquel año otra hostilidad ni violencia en castigo de los jonios, antes tomaron acerca de ellos, unas providencias muy útiles y humanas, pues aquel año fue cuando Artafernes, virrey de Sardes, convocando a los diputados de las ciudades de la Jonia, les obligó a que hiciesen entre ellos sus estatutos y tratados a fin de ajustar en juicio las diferencias mutuas y no valerse en adelante del derecho de las armas unos contra otros pasándolo todo a sangre y fuego. Obligado que los hubo a convenir en estos pactos, mandó Artafernes medir sus tierras por parasangas, medida persa así llamada que contiene 30 estadios. Medido así todo el país, señaló en particular los tributos, que se han mantenido hasta mis días en aquella regulación de Artafernes, la misma casi que ya de antes estaba impuesta.

XLIII. Todo estaba, pues, en Jonia tranquilo y sosegado. Al principio de la siguiente primavera, retirados; por orden del rey los demás generales, bajó Mardonio, hacia las provincias marítimas conduciendo un gran ejército de mar y tierra. Era este joven general hijo de Gobrias, y estaba recién casado con una princesa hija da Darío, llamada Artozostra. En Cilicia, adonde había llegado al frente de su ejército, entró a bordo de una nave y navegó con toda la escuadra, señalando otros caudillos que condujesen las tropas de tierra al Helesponto. Después que costeada el Asia Menor se halló Mardonio en la Jonia, siguió en ella una conducta tal, que bien sé que, referida aquí, ha de parecer una cosa sorprendente a aquellos griegos que no quieren persuadirse que Ojanes, uno de los septenviros confederados contra el Mago, fuese de parecer que entre los persas debiese instituirse un estado republicano; porque lo que hizo allí Mardonio desde luego fue deponer a todos los señores de la Jonia y sustituir en todas las ciudades la democracia o gobierno popular. Tomadas estas providencias, se dio mucha prisa en llegar al Helesponto. Después que en él se hubo juntado una prodigiosa armada y asimismo un ejército numeroso, pasaron las tropas embarcadas al otro lado del Helesponto, y de allí continuaron marchando camino de Eretria y de Atenas.

XLIV. Era, en efecto, el pretexto de aquella expedición el hacer la guerra a las dos ciudades mencionadas; pero el intento principal no era menos que el de conquistar para la corona todas las ciudades de la Grecia que pudiesen. Desde luego con la armada sujetaron a los de Taso, los cuales ni aun osaron levantar un dedo contra los persas: con el ejército de tierra agregaron a los Macedones a los vasallos que allí cerca tenían; pues ya antes les reconocía por señores todas aquellas naciones vecinas que moran más acá de la Macedonia. Dejando vencida a Taso, iba la armada naval costeando el continente que está frontero, hasta que aportó en Acanto. Salida después de allí, y procurando vencer el cabo del monte Atos, se levantó contra las naves el viento Bóreas con tal ímpetu y vehemencia, que arrojó un gran número de ellas contra dicho promontorio, donde es fama que trescientas fueron a estrellarse, pereciendo en ellas más de veinte mil personas; pues como aquellos mares abundan de monstruos marinos, muchos de los náufragos cerca de Atos fueron de ellos arrebatados y comidos; muchos perecieron arrojados contra las peñas; algunos por no saber nadar se ahogaban, y otros morían de puro frío. Tal desventura cargó sobre aquella armada.

XLV. El ejército de tierra se hallaba a la sazón atrincherado en Macedonia, cuando los Brigos, pueblos de la Tracia, embistieron en la oscuridad de la noche contra las tropas de Mardonio, logrando matar mucho número de ellas, y aun herir al mismo general, bien que esta sorpresa nocturna no pudo librarlos del yugo y servidumbre de los persas, no habiéndose retirado Mardonio de aquellos contornos hasta tanto que hubo rendido y domado a los Brigos. Vencidos éstos, pensó luego, con todo en volver atrás con su ejército entero, obligado a ello así por la pérdida que sus tropas terrestres habían sufrido en la pasada refriega con los Brigos, como por el gran naufragio que la armada había padecido en el promontorio Atos. Malograda con esto Lía la jornada, se retiró al Asia todo el ejército con mengua y pérdida de su reputación.

XLVI. Lo primero que Darío hizo al otro año fue enviar un mensajero a Taso mandando a los naturales de la isla, quienes habían sido delatados por los pueblos vecinos de que intentaban levantarse contra los persas, que demoliesen por sí mismos sus murallas y pasasen sus naves a Abdera. Los tasios, en efecto, así por haberse visto sitiados antes por Histieo, como por hallarse con grandes entradas de dinero, procuraban aprovecharlas bien en su, defensa, parte construyendo naves largas para la guerra, parte levantando muros más fuertes para su resguardo. Percibían los tasios esos réditos públicos que decía, así del continente como también de las minas, pues las de oro que poseían en Scaptesila, lugar de tierra firme, les redituaban por lo común 80 talentos, y las de la misma isla de Taso, dado que no llegaran a rendirles tanto, les producían con todo una suma tal, que el total de las rentas públicas de los tasios percibidas, ya de tierra firme, ya de las minas, cada uno subía ordinariamente a 200 talentos, y esto sin tener ninguna contribución impuesta sobre los frutos de la tierra; y el año que los negocios les iban muy bien, llegaba la suma de sus entradas a componer 300 talentos.

XLVII. Yo mismo quise ir a ver por mis ojos dichas minas, entre las cuales las que más me sorprendieron y mayor maravilla me causaron fueron aquellas que habían sido descubiertas por los antiguos fenicios, cuando poblaron dicha isla venidos a ella en compañía del fenicio Taso, de cuyo nombre tomó el suyo la isla. Estas minas Fenicias se ven en Taso situadas entre el territorio llamado Enira y el que llaman Cenira, donde se halla un gran monte abierto, arruinado y minado con varias excavaciones que viene a corresponder enfrente de Samotracia.

XLVIII. Los tasios, pues, en fuerza de aquella real orden, demolidas sus mismas fortificaciones, pasaron todas sus naves a Abdera. Tomada dicha providencia, como Darío quisiese tomar el pulso a los griegos y ver si se hallaban en ánimo de guerrear contra él o de entregarse más bien a su dominio, despachó hacia las ciudades de Grecia sus respectivos heraldos encargados de exigirles la obediencia para el rey con pedirles la tierra y el agua. Al mismo tiempo envió orden a las ciudades marítimas de sus dominios que construyesen naves largas para la guerra, y, otras asimismo de carga para el transporte de la caballería.

XLIX. Mientras que los vasallos de la marina preparaban estas naves, muchos pueblos de la Grecia situados en el continente se mostraban prontos para dará los embajadores destinados a sus ciudades lo que se les pedía de parte de Darío; y todos los isleños donde aquellos aportaron, y con mucha particularidad los de Egina, prestaron al rey la obediencia ofreciéndole la tierra y el agua. Sabida esta entrega de los eginetas, sospechando los atenienses, que ellos se habían entregado al persa por la enemistad que les tenían y con la mira de hacerles la guerra unidos con el bárbaro, diéronse desde luego por muy resentidos o injuriados; y alegres por tener un motivo tan especioso de queja contra los mismos, pasaron a Esparta y dieron allí cuenta de aquella novedad, acusando a los eginetas de traidores y enemigos de la Grecia.

L. En efecto, de resultas de esta acusación, el rey de los espartanos Cleomenes, hijo de Anaxandrides, pasó a Egina queriendo prender a los particulares que hubiesen sido los principales promotores de la traición. Entre otros muchos eginetas que le hicieron frente al ir a ejecutar tales prisiones, el que más se señaló en la resistencia fue Crio, hijo de Policrito, diciéndole claramente que mirase bien lo que hacía, si no quería que le costase bien caro, pues bien se echaba de ver que no venía a ejecutar aquella comisión de orden del común de los espartanos, sino que obraba sobornado con las dádivas de los atenienses, pues a no ser así, hubiera venido acompañado del otro rey su colega para hacer aquella captura. Esta representación y resistencia la hacía Crio de concierto o inteligencia con Demarato. Cleomenes, pues, que se veía echar de Egina por la oposición de Crio, preguntóle cómo se llamaba: dióle Crio su nombre, y al despedirse le replicó Cleomenes: —«Ahora bien, ya puede ese Crio (o carnero) forrar bien sus astas con puntas de bronce y de acero para topetar contra un gran desastre que le va a suceder.»

LI. Por aquel mismo tiempo en Esparta armaba a Cleomenes grandes intrigas un hijo de Ariston, llamado Demarato, rey asimismo de los espartanos, pero de una familia inferior a la de Cleomenes, no en la calidad de la sangre, siendo los dos de una misma cepa, sino en el derecho de primogenitura; pues sabido es que en atención a ella se da en Esparta la preferencia a la descendencia y casa de Eurístenes.

LII. Sobre este particular es preciso decir aquí que los lacedemonios, a pesar de todos los poetas, pretenden que no fueron los hijos de Aristodemo los que le condujeron al país que al presente poseen, sino que su conductor fue el mismo Aristodemo, siendo su rey al propio tiempo. Aristodemo, hijo de Aristómaco, nieto de Cleodeo y biznieto de Hillo, tenía por mujer a una señora llamada Argia, hija, según dicen, de Autesion, nieta de Tisamenes, biznieta de Tersandro y tataranieta de Polinices; y esta mujer, no mucho después de llegados al país, parió a Aristodemo dos gemelos. Aristodemo apenas los vio nacidos cuando murió de una enfermedad. En aquella época los lacedemonios, conformándose con sus leyes o costumbres, decretaron que fuera rey el mayor de dichos gemelos; pero como les veían a entrambos tan parecidos o iguales en todo, no pudiendo por sí mismos averiguar cuál de los dos fuese el primogénito, para salir de la duda lo preguntaron entonces a la madre que los había parido, o quizá antes ya se lo habían preguntado. Ella, aunque bien lo sabía, sin embargo, con la mira de hacer que fueran reyes los dos gemelos, afirmábase en asegurarles que ni ella misma podía absolutamente decir cuál de los dos niños fuese el mayor. Los lacedemonios, metidos en aquella confusión, enviaron su consulta a Delfos para salir de duda e incertidumbre. La Pitia les dio por respuesta que a entrambos los tuvieran por reyes, dando empero la preferencia al mayor de los gemelos. Con este oráculo de la Pitia quedaron los lacedemonios tan confusos corno antes, no hallando la manera de averiguar cuál de los niños fuese el que primero había nacido. Mas un tal Panites, que este era su nombre, natural de Messena, sugirió entonces a los lacedemonios un buen medio para salir de duda, a saber: avisarles que fuesen observando cuál de los gemelos fuese siempre el primero a quien limpiara y diera la teta la madre que los había parido; y si notaban que ella constante en esto nunca variase, no les quedaba ya más que hacer ni averiguar a fin de saber lo que pretendían; pero que si la madre fuese en ello alternando, se cercioraran de que ni la misma madre que parió a los mellizos les distinguía ni acababa de conocerles, y en tal caso les sería preciso tomar otro rumbo para salir de duda. Gobernados los espartanos por el aviso del Mesenio, pusiéronse muy de propósito a observar lo que hacía la madre con los hijos de Aristodemo, y sin que ella entendiera a qué fin la iban observando, vieron cómo siempre, así en alimento como en el aseo, daba el primer lugar a uno de los niños, que era el mayor de sus hijos. Con estas luces toman los lacedemonios al gemelo a quien la madre prefería, del todo persuadidos que era el primogénito, y mandándole criar y educar por cuenta del estado, le pusieron por nombre Eurístenes, llamando Procles al otro menor. De estos dos niños cuentan que por más que fuesen gemelos, llegados a la mayor edad, nunca fueron buenos hermanos, sino émulos entre sí y contrarios sempiternos, en lo que les imitaron siempre sus descendientes.

LIII. Los que así nos cuentan esta historia son únicamente los lacedemonios entre los griegos, como antes decía; lo que voy a referir es conforme con lo que dicen los demás griegos. Hasta subir a Perseo, hijo de Dánae, está bien seguida y deslindada la ascendencia de los reyes que tuvieron los dorios, y añadiré que si no se incluye en tal genealogía al dios que fue padre de Perseo, todos aquellos ascendientes fueron griegos de nación, puesto que por tales eran ya reputados en aquella época estos progenitores. La razón de que no queriendo subir más en esta genealogía dijera que no incluía en ella al dios padre de Perseo, es porque este héroe no lleva apellido de familia tomado de un padre que fuese hombre mortal, como vemos que lo lleva Hércules tomado de Anfitrión; de suerte, que con mucha razón me detuve en Perseo sin subir más arriba. Mas si dejando los padres de Perseo quisiera uno desde Dánae, hija de Acrisio, ir contando los progenitores de aquella real familia, se verá que son oriundos de Egipto los primeros príncipes ascendientes de los reyes dorios.

