Los nueve libros de la historia/Libro IV

IV. Melpómene.

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I. Después de la toma de Babilonia sucedió la expedición de Darío contra los escitas, de quienes el rey decidió vengarse, viendo al Asia floreciente así en tropas como en copiosos réditos de tributos; pues habiendo los escitas entrado antes en las tierras de los medos y vencido en batalla a los que les hicieron frente, habían sido los primeros motores de las hostilidades, conservando, como llevo dicho, el imperio del Asia superior por espacio de veintiocho años. Yendo en seguimiento de los cimerios, dejáronse caer sobre el Asia, e hicieron entretanto cesar en ella el dominio de los medos: pero al pretender volverse a su país los que habían peregrinado veintiocho años, se les presentó después de tan larga ausencia un obstáculo y trabajo nada inferior a los que en Media habían superado. Halláronse con un ejército formidable que salió a disputarles la entrada de su misma casa, pues viendo las mujeres escitas que tardaban tanto sus maridos en volver, se habían interinamente ajustado con sus esclavos, de quienes eran hijos los que a la vuelta les salieron al encuentro.

II. Los escitas suelen cegar a sus esclavos, para mejor valerse de ellos en el cuidado y confección de la leche, que es su ordinaria bebida, en cuya extracción emplean unos cañutos de hueso muy parecidos a una flauta, metiendo una extremidad de ellos en las partes naturales de las yeguas, y aplicando la otra a su misma boca con el fin de soplar, y al tiempo que unos están soplando van otros ordeñando; y dan por votivo de esto, que al paso que se hinchan de viento las venas de la yegua, sus ubres van subiendo y saliendo hacia fuera. Extraída así la leche, derrámanla en una vasijas cóncavas de madera, y colocando alrededor de ellas a sus esclavos ciegos, se la hacen revolver y batir y lo que sobrenada de la leche así removida lo recogen como la flor y nata de ella y lo tienen por lo más delicado, estimando en menos lo que se escurre al fondo. Para este ministerio quitan la vista los escitas a cuantos esclavos cogen, muchos de los cuales no son labradores, sino pastores únicamente.

III. Del trato de estos esclavos con las mujeres había salido aquella nueva prole de jóvenes, que sabiendo de qué origen y raza procedían, salieron al encuentro a los que volvían de la Media. Ante todo, para impedirles la entrada tiraron un ancho foso desde los montes Táuricos hasta la Meotida, vastísima laguna; y luego, plantados allí sus reales, y resistiendo a los escitas que se esforzaban para entrar en sus tierras, vinieron a las manos muchas veces, hasta que al ver que las tropas veteranas no podían adelantar un paso contra aquella juventud, uno de los escitas habló así a los demás: —«¿Qué es lo que estamos haciendo, paisanos? Peleando con nuestros esclavos como realmente peleamos, si somos vencidos quedamos siempre tantos señores menos cuantos mueran de nosotros; si los vencemos, tantos esclavos nos quedarán después de menos cuantos fueren sus muertos. Oíd lo que he pensado que dejando nuestras picas y ballestas, tomemos cada uno de nosotros el látigo de su caballo, y que blandiéndolo en la mano avance hacia ellos; pues en tanto que nos vean con las armas en la mano se tendrán aquellos bastardos miserables por tan buenos y bien nacidos como nosotros sus amos. Pero cuando nos vieren armados con el azote en vez de lanza, recordarán que son nuestros esclavos, y corridos de sí mismos, se entregarán todos a la fuga.»

IV. Ejecutáronlo todos los que oyeron al escita, y espantados los enemigos por el miedo de los azotes, dejando de pelear, dieron todos a huir. De este modo los escitas obtuvieron primero el imperio del Asia, y arrojados después por los medos volvieron de nuevo a su país; y aquella era la injuria para cuya venganza juntó Darío un ejército contra ellos.

V. La nación de los escitas es la más reciente y moderna, según confiesan ellos mismos, que refieren su origen de este modo. Hubo en aquella tierra, antes del todo desierta y despoblada, un hombre que se llamaba Targitao, cuyos padres fueron Júpiter y una hija del río Borístenes. Téngolo yo por fábula, pero ellos se empeñan en dar por hijo de Lipoxais, Arpoxais y Colaxais el menor de todos. reinando estos príncipes, cayeron del cielo en su región ciertas piezas de oro, a saber, un arado, un yugo, una copa y una segur. Habiéndolas visto el mayor de los tres, se fue hacia ellas con ánimo de tomarlas para sí, pero al estar cerca, de repente el oro se puso hecho un ascua, apartándose el primero, acercóse allá el segundo, y sucedióle lo mismo, rechazando a entrambos el oro rojo y encendido; pero yendo por fin el tercero y menos de todos, apagóse la llama, y él fuese con el oro a su casa. A lo cual atendiendo los dos hermanos mayores, determinaron ceder al menor todo el reino y el gobierno.

VI. Añaden que de Lipoxais desciende la tribu de los escitas llamados Aucatas; del segundo, Arpoxais, la de los que llevan el nombre de Catiaros y de Traspies, y del más joven la de los reales que se llaman los Paralatas. El nombre común a todos los de la nación dicen que es el de Scolotos, apellido de su rey, aunque los griegos los nombren escitas.

VII. Tal es el origen y descendencia que se dan a sí mismos; respecto de su cronología, dicen que desde sus principios y su primer rey Targitao hasta la venida de Darío a su país, pasaron nada más que mil años cabales. Los reyes guardan aquel oro sagrado que del cielo les vino con todo el cuidado posible, y todos los años en un día de fiesta celebrado con grandes sacrificios van a sacarlo y pasearlo por la comarca; y añaden que si alguno en aquel día, llevándolo consigo, quedase a dormir al raso, ese tal muriera antes de pasar aquel año, y para precaver este mal señálase por jornada a cada uno de los que pasean el oro divino el país que pueda en un día ir girando a caballo. «Viendo Colaxais, prosiguen, lo dilatado de la región, repartióla en tres reinos, dando el suyo a cada uno de sus hijos, si bien quiso que aquel en que hubiera de conservarse el oro divino fuese mayor que los demás.» Según ellos, las tierras de sus vecinos que se extienden hacia el viento Bóreas son tales, que a causa de unas plumas que van volando esparcidas por el aire, ni es posible descubrirlas con la vista, ni penetrar caminando por ellas, estando toda aquella tierra y aquel ambiente lleno de plumas, que impiden la vista a los ojos.

VIII. Después de oír a los escitas hablando de sí mismos, de su país y del que se extiende más allá, oigamos acerca de ellos a los griegos que moran en el Ponto Euxino. Cuentan que Hércules al volver con los bueyes de Gerion llegó al país que habitan al presente los escitas, entonces despoblado: añaden que Gerion moraba fuera del Ponto o Mediterráneo en una isla vecina a Gades, más allá de las columnas de Hércules, llamada por los griegos Erithrea, y situada en el Océano, y que este Océano empezando al Levante gira alrededor del continente; todo lo que dicen sobre su palabra sin confirmarlo realmente con prueba alguna. Desde allá vino, pues, Hércules a la región llamada ahora Escitia, en donde como le cogiese un recio y frío temporal, cubrióse con su piel de león y se echó a dormir. Al tiempo que dormía dispuso la Providencia que desaparecieran las yeguas que sueltas del carro estaban allí paciendo.

IX. Levantado Hércules de su sueño, púsose a buscar a sus perdidas yeguas, y habiendo girado por toda aquella tierra, llegó por fin a la que llaman Hilea, donde halló en una cueva a una doncella de dos naturalezas, semivíbora a un tiempo y semivirgen, mujer desde las nalgas arriba, y sierpe de las nalgas abajo. Causóle admiración el verla, pero no dejó de preguntarle por sus yeguas sí acaso las había visto por allí descarriadas. Respondióle ella que las tenía en su poder; pero que no se las devolvería a menos que no quisiese conocerla, con cuya condición y promesa la conoció Hércules sin hacerse más de rogar. Y aunque ella con la mira y deseo de gozar por más largo tiempo de su buena compañía íbale dilatando la entrega de las yeguas, queriendo él al cabo partirse con ellas, restituyóselas y dijo: —«He aquí esas yeguas que por estos páramos hallé perdidas; pero buenas albricias me dejas por el hallazgo, pues quiero que sepas como me hallo en cinta de tres hijos tuyos. Dime lo que quieres que haga de ellos cuando fueren ya mayores, si escoges que les dé habitación en este país, del que soy ama y señora, o bien que te los remita.» Esto dijo, a lo que él respondió: —«Cuando los veas ya de mayor edad, si quieres acertar, haz entonces lo que voy a decirte. ¿Ves ese arco y esa banda que ahí tengo? Aquel de los tres a quien entonces vieres apretar el arco así como yo ahora, y ceñirse la banda como ves que me la ciño, a ese harás que se quede por morador del país; pero al que no fuere capaz de hacer otro tanto de lo que mando, envíale fuera de él. Mira que lo hagas como lo digo; que así tú quedarás muy satisfecha, y yo obedecido.»

X. Habiéndole hablado así, dicen que de dos arcos que Hércules allí tenía aprestó el uno, y sacando después una banda que tenía unida en la parte superior una copa de oro, púsole en las manos el arco y la banda, y con esto se despidió. Después que ella vio crecidos a sus hijos, primero puso nombre a cada uno, llamando al mayor Agatirso, gelono al que seguía, y al menor escita, teniendo después bien presentes las órdenes de Hércules, que puntualmente ejecutó. Y como en efecto no hubiesen sido capaces dos de sus hijos, Agatirso y gelono, de hacer aquella prueba de valor en la contienda, arrojados por su misma madre partieron de su tierra; pero habiendo salido con la empresa propuesta escita, el más mozo de todos, quedó dueño de la región, y de él descienden por línea recta cuantos reyes hasta aquí han tenido los escitas. Para memoria de aquella copa usan los escitas hasta hoy día traer sus copas pendientes de sus bandas, y esto último fue lo único que de suyo inventó y mandó la madre a su hijo escita.

XI. Así cuentan esta historia los griegos colonos del Ponto; pero corre otra a la que mejor me atengo, y es la siguiente. Apurados y agobiados en la guerra por los masagetas, los escitas nómadas o pastores que moraban primero de asiento en el Asia, dejaron sus tierras y pasando el río Araxes se fueron hacia la región de los cimerios, de quienes era antiguamente el país que al presente poseen los escitas. Viéndolos aquellos cimerios venir contra sí, entraron a deliberar lo que sería bien hacer siendo tan grande el ejército que se les acercaba. Dividiéronse allí los votos en dos partidos, entrambos realmente fuertes y empeñados, si bien era mejor el que seguían sus reyes; porque el parecer del vulgo era que no convenía entrar en contienda ni exponerse al peligro siendo tantos los enemigos, y que era menester abandonar el país: el de sus reyes era que se había de pelear a favor de la patria contra los que venían. Grande era el empeño; ni el vulgo quería obedecer a sus reyes, ni éstos ceder a aquél: el vulgo estaba obstinado en que sin disparar un dardo era preciso marchar cediendo la tierra a los que venían a invadirla: los reyes continuaban en su resolución de que mejor era morir en su patria con las armas en la mano, que acompañar en la huida a la muchedumbre, confirmándose en su opinión al comparar los muchos bienes que en la patria lograban con los muchos males que huyendo de ella conocían habían de salirles al encuentro. El éxito de la discordia fue que, obstinándose los dos partidos en su parecer y viéndose igualas en número, vinieron a las manos entre sí. El cuerpo de la nación de los cimerios enterró a los que de ambos partidos murieron en la refriega cerca del río Tiras, donde ti presente se deja ver todavía su sepultura, y una vez enterrados salióse de su tierra.