LIV. Esta es su genealogía, según la deslindan los griegos; pero si queremos escuchar en este punto a los persas, Perseo, siendo asirio, fue quien pasó a ser griego, pues cierto que no habían sido griegos sus progenitores. respecto a los padres de Acrisio, que nada tienen que ver con la ascendencia de Perseo, convienen los persas en que fueron egipcios, como pretenden los griegos.

LV. Mas baste lo dicho sobre este punto, que no quiero expresar aquí cómo siendo egipcios aquellos progenitores, ni por qué medios y proezas, llegaron a ser reyes de los dorios, pues otros lo han referido primero, y yo quiero solamente decir lo que otros no dijeron.

LVI. Tienen, pues, los espartanos ciertos derechos y prerrogativas reservadas para sus reyes, corno son: dos sacerdocios principales, uno el de Júpiter lacedemonio, otro el de Júpiter Uranio, como también el arbitrio de hacer la guerra y llevar las armas al país que quisieren, con tan amplias facultades que ningún espartano, so pena de incurrir en el más horrendo anatema, se lo pueda estorbar, igualmente el ser los primeros en salir acampada y los últimos en retirarse, y, en fin, tener en la milicia cien soldados escogidos para su guardia, tomar en tiempo de sus expediciones todas las reses que para víctimas quisieren, y apropiarse las pieles y también los lomos de las víctimas ofrecidas.

LVII. Estos son sus privilegios y gajes militares: los honores que les fueron concedidos en tiempo de paz son los siguientes: Cuando alguno hace un sacrificio público se guarda para los reyes el primer asiento en la mesa y convite; las viandas no solo deben presentárseles primero, sino que de todas debe darse a cada uno de los reyes doble ración comparada con la que se da a los denlas convidados, debiendo ser ellos los que den principio a las libaciones religiosas; a ellos pertenecen también las pieles de las víctimas sacrificadas. En todas las neomenias y hebdomas de cada mes (en los días 1º y 7º) debe darse a cada uno de los reyes en el templo de Apolo una víctima mayor, un medimno de harina y un cuartillo lacedemonio de vino. En los juegos y fiestas públicas los primeros asientos están reservados a sus personas. A ellos pertenece el nombramiento de sus ciudadanos para próxenos (agentes o procuradores públicos de las ciudades); y cada uno de ellos tiene la elección de dos Pythios o consultores religiosos diputados para Delfos, personas alimentadas en público en compañía de los mismos reyes. El día que estos no asisten a la mesa y comida pública, se debe pasarles en sus casas dos chenices de harina y una cotila de vino para cada uno en particular: el día en que asisten a la mesa común, debe doblárseles toda la ración. En los convites que hacen los particulares deben los reyes ser tratados y privilegiados del mismo modo que en las comidas públicas. La custodia de los oráculos relativos al estado corre a cuenta de los reyes; bien que de ellos deben ser sabedores los Pythios o consultores sacros. El conocimiento de ciertas causas está reservado a los reyes; si bien estas son únicamente: 1º. Con quién debe casar la pupila heredera que no hubiere sido desposada con nadie por su padre: 2º. Todo lo que mira al cuidado de los caminos públicos: 3º. Toda adopción siempre que uno quiera tomar por hijo a otra persona, debe celebrarse en presencia de ellos: 4º. El poder asistir y tomar asiento entre los Gerontes o senadores reunidos de oficio, que son 28 consejeros del estado; y cuando los reyes no quieren concurrir a la junta, hacen en ella sus veces los senadores más allegados a los mismos, de suerte que añaden a su propio voto dos mas, a cuenta de los dos reyes.

LVIII. Ni son las únicas demostraciones de honor hechas en vida a los reyes, sino que en muerte hacen con ellos estás y otras los espartanos. Lo primero, unos mensajeros a caballo van dando la noticia de la muerte por toda la Laconia, y por la ciudad van unas mujeres tocando por todas las calles su atabal. Al tiempo que esto pasa, es forzoso que de cada familia dos personas libres, un hombre y una mujer, se desaliñen y descompongan en señal de luto, so graves penas si dejan de hacerlo; de suerte que la moda de este luto entre los lacedemonios en la muerte de sus reyes, es muy parecida o idéntica a la que usan los pueblos bárbaros en el Asia, donde estilan hacer otro tanto cuando mueren sus reyes. Porque cuando muere el rey de los lacedemonios, no solo los espartanos mismos, sino los naturales o vecinos de toda Lacedemonia, es necesario que concurran en cierto número al entierro. Juntos, pues, en un mismo lugar y en determinado número, ya los dichos vecinos, ya los Ilotas, ya las mismos espartanos, todos en compañía de las mujeres, se dan golpes muy de veras en la frente, moviendo un gran llanto y diciendo siempre que el rey que acaban de perder era el mejor de los reyes. Si acontece que muera el rey en alguna campaña, acostumbran formar su imagen y llevarla en un féretro ricamente aseado. Por los diez días primeros consecutivos al entierro real, como en días de luto público, se cierran los tribunales y cesan asimismo los comicios.

LIX. En otra cosa se asemejan los espartanos a los persas: en que el nuevo rey y sucesor del difunto, al tomar posesión de la corona, perdona las deudas que todo espartano tuviese con su predecesor o con el estado mismo, cosa parecida a lo que pasa entre los persas, donde el rey nuevamente subido al trono hace gracia a todos sus vasallos de los tributos ya vencidos y no pagados.

LX. En otra costumbre se parecen a los egipcios los lacedemonios, que consiste en que los pregoneros de oficio, los trompeteros y los cocineros sucedan siempre en las artes a sus padres; de suerte que allí siempre es trompetero el hijo de trompetero, cocinero el hijo de cocinero y pregonero el hijo de pregonero, reteniendo siempre la herencia de las artes paternas, sin que otra de mejor calidad les saque de su oficio. Esto es, en suma, lo que pasa en Esparta.

LXI. Hallábase, pues, en Egina Cleomenes, como antes iba diciendo, empleado en procurar el bien común de la Grecia, y Demarato en tanto le estaba malamente calumniando en Esparta, no tanto por favorecer a los eginetas, como por el odio y envidia que le tenía. Pero vuelto de Egina Cleomenes, llevado de espíritu de venganza, maquinó el medio cómo privar del reino a Demarato, contra quien intentó la acción que voy a referir. Siendo Ariston rey de Esparta y viendo que de ninguna de dos mujeres que tenía le nacían hijos, se casó con una tercera de un modo muy singular. Un gran amigo de Ariston, de quien él se servía más que de ningún otro espartano, tenía a dicha por esposa una mujer la más hermosa de cuantas en Esparta se conocían, y era lo más notable que había venido a ser la más hermosa después de haber sido la más fea del mundo, mudanza que sucedió en estos términos: viendo el ama de la niña cuán deforme era su cara, y compadecida por una parte de que siendo hija de una casa tan rica y principal fuese desgraciada, y por otra de la pena que en ello recibían sus padres, empezó a cargar mucho la consideración sobre cada cosa de las referidas, y para remediarlas tomó la resolución de ir todos los días con la niña fea al templo de Helena en Esparta, situado en un lugar que llaman Terapua, más arriba de Febeo. Lo mismo era llegar el ama con su niña, que presentarse delante de aquella estatua y suplicar a la diosa Helena que tuviese a bien librar a la pobre niña de aquella fealdad. Es fama que al volverse un día del templo se apareció al ama cierta mujer y le preguntó qué era lo que en brazos tenía; dícele el ama que tenía en ellos una niña, y la mujer le pide que se la deje ver. Resistíase el ama, dando por razón que de orden de los padres de la niña a nadie podía enseñarla; pero como la mujer porfiase siempre en verla, vencida por fin el ama de la instancia que le hacía, se la enseñó. Ve la mujer a la niña, y pasándole la mano por la cara y cabeza, iba diciendo que sería la más bella de las mujeres de Esparta. ¡Cosa extraña! Desde aquel punto fue poniéndosele otro el semblante. A esta niña, pues, cuando hubo llegado a la flor de su edad, tomóla por mujer Aleto, hijo de Alcides, aquel amigo de Ariston a quien antes aludía.

LXII. Ariston, herido fuertemente y aun vencido de la pasión por aquella mujer, maquinó el siguiente artificio y engaño para salir con su antojo. Entra en un convenio con aquel amigo cuya era la hermosa mujer, de darle una prenda, la que más le gustase de cuanto poseía; pero con pacto y condición de que el amigo por su parte prometiera darle otra del mismo modo. Ageto, que veía casado a Ariston con otra mujer, no recelando remotamente que pudiera pedirle la suya, convino en el pacto y trueque de las prendas, que ambos confirmaron con juramento. Apresuróse luego Ariston a cumplir la palabra empeñada dando la presea que escogió Ageto de entre las de su tesoro, con la mira impaciente de recibir otra tal de parte de su amigo, declarándole al punto su pretensión y queriendo quitarlo la esposa. Protestábale Ageto que a todo menos a su mujer se extendía el pacto de la promesa; pero obligado al cabo con la fe del juramento y cogido en un escrupuloso lazo permitió que Ariston se fuese con su esposa.

LXIII. De esta manera Ariston, divorciándose con su segunda esposa, se casó con esta tercera mujer, la cual dentro de breve tiempo, aun antes del décimo mes, le parió aquel Demarato de que íbamos hablando. Puntualmente se hallaba Ariston en una junta con los Éforos, cuando uno de sus criados vino a darle la nueva de que acababa de nacerle un hijo. Al oír el aviso, pónese Ariston a recordar el tiempo que había desde que estaba casado con su tercera mujer, contando los meses por los dedos; y luego: —«¡Por Júpiter! exclama, que no puede ser mío el hijo de mi mujer;» juramento de que todos los Éforos fueron testigos, si bien nada contaron con él en aquella sazón. Fue después creciendo el niño, y persuadido Ariston de que, sin falta era hijo suyo, arrepentíase mucho de que antes se le hubiera deslizado la lengua en aquel dicho precipitado. Respecto al niño, la causa de ponerle por nombre Demarato (el deseado del pueblo) había sido los votos y rogativas públicas a Dios que antes habían hecho de común acuerdo los espartanos, pidiendo que naciera un hijo a Ariston, rey el más cumplido y estimado de cuantos jamás hubiese habido en Esparta, y por esta razón se dio al recién nacido el nombre de Demarato.

LXIV. Andando el tiempo, sucedió Demarato en el reino a su difunto padre Ariston, si bien parece ser disposición de los hados que aquel dicho de Ariston, sabido de todos, hubiese al cabo de ser ocasión para que se depusiese del trono a su hijo. De esta mala estrella, según creo, provendría que Demarato se declarase tan contrario a Cleomenes, así antes cuando se retiró desde Eleusina con sus tropas, como entonces cuando Cleomenes se dirigía contra los eginetas declarados partidarios del medo.

LXV. Formado, pues, por Cleomenes el proyecto de vengarse de Demarato, lo primero que hizo para lograrlo fue concertar con Leotiquides, hijo de Menares y nieto de Agis, príncipe de la misma familia que Demarato, que en casó de ser nombrado por rey en lugar de éste, le seguiría sin falta en el viaje que meditaba contra Egina. Quiso además la suerte cabalmente, que fuese Leotiquides por un motivo particular el enemigo mayor que tenía Demarato, porque habiendo aquél contraído esponsales con una señora principal llamada Pércalo, hija de Quilón y nieta de Demarmeno, robóle Demarato maliciosamente dicha esposa, adelantándosele en contraer con ella matrimonio y continuando en tenerla por su mujer, motivo que ocasionó grande odio y enemistad entre Leotiquides y Demarato. Por manejo, pues, de Cleomenes, depone Leotiquides en juicio, con juramento, que no siendo Demarato hijo de Ariston, como no lo era en efecto, no tenía derecho legítimo para reinar en Esparta. Jurada una vez la delación, llevaba adelante la causa, reproduciendo las mismas palabras que Ariston había proferido cuando, avisado por su criado de que le había nacido un hijo, sacada allí mismo la cuenta de los meses de matrimonio, juró que tal hijo no era suyo; de cuyas palabras asiéndose Leotiquides, porfiaba en que no era Demarato hijo de Ariston, y que no siéndolo, no reinaba en Esparta legítimamente; en prueba de todo lo cual citaba por testigos a los mismos Eforos, que hallándose entonces en una junta con Ariston, de boca de éste lo habían oído.

LXVI. Divididos, pues, los ánimos y pareceres en tan grave contienda, pareció a los espartanos que se consultase sobre el punto al oráculo en Delfos si era o no Demarato hijo de Ariston. Bien informada quedó la Pitia del asunto por la maña que se dio Cleomenes en prevenirla, pues en aquella sazón supo ganarse a un cierto Cobon, hijo de Aristofanto, el sujeto que más podía en Delfos, por cuyo medio logró sobornar a la Promantida, que se llamaba Periala, para hacer decir al oráculo lo que Cleomenes quería que dijese. En una palabra: la Pitia respondió a la consulta de los diputados religiosos que Demarato no era hijo de Ariston; si bien algún tiempo después, descubierta la trama y publicada la calumnia, ausentóse Cobon de Delfos, y la Promantida Periala fue privada de su empleo.

LXVII. He aquí lo sucedido en la causa de deposición del trono contra Demarato, quien después, por motivo de una nueva afrenta que se le hizo, huyendo de Esparta se refugió a la corte de los medos, porque depuesto ya de su dignidad, fue después nombrado para un empleo, que era la presidencia de una danza de niños. Sucedió que estando Demarato viendo y presidiendo aquella función en tiempo de las Gimnopedias (juegos públicos de niños desnudos), Leotiquides, que ocupaba ya su silla de rey, hizo que un criado le preguntase de su parte, por mofa y escarnio, qué tal le parecía presidir de corifeo después de haber mandado como rey. A cuya injuriosa pregunta respondió lleno de resentimiento Demarato, que bien sabía por experiencia lo que uno y otro venía a ser, al paso que Leotiquides aun lo ignoraba; pero que entendiese bien que aquella su insolente pregunta sería para los lacedemonios origen de gran dicha o de miseria suma. Dijo, y embozado, salióse luego del teatro para su casa, y sin dilación alguna prepara un sacrificio y ofrece al dios Júpiter un buey, concluido lo cual hace llamar a su madre.

LXVIII. Apenas llega ésta, cuando toma el hijo las asaduras de la víctima, póneselas en las manos y le habla en estos términos: —«Por los dioses todos del cielo, y en especial por este nuestro Júpiter Herceo, cuyas aras toco con mis propias manos, os suplico, madre mía, y os conjuro que, confesando ingenuamente la verdad, me digáis precisamente quién fue mi padre. Sabéis como Leotiquides depuso en juicio contra mi corona que, estando vos embarazada del primer marido, vinisteis a casa de Ariston. No faltan aún otros que hacen correr otra fábula más desatinada, diciendo de vos que, solíais tratar mucho con uno da vuestros criados, y por más señas dicen que con el arriero de casa, de manera que me hacen pasar por hijo de vuestro arriero. Por Dios, señora, que me digáis ahora la verdad sin empacho ni embozo, que al cabo, si algo hubo de esto, no habéis sido la primera, ni seréis la última en ello: ejemplos y compañeras se encuentran para todo. Por fin, lo que corre en Esparta por más válido es que Ariston era de su naturaleza infecundo, pues de otro modo hubiera tenido sucesión de sus primeras mujeres.» Así se explicó el hijo con la madre; la madre le replicó así:

LXIX. «Ya que con tus palabras me obligas, hijo mío, a que te hable claro, voy a decírtelo todo sin encubrirte cosa alguna. Has de saber que la tercera noche a punto después que me llevó a su casa Ariston, acercóseme un fantasma, en figura de él mismo, durmió conmigo y púsome, después en la cabeza una guirnalda que llevaba: hecho esto, me dejó y vino luego a mi lecho Ariston. Al verme con aquella, corona, pregúntame quién me la había dado, y respondiéndole yo que él mismo, díceme que no hay tal. Yo no hacía más que jurar una y mil veces que él había sido en efecto, y que muy mal hacía en querérmelo negar, sabiendo que muy poco antes había venido, estado conmigo y puéstome aquella misma corona. Como vio Ariston cuánto me afirmaba en ello y cuán de veras se lo juraba, cayó en la cuenta y persuadióse de que sería aquella cosa misteriosa y de orden sobrenatural, a lo cual hubo dos motivos que mucho le inclinaron: uno, porque se veía haber sido tomada la corona de aquel heroo que cerca de la puerta del patio de nuestra casa está levantado en honor de Astrabaco; otro, que consultados sobre el caso los adivinos, respondieron no haber sido otro el que vino a verme que el mismo héroe Astrabaco. He aquí, hijo, cuanto deseas saber; no hay medio: o eres hijo de un héroe, y entonces tu padre es Astrabaco, o cuando no lo seas, eres hijo do Ariston, pues de uno de los dos aquella noche te concebí. Y por lo que mira a la razón con que mayor guerra te hacen tus enemigos, alegando contra tu legitimidad que el mismo Ariston al recibir el aviso de tu nacimiento dijo delante de muchos que tú no podías ser suyo por no haber pagado diez meses, entiende, hijo, que se le deslizaron, aquellos palabras por no saber lo que suele pasar en tales asuntos, pues las mujeres paren unas a los nueve, otras a los siete meses, no esperando siempre a que se cumplan los diez, y yo cabalmente parí sietemesino; de suerte que no mucho después de su dicho conoció el mismo Ariston haber sido muy simple en lo que había hablado. Créeme a mí y déjales decir esas otras necedades acerca de tu generación, pues lo que has oído es la pura verdad. Esotro de arrieros, guárdelo para sí Leotiquides y para los que hacen correr tal patraña, y quiera Dios que sus mujeres no paran sino de sus arrieros.» Hasta aquí habló la madre.

LXX. Demarato, oído lo que quería saber, preparó lo necesario para el viaje que meditaba. Esparce la voz que va a Delfos para consultar al oráculo y encaminase en derechura hacia Hélida. Los lacedemonios, recelándose de que pretendía huírseles, le siguieron los alcances; pero llegados a Hélida, hallaron que se les había adelantado hacia Zacinto. Pasan luego allá y pretenden echarse sobre Demarato, y en efecto, le quitan todos sus criados; pero como los Zacintios se opusiesen a aquella prisión no queriendo entregar al fugitivo, pasó éste al Asia y se refugió a la corte del rey Darío, quien acogiéndole con real magnificencia, le señaló estados, dándole algunas ciudades para su dominio. Tal fue el motivo y la forma de la retirada que hizo al Asia Demarato y tal la buena acogida que la suerte le procuró: varón ilustre entre los lacedemonios, así por sus muchos hechos y dichos memorables, como en especial por haber alcanzado la palma en la carrera de las carrozas de Olimpia; gloria que entre todos los reyes de Esparta él solo había logrado.

LXXI. Volviendo a Leotiquides, hijo de Menares, que ocupó el trono de que había sido depuesto Demarato, tuvo un hijo por nombre Zeuxidemos, a quien algunos espartanos suelen llamar Cinisco, el cual por haber muerto primero que su padre no llegó a reinar en Esparta, dejando al morir un hijo llamado Aquidemo. Muerto Zeuxidemo, casó Leotiquides, su padre, en segundas nupcias con Euridama, hija de Diactorides y hermana de Menio. En ella no tuvo hijo alguno varón, pero sí una hija con el nombre de Lampito, la que el mismo Leotiquides dio por esposa a su nieto Arquidemo, el hijo de Zeuxidemo.

LXXII. Leotiquides, en castigo sin duda de la injuria cometida contra Demarato, no logró la fortuna de tener en Esparto una dichosa vejez. Su desventura procedió de que, capitaneando las tropas lacedemonias contra Tesalia, aunque tuvo en su mano subyugar todo el país, se dejó corromper con una gran suma de plata. Cogido, pues, en sus mismos reales con el hurto en las manos, pues lo habían hallado sentado encima de una gran valija llena de dinero, fue por ello acusado en Esparto, y citado a comparecer allí en juicio, huyóse a Tegea, donde acabó sus días, habiendo sido arruinada su casa en Esparta por sentencia del tribunal: sucesos que, por más que los note aquí, acaecieron algún tiempo después.

LXXIII. Pasemos a Cleomenes, quien al ver que le había salido bien su intriga contra Demarato, tomando consigo a Leotiquides, su nuevo colega y partidario, encaminóse luego contra Egina, poseído del enojo y del ardiente deseo de vengar el desacato que allí se le había hecho. No osaron los de Egina, viendo venir contra ellos a los dos reyes, hacerles resistencia, con lo cual los reyes entresacaron a su salvo diez sujetos de Egina, los de mayor consideración, ya por lo rico, ya por lo noble de sus familias, e incluidos en este número Crio, el hijo de Polícrito, y Casambo, hijo de Aristócrates, los dos sujetos de mayor crédito y poder en la isla, se llevaren presos a los diez, y pasando con ellos al Ática, los confiaron en depósito y custodia a los atenienses, los mayores enemigos que tuviesen los eginetas.

LXXIV. Pero Cleomenes, después de lo que llevo referido, temiendo mucho el resentimiento de los espartanos, entre quienes se había ya divulgado la calumnia y negra trama de que se había valido para la ruina de Demarato, se retiró a Tesalia. De allí pasando a la Arcadia y sublevados los arcades por su medio e influjo, empezó a maquinar novedades contra Esparta, a la cual queriendo hacer la guerra, no sólo obligaba a jurar a los arcades que lo seguirían donde quiera que les condujese como general, sino que además tenía resuelto llevar consigo los magistrados de Arcadia a la ciudad de Eonacris, donde quería tomarles el juramento de fidelidad por la laguna Estigia, a lo cual le movería la opinión de los mismos arcades de que en dicha ciudad se halla el agua de la Estigia. Es cierto en realidad que se ve allí cómo va goteando de una peña una poca agua que de allí se encamina hacia un valle circuido con una pared seca: Nonacris, donde se encuentra esta fuente, es una de las ciudades de Arcadia vecina a Feneo.

LXXV. Informados en tanto los lacedemonios del manejo de Cleomenes y temerosos de lo que de allí podría resultarles, llamáronle a Esparta con la promesa de mantenerle en la posesión de sus antiguos derechos a la corona. Apenas volvió allá Cleomenes, cuando se apoderó de él, algo propenso de antes a la demencia, una locura declarada, pues apenas encontraba entonces con algún espartano, dábale luego en la cara con el cetro; de suerte que sus mismos parientes, viendo que se propasaba a tales extremos de locura, le ataron a un cepo. Preso allí, cuando vio que un hombre solo le estaba guardando, pidióle que le diese su sable, y si bien el guardia se lo negó al principio, oídos con todo los castigos con que le amenazaba para algún día, dióselo al cabo de puro miedo; ni es de admirar que temiera siendo uno de los Ilotas. El furioso Cleomenes, al verse con la cuchilla en la mano, empezó por sus piernas una horrorosa carnicería, haciendo desde el tobillo hasta los muslos unas largas incisiones; continuólas después del mismo modo desde los muslos hasta las ijadas y lomos, ni paró hasta acabar consigo llevando su destrozo sobre el vientre. Así murió Cleomenes con fin tan desastrado, bien fuese aquel un castigo del soborno con que cohechó a la Pitia en la causa de Demarato, como dicen muchos griegos; bien fuese en pena de haber talado el bosque sacro de las diosas, cuando acometió contra Eleusina, como aseguran solos los atenienses; bien fuese aquella la paga de la violación del templo de Argos, de donde sacó a los argivos refugiados después de la rota del ejército y los hizo pedazos, incendiando al mismo tiempo el bosque sagrado sin el menor escrúpulo ni reparo, como pretenden los mismos argivos, cuyo hecho pasó en los términos siguientes:

LXXVI. Consultando Cleomenes en cierta ocasión al oráculo en Delfos, fuele respondido que lograría rendir a Argos; condujo, pues, contra Argos a sus espartanos, y llegando al frente de ellos al río Erasino, el cual, según se dice, tiene su origen en la laguna Estinfalia, pues sumiéndose ésta en una abertura oculta y subterránea, aparece otra vez en Argos, desde donde lleva ya aquella corriente el nombre de río Erasino que le dan los argivos; llegado, repito, Cleomenes a aquel río, hízole sacrificios como para pedirle paso. En ninguna de sus víctimas se presentaba al lacedemonio algún agüero propicio en prueba de que Erasino le diera paso por su corriente. Dijo Cleomenes que le parecía muy bien que no quisiera el Erasino ser traidor a sus vecinos, pero que no por eso se felicitarían mucho por tal fidelidad los argivos. En efecto, partióse de allí con sus tropas hacia Tirea, donde, hechos al mar sus sacrificios, pasó en naves con su gente a los confines de Tirinto y de Nauplia.

LXXVII. Sabido esto por los argivos, salieron armados hacia las costas a la defensa del país, y llegados cerca de Tirinto, plantaron sus trincheras enfrente de las de los lacedemonios, en un lugar llamado Sipia, dejando un corto espacio ente los dos reales. Los argivos, muy alentados y animosos para entrar en batalla campal, sólo se recelaban de alguna sorpresa insidiosa, pues a algunas asechanzas aludía un oráculo que, contra ellos y contra los Milesios juntamente había proferido antes la Pitia en estos términos: —«Cuando la mujer victoriosa repela en Argos al hombre y lleve la gloria de valiente, hará que corran las lágrimas a muchas Argivas, hará que alguno pasada tal época diga: horrible yace la triple serpiente, domada por la lanza». Como viesen, pues, los argivos que todo lo del oráculo se les había puntualmente cumplido, les ponía esto mismo en grandes temores; así que para su mayor seguridad les pareció seguir en su campo las órdenes que diese en el de los enemigos el pregonero de éstos, y lo practicaron tan puntualmente, que lo mismo era hacer la señal el pregonero espartano, que poner por obra los argivos lo mismo que intimaba aquél a los suyos.