XII. Con esto los escitas se apoderaron al llegar de la región desierta y desamparada. Existen en efecto aun ahora en Escitia los que llaman fuertes cimerios (Cimmeria Teichea); un lugar denominado Porthimeia Cimmeria, pasajes cimerios; una comarca asimismo con el nombre de Cimeria, y finalmente, el celebrado Bósforo Cimerio. Parece también que los cimerios, huyendo hacia el Asia, poblaron aquella península donde ahora está Sínope, ciudad griega, y que los escitas, yendo tras ellos, dieron por otro rumbo y vinieron a parar en la Media; porque los cimerios fueron en su retirada siguiendo siempre la costa del mar, y los escitas, dejando el Cáucaso a su derecha, los iban buscando, hasta que internándose en su vieja tierra adentro se metieron en el referido país.

XIII. Otra historia corre sobre este punto entre griegos y bárbaros igualmente. Aristeas, natural de Proconeso, hijo de cierto Caistrobio y poeta de profesión, decía que por inspiración de Febo había ido hasta los Isedones, más allá de los cuales añadía que habitaban los Arimaspos, hombres de un solo ojo en la cara, y más allá de estos están los Grifes que guardan el oro del país, y más lejos que todos habitan hasta las costas del mar los Hiperbóreos. Todas estas naciones, según él, exceptuados solamente los Hiperbóreos, estaban siempre en guerra con sus vecinos, habiendo sido los primeros en moverla los Arimaspos, de cuyas resultas estos habían echado a los Isedones de su tierra, los Isedones a los escitas de la suya, y los cimerios que habitaban vecinos al mar del Sur, oprimidos por los escitas, habían desamparado su patria.

XIV. He aquí que Aristeas tampoco conviene con los escitas en la historia de estos pueblos. Y ya que llevo dicho de dónde era natural el autor de la mencionada relación, referiré aquí un cuento que de él oí en Proconeso y en Cízico. Dicen, pues, que Aristeas, ciudadano en nobleza de sangre a nadie inferior, habiendo entrado en Proconeso en la oficina de un lavandero, quedó allí muerto, y que el lavandero, dejándole allí encerrado, fue luego a dar parte de ello a los parientes más cercanos del difunto. Habiéndose extendido por la ciudad como acababa de morir Aristeas, un hombre natural de Cízico, que acababa de llegar de la ciudad de Artacia, empezó a contradecir a los que esparcían aquella nueva, diciendo que él al venir de Cizico había encontrado con Aristeas y le había hablado en el camino. Manteníase el hombre en negar que hubiera muerto. Los parientes del difunto fueron a la oficina del lavandero, llevando consigo lo que hacía al caso para llevar el cadáver; pero al abrir las puertas de la casa, ni muerto ni vivo compareció Aristeas. Pasados ya siete años, dejó verse el mismo en Proconeso, y entonces hizo aquellos versos que los griegos llaman arimaspos, y después de hechos desapareció segunda vez.

XV. Esto nos cuentan aquellas dos ciudades; yo sé aun de Aristeas otra anécdota que sucedió con los Metapontinos de Italia, 340 años después de su segunda desaparición, según yo conjeturaba cuando estuve en Proconeso y en Metaponto. Decían, pues, aquellos habitantes que habiéndoseles aparecido Aristeas en su tierra, les había mandado erigir una ara a Apolo y levantar al lado de ella una estatua con el nombre de Aristeas el de Proconeso, dándoles por razón que entre todos los Italianos ellos eran los únicos a cuyo territorio hubiese venido Apolo, a quien él en su venida había seguido en forma de cuervo el que era en la actualidad Aristeas. Habiéndoles hablado en estos términos, dicen los Metapontinos que desapareció, y enviando ellos a consultar a Delfos para saber del dios Apolo lo que significaba la fantasma de aquel hombre, les había ordenado la Pitia que obedeciesen, que obedecerla era lo mejor si querían prosperar, con lo cual hicieron lo mandado por Aristeas. Y en efecto, al lado del mismo ídolo de Apolo está al presente una estatua que lleva el nombre de Aristeas, y alrededor de ella unos laureles de bronce. Dicho ídolo se ve en la plaza.

XVI. Baste lo dicho acerca de Aristeas, y volviendo al país de que antes iba hablando, nadie hay que sepa con certeza lo que más arriba de él se contiene. Por lo menos no he podido dar con persona que diga haberlo visto por sus ojos, pues el mismo Aristeas de quien poco antes hice mención, en hablando como poeta, no se atrevió a decir en sus versos que hubiese pasado más allá de los Isedones, contentándose con referir de oídas lo que pensaba más allá, citando por testigos de su narración a los mismos Isetones. Ahora no haré más que referir todo lo que de oídas he podido averiguar con fundamento acerca de lo más remoto de aquellas tierras.

XVII. Empezando desde el emporio de los Boristenitas, lugar que ocupa el medio de la costa de Escitia, los primeros habitantes que siguen son los Calípidas, especie de griegos escitas, y más arriba de estos se halla otra nación llamada los Alazones, que, siguiendo como los Calípidas todos los usos de los escitas, acostumbran con todo hacer sementeras de trigo, del cual se alimentan, comiendo también cebollas, ajos, lentejas y mijo. Sobre los Alazones están los escitas que llaman labradores, quienes usan sembrar su trigo, no para comerle, sino para venderle. Más arriba de éstos moran los neuros, cuya región hacia el viento Bóreas esta despoblada de hombres, según tengo entendido. Estas son las naciones que viven vecinas al río Hipanis y caen hacia el poniente del Borístenes.

XVIII. Pasando a la otra parte de Borístenes, el primer país, contando desde el mar, es Hilea, más allá de la cual habitan los escitas, labradores que viven cerca del Hipanis, a quienes llaman Baristenitas los griegos, al paso que se llaman a sí mismos Olbiopolitas. Estos pueblos ocupan la comarca que mira a Levante y se extiende por tres jornadas confinando con un río que tiene por nombre Panticapes, y la misma hacia el viento Bóreas tiene de largo once Jornadas navegando por el Borístenes arriba. Al país de dichos escitas siguen unos vastos desiertos; pasados éstos, hay una nación llamada los Andrófagos, que hace cuerpo aparte, sin tener nada común con los escitas; pero más allá de ella no hay sino un desierto en que no vive nación alguna.

XIX. Al pasar el río Panticapes, la tierra que cae al Oriente de dichos escitas labradores está ocupada ya por otros escitas nómadas que como pastores nada siembran ni cultivan. La tierra que habitan está del todo rasa sin árbol alguno, excepto la región Hilea, y se extiende hacia Levante catorce días de camino, llegando hasta el río Gerro.

XX. A la otra parte del Gerro yacen los campos o territorios que se llaman regios, habitados por los más bravos y numerosos escitas, que miran como esclavos suyos a los demás escitas: confinan por el Mediodía con la región Táurica, por Levante con el foso que abrieron los hijos bastardos de los ciegos y con el emporio de la laguna Meótide, el cual llaman Cremnoi, y algunos de estos pueblos llegan hasta el río Tanis. En la parte superior de los escitas regios hacia el Bóreas viven los Melanclenos, nación enteramente diversa de los escitas; pero más arriba de ella hay unas lagunas, según estoy informado, y el país está del todo despoblado.

XXI. Del otro lado del Tanais ya no se halla tierra de escitas, siendo aquel el primer límite del país de los Saurómatas, quienes empezando desde el ángulo de la laguna Meótis ocupan el viento Bóreas por espacio de 15 jornadas todo aquel terreno que se ve sin un árbol silvestre ni frutal. En la región que sigue más arriba de ellos están situados los budinos, quienes viven en un suelo que llega a ser un bosque de toda suerte de árboles.

XXII. Sobre los budinos hacia el Bóreas se halla ante todo un país desierto por espacio de ocho jornadas, y después, inclinándose algo hacia el viento Subsolano, están los Tissagetas, nación populosa e independiente, que vive de la caza. Confinantes suyos y habitantes de los mismos contornos son unos pueblos que llaman Yurgas, y viven también de lo que cazan, lo cual practican del siguiente modo: pónese en emboscada el cazador encima de un árbol de los muchos y muy espesos que hay por todo el territorio; tiene cerca a su caballo, enseñado a agazaparse vientre a tierra a fin de esconder su bulto, y su perro está a punto juntamente: lo mismo es descubrir la fiera desde su árbol que tirarle con el arco, montar en su caballo y seguirla acompañado del perro. Más allá, tirando hacia Oriente, viven otros escitas que sublevados contra los regios se retiraron hacia aquellos países.

XXIII. Toda la región que llevo descrita hasta llegar a la tierra de estos últimos escitas, es una llanura de terreno grueso y profundo; pero desde allí empieza a ser áspero y pedregoso. Después de pasado un gran espacio de este fragoso territorio, al pie de unos altos montes viven unos pueblos de quienes se dice ser todos calvos de nacimiento así hombres como mujeres, de narices chatas, de grandes barbas, sin pelo en ellas, y de un lenguaje particular, si bien su modo de vestir es a lo escita, y su alimento el fruto de los árboles. El árbol de que viven se llama Pontico, y viene a ser del tamaño de una higuera, llevando un fruto del tamaño de una haba, aunque con hueso: una vez maduro, lo exprimen y cuelan con sus paños o vestidos, de donde va manando un jugo espeso y negro, al cual dan el nombre de Aschi, bebiéndolo ora chupado, ora mezclado con leche: de las heces más crasas del jugo forman unas pastillas para comerlas. No abundan de ganado, por no haber allí muy buenos pastos. Cada cual tiene su casa bajo un árbol que cubren alrededor en el invierno con un fieltro blanco y apretado a manera de lana de sombrero, despojándola de él en el verano. Siendo mirados estos pueblos como personas sagradas, no hay quien se atreva a injuriarles, en tanto grado, que aun de armas carecen para la guerra, y son los que componen las desavenencias entre los vecinos. El que fugitivo se acoge a ellos o el reo que se refugia, seguro está de que nadie le toque ni moleste. El nombre de esta gente es el de Argipeos.

XXIV. Hasta llegar a estos calvos son muy conocidas todas aquellas regiones con sus pueblos intermedios, pues hasta allí llegan, tanto los escitas de quienes es fácil tomar noticias, como muchos de los griegos, ya del emporio del Borístenes, ya de los otros emporios del Ponto. Los escitas que suelen ir a traficar allá, negocian y tratan con ellos por medio de siete intérpretes de otros tantos idiomas.

XXV. Así que el país hasta dichos calvos es un país descubierto y conocido; pero nadie puede hablar con fundamento de lo que hay más allá, por cuanto corta el país una cordillera de montes inaccesibles que nadie ha traspasado. Verdad es que los calvos nos cuentan cosas que jamás se me harán creíbles, diciendo que en aquellos montes viven los Egipodas, hombres con pies de cabra, y que más allá hay otros hombres que duermen un semestre entero como si fuera un día, lo que de todo punto no admito. Lo que se sabe y se tiene por averiguado es que los Isedones habitan al Oriente de los calvos; pero la parte que mira al Bóreas ni los calvos ni los Isedones la tienen conocida, excepto lo dicho, que ellos quieren darnos por sabido.

XXVI. Dícese de los Isedones que observan un uso singular. Cuando a alguno se le muere su padre, acuden allá todos los parientes con sus ovejas, y matándolas, cortan en trozos las carnes y hacen también pedazos al difunto padre del huésped que les da el convite, y mezclando después toda aquella carne, la sacan a la mesa. Pero la cabeza del muerto, después de bien limpia y pelada, la doran, mirándola como una alhaja preciosa de que hacen uso en los grandes sacrificios que cada año celebran, ceremonia que los hijos hacen en honor de sus padres, al modo que los griegos celebran las exequias aniversarias. Por lo demás, estos pueblos son alabados de justos y buenos, y aun se dice que sus mujeres son tan robustas y varoniles como los hombres. De ellos al fin se sabe algo.

XXVII. De la región que está sobre los Isedones dicen estos que es habitada por hombres monóculos, y que en ella se hallan los Grifes guarda—oros. Esta fábula la toman de los Isedones los escitas que la cuentan, y de éstos la hemos aprendido nosotros, usando de una palabra escítica al nombrarlos Arimaspos, pues los escitas por uno dicen arima, y por ojo spu.