LXXVIII. Cuando Cleomenes estuvo ya bien seguro de que los argivos iban ejecutando lo que su pregonero indicaba a sus tropas, dio orden a los suyos de que, cuando el pregonero les toque a comer, al punto tomando las armas embistan a los argivos. Con aquella orden los lacedemonios se dejaron caer de repente sobre los argivos en el momento que estaban comiendo según la voz del pregonero enemigo, y llevaron a cabo con tal éxito su artificio, que muchos de los contrarios quedaron tendidos en el campo, y muchos más se refugiaron al bosque sagrado de Argos, donde luego se los sitió cerrándoles el paso para la salida.

LXXIX. Entonces fue cuando Cleomenes echó mano del ardid más alevoso, pues informado por ciertos fugitivos que consigo tenía del nombre de los retraídos, mandó a su pregonero que se acercase al bosque y llamase afuera por su propio nombre a algunos de los refugiados, diciendo que les daba libertad como a prisioneros cuyo rescate ya tenía, pues sabido es que entre los peloponesios el rescate está tasado y convenido en dos minas por prisionero. Llamando, pues, Cleomenos a los argivos uno a uno, había ya hecho morir a 50 de ellos, sin que los refugiados del bosque hubiesen imaginado lo que pasaba por afuera con los que salían, pues por lo espeso de la arboleda no alcanzaban a verlo los de dentro. Pero al cabo, subiendo uno de ellos encima de un árbol, observó lo que allá sucedía a los llamados, y desde entonces llamaba Cleomenes y nadie más salía.

LXXX. Visto lo cual por Cleomenes, dio orden a los Ilotas que rodeasen el bosque de fagina, unos por una parta y otros por otra, y hecho esto, le mandó dar fuego. Ardía ya todo en llamas, cuando preguntando Cleomenes a uno de los desertores de qué dios era el bosque sagrado, y oyendo responder que era del dios de Argos, con un gran gemido: —«Cruelmente, dijo, me has burlado, adivino Apolo, al decirme que rendiría a Argos; concluido está todo, a lo que veo, y cumplido tu oráculo.»

LXXXI. Desde aquel punto da licencia Cleomenes al grueso del ejército para que se vuelva a Esparta, y tomando en su compañía mil soldados de la tropa más escogida, va a sacrificar con ellos en el Hereo. Luego que el sacerdote de Juno le ve ir a sacrificar en aquella ara, se le opone, alegando no ser lícito tal sacrificio a ningún forastero; mas Cleomenes, mandando a sus Ilotas que aparten del ara y azoten al sacerdote, lleva adelante su sacrificio, el cual concluido, da la vuelta hacia Esparta.

LXXXII. Vuelto allí de su expedición, citáronle sus enemigos a comparecer delante de los Eforos, acusándole de soborno por no haber tomado la ciudad de Argos, pudiendo con toda seguridad hacerlo; a quienes respondió así Cleomenes, no sé si mintiendo o si diciendo verdad: que una vez apoderado del templo de Argos, habíale parecido quedar ya verificado el oráculo de Apolo, y que por tanto había juzgado no deber hacer la tentativa de rendir la misma ciudad de Argos, hasta que de nuevo hiciera la prueba si el dios permitiría que la tomase, o si antes bien se opondría a ello; que como a este fin sacrificase en el Hereo con agüeros propicios, vio que del pecho del ídolo de Juno salía una llama, prodigio que le hizo pensar no estaba reservada para él la toma de la plaza de Argos, porque si la llama de fuego, en vez de salir del pecho de la estatua, le hubiera salido de la cabeza, hubiera creído en tal caso poder rendir a fuerza la ciudad; pero saliendo del pecho, entendió que estaba ya hecho allí cuanto Dios quería que se hiciera. Lo cierto es que esta apología pareció a los espartanos tan justa y razonable, que en fuerza de ella la mayor parte de votos dio por absuelto a Cleomenes.

LXXXIII. Quedó Argos de resultas de aquella guerra tan huérfana de ciudadanos, que los esclavos que en ella había, apoderados del estado, se mantuvieron en los empleos públicos hasta que los hijos de los argivos allí muertos llegaron a la edad varonil, pues entonces recobraron el dominio, quitando a los esclavos el mando y echándolos de la ciudad, si bien los expulsos lograron con las armas en la mano hacerse dueños de Tirinto. Por algún tiempo quedaron así los negocios en paz y sosiego, hasta tanto que quiso la desventura que cierto adivino Cleandro, natural de Figalia, pueblo de la Arcadia, juntándose con los esclavos dominantes en Tirinto, lograse alarmarles con sus razones contra los de Argos, sus señores. Encendióse con esto una guerra entre señores y esclavos que duró bastante tiempo, y de que a duras penas salieron al cabo vencedores los argivos.

LXXXIV. En pena de tan funestas violencias, pretenden los argivos, como decía, que acabó furioso Cleomenes, cuya desastrada muerte niegan los espartanos que haya sido castigo ni venganza de ningún dios, antes aseguran que por el trato que tuvo Cleomenes con los escitas se hizo un gran bebedor, y de bebedor y borracho vino a parar en loco furioso. Cuentan que los escitas nómadas, después que Darío invadió sus tierras, concibieron un vehemente deseo de tomar venganza del persa, y con esta mira por medio de sus embajadores formaron con los espartanos una liga concertada en estos términos: que los escitas, siguiendo el río Fasis, debiesen invadir la Media, y que los espartanos, acometiendo desde Éfeso al enemigo, hubiesen de subir tierra adentro hasta juntarse con los escitas. Con esto pretenden los lacedemonios que por el sobrado trato que tuvo Cleomenes con los embajadores venidos con el fin mencionado, aprendió a darse al vino y a la bebida, de manera que de allí le nació después su furiosa manía. Añaden aún más, en prueba de lo dicho: que de esta venida de los escitas tomó principio la frase que usan los espartanos al querer beber larga y copiosamente: Vaya a la Escítica. Pero, por mas que así piensen y hablen los espartanos, creo que el fin de Cleomenes no fue sino castigo del cielo por lo que hizo contra Demarato.

LXXXV. Apenas los de Egina supieron la muerte de Cleomenes, cuando por medio de sus diputados en Esparta resolvieron afear a Leotiquides la prisión de los suyos, detenidos como rehenes en Atenas. En la primera audiencia pública que delante del tribunal se dio a los diputados, decretaron los lacedemonios ser un atentado lo que Leotiquides había ejecutado con los eginetas, condenándole a que, en recompensa del agravio padecido por los que en Atenas quedaban prisioneros, fuese llevado preso a Egina. En efecto, estaban ya los eginetas a punto de llevarse preso a Leotiquides, cuando un personaje de mucho crédito en Esparta, por nombre Teásides, hijo de Leoprepes, les reconvino con estas palabras: —«¿Qué es lo que tratáis de hacer ahora, oh eginetas? ¿Al rey mismo de los espartanos, que ellos entregan a vuestro arbitrio, pretendéis llevar prisionero? Creedme, y pensadlo bien antes; pues aunque llevados del enojo y resentimiento presente así acabáis de resolverlo, si vosotros lo ejecutáis, corre mucho peligro de que, arrepentidos los espartanos y corridos de lo hecho, maquinen después vuestra total ruina en alguna expedición.» Palabras fueron estas que, haciendo desistir a los eginetas de la prisión ya resuelta de Leotiquides, les persuadieron a la reconciliación con tal que él les acompañase a Atenas y les hiciese restituir sus rehenes.

LXXXVI. Pasando, en efecto, Leotiquides a Atenas, pedía su antiguo depósito; pero los atenienses, obstinados en no restituirlo, no hacían sino buscar excusas y pretextos, saliéndose con decir que, puesto que los dos reyes de Esparta les habían a una confiado aquellos rehenes, no les parecía justo ni conveniente restituirlos a uno de ellos y no a los dos juntos. Oídas estas razones y viendo Leotiquides que no querían volverlos, les habló de este modo: «Ahora bien, atenienses, allá os avengáis; escoged el partido que mejor os parezca: sólo os diré que en volver ese depósito haréis una obra justa y buena, y en no volverlo no haréis sino todo lo contrario. A este propósito quiero contaros lo que acerca de un depósito sucedió en Esparta. Cuéntase, pues, entre nosotros los espartanos que vivía en Lacedemonia, hará tres generaciones, un varón llamado Glauco, hijo de Epicides, el cual es fama que, a más de ser en las demás prendas el sujeto más excelente de todos, muy particularmente en punto a justicia y entereza, era reputado por el más cabal y cumplido de cuantos tenía Lacedemonia. En cierta ocasión, pues, sucedió a éste, como solemos contar los espartanos, un caso muy singular, y fue que desde Mileto vino a Esparta un forastero Jonio, sólo con ánimo de tratarle y de hacer prueba de su entereza, y llegado, le habló en esta conformidad: —«Quiero que sepas, amigo Glauco, como yo, siendo un ciudadano de Mileto, vengo muy de propósito a valerme de tu equidad y hombría de bien; porque viendo yo que en toda la Grecia y mayormente en la Jonia tenias la fama de ser un hombre justo y concienzudo, empecé a pensar y ponderar dentro de mí cuán expuestas están a perderse allá en Jonia las riquezas y cuán seguras quedan aquí en el Peloponeso, pues jamás los bienes se mantienen allá largo tiempo en las manos y poder de unos mismos dueños. Hechos, pues, tales discursos y sacadas conmigo estas cuentas, me resolví a vender la mitad de todos mis haberes y a depositar en su poder la suma que de ellos sacase, bien persuadido de que en tus manos estaría todo salvo y seguro. Allí tienes, pues, ese dinero; tómalo juntamente con el símbolo que aquí ves; guárdalo, y al que te lo pida presentándote esa contraseña; harásme el gusto de entregárselo.» Estas razones pasaron con el forastero de Mileto, y Glauco, en consecuencia, se encargó del depósito bajo la palabra de volverlo. Pasado mucho tiempo, los hijos del Milesio que había hecho el depósito, venidos a Esparta y avistados con Glauco, pedían su dinero presentándole la consabida contraseña. Sobrecogido el hombre con aquella visita, les despacha brusca y descomedidamente. —Yo, les decía, ni me acuerdo de tal cosa, ni me queda la menor idea que haga venirme ahora en conocimiento de eso que decís. Con todo, os afirmo que si al cabo hago memoria de ello, estoy aquí pronto para hacer con vosotros cuanto fuere razón. Si lo recibí, quiero volvéroslo sin defraudaros en un óbolo; pero si hallo que nunca toqué tal dinero, tened entendido que con vosotros haré lo que hubiere lugar en justicia, según las leyes de Grecia. A este fin me tomo, pues, cuatro meses de tiempo para salir de duda.» Con tal respuesta, llenos de pesadumbre los Milesios, como quienes creían no ver más su dinero, dieron la vuelta a su casa. Entretanto, nuestro Glauco para consultar el punto hace a Delfos su peregrinación, y preguntando allí al oráculo si haría bien en apropiarse la presa jurando no haber recibido tal depósito, recibió la respuesta de la Pitia en estos versos: «Glauco, hijo de Epicides, por de pronto hará tu fortuna el perjurar y robar el oro pérfidamente: júralo; un hombre de fe llega al término en su muerte. Mas al juramento queda un hijo anónimo que, sin mover pies ni manos, llega velocísimo y acaba con el nombre y con la familia toda del perjuro, al paso que mejora la prole póstuma del hombre leal.» Por más que Glauco al oír tales documentos pidiese perdón al dios de sus intenciones, oyóse con todo de boca de la Pitia que lo mismo era ante Dios tentarle para que aprobase una ruindad, que cometerla realmente. La cosa paró en que Glauco, llamados los Milesios, les restituyó su dinero. Ahora voy a deciros, atenienses, a qué fin os he contado esta historia. Sabed, pues, que en el día no queda rastro de aquel Glauco; no hay descendiente ninguno, ni casa ni hogar que se sepa ser de Glauco, tan de raíz pereció en Esparta su raza; y tanto como veis importa el dejarse de supercherías en punto a depósitos, volviéndolos fiel y puntualmente a sus dueños cuando los exijan.» Habiendo hablado así Leotiquides, como viese que no le daban oídos los atenienses, regresó de nuevo.

LXXXVII. Era mucho el encono entre los de Atenas y los eginetas, quienes antes de satisfacer a las injurias que declarados a favor de los tebanos habían hecho a los primeros, les hicieron un nuevo insulto; pues llevados de cólera y furor contra los atenienses, de quienes se daban por ofendidos, preparándose a la venganza, tomaron la siguiente resolución: Tenían los atenienses en Sunio una nave capitana de cinco remos, que era la famosa Teorida, y estando llena de los personajes principales de la ciudad, apresáronla los eginetas apostados en una celada, y tomada la nave, retuvieron en prisión a todos aquellos ilustres pasajeros. Los atenienses, recibida tan insigne injuria, pensaron que no convenía dilatar la venganza de ella, procurándola tomar por todos los medios posibles.

LXXXVIII. En aquella sazón vivía en egineta un sujeto principal, por nombre Nicodromo, hijo de Eneto, el cual resentido de sus conciudadanos por haberle antes desterrado de su patria, al ver entonces a los atenienses deseosos de venganza y prontos a invadir su país, entendióse con ellos, ajustando el día en que él acometería la empresa y ellos vendrían a su socorro. Concertadas así las cosas, apoderóse ante todo Nicodromo, según antes se convino con los atenienses, de la ciudad vieja, que así la llamaban en Egina.

LXXXIX. Quiso la desgracia que los atenienses, por no haber tenido a punto una armada que pudieran oponer a la de los eginetas, no acudieron al plazo señalado; de suerte que entretanto que negociaban con los de Corinto para que les dieran sus buques, pasada la ocasión, se malogró la empresa. En efecto, aunque los corintios, que eran a la sazón los mayores amigos de Atenas, dieron a los atenienses veinte naves que les pedían so color de vendérselas a cinco dracmas por nave, y esto por no faltar a la ley que les prohibía dárselas regaladas, los atenienses con todo, formando con estas naves cedidas y con las suyas bien armadas una escuadra de setenta naves y navegando hacia Egina, no pudieron llegar a ella sino un día después del término convenido.

XC. Cuando vio, pues, Nicodromo que al tiempo prefijado no parecían los atenienses, tomó entonces un barco y escapóse de Egina en compañía de los paisanos que seguirle quisieron. A todos estos desertores dieron los atenienses casa y acogida en Sunio, lugar de donde solían ellos salir a talar y saquear la isla de Egina; bien que esto sucedió algún tiempo después.

XCI. Los aristócratas do Egina, vencido en ella el vulgo que en compañía de Nicodromo se les había levantado, tomaron la resolución de hacer morir a todos aquellos de quienes acababan de apoderarse, y entonces puntualmente fue cuando cometieron aquella acción tan impía y sacrílega, que jamás pudieron expiar por más recursos y medios que a este fin practicaron, en tanto grado, que antes se vieron arrojados de su isla, que no aplacado y propicio el numen de Céres profanado. He aquí el caso: llevaban de una vez al suplicio a 700 de sus paisanos cogidos prisioneros de guerra, cuando uno de ellos, rompiendo sus prisiones y refugiándose al atrio de Céres la Legisladora, asió con las dos manos las aldabas de la puerta. Procuran a viva fuerza arrancarle de las aldabas, y no pudiendo conseguirlo, cortan al infeliz los Puños, y quedando las dos manos asidas de la puerta de Céres, llévanle así arrastrando al matadero. Tan inhumana fue la impiedad que por su daño cometieron los eginetas.

XCII. Entran después en un combate naval con los atenienses, los cuales con 70 naves se habían acercado a la isla. Vencidos los de Egina, por más que llamaron después en su socorro a los argivos, antes sus aliados, nunca quisieron éstos venir en su ayuda; y el motivo de queja de su parte era porque la tripulación de las naves eginetas, a las que Cleomenes obligó a seguirle al ir a acometer las costas de Argólida, había allí desembarcado en compañía de los lacedemonios, ocasión en que asimismo saltó a tierra la gente que venía en las naves sicionias; y de aquí resultó después que los argivos impusieron a las dos naciones 1.000 talentos de multa, 500 a cada una. Los Sibilinos, confesando su culpa en el desembarco, ajustaron la enmienda en 100 talentos, pago con que redimieron la multa por su parte. Los eginetas, al contrario, altivos y presumidos, ni reconocieron la injuria, ni excusaron la culpa; motivo por el cual, cuando pedían ser socorridos, ninguno de orden del común de los argivos les dio asistencia ni favor; bien es verdad que mil sujetos particulares de su propia voluntad les socorrieron. Un luchador famoso en el pentatlo, por nombre Euribates, condujo a Egina estos aventureros en calidad de general; pero los más de ellos, muertos a manos de los atenienses, no vieron más a Argos, y aun el valiente Euribates, por más que en tres duelos mató a tres competidores, en el cuarto quedó vencido y muerto por Sófanes, hijo de Deceles.

XCIII. Durante la guerra, como lograsen los eginetas en un lance hallar la armada de Atenas desordenada, cogiendo cuatro naves con toda la tripulación, alcanzaron una victoria naval. De este modo los atenienses continuaban la guerra con los de Egina.

XCIV. Entre tanto el persa Darío, ya porque su criado le estuviese inculcando cada día que se acordase de los atenienses, ya porque los Pisistrátidas que tenía cerca de su persona nunca paraban de enconarle más y más contra Atenas, ya porque él mismo, echando mano de aquel pretexto ambiciosamente, aspirase de suyo a rendir con la fuerza a cuanto griego no se le sujetase de grado, entregándole al modo persiano la tierra y el agua; por todos estos motivos, repito, llevaba adelante sus designios primeros. Viendo, pues, cuán poco adelantaba Mardonio al frente de su armada, quitóle el cargo de general y nombró de nuevo dos jefes para ella, el uno Datis, de nación medo, el otro Artafernes, su sobrino, hijo del virrey Artafernes. Destinándolos contra Eretria y contra Atenas, dióles orden al partir de su presencia de que, arruinadas entrambas ciudades, le presentasen a su vista esclavos y presos a los ciudadanos de ellas.

XCV. Partidos los dos generales de la presencia del rey y llegados al campo Alcio en Cilicia, conduciendo un grueso ejército bien apercibido y abastecido de todo, asentaron allí sus reales en tanto que acababa de juntarse toda la armada naval, cuyo contingente se habla antes distribuido y exigido a cada ciudad marítima, como también el convoy de las naves destinadas al transporte de la caballería, las que un año antes había mandado Darío que lo tuviesen a punto sus vasallos tributarios. Luego que en las costas estuvieron aprontadas las naves, embarcando la caballería y tomando la infantería a bordo del convoy, hiciéronse a la vela navegando con seiscientas galeras hacia la Jonia. Desde allí no siguieron su rumbo costeando la tierra firme y tirando en derechura hacia el Helesponto y la Tracia, sino que salidos de Samos, tomaron la derrota por cerca del Icario, pasando entre aquellas islas circunvecinas. El miedo que les causaba el promontorio Atos, difícil de doblar, hizo, según creo, que siguieran aquel nuevo curso, por cuanto el año anterior, siguiendo por él su rumbo, habían allí experimentado un gran infortunio y naufragio; a lo cual les precisaba además la isla de Naxos, no domada todavía por los persas.

XCVI. Desde las aguas del mar Icario, intentando los persas en su expedición dar el primer golpe contra la citada Naxos, dejáronse caer sobre ella; pero los naxios, que bien presentes tenían las muchas hostilidades cometidas antes contra los persas, huyendo hacia los montes, ni aun quisieron esperar la primera descarga del enemigo: así que los persas, incendiados los templos con la ciudad toda de Naxos, se hicieron a la vela contra las demás islas, llevándose a cuantos prisioneros pudieron haber a las manos.

XCVII. Los Delios, en tanto que los persas se ocupaban en dichas hostilidades, desamparando por su parte a Delos, iban huyendo hacia Teno. Llevaban la proa de las naves con dirección a Delos, cuando el general Datis, adelantándose en su capitana a todas ellas, no les permitió echar ancla cerca de aquella isla, sino más allá, en Renea; aun hizo más, pues informado del lugar adonde los Delios se habían refugiado, quiso que de su parte les hablara, así un heraldo a quien hizo pasar allá: —«¿Por qué, oh Delios, siendo personas sagradas, movidos de una sospecha, para mi indecorosa, vais huyendo de Delos? Quiero que sepáis que así por mi modo mismo de pensar, como por las órdenes que tengo del rey, estoy totalmente convencido de que no debe ejecutarse la más mínima hostilidad ni contra el suelo en que nacieron los dos dioses vuestros, ni menos contra vosotros, vecinos de ese país. Abora, pues, volveos a vuestras casas y vivid quietos en vuestra isla.» Y no contento Datis con la embajada que por su heraldo envió a los Delios, mandando él mismo acumular sobre al ara de Delos hasta 300 talentos de incienso, los quemó en honor de los dioses.

XCVIII. Dadas estas pruebas de su religión, Eretria fue la primera ciudad contra quien partió Datis con toda la armada, en la que llevaba a los jonios y a los eolios. Apenas había levantado ancla, cuando en Delos se sintió un terremoto, el primero que se hubiera allí sentido, según dicen los Delios, y el último hasta mis días: singular prodigio con que significaba Dios a los mortales el trastorno y calamidades que iban a oprimirles. Así fue en realidad que bajo los reinados de Darío, hijo de Histaspes, de Jerjes, hijo de Darío, y de Artajerjes, hijo de Jerjes, tuvo la Grecia más daños que sufrir por el espacio de tres generaciones que no había sufrido antes en las veinte edades continuas que habían precedido a Darío; daños ya causados en ella por las armas de los persas, ya también sucedidos por la ambición de los jefes de partido y corifeos de la nación, que con las armas se disputaban entre sí el imperio de la patria común. Por donde no podrá parecer inverosímil que entonces Delos, no sujeta antes al terremoto, se pusiera por primera vez a temblar, mayormente estando ya escrito de ella en un oráculo: «A Delos la innoble a último la moveré.» Los nombres mismos de los dichos reyes parecían ominosos para los griegos, en cuyo idioma Darío equivale al que llamamos refrenador; Jerjes, el guerrero, y Artajerjes, el gran guerrero; de suerte que razón tendrían los griegos para llamar así en su lengua a aquellos tres reyes el Refrenador, el Guerrero y el Gran Guerrero.

XCIX. Los bárbaros partidos de Delos iban acometiendo las islas circunvecinas, a cuya gente de guerra obligaban a seguir su armada, tomando al mismo tiempo en rehenes a los hijos de aquellos isleños. Continuando su curso, aportaron los persas a la ciudad de Caristo, donde viendo que los caristios no querían dar rehenes y que se resistían a tomar las armas contra las ciudades sus vecinas, designando con este nombre a la de Eretria y la de Atenas, puesto sitio a la plaza y talando al mismo tiempo la campiña, obligáronles por fin a declararse por su partido.

C. Informados los moradores de Eretria de que venía contra ellos la armada de los persas, pidieron a los de Atenas les enviasen tropas auxiliares. No se resistieron los atenienses a enviarles socorro, antes bien les destinaron 4.000 colonos suyos que habían sorteado entre sí el país que antes había sido de los caballeros Calcidenses. Pero los de Eretria, aunque llamasen en su ayuda a los atenienses, no procedían con todo de muy buena fe en su resolución, vacilantes entre dos partidos y aun encontrados en sus pareceres, queriendo unos desamparar la ciudad y retirarse a los riscos y escollos de Eubea, y maquinando otros vender su patria con la mira de sacar del persa ventajas particulares. Viendo Esquines, hijo de Noton, uno de los principales de la ciudad, aquella disposición de ánimo en los de entrambos partidos, dio cuenta de lo que pasaba a los atenienses que ya se les habían juntado, pidiéndoles que tomasen la vuelta de sus casas si no querían acompañarles en la ruina. Por este medio lograron salvarse los atenienses, siguiendo el aviso y pasando de allí a Oropo.

CI. Llegando los persas con su armada, abordaron en las playas de Eretria contra su bosque sagrado, contra Quereas y contra Egilia. Aportados a estos lugares, desembarcaron desde luego sus caballos, formándose ellos mismos en escuadrones como dispuestos a entrar en acción con los enemigos. Habían resuelto los Eretrios no salirles al encuentro ni cerrar con el enemigo, antes ponían todo su cuidado en fortificar y guardar sus muros, pues había prevalecido el parecer de los que no querían desamparar la plaza. Hacíase con la mayor actividad el ataque de los persas y la defensa de los sitiados; de suerte que durante seis días cayeron muchos de una y otra parte. Pero llegado el séptimo, dos sujetos principales, Euforbo, hijo de Alcímaco, y Filargo, hijo de Cineas, entregaron alevosamente la ciudad a los persas, quienes, entrando en ella, primeramente pegaron fuego a los templos, vengando las llamas con que habían ardido los de Sardes, y después, conforme las órdenes de Darío, redujeron al estado de cautivos a sus moradores.

CII. Rendida ya Eretria, interpuestas unos pocos días de descanso, navegaron hacia el Ática, donde, talando toda la campiña, pensaban que los atenienses harían lo mismo que habían hecho los de Eretria; y habiendo en el Ática un campo muy a propósito para que en él obrase la caballería, al cual llamaban Maratón, lugar el más vecino a Eretria, allí los condujo Hipias, hijo de Pisístrato.