XXVIII. Tan rígida y fría es toda la región que recorremos, que por ocho meses duran en ella unos hielos insufribles, donde no se hace lodo con el agua derramada, pero sí con el fuego encendido. Hiélase entonces el mar y también el Bósforo Cimerio. Los escitas que están a la otra parte del foso pasan a caballo por encima del hielo y conducen sus carros a la otra ribera hasta los Sindos. En suma, hay allí ocho meses enteros de invierno, y los que restan son de frío. La estación y naturaleza del invierno es allí muy otra de la que tiene en otros países. Cuando parece que debía llegar el tiempo de las lluvias, apenas llueve en el país, pero en verano no cesa de llover. No se oye un trueno siquiera en la sazón en que truena en otras partes; y si sucede alguna vez en invierno, se mira como un prodigio, pero en verano son los truenos frecuentísimos. Por prodigio se tiene del mismo modo si acaece en la Escitia algún terremoto, ora sea en verano, ora en invierno. Sus caballos son los que tienen robustez para sufrir aquel rigor del invierno; los machos y los asnos no lo pueden absolutamente resistir, cuando en otras partes el hielo gangrena las piernas a los caballos, al paso que resisten los asnos y mulos.

XXIX. Ese mismo dolor del frío me parece la causa de que haya allí mismo cierta especie de bueyes mochos, a los cuales no les nacen astas, y en abono de mi opinión tengo aquel verso de Homero en la Odisea: «En Libia presto apuntan las astas al cordero.» Bien dicho por cierto, pues en los países calientes desde luego salen los cuernos; pero en climas muy helados, o nunca los sacan los animales, o bien los sacan tarde y malo y así me confirmo en que el frío es la causa de ello.

XXX. Y puesto que desde el principio me tomé la licencia de hacer en mi historia mil digresiones, dirá que me causa admiración el saber que en toda la comarca de Elea no puede engendrarse un mulo, no siendo frío el clima ni dejándose ver otra causa suficiente para ello. Dicen los Eleos que es efecto de cierta maldición de Enomao el que no se engendren mulos en su territorio; pero ellos lo remedian con llevar las yeguas en el tiempo oportuno a los pueblos vecinos, en donde las cubren los asnos padres hasta tanto que quedan preñadas, y entonces se las vuelven a llevar.

XXXI. Por lo que mira a las plumas voladoras, de que dicen los escitas estar tan lleno el aire que no se puede por causa de ellas alcanzar con la vista lo que resta de continente ni se puede por allí transitar, imagino que más allá de aquellas regiones debe de nevar siempre, bien que naturalmente nevará menos en verano que en invierno. No es menester decir más para cualquiera que haya visto de cerca la nieve al tiempo de caer a copos, pues se parece mucho a unas plumas que vuelan por el aire. Esa misma intemperie tan rígida del clima es el motivo sin duda de que las partes del continente hacia el Bóreas sean inhabitables. Así que soy de opinión que los escitas y sus vecinos llaman plumas a los copos de nieve, llevados de la semejanza de los objetos. Pero bastante y harto nos hemos alargado en referir lo que se cuenta.

XXXII. Nada dicen de los pueblos Hiperbóreos ni los escitas ni los otros pueblos del contorno, a no ser los Isedones, quienes tampoco creo que nada digan, pues nos lo repetirían los escitas, así como nos repiten lo de los Monóculos. Hesíodo, con todo, habla de los Hiperbóreos, y también Homero en los epígonos, si es que Homero sea realmente autor de tales versos.

XXXIII. Pero los que hablan más largamente de ellos son los Delios, quienes dicen que ciertas ofrendas de trigo venidas de los Hiperbóreos atadas en hacecillos, o bien unos manojos de espigas como primicias de la cosecha llegaron a los escitas, y tomadas sucesivamente por los pueblos vecinos y pasadas de mano en mano, corrieron hacia Poniente hasta el Adria, y de allí destinadas al Mediodía los primeros griegos que las recibieron fueron los Dodoneos, desde cuyas manos fueron bajando al golfo de Melea y pasaron a Eubea, donde de ciudad en ciudad las enviaron hasta la de Caristo, dejando d enviarlas a Andro, porque los de Caristo las llevaron a Teno, y los de Teno a Delos: con este círculo inmenso vinieron a parar a Delos las ofrendas sagradas. Añaden los Delios, que antes de esto los Hiperbóreos enviaron una vez con aquellas sacras ofrendas a dos doncellas llamadas, según dicen, Hipéroque la una y Laódice la ora, y juntamente con ellas a cinco de sus más principales ciudadanos para que les sirviesen de escolta, a quienes dan ahora el nombre de Perférees, conductores, y son tenidos en Delos en grande estima y veneración. Pero viendo los Hiperbóreos que no volvían a casa sus enviados, y pareciéndoles cosa dura tener que perder cada vez más a sus anuos diputados, pensaron con esta mira llevar sus ofrendas en aquellos manojos de trigo hasta sus fronteras, y entregándolas a sus vecinos, pedirles que las pasasen a otra nación, y así corriendo de pueblo en pueblo dicen que llegaron de Delos a su destino. Por mi parte, puedo afirmar que las mujeres de Tracia y de la Peonia cuando sacrifican en honor de Diana la Regia hacen una ceremonia muy semejante a las mencionadas ofrendas, empleando siempre en sus sacrificios los mismos hecillos de trigo, lo que yo mismo he visto hacer.

XXXIV. Volviendo a las doncellas de los Hiperbóreos, desde que murieron en Delos suelen, así los mancebos como los jóvenes, antes de la boda cortarse los rizos, y envueltos alrededor de un huso, los deponen sobre el sepulcro de las dos doncellas, que está dentro de Artemisio o templo de Diana, a mano izquierda del que entra, y por más señas en él ha nacido un olivo. Los mozos de Delos envuelven también sus cabellos con cierta hierba y los depositan sobre aquella sepultura. Tal es la veneración que los habitantes de Delos muestran con esta ofrenda a las doncellas Hiperbóreas.

XXXV. Cuentan los Delios asimismo que por aquella misma época en que vinieron dichos conductores, y un poco antes que las dos doncellas Hipéroque y Laódice, llegaron también a Delos otras dos vírgenes Hiperbóreas, que fueron Agra y Opis, aunque con diferente destino, pues dicen que Hipéroque y Laódice vinieron encargadas de traer a Ilitegia o Diana Lucina el tributo que allá se habían impuesto por el feliz alumbramiento de las mujeres; pero que Agra y Opis vinieron en compañía de sus mismos dioses, Apolo y Diana, y a estas se les tributasen en Delos otros honores, pues en su obsequio las mujeres; pero que Agra y Opis vinieron en compañía de sus mismos dioses, Apolo y Diana, y a estas se les tributan en Delos otros honores, pues en su obsequio las mujeres forman asambleas y celebran su nombre cantándoles un himno, composición que deben al licio Oten, el cual aprendieron de ellas los demás isleños, y también los jonios, que reunidos en sus fiestas celebran asimismo el nombre y memoria de Opis y de Agra. Añaden que Olen, habiendo venido de la Licia, compuso otros himnos antiguos, que son los que en Delos suelen cantarse. Cuentan igualmente que las cenizas de los muslos de las víctimas quemados encima del ara se echan y se consumen sobre el sepulcro de Agra y Opis que está detrás de Artemisio, vuelto hacia Oriente e inmediato a la hospedería que allí tienen los naturales de Ceo.

XXXVI. Creo que bastará lo dicho acerca de los Hiperbóreos, pues no quiero detenerme en la fábula de Abráis, quien dicen era de aquel pueblo, contando aquí cómo dio vuelta a la tierra entera sin comer bocado, cabalgando sobre una saeta. Yo deduzco que sí hay hombres Hiperbóreos, es decir, más allá del Bóreas, los habrá también más allá del Noto o Hipernotios. No puedo menos de reír en este punto viendo cuántos describen hoy día sus globos terrestres, sin hacer reflexión alguna en lo que nos exponen: píntannos la tierra redonda, ni más ni menos que una bola sacada del torno; hácennos igual el Asia con la Europa. Voy, pues, ahora a declarar, en breve cuál es la magnitud de cada una de las partes del mundo y cuál viene a ser su mapa particular o su descripción.

XXXVII. Primeramente, los persas en el Asia habitan cerca del mar Noto o del Sud, que llamamos Eritreo. Al Norte de ellos hacia el viento Bóreas están los medos; sobre los medos viven los Sáspires, y sobre éstos los Colcos, que confinan con el mar del Norte o ponto Euxino, donde desagua el río Fasis; así que estas cuatro naciones ocupan el trecho que hay de mar a mar.

XXXVIII. Desde allí, tomando hacia Poniente, del centro de aquellos países salen dos penínsulas o zonas de tierra extendidas hasta el mar, las que voy a describir. La una por la parte que corresponde al Bóreas, empezando desde el Fasis, se extiende por la costa del mar, siguiendo el ponto Euxino y el Helesponto hasta llegar al Sigeo, que es un promontorio de Troya: la misma comenzando por la parte del Noto desde el golfo Miriandrico, que está en la costa de Fenicia, corre por la orilla del mar hasta el promontorio Triopio. Treinta son las naciones que viven en el distrito de dicha comarca.

XXXIX. Esta es la Primera de las dos zonas de tierra; pasando hablar de la otra, empieza desde los persas y llega hasta el mar Eritreo. En ella está la Persia, a la cual sigue la Asiria, y después de ésta la Arabia, que termina en el Golfo Arábigo o mar Rojo, al cual condujo Darío un canal tomado desde el Nilo, si bien no concluye allí sí porque así lo han querido. Hay, pues, un continente ancho y muy grande desde los persas hasta la Fenicia, desde la cual sigue aquella zona por la costa del mar Mediterráneo, pasando por la Siria Palestina y por el Egipto, en donde remata, no conteniendo en su extensión más que tres naciones. Estas son las regiones contenidas desde la Persia hasta llegar a la parte occidental del Asia.

XL. Las regiones que caen sobre los persas, medos, Saspires y Colcos, tirando hacia Levante, son bañadas de un lado por el mar Eritreo, y del lado del Bóreas lo son por el mar Caspio y por el río Araxes, que corre hacia el Oriente. El Asia es un país poblado hasta la región de la India, pero desde allí todo lo que cae al Oriente es una región desierta de que nadie sabe dar seguros indicios.

XLI. Tales son los límites y magnitud del Asia: pasando ya a la Libia o África, sigue allí la segunda zona, pues la Libia empieza desde el Egipto, y formando allá en su principio una península estrecha, pues no hay desde nuestro mar Mediterráneo hasta el Eritreo más de cien mil orgias, que vienen a componer mil estadios, desde aquel paraje se va ensanchando por extremo aquel continente que se llama Libia o África.

XLII. Y siendo esto así, mucho me maravillo de aquellos que así dividieron el orbe, alindándolo en estas tres partes, Libia, Asia y Europa, siendo no corta la desigualdad y diferencia entre ellas; pues la Europa, en longitud, hace ventajas a las dos juntas, pero en latitud no me parece que merezca ser comparada con ninguna de ellas. La Libia se presenta a los ojos en verdad como rodeada de mar, menos por aquel trecho por donde linda con el Asia. Este descubrimiento se debe a Neco, rey de Egipto, que fue el primero, a lo que yo sepa, en mandar hacer la averiguación, pues habiendo alzado mano de aquel canal que empezó a abrirse desde el Nilo hasta el seno arábigo, despachó en unas naves a ciertos fenicios, dándoles orden que volviesen por las columnas de Hércules al mar Boreal o Mediterráneo hasta llegar al Egipto. Saliendo, pues, los fenicios del mar Eritreo, iban navegando por el mar del Noto: durante el tiempo de su navegación, así que venía el otoño salían a tierra en cualquier costa de Libia que les cogiese, y allí hacían sus sementeras y esperaban hasta la siega. Recogida su cosecha, navegaban otra vez; de suerte que, pasados así dos años, al tercero, doblando por las columnas de Hércules, llegaron al Egipto, y referían lo que a mí no se me hará creíble, aunque acaso lo sea para algún otro, a saber, que navegando alrededor de la Libia tenían el sol a mano derecha. Este fue el modo como la primera vez se hizo tal descubrimiento.