CIII. Sabido el desembarco por los atenienses, movieron las armas para o ponerse al persa, conducidos por diez generales. Tenía entro éstos el décimo lugar Milcíades, cuyo padre Cimon, hijo de Esteságoras, se había visto precisado a huir de Atenas en el gobierno de Pisístrato, hijo de Hipócrates. En el tiempo que Cimon se hallaba desterrado de Atenas tuvo la dicha de alcanzar la palma en Olimpia con su carroza, y quiso ceder la gloria de aquel primer premio a Milcíades, su hermano uterino; y habiendo salido él mismo vencedor con las mismas yeguas en los juegos olímpicos inmediatos, concedió a Pisístrato que fuese aclamado por vencedor a voz pública de pregonero, cuya victoria le reconcilió con él e hizo restituirlo a su patria. Pero habiendo tercera vez logrado el premio en Olimpia con el mismo tiro de yeguas, tuvo la desgracia de que los hijos de Pisístrato, que ya no vivía por entonces, le maquinasen la ruina; y en efecto, acabaron con él haciendo que de noche le acometiesen unos asesinos en el Pritaneo. Cimon fue sepultado en los arrabales de la ciudad, más allá del camino que llaman de Cela, y enfrente de su sepulcro fueron enterradas sus yeguas, tres veces vencedoras en los juegos olímpicos; proeza que si bien habían hecho ya las yeguas de Exágoras el Lacon, ningunas otras hallaron que en ello les igualasen. Siendo Esteságoras, de quien hablé, el hijo primogénito de CImon, a la sazón se hallaba en casa de su tío Milcíades, que le tenía consigo en el Quersoneso; el menor estaba en Atenas en casa de Cimon, y en atención a Milcíades el poblador de Quersoneso, se llamaba con el mismo nombre.

CIV. Era entonces general de los atenienses este mismo Milcíades llegado del Quersoneso y dos veces librado de la muerte; pues una vez los fenicios le dieron caza hasta Imbro, muy deseosos de haberle a las manos y poderle llevar prisionero a la corte del rey; y otra vez, escapado de ellas y llegado ya a su casa, cuando se tenía por salvo y seguro, tomándole sus émulos por su cuenta, le llamaron a juicio acusándole de haberse alzado con la tiranía o dominio del Quersoneso. Pero habiendo sido absuelto, fue nombrado entonces por elección del pueblo general de los atenienses.

CV. Lo primero que hicieron dichos generales, aun antes de salir de la ciudad, fue despachar a Esparta por heraldo a Fidípides, natural de Atenas, hemorodromo (o correo de profesión). Hallándose este, según el mismo decía y lo refirió a los atenienses cerca del monte Partenio, que cae cerca de Tegea, apareciósele el dios Pan, el cual habiéndole llamado con su propio nombre de Fidípides, le mandó dar quejas a los atenienses, pues en nada contaban con él, siéndoles al presente propicio, habiéndoles sido antes muchas veces favorable y estando en ánimo de serles amigo en el porvenir. Tuvieron los de Atenas por tan verdadero este aviso, que estando ya sus cosas en buen estado, levantaron en honor de Pan un templo debajo de la fortaleza, y continuaron todos los años en hacerle sacrificios desde que les envió aquella embajada, honrándole con lámparas y luminarias.

CVI. Despachado, pues, Fidípides por los generales, y haciendo el viaje en que dijo habérsele aparecido el dios Pan, llegó a Esparta el segundo día de su partida, y presentándose luego a los magistrados, hablóles de esta suerte: —«Sabed, lacedemonios, que los atenienses os piden que los socorráis, no permitiendo que su ciudad, la más antigua entre las griegas, sea por unos hombres bárbaros reducida a la esclavitud; tanto más, cuando Eretria ha sido tomada al presente y la Grecia cuenta ya de menos una de sus primeras ciudades.» Así dio Fidípides el recado que traía: los lacedemonios querían de veras enviar socorro a los de Atenas, pero les era por de pronto imposible si querían faltar a sus leyes; pues siendo aquel el día nono del mes, dijeron no poder salir de la empresa, por no estar todavía en el plenilunio, y con esto dilataron hasta él la salida.

CVII. El que conducía a los bárbaros a Maratón era aquel Hipias, hijo de Pisístrato, que la noche antes tuvo entre sueños una visión en que le parecía dormir con su misma madre, de cuyo sueño sacaba por conjetura, que vuelto a Atenas y recobrado el mando de ella, moriría después allí en edad avanzada: tal era la interpretación que daba al sueño. Este, pues, sirviendo de guía a los persas, hizo primeramente pasar luego los esclavos de Eretria a la isla de los Stirios, llamada Egilia; lo segundo señalar a las naves aportadas a Maratón el lugar donde anclasen; lo tercero colocar en tierra a los bárbaros salidos de sus naves. Al tiempo, pues, que andaba en estas providencias, vínole la gana de estornudar y toser con más fuerza de lo que tosía el anciano; y fue tal la tos, que los más de los dientes mal acondicionados se le movieron, y aun hubo uno que le saltó de la boca. Todo fue luego buscar el diente que le había caído en la arena, y como este no pareciese, dio un gran suspiro, diciendo a los que cerca de sí tenía: —«Adiós, amigos; ya rehusa ser nuestra esta tierra; no podremos, no, otra vez poseerla; lo poco que de ella para mí quedaba, de eso mi diente tomó ya posesión.»

CVIII. En esto, como Hipias infería, había venido a parar todo su sueño. Estaban los atenienses formados en escuadrones en el templo de Hércules, cuando vinieron a juntarse en su socorro todos los de Platea que podían tomar las armas, como hombres que se habían entregado los atenienses, y por quienes los atenienses, puestos a peligro repetidas veces, mucho habían sufrido. La ocasión de entregarse a Atenas fue la siguiente: hallábanse los plateenses acosados por los tebanos, y desde luego quisieron ponerse bajo el imperio de Cleomenes, hijo de Anaxandrides, dándose a los lacedemonios que casualmente se les habían presentado, pero no queriendo éstos admitirles, les dijeron: —«Nosotros vivimos muy lejos; sería nuestro socorro un triste consuelo para vosotros: muchas veces os veríais presos antes que nosotros pudiéramos saber lo que pasase. El consejo que os damos es que os entreguéis a los atenienses; son vuestros vecinos, y no desaventajados para protectores.» Este consejo de los lacedemonios no tanto nacía de afecto que tuviesen a los de Platea, cuanto del deseo de inquietar a los atenienses, enemistándoles con los beocios. No fue vano el aviso de los lacedemonios, porque gobernados por él los de Platea, esperando el día en que los atenienses sacrificaban a los doce dioses, presentáronseles en traje de suplicantes a las mismas aras, e hiciéronles donación de sus haciendas y personas. Habida esta noticia, movieron los tebanos sus armas contra los de Platea, y los atenienses acudieron a su defensa. Estando ya a punto de acometerse los ejércitos, impidiéronselo los corintios, quienes interponiéndose por medianeros, y comprometiéndose a su arbitrio los dos partidos, señalaron los límites de la región de manera que los de Tebas no pudieran obligar a ser alistados o incorporados en los dominios de Beocia a los beocios que no quisiesen serlo: así lo determinaron los corintios, y se volvieron. Al tiempo que los atenienses retiraban sus tropas, dejáronse caer sobre ellas los beocios, pero fueron vencidos en la refriega: de donde resultó que los atenienses, pasando más allá de los términos que los corintios habían señalado a los de Platea, quisieron que el mismo río Asopo sirviese de límites a los tebanos por la parte que mira a Hisias y a Platea. Tal fue la manera como los plateenses se alistaron entre los vasallos de los atenienses, a cuyo socorro vinieron entonces a Maratón.

CIX. No convenían en sus pareceres los generales atenienses: decían unos que no era apropósito entrar en batalla, siendo pocos para combatir con el ejército de los medos; los otros, con quienes asentía Milcíades, exhortaban el combate. Viendo los votos encontrados, y que iba a prevalecer el partido peor, entonces Milcíades tomó el expediente de hablar aparte al Polemarco. Era él Polemarco, (o general de armas) un magistrado que había sido nombrado en Atenas a pluralidad de votos para que diese su parecer en el undécimo lugar después de los diez generales, y al cual daban antiguamente los atenienses la misma voz en las decisiones que a los estrategos o generales: ocupaba entonces aquella dignidad Calímaco Afidneo, a quien habló así Milcíades: —«En tu mano está ahora, Calímaco, o el reducir a Atenas a servidumbre, o conservarla independiente y libre, dejando con esto a toda la posteridad un monumento igual al que dejaron Harmodio y Aristogitón. Bien ves que es este el mayor peligro en que nunca se vieron hasta aquí los atenienses: si caen bajo de los medos, conocido es lo que tendrán que sufrir entregados a Hipias; pero si la ciudad vence, llegará con esto a ser la primera y principal de las ciudades griegas. Voy a decirte cómo cabe muy bien que suceda lo que dije, y cómo la suma de todo ello viene a depender de tu arbitrio. Los votos de los generales, que aquí somos diez, están encontrados y empatados: quieren los unos que se dé la batalla; los otros lo resisten. Si no la damos, temo no se levante en Atenas alguna gran sedición que pervierta los ánimos y nos obligue a entregarnos al medo; pero si la damos antes que algunos atenienses se dejen corromper, espero en los dioses y en la justicia de la causa, que podremos salir del combate victoriosos. Dígole, pues, que todo al presente estriba en ti, y depende de tu voto: si votas a mi favor, por ti queda libre tu patria, y por ti vendrá a ser la ciudad primera y la capital de la Grecia; pero si sigues el parecer de los que no aprueban el choque, sin duda serás el autor de tanto mal cuanto es el bien contrario que acabo de expresarte.»

CX. Con este discurso Milcíades trajo a Calímaco a su partido, con la adición de cuyo voto quedó decretado el combate. Los generales cuyo parecer había sido que se diese la batalla, cada cual en el día en que les tocaba la Pritania (o mando del ejército) cedían sus veces a Milcíades, quien, aunque lo aceptaba, no quiso con todo cerrar con el enemigo hasta el día mismo en que por su turno la tocaba de derecho la Pritania.

CXI. Al tocarle empero su legítimo turno, formó para la batalla las tropas atenienses del siguiente modo: en el ala derecha mandaba Calímaco el Polemarco, pues es costumbre entre los atenienses que su Polemarco dirija esta ala; tras aquel jefe seguían las filas (o tribus), según el orden con que vienen numeradas; y los últimos de todos eran los platenses, colocados en el lado izquierdo. De esta batalla se originó que siempre que los atenienses ofrecen en sus panegires (o juntas generales) los sacrificios que se celebran en cada Pentetérida (o quinquenio), el pregonero ateniense pida a los dioses la prosperidad para los atenienses y juntamente para los de Platea. Ordenados así en Maratón los escuadrones de Atenas, resultaba que constando de pocas líneas, el centro de estos, a fin de igualar la frente de los medos con la de los atenienses, quedaba débil, mientras las dos alas tenían muchos de fondo.

CXII. Dispuestos en orden de batalla y con los agüeros favorables en las víctimas sacrificadas, luego que se dio la señal, salieron corriendo los atenienses contra los bárbaros, habiendo entre los dos ejércitos un espacio no menor que de ocho estadios. Los persas, que les veían embestir corriendo, se dispusieron a recibirles a pie firme, interpretando a demencia de los atenienses y a su total ruina, que siendo tan pocos viniesen hacia ellos tan de prisa, sin tener caballería ni ballesteros. Tales ilusiones se formaban los bárbaros; pero luego que de cerca cerraron con ellos los bravos atenienses, hicieron prodigios de valor dignos de inmortal memoria, siendo entre todos los griegos los primeros de quienes se tenga noticia que usaron embestir de carrera para acometer al enemigo, y los primeros que osaron fijar los ojos en los uniformes del medo y contemplar de cerca a los soldados que los vestían, pues hasta aquel tiempo sólo oír el nombre de medos espantaba a los griegos.

CXIII. Duró el ataque con vigor, por muchas horas en Maratón, y en el centro de las filas en que combatían los mismos persas y con ellos los sacas, llevaban los bárbaros la mejor parte, pues rompiendo vencedores por medio de ellas, seguían tierra adentro al enemigo. Pero en las dos alas del ejército vencieron los atenienses y los de Platea, quienes viendo que volvía las espaldas el enemigo no la siguieron los alcances, sino que uniéndose los dos extremos acometieron a los bárbaros del centro, obligáronles a la fuga, y siguiéndoles hicieron en los persas un gran destrozo, tanto que llegados al mar, gritando por fuego, iban apoderándose de las naves enemigas.

CXIV. En lo más vivo de la acción, uno de los que perecieron fue Calímaco el Polemarco, habiéndose portado en ella como bravo guerrero: otro de los que allí murieron fue Estesilao, uno de los generales, hijo de Trasilao. Allí fue cuando Cinegiro, hijo de Euforion, habiéndose asido de la proa de una galera, cayó en el agua, cortada la mano con un golpe de segur. A más de estos, quedaron allí muertos otros muchos atenienses de esclarecido nombre.

CXV. En efecto, los de Atenas con esta acometida se apoderaron de siete naves. Los bárbaros, haciéndoles retirar desde las otras, y habiendo otra tomado a bordo los esclavos de Eretria que habían dejado en una isla, siguieron su rumbo la vuelta de Sunio, con el intento de dejarse caer sobre la ciudad, primero que llegasen allá los atenienses. Corrió por válido entre los atenienses, que por artificio de los Alcmeónidas formaron los persas el designio de aquella sorpresa, fundándose en que estando ya los persas en las naves levantaron ellos el escudo, que era la señal que tenían concertada.