XLIII. La segunda vez que se repitió la tentativa, según dicen los cartagineses, fue cuando Sataspes, hijo de Teaspes, uno dc los Aqueménidas, no acabó de dar vuelta a la Libia, habiendo sido enviado a este efecto, sino que espantado así de lo largo del viaje como de la soledad de la costa, volvió atrás por el mismo camino, sin llevar a cabo la empresa que su misma madre le había impuesto y negociado para su enmienda; he aquí lo que sucedió: Había Sataspes forzado una doncella principal, hija de Zópiro, y como en pena del estupro hubiese de morir empalado por sentencia del rey Jerjes, su madre, que era hermana de Darío, le libró del suplicio con su mediación, asegurando que ella le daría un castigo mayor que el mismo Jerjes, pues le obligaría a dar una vuelta a la Libia, hasta tanto que costeada toda ella volviese al seno arábigo. Habiéndole Jerjes perdonado la vida bajo esta condición, fue Sataspes al Egipto, y tomando allí una nave con sus marineros navegó hacia las columnas de Hércules; pasadas las cuales y doblado el promontorio de la Libia que llaman Soloente, iba navegando hacia Mediodía. Pero como después de pasado mucho mar en muchos meses de navegación viese que siempre le restaba más que pasar, volvió, por fin, la proa y restituyóse otra vez al Egipto. De allí, habiendo ido a presentarse al rey Jerjes, díjole cómo había llegado muy lejos y aportado a las costas de cierta región en que los hombres eran muy pequeños y vestían de colorado, quienes apenas él arribara con su navío, abandonando sus ciudades se retiraban al monte; aunque él y su comitiva no les habían hecho otro daño al desembarcar que quitarles algunas ovejas de sus rebaños. Añadía que el motivo de no haber dado a la Libia una entera vuelta por mar, había sido no poder su navío seguir adelante, quedándose allí como si hubiese varado. Jerjes, que no tuvo por verdadera aquella relación, mandó que empalado pagase la pena a que primero le condenó, puesto que no había dado salida a la empresa en que aquella se le había conmutado. En efecto, un eunuco esclavo de Sataspes, apenas oyó la muerte de su amo, huyó a Samos cargado de grandes tesoros, los cuales bien sé quién fue el samio que se los apropió, aunque de propósito quiero olvidarme de ello.

XLIV. Respecto al Asia, gran parte de ella fue descubierta por orden de Darío, quien, con deseo de averiguar en qué del mar desaguase el río Indo, que es el segundo de los ríos en criar cocodrilos, entre otros hombres de satisfacción que envió en unos navíos esperando saber de ellos la verdad, uno fue Scilaces el Cariandense. Empezando estos su viaje desde la ciudad de Caspatiro, en la provincia de Pactyca, navegaron río abajo tirando a Levante hasta que llegaron al mar. Allí, torciendo el rumbo hacia Poniente, continuaron su navegación, hasta que después de treinta meses aportaron al mismo sitio de donde el rey del Egipto había antes hecho salir aquellos fenicios que, como dije, dieron vuelta por mar alrededor de la Libia. Después que hubieron hecho su viaje por aquellas costas, Darío conquistó la India e hizo frecuente la navegación de aquellos mares. De este modo se vino a descubrir que si se exceptúa la parte oriental de Asia, lo demás es muy semejante a la Libia. De aquí nació también señalar por límites de Asia al Nilo, río del Egipto, y al Fasis, río de la Cólquide, si bien algunos ponen su término en el Tanais, en la laguna Meotis, y en los Portumeios cimerios.

XLV. Pero respecto de la Europa, nadie todavía ha podido averiguar si está o no rodeada de mar por el Levante, si lo está o no por el Norte; sábese de ella que tiene por sí sola tanta longitud como las otras dos juntas. No puedo alcanzar con mis conjeturas por qué motivo, si es que la tierra sea un mismo continente, se le dieron en su división tres nombres diferentes derivados de nombres de mujeres, ni menos sé cómo se llamaban los autores de tal división, ni dónde sacaron los nombres que impusieron a las partes divididas. Verdad es que al presente muchos griegos pretenden que la Libia se llame así del nombre de una mujer nacida en aquella tierra, y que el Asia lleve el nombre de otra mujer esposa de Prometeo. Pero los lidios se apropian el origen del último nombre, diciendo que lo tomó de Asias, hijo de Cotis y nieto de Manes, no de Asia la de Prometeo; añadiendo que de Asias tomó también el nombre una de las tribus de Sardes que llaman la Asiada. Mas de la Europa nadie sabe si está rodeada de mar ni de dónde le vino el nombre, ni quién se lo impuso, a no decir que lo tomase de aquella Europa natural de Tiro, habiendo antes sido anónima como debieron también de serlo las otras dos. La dificultad está en que se sabe que Europa no era natural del Asia, ni pasó a esta parte del mundo que ahora los griegos llaman Europa, sino que solamente fue de Fenicia a Creta y de Creta a Licia. Pero basta ya de investigaciones, y sin buscar usanzas nuevas, valgámonos da los nombres establecidos.

XLVI. La región del Ponto Euxino, contra la que Darío preparaba su expedición, se aventaja a las restantes del mundo en criar pueblos rudos y tardos, en cuyo número no quiero incluir a los escitas, en tanto grado, que de las naciones que moran cerca del Ponto, ninguna podemos presentar que sea algo hábil y ladina, ni tampoco nombrar de entre todas un sabio, a no ser la nación de los escitas y el célebre Anacarsis, porque es menester confesar que la nación escítica ha hallado cierto secreto o arbitrio en que ninguna otra de las que yo sepa ha sabido dar hasta ahora, arbitrio verdaderamente el más acertado, si bien por lo demás no tiene cosa que me dé mucho que admirar. Y consiste su grande invención en hacer que nadie de cuantos vayan contra ellos se les pueda escapar, y que si ellos evitaren el encuentro no puedan ser sorprendidos. Unos hombres, en efecto, que ni tienen ciudades fundados ni muros levantados, todos sin casa ni habitación fija, que son ballesteros de a caballo, que no viven de sus sementeras y del arado, sino de sus ganados y rebaños, que llevan en su carro todo el hato y familia, ¿cómo han de poder ser vencidos en batalla, u obligados por fuerza a venir a las manos con el enemigo?

XLVII. Dos cosas han contribuido para este arbitrio y sistema: una es la misma condición del país apropiada para esto; otra la abundancia de los ríos, que les ayuda a lo mismo, porque por una parte su país es una llanura llena de pastos y abundante de agua, y además corren por ella tantos ríos que no son menos en número que las acequias y canales en Egipto. Quiero únicamente apuntar aquí los ríos más famosos y navegables que desde el mar allí se encuentran, los cuales son el Danubio, río de siete bocas, el Tiras, el Hipanis, el Borístenes, el Panticapes, el Hipaciris, el Gerro y el Tanais, cuyas corrientes voy a describir.

XVIII. El Danubio o Istro, río el mayor de cuantos conocemos, es siempre el mismo, así en verano como en invierno, sin disminuir nunca su corriente. La razón de su abundancia es, porque siendo el primero entre los ríos le la Escitia que llevan su curso desde Poniente, entran en él otros ríos que lo aumentan, y son los siguientes: cinco que tienen su corriente dentro de la misma Escitia van a desaguar en el Danubio: uno es el que los naturales llaman el Pórata y el Pireto; los otros son el Tiaranto, el Araro, a Náparis y el Odreso. El primero que he nombrado de estos ríos es caudaloso, y corriendo hacia Oriente desagua al cabo en el Istro: menor que este es el segundo de los dichos, el Tiaranto, que corre inclinándose algo hacia Poniente: los otros tres, el Araro, el Náparis y el Odreso, tienen sus corrientes en el espacio intermedio de los otros dos, y van a dar en el mismo Danubio, y estos son, como dije, los ríos propios y nacidos de la Escitia que lo acrecientan.

XLIX. De los Agatirsos baja el río Maris y va a confundir sus aguas con las del Danubio. Desde las cumbres del Hemo corren hacia el Norte tres grandes ríos, que son el Atlas, el Auras y el Tibisis, y van a parar en el Danubio. Por la Tracia y por el país de los Crobizos, pueblos tracios, pasan tres ríos, que son el Atris, el Noes, el Artanes, y desaguan también en el Danubio. En el mismo va a dar el Cio, el cual corriendo desde los Peones y del monte Ródope pasa por medio del Hemo. El río Angro, que desde los Isirios corre hacia el viento Bóreas y pasa por la llanura Tribálica, va a desaguar en el río Brongo; mas el Brongo mismo desemboca después en el Danubio, el cual recibe así en su lecho aquellos dos grandes ríos. A más de estos, paran también en el Danubio el Carpis y otro río llamado Alpis, que salen de la región que está sobre el país de los Ombricos, encaminando su corriente hacia el Bóreas. En suma, el gran Danubio va recorriendo toda la Europa, empezando desde los Celtas, que exceptuados los Cinetas, son los últimos europeos que viven hacia Poniente, y atravesada toda aquella parte del mundo, viene a morir en los confines y extremidad de la Escitia.

L. Así que, contribuyendo al Danubio con sus corrientes los mencionados ríos y otros muchos más, llega aquél a formarse el mayor de todos; si bien por otra parte el Nilo le hace ventaja, si se comparan las aguas propias del uno con las propias del otro, sin contar la advenediza, pues que ni río ni fuente alguna desagua en el Nilo para ayudarle a crecer. La razón de que el Danubio lleve siempre la misma agua en verano e invierno paréceme que puede ser la siguiente. En el invierno se halla en su propio punto de abundancia, y apenas sube un poco más de lo regular, por razón de ser muy poca la lluvia que cae en aquellas regiones y por hallarse todas cubiertas de nieve caída antes en invierno, y entonces deshecha corre de todas partes hacia el Danubio; de suerte que no solo lleva en su corriente el agua de la nieve deshelada que va escurriéndose hacia el río, sino también las muchas lluvias y temporales de la estación, lloviendo allí tanto en el verano. Y cuanto mayor es la copia de agua que el sol atrae y chupa en verano que no en invierno, tanto mayor es la proporción la abundancia de la que acude al Danubio en aquella estación que no es ésta. Por lo que balanceada entonces la salida del agua como la entrada, vienen a quedar las aguas del Danubio igualadas en verano con las de invierno.

LI. Además de este gran río poseen los escitas el Tiras, que bajando del lado del Bóreas tiene su nacimiento en una gran laguna que separa la región de la Escitia de la tierra de los neuros. En la embocadura del mismo río habitan los griegos que se llaman los Tiriatas.

LII. El tercer río que corre por la Escitia es el Hipanis, salido de una gran laguna, alrededor de la cual pacen ciertos caballos salvajes y blancos, laguna que se llama con mucha razón la madre del Hipanis, que naciendo de ella, corre cinco días de navegación, conservándose humilde y dulce, pero después acercándose al mar es extremadamente amarga por el espacio de cuatro jornadas. Causa de esto daño es una fuente que le rinde su agua, en tal grado amarga, aunque por sí nada copiosa, que basta para inficionar con su sabor todo el Hipanis, río bastante grande entre los secundarios. Hállase dicha fuente en la frontera que separa la tierra de los escitas labradores de la de los Alzones; su nombre y el de la comarca donde brota es en lengua de los escitas Exampeo, que en griego corresponde a Irai Odoi, vías sacras. En el país de los Alazones poco trecho dejan, intermedio el Tiras y el Hipanis, pero salidos de allí van en su curso apartándose uno del otro y dejando más espacio entre sí.