CXVI. Continuaban los persas doblando a Sunio, cuando los atenienses marchaban ya a todo correr al socorro de la plaza, y habiendo llegado antes que los bárbaros, atrincheráronse cerca del templo de Hércules en Cinosarges, abandonando los reales que cerca de otro templo de Hércules tenían en Maratón. Los bárbaros, pasando con su armada más allá de Falero, que era entonces el arsenal de los atenienses, y mantenidos sobra las áncoras, dieron después la vuelta hacia el Asia.

CXVII. Los bárbaros muertos en la batalla de Maratón subieron a 6.400; los atenienses no fueron sino 192; y este es el número exacto de los que murieron de una y otra parte. En aquel combate sucedió un raro prodigio: en lo más fuerte de la acción, Epicelo, ateniense, hijo de Cufágoras, peleando como buen soldado cegó de repente sin haber recibido ni golpe de cerca, ni tiro de lejos en todo su cuerpo; y desde aquel punto quedó ciego por todo el tiempo de su vida. Oí contar lo que él mismo decía acerca de su desgracia, que le pareció que se le ponía delante un infante elevado, cuya barba le asombró y le cubrió todo el escudo, y que pasando de largo aquel fantasma mató al soldado que a su lado tenía: tal era, según me contaban, la narración de Epicelo.

CXVIII. Volviéndose Datis al Asia con toda su armada, cuando estaba ya en Micono tuvo entre sueños una visión, la que no se dice cuál fuese, si bien el efecto de ella fue que apenas amaneció hiciese registrar todas sus naves, y habiendo hallado en una de los fenicios una estatua dorada de Apolo, preguntó de dónde había sido robado, y noticioso del templo de donde procedía, fuese a Delos en persona con su capitana. Ya entonces los Delos se habían, restituido a su isla. Depositó Datis dicha estatua en aquel templo, y encargó a los Delios que volviesen aquel ídolo a Delio, lugar de los tebanos que cae en la playa enfrente de Cálcide. Dada la orden, volvióse Datis en su nave; pero los Delios no restituyeron la estatua, la cual 20 años después fueron a recobrar los tebanos, avisados por un oráculo, y la volvieron a Delio.

CXIX. Después que aportaron al Asia Datis y Artafernes vueltos de su expedición, hicieron pasar a Susa los esclavos hechos en Eretria. El rey Darío, aunque gravemente enojado contra los Eretrios antes de tenerlos prisioneros, por haber sido los primeros en cometer las hostilidades, con todo, después que los tuvo en su presencia y los vio hechos sus esclavos, no tomó contra ellos resolución alguna violenta; antes bien les dio habitación en un albergue suyo, situado en la región Cicia, que tiene por nombre Arderica, distante de Susa 210 estadios y 40 solamente de aquel pozo que produce tres especies de cosas bien diferentes, pues de él se saca betún, sal, y también aceite, del modo que expresaré. Sírvense para sacar el agua de una pértiga, en cuya punta en vez de cubo atan la mitad de en odre partido por medio. Métenlo de golpe, y luego derraman lo que viene dentro en una pila, de la cual lo pasan a otra, en donde, derramado, se convierte en las tres especies dichas: el betún y la sal al punto quedan allí cuajados, el aceite lo van recogiendo en unas vasijas, y le dan los persas el nombre de radímica, siendo un licor negro que despide un olor ingrato. Allí fueron colocados los Eretrios por orden del rey Darío, cuya habitación, juntamente con su idioma antiguo, conservan hasta el presente, y a esto se reduce la historia de sus sucesos.

CXX. Los lacedemonios en número de 2.000 llegaron al Ática después del plenilunio, y tan grande era el deseo de hallarse con el enemigo, que al tercer día después de salidos de Esparta se pusieron en el Ática. Habiendo llegado después de la batalla, y no queriendo dejar de ver de cerca a los medos, fuéronse a Maratón para contemplarlos allí muertos. Colmaron de alabanzas a los atenienses por aquellas hazañas, y se despidieron para volverse a su patria.

CXXI. Volviendo a los Alcmeónidas, mucha admiración me causa, y no tengo por verdadero lo que de ellos se cuenta, que de concierto con los persas les mostrasen el escudo en señal de querer que Atenas fuese presa de los bárbaros y entregada al dominio de Hipias; pues ellos se mostraron más enemigos de los tiranos, o tanto por lo menos, como Calias, hijo de Fenipo y padre de Hipónico, quien fue el único entre todos los atenienses que después de echado Pisístrato de Atenas se atrevió a comprar sus bienes confiscados y vendidos a voz de pregonero, fuera de que en otras mil cosas más dio un público testimonio del odio que le tenía.

CXXII. De este Calias es mucha razón que todos a menudo se acuerden no sin elogio, ya por haber sido, como llevo dicho, un hombre señalado particularmente en libertar a su patria; ya por la gloria que adquirió en Olimpia, donde logró como vencedor el primer premio en la corrida de un caballo singular, y el segundo en la de la cuadriga, ya por que en los juegos Pythios, habiendo sido declarado vencedor, se mostró muy magnífico en el banquete que dio a los griegos; ya por lo bien que se portó con sus hijas, que fueron tres, con las cuales, luego que tuvieron edad proporcionada al matrimonio, usó la bizarría y generosidad de que cada cual escogiese entre los ciudadanos el marido que mejor le pareciese, y las casó, en efecto, con quien quiso cada cual.

CXXIII. Ahora pues, habiendo sido los Alcmeónidas igualmente o nada menos enemigos de los tiranos que Calias, paréceme un error monstruoso y una calumnia indigna de fe el que para llamar a los persas levantasen sus escudos unos hombres que vivieron desterrados por todo el tiempo del gobierno de los tiranos, y que no cesaron con sus intrigas hasta obligar a los hijos de Pisístrato a desamparar su dominio, con lo cual, a mi entender, lograron tener más parte en la libertad de Atenas que Harmodio y Aristogitón, pues estos con dar la muerte a Hiparco nada adelantaron contra los otros que tiranizaban a la patria, antes bien irritaron más contra ella a los demás hijos de Pisístrato. Pero, los Alcmeónidas sin la menor disputa fueron los libertadores de Atenas, si fueron ellos realmente los que ganaron a la Pitia para que diese a los lacedemonios el oráculo, que les decidió a libertarla, según tengo antes declarado.

CXXIV. Podrá decirse que quizá por algún disgusto y ofensa recibida del gobierno popular de Atenas quisieron entregar la patria; pero esto no lleva camino, porque no hubo en Atenas hombres más aplaudidos ni más honrados, por el pueblo. Así que contra toda buena crítica es el decir que levantasen el escudo con esta mira. Es cierto que hubo quien lo levantó, ni otra cosa puede decirse, porque así es la verdad; pero quién fuese el qué lo verificó lo ignoro, ni tengo más que añadir sobre ello de lo que llevo dicho.

CXXV. La familia de los Alcmeónidas, si bien desde mucho tiempo atrás era ya distinguida en Atenas, se hizo notablemente más ilustre en la persona de Alcmeon, no menos que en la de Megacles. El caso fue, que cuando los lidios de parte de Creso fueron enviados de Sardes a Delfos para consultar aquel oráculo, no sólo les sirvió en cuanto pudo Alcmeon, hijo de Megacles, sino que se esmeró particularmente en agasajarles. Informado Creso por los lidios que habían hecho aquella romería de cuán bien por su respeto había obrado con ellos Alcmeon, convidóle a que viniera a Sardes, y llegado, le ofreció de regalo tanto oro cuanto de una vez pudiese cargar y llevar encima. Para poderse aprovechar mejor de lo grandioso de la oferta, fue Alcmeon a disfrutarla en este traje: púsose una gran túnica, cuyo seno hizo que prestase mucho dejándolo bien ancho, calzóse unos coturnos los más holgados y capaces que hallar pudo, y así vestido fuese al tesoro real adonde se la conducía. Lo primero que hizo allí fue dejarse caer encima de un montón de oro en polvo, y henchir hasta las pantorrillas aquellos sus borceguíes de cuanto oro en ellos cupo. Llenó después de oro todo el seno; empolvóse con oro a maravilla todo el cabello de su cabeza; llenóse de oro asimismo toda la boca: cargado así de oro iba saliendo del erario, pudiendo apenas arrastrar los coturnos, pareciéndose a cualquier otra cosa menos a un hombre, hinchados extremadamente los mofletes y hecho todo él un cubo. Al verle así Creso no pudo contener la risa, y no sólo le dio todo el oro que consigo llevaba, sino que le hizo otros presentes de no menor cuantía, con lo cual quedó muy rica aquella casa, y el mismo Alcmeon, pudiendo criar sus tiros para las cuadrigas, fue vencedor con ellos en los juegos Olímpicos.

CXXVI. En la edad inmediata a esta, Clístenes, señor de Sición, subió hasta tal punto el nombre de la misma familia, que la hizo mucho más célebre todavía. Esto Clístenes, hijo de Aristonimo, nieto de Mirón, y biznieto de Andreo, tuvo una hija llamada Agarista, a quien quiso casar con el griego que hallase más sobresaliente de todos; y así, en el tiempo en que se celebraban las fiestas olímpicas en las cuales alcanzó la palma con su cuadriga el mismo Clístenes, hizo pregonar que cualquiera de los griegos que se tuviese por digno de ser yerno de Clístenes, pasados sesenta días o bien antes, se presentase al concurso en Sición; pues que él había determinado celebrar las bodas de su hija dentro del término de un año, que se empezaría a contar desde allí a sesenta días. Entonces todos los griegos que se picaban de notables, ya por sus prendas y linaje, ya por la nobleza de su patria, concurrieron allá como pretendientes, a quienes estuvo Clístenes entreteniendo para ver quién era el más digno pretendiente en la carrera y en la palestra.

CXXVII. De la Italia concurrió el sibarita Smindirides, hijo de Hipócrates, que había llegado a ser el hombre más sobresaliente de todos en las delicias del lujo, en un tiempo en que Sibaris florecía sobremanera; concurrió asimismo el sirita Damas, hijo de Samiris, el que llamaban el sabio: ambos vinieron de la Italia. Del golfo Adriático, es decir, del seno Jonio, se presentó Anfimnesto, hijo de Epistrofo, natural de Epidamno. Vino también un Etolo, por nombre Males, hermano del famoso Titormo, que superó en valentía a todos los griegos, y vivió retirado en un rincón de la Eolia huyendo del comercio de los hombres. Del Peloponeso llegó Leocedes, hijo de Fidon, tirano de los argivos, quien descendía de aquel Fidon ordenador de los pesos y medidas de los peloponesios, hombre el más violento e inicuo de todos los griegos, que habiendo quitado a los Eleos la presidencia en los juegos Olímpicos, se alzó con el empleo de Agonoteta (o prefecto de aquel certamen). vino de Trapezunte el árcade Amianto, hijo de Licurgo; vino asimismo Lafanes Azeno, natural de la ciudad de Peo, hijo de aquel Euforion de quien es fama en la Arcadia que recibió en su casa a los Dioscuros Castor y Pólux, y desde aquel tiempo solía hospedar a todo hombre que se le presentase: vino por fin el eleo Onomasto, hijo de Ageo; todos los cuales vinieron del mismo Peloponeso. De Atenas fueron a la pretensión Megacles, hijo de aquel Alcmeon que había hecho la visita a Creso, y otro llamado Hipóclides, hijo de Tisandro, el sujeto más rico y gallardo de todos los atenienses. De Eretria, ciudad entonces floreciente, concurrió Lisanias, el único que se presentó venido de Eubea. De Tesalia acudió Diactórides el Craconio, de la familia de los Scópadas; y de los Molosos, vino Alcon: estos fueron los aspirantes a la boda.

CXXVIII. Habiéndose, pues, presentado los amantes al día señalado, desde luego se iba Clístenes informando de qué patria y de qué familia era cada uno. Después, por espacio de un año, los fue entreteniendo a su lado, haciendo pruebas de la bizarría, del valor, de la educación y de las costumbres de todos, ya tratando con cada uno en particular, ya con todos ellos en común; y aun a los más jóvenes los conducía a los gimnasios, donde ejercitasen desnudos sus fuerzas y habilidades. Pero con especialidad procuraba observarles en la mesa, pues todo el tiempo que los tuvo cerca de su persona, era quien llevaba el coste y el que les daba un magnífico hospedaje. Hecha la prueba, los que más le satisfacían eran los pretendientes venidos de Atenas, y entre estos nadie le placía tanto como Hipóclides, el hijo de Tisandro, gobernándose en este aprecio tanto por el valor que en él veía, como por ser de una familia emparentada con la de los Cipsélidas que antiguamente hubo en Corinto.