LIII. El cuarto de dichos ríos y el mayor de todos después del Istro es el Borístenes, río a mi ver el más provechoso, no solo entre los de Escitia, pero aun entre todos los del mundo, salvo siempre el Nilo del Egipto, con quien no hay alguno que en esto se lo pueda comparar. Pero de los demás es sin duda el Borístenes el más feroz y fructuoso; produce los más bellos y saludables pastos para el ganado; lleva muchísima y muy singular y escogida pesca; trae un agua muy delicada al gusto y muy limpia, a pesar de los vecinos ríos que corren turbios. Las campiñas por donde pasa dan las mejores mieses, y allí donde no siembran crían los prados una altísima hierba. En su embocadura hay mucha sal, que el agua va cuajando por sí misma: críanse en él unos grandes pescados sin espina que llaman Antáceos, a propósito para salarlos; son mil, en suma, las maravillas que el Borístenes produce. Navégase por el espacio de 40 días hasta un lugar llamado Gerro, y se tiene sabido que corre desde el Bóreas; pero de allí arriba nadie sabe porqué lugares pasa; solo parece que corriendo por sitios despoblados baja a la tierra de los escitas Georgos o labradores, quienes habitan en sus riberas el espacio de 10 días de navegación. Las fuentes de este río, lo mismo que las del Nilo, ni yo las sé, ni creo que las sepa griego alguno. Al llegar el Borístenes cerca ya del mar, júntasele allí el Hipanis, entrando los dos en un mismo lago. El espacio entre estos dos ríos, que es una punta avanzada hacia el mar, se llama el promontorio de Hipelao, donde está edificado un templo de la Madre, y más allá de él, vecinos al Hipanis, habitan los Boristenitas.

LIV. A estos ríos, de los que bastante hemos dicho, sigue el quinto, llamado Panticapes, que baja del Norte saliendo de una laguna; y en medio de éste y del Borístenes viven los escitas Georgos. Entra en la Hilea, y habiéndola atravesado, desagua en el Borístenes, con el cual se confunde.

LV. El sexto es el Hipaciris, que saliendo también de una laguna y corriendo por medio de los escitas nómadas, desagua en el mar cerca de la ciudad de Carcinitis, dejando a su derecha la Hilea y el lugar que llaman el Dromo de Aquiles.

LVI. El sétimo río, el Gerro, empieza a separarse del Borístenes en aquel sitio, desde el cual este último se halla descubierto y conocido, sitio que se llama también Gerro, trasmitiendo su nombre al río. Encaminándose hacia el mar, separa con su corriente la región de los escitas nómadas de la de los escitas regios, y por último entra en el Hipaciris.

LVII. El Tanais es el octavo río, que saliendo de una gran laguna en las regiones superiores, va a entrar en otra mayor llamada la Meótida, que separa los escitas regios de los Sauromatas. En este mismo río entra otro, cuyo nombre es el Higris.

LVIII. Estos son los ríos de que los escitas están bien provistos y abastecidos. La hierba que nace en la Escitia para pasto de los ganados es la más amarga de cuantas se conocen, como puede hacerse la prueba en las reses abriéndolas después de muertas.

LIX. Los escitas, pues, abundan en las cosas principales o de primera necesidad; por lo tocante a las leyes y costumbres, se rigen en la siguiente forma. He aquí los únicos dioses que reconocen y veneran: en primer lugar y con más particularidad, a la diosa Vesta; luego a Júpiter y a la Tierra, a quien miran como esposa de aquél; después a Apolo, Venus Celeste, Hércules y Marte; y estos son los dioses que todos los escitas reconocen por tales; pero los regios hacen también sacrificios a Neptuno. Los nombres escíticos que les dan son los siguientes: a Vesta la llaman Tabiti; a Júpiter lo dan un nombre el más propio y justo a mi entender, llamándole Papeo; a la Tierra la llaman Apia; a Apolo Etosiro; a Venus Celeste Artimpasa; a Neptuno Tamimasadas. No acostumbran erigir estatuas, altares ni templos sino a Marte únicamente.

LX. He aquí el modo y rito invariable que usan en todos sus sacrificios. Colocan la víctima atadas las manos con una soga; tras de ella está el sacrificador, quien tirando del cabo de la soga da con la víctima en el suelo, y al tiempo de caer ella, invoca y la ofrece al dios a quien la sacrifica. Ya luego a atar con un dogal el cuello de la bestia, y asiendo de una vara que mete entre cuello y dogal, le da vueltas hasta que la sofoca. No enciende allí fuego, ni ofrece parte alguna de la víctima, ni la rocía con licores, sino que ahogada y desollada va luego a cocerla.

LXI. Siendo la Escitia una región sumamente falta de leña, han hallado un medio para cocer las carnes de los sacrificios. Desollada la víctima, mondan de carne los huesos, y si tienen allí a mano ciertos calderos del país, muy parecidos a los peroles de Lesbos, con la diferencia de que son mucho más capaces, meten en ellos la carne mondada, y encendiendo debajo aquellos huesos limpios y desnudos, la hacen hervir de este modo; pero si no tienen a punto el caldero, echan la carne mezclada con agua dentro del vientre de la res, en el cual cabe toda fácilmente una vez mondada, y encienden debajo los huesos, que van ardiendo vigorosamente: con esto, un buey y cualquiera otra víctima se cuece por sí misma. Una vez cocida, el sacrificador corta por primicias de ella una parte de carne y otra de las entrañas, y las arroja delante de sí. Y no solo sacrifican los ganados ordinarios, sino muy especialmente los caballos.

LXII. Este es el rito de sus sacrificios, y estas las víctimas que generalmente sacrifican a todos sus dioses; pero con su dios Marte usan de un rito particular. En todos sus distritos, contando por curias, tienen un templo erigido a Marte, hecho de un modo extraño. Levantan una gran pira amontonando faginas hasta tres estadios de largo y de ancho, pero no tanto de alto; encima forman una área cuadrada a modo de ara, y la dejan cortada y pendiente por tres lados y accesible por el cuarto. Para la conservación de su hacina, que siempre va menguando consumida por las inclemencias del tiempo, la van reparando con 150 carros de fagina que le añaden; y encima de ella levanta cada distrito un alfanje de hierro, herencia de sus abuelos, y éste es el ídolo o estatua de Marte. A este alfanje levantado hacen sacrificios anuales de reses y caballos, y aun se esmeran en sacrificar a éste más que a los demás dioses; y llega el celo a tal punto, que de cada cien prisioneros cogidos en la guerra le sacrifican uno, y no con el rito que inmolan los brutos, sino con otro bien diferente. Ante todo derraman vino sobre la cabeza del prisionero; después le degüellan sobre un vaso en que chorree la sangre, y subiéndose con ella encima del montón de sus haces, la derraman sobre los alfanjes. Hecho esto sobre el ara, vuelven al pié de las faginas y de las víctimas que acaban de degollar, cortan todo el hombro derecho juntamente con el brazo, y lo echan al aire; por un lado yace el brazo allí donde cae, por otro el cadáver. En dando fin a las demás ceremonias del sacrificio, se retiran.

LXIII. A esto, en suma, se reducen sus sacrificios, no acostumbrando inmolar lechones, y lo que es más, ni aun criarlos en su tierra.

LXIV. Acerca de sus usos y conducta en la guerra, el escita bebe luego la sangre al primer enemigo que derriba, y a cuantos mata en las refriegas y batallas les corta la cabeza y la presenta después al soberano: ¡infeliz del que ninguna presenta! pues no le cabe parte alguna en los despojos, de que solo participa el que las traiga. Para desollar la cabeza cortada al enemigo, hacen alrededor de ella un corte profundo de una a otra oreja, y asiendo de la piel la arrancan del cráneo, y luego con una costilla de buey la van descarnando, y después la ablandan y adoban con las manos, y así curtida la guardan como si fuera una toalla. El escita guerrero ata de las riendas del caballo en que va montado y lleva como en triunfo aquel colgajo humano, y quien lleva o posee mayor número de ellos es reputado por el más bravo soldado: aun se hallan muchos entre ellos que hacen coser en sus capotes aquellas pieles, como quien cose un pellico. Otros muchos, desollando la mano derecha del enemigo, sin quitarle las uñas, hacen de ella, después de adobada, una tapa para su ataba; y no hay que admirarse de esto, pues el cuero humano, recio y reluciente, sin duda adobado saldría más blanco y lustroso que ninguna de las otras pieles. Otros muchos, desollando al muerto de pies a cabeza, y clavando en un palo aquella momia, van paseándola en su mismo caballo.

LXV. Tales son sus leyes y usos de guerra; pero aun hacen más con las cabezas, no de todos, sino de sus mayores enemigos. Toma su sierra el escita y corta por las cejas la parte superior del cráneo y la limpia después; si es pobre, conténtase cubriéndolo con cuero crudo de buey; pero si es rico, lo dora, y tanto uno como otro se sirven después de cráneo como de vaso para beber. Esto mismo practican aun con las personas más familiares y allegadas; si teniendo con ellas alguna riña o pendencia, logran sentencia favorable contra ellas en presencia del rey. Cuando un escita recibe algunos huéspedes a quienes honra particularmente, les presenta las tales cabezas convertidas en vasos, y les da cuenta de cómo aquellos sus domésticos quisieron hacerle guerra, y que él salió vencedor. Esta, entre ellos, es la mayor prueba de ser hombres de provecho.

LXVI. Una vez al año, cada gobernador de distrito suele llenar una gran pipa de vino, del cual beben todos los escitas bravos que han muerto en la guerra algún enemigo; pero los otros, que no han podido hacer otro tanto, están allí sentados como a la vergüenza, sin poder gustar del banquete, no habiendo para ellos infamia mayor. Pero los que hubieren sido muy señalados en las matanzas de hombres, se les da a cada cual dos vasos a un tiempo, y bebe uno por dos.

LXVII. No faltan a los escitas adivinos en gran cantidad, cuya manera de adivinar por medio de varas de sauce explicaré aquí: Traen al lugar donde quieren hacer la función unos grandes haces de mimbres, y dejándolos en tierra los van después tomando una a una y dejando sucesivamente las varillas, y al mismo tiempo están vaticinando, y sin cesar de murmurar vuelven a juntarlas y a componer sus haces; este género de adivinación es heredado de sus abuelos. Los que llaman Enarees, que son los hermafroditas o afeminados, pretenden que la diosa Venus los hace adivinos, y vaticinan con la corteza interior del árbol teia o tilo, haciendo tres tiras de aquella membranilla, envolviéndolas alrededor de sus dedos, y adivinando al paso que las van desenvolviendo.

LXVIII. Si alguna vez enferma su rey, hace llamar a los tres adivinos de mayor crédito y fama, los cuales del modo arriba dicho vaticinan acerca de aquella enfermedad. Por lo común, salen con decir que uno u otro, nombrando a los sujetos que les parece, juraron falso por los lares regios; pues que cuando los escitas quieren hacer el juramento más grave y más solemne de todos, casi siempre les obligan las leyes a jurar por los hogares o penates del rey. Al punto, pues traen preso al sujeto que dicen haber perjurado, y allí le reconvienen los adivinos, diciendo que el rey está enfermo porque él, como parece por los vaticinios, fue perjuro violando los hogares y penales regios. Suele acontecer que, enojado el preso, desmiente a los adivinos, diciendo que no hubo tal perjurio. Entonces llama el rey otros tantos adivinos, y si éstos, observando el modo que se guardó en la adivinación, dan al reo por convicto del perjurio, sin más dilación le cortan la cabeza, y los primeros adivinos se reparten todos sus haberes. Pero si los segundos absuelven al pretendido perjuro, llámanse de nuevo otros, y después otros, y si sucede que los más den al hombre por inocente, la pena decretada por las leyes es que mueran los primeros adivinos.

LXIX. El género de muerte es el siguiente: llenan un carro de haces de leña menuda; atan al yugo los bueyes; luego meten en medio de los haces a los adivinos con prisiones en los pies, con las manos atadas atrás y con mordazas en la boca; pegan fuego a la fagina, y espantando a gritos a los bueyes, les hacen que corran. Sucede que muchos de los bueyes quedan abrasados en compañía de los falsos profetas, pero muchos otros, cuando la lanza del carro se acaba de abrasar, escapan vivos, aunque bien chamuscados. Del mismo modo queman también vivos por otros delitos a sus adivinos, llamándolos falsos.

LXX. Si el rey manda quitar la vida a alguno de sus vasallos, no la perdona a sus hijos, obligando a todos los varones a morir con su padre, si bien a las hembras ningún daño se les hace. La solemnidad en los contratos y alianzas de los escitas con cualquiera que los contraigan, es la siguiente: colocan en medio una gran copa de barro, y en ella juntamente con vino mezclan la sangre de entrambos contrayentes, que se sacan hiriéndose ligeramente el cuerpo con un cuchillo o con la espada. Después de esto, mojan en la copa el alfanje, la segur, las saetas y el dardo, y hecha esta ceremonia, pasan a sus votos y largas depredaciones, tras de las cuáles beben del vino ensangrentado, así los actores principales de la confederación, como las personas más respetables de su comitiva.

LXXI. La sepultura de los reyes está en el lugar llamado Gerro, desde donde comienza el Borístenes a ser navegable. Luego que muere un rey, abren allí un foso cuadrado, y prevenido éste, toman el cadáver, al cual antes han abierto y purgado el vientre, y llenado después de juncia machacada, de incienso, de alinea, de semilla de apio y de anís, y volviendo a coser la abertura lo enceran todo por fuera. Puesto sobre un carro, lo llevan a otra nación o provincia de su imperio, y los que en ella reciben el cadáver del rey le hacen el mismo luto que los escitas regios que se lo condujeron, el cual consiste en cortarse un poquito de las orejas, en quitarse las puntas de los cabellos, en abrirse la piel alrededor de sus brazos, en llagarse la frente y narices, y en traspasarse la mano izquierda con sus saetas. Desde allí llevan el cadáver en su carro hasta otra nación de su dominio, sin que dejen de acompañar al muerto aquellos escitas que fueron los primeros en recibirlo de los regios. Por fin, después que los conductores pasearon al difunto por todas las provincias, se detienen en los Gerros, vasallos lo más apartados de todos, al lado de la misma sepultura. Primero ponen el cadáver dentro de su caja sobre un lecho que está en aquella hoya; después clavan al uno y al otro lado del difunto unas lanzas, y sobre ellas suspenden palos para hacerle una enramada de mimbres. En el contorno espacioso del arca encierran una de las concubinas reales, sofocándola primero, como también un copero, un cocinero, un caballerizo, un criado, un paje de antesala para los recados, unos caballos, las primicias más delicadas de todas las cosas, y unas copas de oro, pues entre ellos no está introducido el uso de la plata y del bronce. Después de esto, todos a porfía cubren con tierra el difunto, empeñados en levantar sobre él un enorme túmulo.

LXXII. Al cabo de un año después del entierro, vuelven de nuevo a practicar la siguiente ceremonia. Escogen de los criados del difunto rey los más lindos y bellos, quienes suelen ser escitas libres y bien nacidos, pues allí son criados del rey los ciudadanos que él mismo elige, no habiendo entre ellos el uso de comprar esclavos: escogidos, repito, cincuenta de entre ellos, los ahogan y juntamente cincuenta caballos de los más hermosos. Sácanles a todos las tripas y les limpian las entradas llenándolas después de paja y cosiéndoles el vientre. Toman después un medio cerco, a manera de un aro de cuba, y clavan sus dos extremas en dos palos que se levantan desde el túmulo; a poca distancia clavan otro medio aro del mismo modo, y otros muchos así. Hechos aquellos arcos, desde la cola de cada caballo hasta el cuello meten un palo recio, y suben el cadáver sobre los aros, de suerte que los primeros sostienen sus espaldas, y los postreros sus muslos y vientre, quedando suspenso el caballo sin tocar en el suelo ni con las manos ni con las piernas, levantado así, le ponen su freno y brida atada a un palo que está allí delante. Sobre cada uno de los caballos colocan sendos caballeros, que son los mancebos allí ahogados, metiendo a cada cadáver un palo recto que penetrando por el espinazo llegue al pescuezo, clavando la punta inferior de dicho palo que queda fuera del cuerpo dentro de un agujero que tiene el otro palo que atraviesa el cuerpo del caballo. Puesta alrededor del túmulo aquella cabalgada de momias, se retiran todos a sus casas.

LXXIII. Esto sucede en las sepulturas de los reyes, por lo que toca a las de los particulares se sigue otro estilo. Cuando muere un escita, los parientes más cercanos le ponen en su carro y le van llevando por las casas de sus amigos. Cada uno de estos recibe con un gran convite a toda la comitiva, poniendo también al muerto la misma mesa que a sus conductores; pasados 40 días en tales visitas, al cabo lo entierran. Los escitas que le dieron sepultura usan de muchas ceremonias para purificarse: primero se refriegan y lavan la cabeza; y después para la lustración de todo su cuerpo plantan tres palos en tierra en forma de triángulo, cuyas puntas se unen por medio de su mutua inclinación; alrededor de los palos extienden un fieltro o encerado hecho de lana a manera de sombrero apretándolo lo más que pueden, sin dejar el más mínimo resquicio; y en medio de aquella estufa de lana tupida meten un brasero en forma de esquife y dentro unas piedras hechas ascua, todo con el fin de sahumarse como diré más adelante.

LXXIV. Nace en el país el cáñamo, hierba enteramente parecida al lino, menos en lo grueso y alto, en que el cáñamo le hace muchas ventajas. Parte de él nace de suyo, parte se siembra. Los tracios hacen de él telas y vestidos muy semejantes a las de lino, tanto que nadie que no esté hecho a verlas sabría distinguir si son de lino o de cáñamo, y quien nunca las haya visto las tendrá por piezas de Lino.

LXXV. Del mencionado cáñamo toman, pues, la semilla los escitas impuros y contaminados por algún entierro, echándola a puñados encima de las piedras penetradas del fuego, y metidos ellos allá dentro de su estufa. La semilla echada va levantando tal sahumerio y despidiendo de sí tanto vapor, que no hay estufa alguna entre los griegos que en esto le exceda. Entretanto, los escitas gritan de placer como si se bañasen en agua rosada, y esta función les sirve de baño, pues jamás acostumbran bañarse. Las mujeres escitas componen para sus afeites una especie de emplasto: preparan una vasija con agua; raspan luego un poco de ciprés, de cedro y de palo de incienso contra una piedra áspera, y de las raspaduras mezcladas con agua forman un engrudo craso con que se emplastan el rostro y aun todo el cuerpo. Dos ventajas logran con esto; oler bien, cualquiera que sea su mal olor natural, y quedar limpias y relucientes al quitarse aquella costra al día siguiente.

LXXVI. A nada tienen más aversión que a los usos y modas extrañas, aun a las de otra provincia de la nació; pero con mucha particularidad a las de los griegos, como se vio bien una vez en Anacarsis y otra en Sciles. Anacarsis en primer lugar, habiendo visto muchos países y mostrádose en todos hombre muy sabio, volvía ya a los aires nativos de la Escitia. Sucedió que navegando el Helesponto tomase puerto en Cízico, en donde halló a los vecinos de la ciudad ocupados en hacer a la madre de los dioses una fiesta magnífica y pomposa, y el buen Anacarsis con aquella ocasión hizo un voto a la madre, de que si por su favor y ayuda llegaba salvo a su casa, le haría aquel mismo sacrificio que entonces veía hacer a los Cizicenos, e introduciría allí aquella vigilia y fiesta nocturna. Llegado después a Escitia, habiendo desembarcado en el sitio que llaman Hilea, floresta vecina al Dromo de Aquiles y poblada de todo género de árboles, celebraba Anacarsis su fiesta a la diosa, sin omitir ceremonia alguna, tocando sus timbales y llevando las figurillas pendientes del cuello. Uno de los escitas que le había visto en aquella función le delató al rey Saulio, el cual, avisado, y viendo por sus ojos a Anacarsis que continuaba en sus ceremonias, le mató con una saeta. Y aun ahora, si se pregunta a los escitas por Anacarsis, responderán que no saben ni conocen tal hombre; tal es la enemiga que con él tienen, así porque viajó por la Grecia, como porque siguió los usos y ritos extranjeros. Pero, según supe de Timnes, tutor que era de Ariapites, fue Anacarsis tío de Idantirso, rey de la Escitia, e hijo de Gnuro, nieto de Lico y biznieto de Espargapites. Y si es verdad que Anacarsis fuese de tal familia, ¡triste suerte para el infeliz la de haber muerto a manos de su mismo hermano, pues Idantirso fue hijo de Saulio, y Saulio quien mató a Anacarsis!

LXXVII. Es singular lo que oí contar a los del Peloponeso, que Anacarsis había sido enviado a Grecia por el rey de los escitas, para que como discípulo aprendiera de los griegos y que vuelto de sus estudios había informado al mismo que le envió de que todos los pueblos de la Grecia eran muy dados a todo género de erudición, salvo los lacedemonios que eran los únicos que en sus conversaciones hablaban con naturalidad sin pompa ni estudio. Pero esto es a fe mía un cuento con que los mismos griegos se han querido divertir: lo cierto es que al infeliz le costó la vida aquella fiesta, como dije, y éste fue el pago que tuvo de haber querido introducir usos nuevos y seguir costumbres griegas.

LXXVIII. El mismo fin que éste tuvo largos años después Esciles, hijo de Ariapites. Sucedió que Ariapites, rey de los escitas, tuvo entre otros hijos a Esciles, habido en una mujer no del país, sino natural de Istria, colonia de los Milesios, que instruyó a su hijo en la lengua y literatura griega. Andando después el tiempo, como su padre Ariapites hubiese sido alevosamente muerto por el rey de los Agatirsos Spargapites, Esciles tomó posesión no solo de la corona, sino también de una esposa de su padre, que se llamaba Opea, señora natural de la Escitia, en quien Ariapites había tenido un hijo llamado Orico. rey ya de los suyos, Esciles gustaba poco de vivir a la escítica, y su pasión era seguir particularmente las costumbres de los griegos conforme a la educación y usanzas en que se había criado. Para este efecto solía conducir el ejército escita a la ciudad de los Boristenitas, colonos griegos, y según ellos pretenden, originarios de Mileto: apenas llegado, dejando su ejército en los arrabales de la ciudad, se metía en persona dentro de la plaza, y mandando al punto cerrar las puertas se despojaba de los vestidos escíticos y se vestía a la griega. En este traje íbase el rey paseando por la plaza sin alabarderos ni guardia alguna que le siguiese; pero entretanto tenía centinelas a las puertas de la ciudad, no fuese que metido dentro alguno de los suyos acertase a verle en aquel traje. En todo, por abreviar, se portaba como si fuese griego, y según el ritual de los griegos hacía sus fiestas y sacrificios a los dioses. Después de pasado un mes o algo más, tomando de nuevo su hábito escítico se volvía otra vez; y como esta función lo hiciese a menudo, había mandado edificar, en Borístenes un palacio, y llevado a él por esposa una mujer natural de la ciudad.