CXXIX. Cuando llegó el día aplazado así para el festín de la boda, como para la publicación del yerno que Clístenes hubiese escogido entre todos, mató éste cien bueyes y dio un magnífico convite, no sólo a los pretendientes, sino también a los moradores de Sición. Allí sobre mesa, apostábanselas los pretendientes en la música, y a quién descifraría algún acertijo o enigma propuesto. Iban adelante los brindis después de la comida, cuando Hipóclides, que era el héroe y bufón de la fiesta, mandó al flautero que le tocase la emmelia, y empezada ésta, la bailó con mucha gracia y mayor satisfacción propia; si bien Clístenes, observando todas aquellas fruslerías, la miraba ya de mal ojo. No paró aquí Hipóclides: descansó un poco, e hizo que le trajesen una mesa, la cual puesta allí, bailó primero sobre ella a la Lacónica, después danzó a la Ática con gestos muy ajustados; finalmente dio sus tumbos encima de la mesa, la cabeza abajo y los pies en alto, haciendo manos de las piernas para los gestos. Clístenes, si bien viéndole bailar la primera y segunda danza se desdeñaba ya en su interior de tomar por yerno a Hipóclides, a un bailarín tal y sinvergüenza, reprimíase con todo no queriendo desconcertarse contra él; pero al cabo cuando le vio dar tumbos y vueltas y zapatetas en el aire, no pudiendo ya mas consigo, lanzóle estas palabras: —«Ahora sí, hijo de Tisandro, que como saltimbanquis acabas de escamotearte la novia.» Y replicóle el mozo: —«¿Qué se le da a Hipóclides de la novia? cuyo dicho quedó desde entonces en proverbio.

CXXX. Clístenes, haciendo que todos en silencio le oyesen, hablóles así: —«Pretendientes de mi hija, muy pagado estoy de las prendas de todos vosotros, y si posible me fuera, a cada uno de vosotros daría con gusto la novia sin elegir en particular a ninguno y sin desechar a los demás. Pero bien veis que tratándose de una doncella sola, no cabe contentaros a todos: mi ánimo es regalar a cada uno de los que no alcanzéis la novia un talento de plata en prueba de lo mucho que me honro con haberla todos pretendido, como también en atención a la ausencia que habéis hecho de vuestras casas. Por lo demás, doy por mujer mi hija Agarista a Megacles, hijo de Alcmeon, al uso de los atenienses.» Aceptóla por tal Megacles, y quedó contraído solemnemente el matrimonio.

CXXXI. Así se terminó la competencia de los pretendientes, y de ella dimanó la gran rama y celebridad de los Alcmeónidas por toda la Grecia. De este matrimonio nació aquel Clístenes que ordenó las filas y la democracia en Atenas, llamado así en memoria de su abuelo materno Clístenes el sicionio. Nacióles también Hipócrates, quien tuvo por hijos otro Megacles y otra Agarista, llevando ésta el nombre de la Agarista hija de Clístenes. La segunda Agarista habiendo casado con Jantipo, hijo de Arifon, tuvo un sueño estando en cinta, en que le pareció que había parido un león; y poco después parió a Pericles, hijo de Jantipo.

CXXXII. Volviendo a Milcíades, después de la derrota de los persas en Maratón creció mucho su crédito entre los atenienses, de quienes era antes ya muy estimado. Entonces, pues, pidió Milcíades a sus conciudadanos que le confiasen 70 naves con la tropa y estipendios correspondientes, sin declararles contra quiénes meditaba aquella expedición, asegurándoles solamente que si querían seguirle, iba a enriquecerles, pues pensaba conducirles a cierta provincia, de donde sin el menor daño ni peligro podrían volver cargados de oro. En estos términos pidió la armada, y los atenienses, confiados en lo que les prometía, se la cedieron.

CXXXIII. Teniendo aquella tropa embarcada ya a su mando, partió Milcíades contra Paros, dando por razón que iba a castigar a los parios por haber antes hecho la guerra con sus galeras asistiendo al persa en Maratón. Pero este era un mero pretexto, y lo que en realidad le movía era el encono contra los parios, nacido de que Liságoras, hijo de Tisias y natural de Paros, le había acusado y puesto mal con el persa Hidarmes. Llegado allá Milcíades con su armada, puso sitio a la ciudad en que se habían encerrado los parios, a quienes envió un pregonero pidiéndoles le diesen cien talentos, con la amenaza de que en caso de negarlos no levantaría el sitio antes de rendirla plaza. Los parios, lejos de discurrir cómo darían a Milcíades aquella suma, sólo pensaban en el modo de defender bien su ciudad, fortificándola más y más y alzando de noche otro tanto aquella parte de los muros por donde la plaza estaba más expuesta a ser combatida.

CXXXIV. Hasta aquí concuerdan en la narración del hecho todos los griegos: lo que después sucedió lo cuentan los parios del siguiente modo: Dicen que Milcíades, falto de consejo, consultó con una prisionera natural de la misma Paros, que se llamaba Timo y era la sacerdotisa de las diosas infernales Ceres y Proserpina. Habiéndose ésta presentado a Milcíades, aconsejóle que si tanto empeño tenía en tomar a Paros, hiciera lo que ella misma dijese; y en efecto, habiéndole confiado el expediente, subió Milcíades a un cerro que está enfrente de la ciudad, y no pudiendo abrir las puertas del templo de Céres Legisladora, quiso saltar la pared de aquel cercado; y saltada ya, íbase, ignoro con que mira, dentro del santuario de la diosa, ya fuese con ánimo de quitar algo de las cosas que no es lícito quitar, ya con algún otro designio. Al ir a pasar aquel umbral, sobrevínole un terror religioso que le obligó a volver atrás por el mismo camino; y al pasar otra vez la cerca, se dislocó un muslo, o, como quieren otros, hirió malamente en tierra con una rodilla.

CXXXV. Mal parado, pues, Milcíades por la caída, determinó volverse de allí sin haber conquistado a Paros, a la cual había tenido sitiada 26 días, talando durante ellos toda la isla. Llegó a noticia de los parios que Timo, la sacerdotisa de la diosa, había dado a Milcíades los medios para la toma de la plaza, y queriendo tomar venganza de ella por la traición, apenas se vieron libres del asedio enviaron a Delfos consultores encargados de preguntar si harían bien en castigar a la sacerdotisa de las diosas, así por haber ella declarado cómo podría ser tomada su patria, como también por haber mostrado a Milcíades aquellos sagrados misterios que a ningún varón era lícito ver ni saber. No se lo permitió la Pitia, diciendo que la culpa no era de Timo, sino que siendo el destino fatal de Milcíades que tuviese un mal éxito, ella le había servido de guía para la ruina: tal fue el oráculo que la Pitia dio en respuesta a los de Paros.

CXXXVI. Vuelto ya Milcíades de aquella isla, no hablaban de otra cosa los atenienses que de su infeliz expedición; pero quien sobre todos le acriminaba era Jantipo, el hijo de Arifrón, quien inventándole ante el pueblo causa capital, le acusaba por haber engañado a los atenienses. Milcíades no respondió en persona a la acusación, hallándole imposibilitado por causa de su muslo enconado con la herida; pero estando él en cama allí mismo, defendiéronle sus amigos con el mayor esfuerzo, haciendo valer mucho sus servicios en el combate de Maratón, como también en la toma de Lemnos, la cual rindió y cedió a los atenienses, habiéndose vengado de los pelasgos. Absolvióle el pueblo de la pena capital; mas por aquel perjuicio del estado le multó en 50 talentos. Después de este juicio, como se le encancerase y pudriese el muslo, falleció Milcíades, y su hijo Citrión pagó la multa de su padre.

CXXXVII. He aquí cómo pasé lo que insinué de la toma de Lemnos, de que se apoderó Milcíades el hijo de Cimon: habían sido los pelasgos expelidos del Ática por los atenienses, no sabré decidir si con razón o sin ella; podré referir tan sólo lo que sobre ello se dice, si bien noto que Hecateo, hijo de Egesandro, afirma en su historia que sin razón fueron aquellos arrojados, contando así los hechos: «Viendo los atenienses, dice, que una campiña suya situada al pie del monte Himeto, que habían cedido a los pelasgos para que la habitasen en pago y recompensa del muro que estos les habían edificado alrededor de la fortaleza, viendo, pues, bien cultivada aquella campiña, que antes era muy estéril y de ninguna estima, tuvieron envidia a los pelasgos, y codiciosos de aquel territorio, sin otro motivo ni razón arrojaron de él a los agricultores.» Pero si creemos lo que dicen los atenienses, razón les sobraba para echarlos de allí; porque situados los pelasgos bajo el Himeto, salían desde allí a cometer mil insolencias; pues como acostumbrasen las doncellas y los niños también de los atenienses ir por agua al Enea Crunon (a las nueve fuentes) por no tener esclavos en aquel tiempo ni los atenienses ni los demás griegos, sucedía que al ir ellas por agua, con desvergüenza y desprecio las violentaban los pelasgos; y no contentos aun con proceder tan indigno, determinaron al cabo apoderarse de Atenas y fueron cogidos con el delito en las manos. Añaden aún los atenienses, que ellos se portaron mucho mejor de lo que merecían los pelasgos, porque estando en su mano quitarles justamente la vida como a gente que maquinaba contra el estado, no quisieron hacerlo, contentos con intimarles la orden de que saliesen de sus dominios. En fuerza de esta orden, salidos de allí, una de las varias tierras que ocuparon fue la isla de Lemnos. En suma, lo primero es lo que dice Hecateo; lo segundo lo que cuentan los atenienses.

CXXXVIII. Después que habitaban ya en Lemnos los mismos pelasgos, llevados del deseo de venganza contra los de Atenas y bien prácticos e impuestos en qué días caían las fiestas de los atenienses, recogidas sus fallucas pasaren al continente y armaron una emboscada en Braunon, donde solían las mujeres atenienses celebrar una fiesta a Diana. Habiendo aprovechado el lance, y robadas muchas de ellas, embarcáronlas consigo para Lemnos y las tuvieron allí por concubinas. viéndose ya con muchos hijos estas mujeres, íbanles enseñando la lengua ática y les daban una educación propia de atenienses, de donde nacía que los niños se desdeñaban de juntarse con los hijos de los pelasgos, y si veían que uno de ellos era maltratado de alguno de los otros niños, acudían todos a su defensa y se socorrían mutuamente. Llegó la cosa a tal punto, que los niños de las Áticas pretendían dominar sobre los otros; y en efecto, su partido era el que más podía. Viendo los pelasgos lo que pasaba, entraron en cuenta consigo, y consultando entre sí, parecióles ser el caso de mucho peso y consideración. Si estos niños, decían, tienen ya la advertencia de ayudarse contra los hijos de las matronas de primer orden y aun pretenden ser ya los señores que manden, ¿qué no harán salidos de la menor edad? Parecióles con esto que convenía dar muerte a los hijos de las mujeres áticas; y no contentos con esta barbarie, añadieron después la de matar a sus madres. De este hecho inhumano, como también de aquel otro anterior cuando las mujeres quitaron la vida a sus maridos juntamente con Toante, se originó el llamar por toda la Grecia maldades lemnias a cualquiera maldad enorme.

CXXXIX. Después que los pelasgos dieron la muerte a sus hijos y mujeres, sucedió que ni la tierra les rendía los frutos de antes, ni sus mujeres ni sus rebaños eran fecundos, como solían primero. Fatigados, pues, del hambre y de aquella esterilidad, enviaron a Delfos para ver cómo librarse de las calamidades en que se hallaban. Mandóles la Pitia que se presentasen a los atenienses y les diesen la satisfacción que tuvieran éstos por justa. En efecto, fueron a Atenas los pelasgos y se ofrecieron de su voluntad a pagar la pena correspondiente a su injuria. Los atenienses, preparando en su pritáneo unas camas las más ricas que pudieron para recibir a los convidados, y poniendo una mesa llena de todo género de comidas, mandaron a los pelasgos que les entregasen su país tan ricamente abastecido como lo estaba aquella mesa; a lo que respondieron los pelasgos: —«Siempre que una nave de vuestro país con el viento Bóreas llegue al nuestro en un día, prontos estaremos para verificar la entrega que pretendéis.» Respuesta astuta y capciosa, sabiendo ser imposible la condición, por estar el Ática hacia el Mediodía más acá de Lemnos.

CXL. Por entonces quedó así el negocio; pero muchísimos años después, cuando el Quersoneso del Helesponto vino a ser de los atenienses, Milcíades, hijo de Cimon, salido de Eleunte, ciudad del Quersoneso, con los vientos etesios, púsose en Lemnos e intimó a los pelasgos que dejasen la isla, haciéndoles memoria del oráculo, que ellos estaban lejos de creer que pudiese jamás cumplírseles. Obedecieron entonces los de Efestia; pero los de Mirina, que no conocían en qué el Quersoneso fuese lo mismo que el Ática, hicieron resistencia, hasta tanto que, viéndose sitiados se entregaron. Este fue el artificio con que los atenienses por medio de Milcíades se apoderaron de Lemnos.