LXXIX. Pero estando destinado que tuviese un fin desastroso, alcanzóle la desventura con la siguiente ocasión. Dióle la gana de alistarse entre los cofrades de Baco, el dios de las máscaras, y cuando iba ya a hacer aquella ceremonia y profesión, sucedióle un raro portento. Alrededor de la magnífica y suntuosa casa que, como acabo de decir, se había fabricado en la ciudad de los Boristenitas, tenía una gran plaza circuida toda de estatuas de mármol blanco en forma de esfinges y de grifos; contra este palacio disparó Dios un rayo que lo abrasó totalmente. Pero no se dio Esciles por entendido, y prosiguió del mismo modo su mascarada. Es de saber que los escitas suelen dar en rostro a tos griegos sus borracheras y bacanales, diciendo que no es razonable tener por dios a uno que hace volver locos y furiosos a los hombres. Ahora, pues, cuando Esciles iba hecho un perfecto camarada de Baco, uno de los Boristenitas dio casualmente con los escitas y les dijo: —«Muy bien, sabios escitas; vosotros os mofáis de los griegos porque hacemos locuras cuando se apodera de nosotros el dios Baco; ¿y qué diríais ahora si vierais a vuestro rey, a quien no sé qué espíritu bueno o malo arrebata danzando por esas calles, loco y lleno de Baco a no poder más? Y si no queréis creerme sobre mi palabra, seguidme, amigos, que mostrároslo he con el dedo.» Siguiéronle los escitas principales, y el Boristenita los condujo y ocultó en una de las almenas. Cuando vieron los escitas que pasaba la mojiganga, y que en ella iba danzando su rey hecho un insensato, no es decible la pesadumbre que por ello tuvieron, y saliendo de allí dieron cuenta a todo el ejército de lo que acababan de ver.

LXXX. De aquí resultó que al dirigirse Esciles con sus tropas hacia su casa, los escitas pusieron a su frente un hermano suyo llamado Octamasades, nacido de una hija de Teres, y sublevados negaron a aquel obediencia. Viendo Esciles lo que pasaba, y sabiendo el motivo de aquella novedad, se refugió a la Tracia, de lo cual informado Octamasades movió su ejército hacia aquel país, y hallándose ya cerca del Danubio, saliéronles al encuentro armados los tracios, y estando a punto de venir a las manos los dos ejércitos, Sitalces envió un heraldo que habló así a Octamasades: —«¿Para qué probar fortuna y querer medir las espadas? Tú eres hijo de una de mis hermanas, y tienes en tu poder un hermano mío refugiado en tu corte: ajustémonos en paz; entrégame tú a ese hermano y yo te entregaré a Esciles, que lo es tuyo. Así, ni tú ni yo nos expondremos a perder nuestra gente.» Estos partidos de paz le envió a proponer Sitalces, quien tenía un hermano retirado en la corte de Octamasades; convino éste en lo que se le proponía, y entregando su tío a Sitalces, recibió de él a su hermano Esciles. Habiendo Sitalces recobrado a su hermano retiróse con sus tropas, y Octamasades en aquel mismo sitio cortó la cabeza a Esciles. Tan celosos están los escitas de sus leyes y disciplina propia, y tal pago dan a los que gustan de introducir novedades y modas extranjeras.

LXXXI. Por lo que mira al número fijo de población de los escitas, no encontré quien me lo supiese decir precisamente, hallando en los informes mucha divergencia. Unos me decían que eran muchísimos en número, otros que había muy pocos escitas puros y de antigua raza. Referiré la prueba de su población que me pusieron a la vista. Hay entre los ríos Borístenes e Hipanis cierto lugar con el nombre de Exampeo, del cual poco antes hice mención, cuando dije que había allí una fuente de agua amarga, que mezclándose con el Hipanis impedía que se pudiese beber de su corriente. Viniendo al asunto, hay en aquel lugar un caldero tan descomunal, que es seis veces más grande, que aquella pila que está en la boca del Ponto, ofrenda que allí dedicó Pausanias, hijo de Cleombroto. Mas para quien nunca vio esta pila, describiré en breve el caldero de los escitas, diciendo que podrá recibir sin duda unos 600 cántaros, y que su canto tiene seis dedos de recio. Decíanme, pues, los del país, que este caldero se había hecho de las puntas de sus saetas; porque como su rey Aríantas, que así se llamaba, quisiese saber a punto fijo cuánto fuese el número de sus escitas, dio orden de que cada uno de ellos presentase una punta de saeta, imponiendo pena capital al que no la presentase. Habiéndose recogido, pues, un número inmenso de puntas, parecióle al rey dejar a la posteridad una memoria de ellas, y mandó hacer aquel caldero, lo dejó en Exampeo como un público monumento, y he aquí lo que oía decir de aquella población.

LXXXII. Nada de singular y maravilloso ofrece aquella región, si exceptuamos la grandeza y el número de los ríos que posee. No dejaré con todo de notar una maravilla, si es que lo sea, que a más de los ríos y de lo dilatado de aquella llanura, allí se presenta, y es el vestigio de la planta del pie de Hércules que muestran impreso en una piedra, el cual en realidad se parece a la pisada de un hombre: no tiene menos de dos codos y está cerca del río Tiras. Pero basta lo dicho de cuentos y tradiciones, volvamos a tomar el hilo de la historia que antes íbamos contando.

LXXXIII. Al tiempo que Darío hacía sus preparativos contra los escitas, enviando sus comisarios con orden de intimar a unos que le aprontasen la infantería, a otros la armada naval, a otros que le fabricasen un puente de naves en el Bósforo de Tracia, su hermano Artabano, hijo también de Histaspes, de ningún modo aprobaba que se hiciese la guerra a los escitas, dando por motivo que era una nación falta de todo y necesitada; pero viendo que sus consejos no hacían fuerza al rey, siendo en realidad los mejores, cesó en ellos y dejó correr los negocios. Cuando todo estuvo aprontado, Darío partió con su ejército desde Susa.

LXXXIV. Entonces sucedió que uno de los persas llamado Eobazo, el cual tenía tres hijos y los tres partían para aquella jornada, suplicó a Darío que de tres le dejase uno en casa para su consuelo. Respondióle Darío, que siendo él su amigo y pidiéndole un favor tan pequeño, quería darle el gusto cumplido dejándole a los tres. Eobazo no cabía en sí de contento, creyendo que sus hijos quedaban libres y desobligados de salir a campaña; pero Darío dio orden que los ejecutores de sus sentencias matasen a todos los hijos de Eobazo, y de este modo, degollados, quedaron con su padre.

LXXXV. Luego que Darío salió de Susa llegó al Bósforo de Calcedonia, lugar donde se había construido el puente; entrando en una nave, fuese hacia las islas Cianeas, como las llaman; de las cuales dicen los griegos que eran en lo antiguo vagas y errantes. Sentado después en el templo de Júpiter Urio, estuvo contemplando el Ponto, pues es cosa que merece ser vista, no habiendo mar alguno tan admirable. Tiene allí de largo 11.100 estadios, y de ancho por donde lo es más 3.300. La boca de este mar tiene en su entrada cuatro estadios de ancho; pero a lo largo en todo aquel trecho y especie de cuello que se llama Bósforo, en donde se había construido el puente, cuenta como 120 estadios. Dicho Bósforo se extiende hasta la Propóntide, que siendo ancha de 500 estadios y larga de 1.400 va a terminar en el Helesponto, el cual cuenta siete estadios a lo angosto y 400 a lo largo, y termina después en una gran anchura de mar, que es la llamada Mar Egeo.

LXXXVI. Ved ahí como se han medido estas distancias. Suele una nave en un largo día hacer comúnmente 7.000 orgias de camino a lo más; de noche, empero, 6.000 únicamente: ahora bien, el viaje que hay desde la boca del Ponto, que es su lugar más angosto, hasta el río Fasis, es una navegación de nueve días y ocho noches, navegación que comprende, por tanto, 110.100 orgias, que hacen 11.200 estadios. La navegación que hay desde el país de los Siudos hasta Temiscira, que está cerca del río Termodonte, siendo aquella la mayor anchura del Ponto, es de tres días y dos noches, que componen 330 orgias, a que corresponde la suma de 3.300 estadios. Repito, pues, que en estos términos he calculado la extensión del Ponto, del Bósforo y del Helesponto, cuya situación natural es conforme la llevo declarada. Tiene el Ponto además de lo dicho una laguna que desagua en él, y que no es muy inferior en extensión, la cual lleva el nombre de Meótida, y se dice ser la madre del Ponto.

LXXXVII. Vuelvo a Darío, quien después de contemplado el Ponto, volvióse atrás hacia el puente, cuyo ingeniero o arquitecto había sido Mandrocles, natural de Samos. Habiendo el rey mirado también curiosamente el Bósforo, hizo levantar en él dos columnas de mármol blanco, y grabar en una con letras asirias y en otra con griegas el nombre de todas las naciones que en su ejército conducía, y conducía todas aquellas de quienes era soberano. El número de dichas tropas de infantería y caballería subía a 70 miríadas, o al de 700.000 hombres, sin incluir en él la armada naval en que venían juntas 600 embarcaciones. Algún tiempo después cargaron los Bizantinos con dichas columnas, y llevándolas a su ciudad se valieron de ellas para levantar el ara de Diana Ortosia, exceptuando solamente una piedra llena de caracteres asirios, que fue dejada en Bizancio en el templo de Baco. El sitio del Bósforo en que el rey Darío fabricó aquel su puente, es puntualmente, según mis conjeturas, el que está en medio de Bizancio y del templo de Júpiter situado en aquella boca.

LXXXVIII. Habiendo Darío mostrado mucho gusto y satisfacción por lo bien construido que le parecía el puente de barcas, tuvo la generosidad de pagar a su arquitecto Mandrocles de Samos todas las partidas a razón de diez por uno. Separando después Mandrocles las primicias de aquel regalo, hizo con ellas pintar aquel largo puente echado sobre el Bósforo, y encima de él al rey Darío sentado en su trono, y al ejército en el acto de pasar; y dedicó este cuadro en el Hereo o templo de Juno, en Samos, con esta inscripción: Mandrocles, que subyugó con su puente al Bósforo, fecundo en pesca, colocó aquí su monumento, corona suya, gloria de Samos, pues que supo agradar al rey, al gran Darío. Tal fue la memoria que dejó el constructor de aquel puente.

LXXXIX. Después que Darío dio con Mandrocles aquella prueba de liberalidad, pasó a la Europa, habiendo ordenado a los jonios que navegasen hacia el Ponto, hasta entrar en el Danubio, donde les mandó que le aguardasen, haciendo un puente de barcas sobre aquel río, y esta orden se dio a los jonios, porque ellos con los eolios y los helespónticos eran los que capitaneaban toda la armada naval. Pasadas las Cianeas, la armada llevaba su rumbo hacia el Danubio, y habiendo navegado por el río dos días de navegación desde el mar, hicieron allí un puente sobre las cervices del Istro, esto es, en el paraje desde donde empieza a dividirse en varias bocas. Darío con sus tropas, que pasaron el Bósforo por encima de aquel tablado hecho de barcas, iba marchando por la Tracia, y llegando a las fuentes del río Tearo, dio tres días de descanso a su gente allí atrincherada.

XC. Los que moran vecinos al Tearo dicen que es el río más saludable del mundo, pues sus aguas, además de ser medicinales para muchas enfermedades, lo son particularmente contra la sarna de los hombres y la roña de los caballos. Sus fuentes son 38, saliendo todas de una misma peña, pero unas frías y otras calientes. Vienen a estar a igual distancia, así de la ciudad de Hereo, vecina a la de Perinto. como de la Apolonia, ciudad del ponto Euxino, a dos jornadas de la una y a dos igualmente de la otra. El Tearo va a desaguar en el río Contadesdo, éste en el Agrianes, el Agrianes en el Hebro, y el Hebro en el mar vecino a la ciudad de Eno.

XCI. Habiendo, pues, Darío llegado al Tearo, y fijado allí su campo, contento de haber dado con aquel río, quísole honrar poniendo una columna con esta inscripción: Las fuentes del río Tearo brotan el agua mejor y más bella de todos los ríos; a ellas llegó conduciendo su ejército contra los escitas el hombre mejor y más bello de todos los hombres, Darío, el hijo de Histaspes y rey del Asia y de todo el continente. Esto era lo que en la columna estaba escrito.

XCII. Partió, Darío de aquel campo, dio con otro río que lleva el nombre de Artisco, y corre por el país de las Odrisas. Junto a aquel río, habiendo señalado cierto lugar, se le antojó dar orden a sus tropas de que al pasar dejase cada cual su piedra en aquel mismo sitio, y habiéndolo cumplido todos, continuó marchando con su gente, dejando allí grandes montones de piedra.

XCIII. Antes de llegar al Istro, los primeros pueblos que por fuerza rindió Darío fueron los Getas Atanizontes, o defensores de la inmortalidad, pues los tracios que habitan en Salmideso, puestos sobre las ciudades de Apolonia y de Mesambria, llamados los Smicirdas y los Nipseos, sin la menor resistencia se lo entregaron. Pero los Getas, nación la más valiente y justa de todos los tracios, resueltos con poca cordura a disputarle el paso, fueron sobre la marcha hechos esclavos por Darío.

XCIV. Respecto a la inmortalidad, están muy lejos de creer que realmente mueran; y su opinión es que el que acaba aquí la vida va a vivir con el dios Zamolxis, a quien algunos hacen el mismo que Gebeleizi. De cinco en cinco años sortean uno de ellos, al cual envían por mensajero a Zamolxis, encargándole aquello de que por entonces necesitan. Para esto, algunos de ellos, puestos en fila, están allí con tres lanzas; otros, cogiendo de las manos y de los pies al mensajero destinado a Zamolxis, lo levantan al aire y le tiran sobre las picas. Si muere el infeliz traspasado con ellas, ¡albricias! porque les parece que tienen aquel dios de su parte, pero si no muere el enviado sobre las picas, se vuelven contra él diciéndole que es un hombre malo o ruin, y acusándole así, envían otro, a quien antes de morir dan sus encargos. Estos tracios, al ver truenos y relámpagos, disparan sus flechas contra el cielo, con mil bravatas y amenazas a Júpiter, no teniéndole por dios, ni creyendo en otro que en su propio Zamolxis.

XCV. Este Zamolxis, según tengo entendido de los griegos establecidos en el Helesponto y en el mismo Ponto, siendo hijo de mujer y mero hombre, sirvió esclavo en Samos, pero tuvo la suerte de servir a Pitágoras el hijo de Mnesarco. Habiendo salido libre de Samos, supo con su industria recoger un buen tesoro, con el cual se retiró a su patria. Como hallase a los tracios sus paisanos sin cultura y sin gusto ni instrucción, el prudente Zamolxis, hecho a la civilización o molicie de la Jonia y a un modo de pensar y obrar mucho más fino y sagaz que el que corría entre los tracios, como hombre acostumbrado al trato de los griegos y particularmente al de Pitágoras, no el último de los sabios, con estas luces y superioridad mandó labrarse una sala en donde, recibiendo a sus paisanos de mayor cuenta y dándoles suntuosos convites, comenzó a dogmatizar, diciendo que ni él, ni sus camaradas, ni alguno de sus descendientes acabarían muriendo, sino que pasarían a cierto paraje donde eternamente vivos tuviesen a satisfacción todas sus comodidades y placeres. En tanto que así platicaba y trataba con los tracios, íbase labrando una habitación subterránea; y lo mismo fue quedar concluida, que desaparecer Zamolxis de la vista de sus paisanos, metiéndose bajo de tierra en su sótano, donde se mantuvo por espacio de tres años. Los tracios, que lo echaban menos, y sentían la falta de su buena compañía, llorábanle ya por muerto, cuando llegado ya el cuarto año, ve aquí que se les aparece de nuevo Zamolxis, y con la obra les hace creer lo que les había dicho de palabra.

XCVI. Esto cuentan que hizo Zamolxis: yo en realidad no tomo partido acerca de esta historia y de la subterránea habitación; ni dejo de creerlo, ni lo creo tampoco ciegamente; si bien sospecho que nuestro Zamolxis viviría muchos años antes que hubiese nacido Pitágoras. Así que si era Zamolxis un hombre meramente, o si es un dios Geta, y el dios principal para los Getas, decídanlo ellos mismos; pues sólo es de este lugar decir que los Getas vencidos por Darío lo iban siguiendo con lo demás del ejército.

XCVII. Darío, después de llegado al Danubio con todo su ejército de tierra, habiendo pasado todas sus tropas por el nuevo puente, mandó a los jonios que lo deshicieran y que con toda la gente de las naves fuese por tierra siguiendo el grueso de sus tropas. Estaban ya los jonios a punto de obedecer, y el puente a pique de ser deshecho, cuando el general de los de Mitilene, Cóes, hijo de Erxandro, tomóse la licencia de hablar a Darío, habiéndole antes preguntado si llevaría a mal el escuchar una representación o consejo que se le quisiese proponer, y le habló en estos términos: —«Bien sabéis, señor, que vais a guerrear en un país en que ni se halla campo labrado ni ciudad alguna habitada. ¿No sería mejor que dejareis en pie el puente como ahora está, y apostaseis para su defensa a los mismos que lo construyeron? Dos ventajas hallo en esto; una es que si tenemos el buen éxito que pensamos hallando y venciendo a los escitas, tendremos en el puente paso para la vuelta; otra que si no los hallamos, tendremos por él retirada segura; pues bien veo que no tenemos que temer el que nos venzan los escitas en batalla; antes temiera yo que han de evitar ser hallados, y que perdidos acaso en busca de ellos, tengamos algún tropiezo. Tal vez se podría decir que hago en esto mi negocio con la esperanza de quedarme aquí sosegado: no pretendo tal; no hago más, señor, que poner en vuestra consideración un proyecto que me parece el más ventajoso; por lo que a mí me toca, estoy pronto a seguiros, ni pretendo que me dejéis aquí.» No puede explicarse cuán bien pareció a Darío la propuesta, a la cual respondió así: «Amigo y huésped lesbio, no dejaré sin premio esa tu fidelidad; cuando esté de vuelta sano y salvo en mi palacio, quiero y mando que te dejes ver y que veas cómo sé corresponder con favores al que me sirve con buenos consejos.»

XCVII. Habiendo hablado estas pocas palabras y mandado hacer sesenta nudos en una correa, mandó llamar ante sí a los señores de las ciudades de la Jonia y hablóles así: —«Ciudadanos de Jonia, sabed que he tenido a bien revocar mis primeras órdenes acerca del puente; ahora os ordeno que tomada esta correa hagáis lo que voy a deciros. Desde el punto que me viereis marchar contra los escitas, empezaréis a desatar diariamente uno de estos nudos. Si en todo el tiempo que fuere menester para irlos deshaciendo uno a uno, yo no compareciese, al cabo de él os haréis a la vela para vuestra patria; pero entretanto que llegue este término, puesto que lo he pensado mejor, os mando que conservéis entero el puente, y pongáis en su defensa y custodia todo vuestro esmero, pues en ello me daré por muy bien servido y satisfecho.» Dadas estas órdenes, emprendió Darío su marcha hacia la Escitia.

XCIX. La parte marítima de la Tracia se avanza mar adentro frontera de la Escitia, la cual empieza desde un seno que aquella forma, donde va a desaguar el Danubio, que en sus desembocaduras se vuelve hacia el Euro o Levante. Empezando del Danubio, iré describiendo ahora con sus medidas la parte marítima del país de la Escitia: en el Danubio comienza, pues, Escitia la antigua, que mira hacia el Noto o Mediodía y llega hasta una ciudad que llaman Carcinitis; desde cuyo punto, siguiendo las costas del Poniente por un país montuoso situado sobre el Ponto, es habitada por la gente Táurica hasta la Quersoneso Traquea, ciudad confinante con un seno de mar que mira hacia el viento Apeliota o Levante. Porque es de saber que las fronteras de la Escitia se dividen en dos partes que terminan ambas en el mar, la una mira al Mediodía y la otra a Levante, en lo que se parece al país del Ática; pues los Táuricos, en efecto, vienen a ocupar una parte de la Escitia, a la manera que si otra nación ocupase una parte del Ática, suponiendo que no fueran realmente atenienses, como lo son los que ahora ocupan el collado Suníaco y la costa de aquel promontorio que da con el mar, empezando desde el demo Tórico, hasta el demo Anaflisto; entendiendo con todo esta comparación como la de un enano a un gigante. Tal es la situación de la Táurica; pero a quien no ha navegado las costas del Ática, quiero especificársela de otro modo: está la Táurica, repito, de manera como si otra nación que no fueran los Yapiges ocupase aquella parte de la Yapigia que empezando desde el puerto de Brindis llega hasta aquel cabo, quedando, empero, separada de los confines de Tarento. Con estos dos ejemplos que expreso, indico al mismo tiempo otros muchos lugares, a los cuales es la Táurica parecida.

C. Desde la Táurica habitan ya los escitas, no sólo todo el país que está sobre los Táuricos, y el que confina con el mar por el lado de Levante, sino también la parte occidental así del Bósforo Cimerio como de la laguna Meotis hasta dar con el río Tanais, que viene a desaguar en la punta misma de dicha laguna. Pero hacia los países superiores que se van internando por tierra desde el Istro, acaba la Escitia, confinando primero con los Agatirsos, después con los neuros, con los Andrófagos y finalmente con los Melanclenos.

CI. Viniendo, pues, la Escitia a formar como un cuadro, cuyos dos lados confinan con el mar, su dimensión tirando tierra adentro es del todo igual a sus dimensiones tomadas a lo largo de las costas marítimas; porque por las costas desde el Danubio hasta el Borístenes se cuentan diez jornadas, y desde el Borístenes hasta la laguna Meotis otras diez; y penetrando tierra adentro desde el mar hasta llegar a los Melanclenos situados sobre los escitas, hay el camino de 20 jornadas, previniendo que en cada jornada hago entrar el número de 200 estadios. Así que la travesía de la Escitia tendrá unos 4.000 estadios, y otros 4.000 su latitud, internándose tierra arriba, y estos son los límites y extensión de todo aquel país.

CII. Volviendo a la historia, como viesen los escitas, consultando consigo mismos, que sus solas fuerzas no eran poderosas para habérselas cuerpo a cuerpo con el ejército entero de Darío, enviaron embajadores a las naciones comarcanas para pedirles asistencia. Reunidos, en efecto, los reyes de ellas, sabiendo cuán grande ejército se les iba acercando, deliberaban sobre el consejo que tomarían en aquel apuro. Dichos reyes, unidos en asamblea, eran el de los Táuricos, el de los neuros, el de los Andrófagos, el de los Melanclenos, el de los gelonos, el de los budinos y el de los Saurómatas.

CIII. Para decir algo de estas naciones, los Táuricos tienen leyes y costumbres bárbaras: sacrifican a su virgen todos los náufragos arrojados a sus costas, e igualmente todos los griegos que a ellas arriban, si pueden haberlos a las manos. Ved ahí el bárbaro sacrificio: después de la auspicación o sacrificio de la víctima, dan con una clava en la cabeza del infeliz, y, según algunos dicen, desde una peña escarpada, encima de la cual está edificado el templo, arrojan el cadáver decapitado y ponen en un palo su cabeza. Otros dicen lo mismo acerca de lo último, pero niegan que sea el cuerpo precipitado, antes pretenden que se le entierra. La diosa a quien sacrifican dicen los mismos Táuricos ser Ifigenia, hija de Agamemnon. Acerca de los enemigos que llegan a sus manos, cada cual corta la cabeza a su respetuoso prisionero, y se va con ella a su morada, y poniéndola después en la punta de un palo largo, la coloca sobre su casa y en especial sobre la chimenea, de modo que sobresalga mucho, diciendo con cruel donaire que ponen en aquella atalaya quien les guarde la casa. Estos viven de sus presas y despojos de la guerra.

CIV. Los Agatirsos son unos hombres afeminados y dados al lujo, especialmente en los ornatos de oro. El comercio y uso de las mujeres es común entre ellos, con la mira de que siendo todos hermanos y como de una misma casa, ni tengan allí lugar la envidia ni el odio de unos contra otros. En las demás costumbres son muy parecidos a los tracios.

CV. Las leyes y usos de los neuros son como los de los escitas. Una edad o generación antes que Darío emprendiese aquella jornada, sobrevino tal plaga o inundación de sierpes, que se vieron forzados a dejar toda la región; muchas de ellas las crió el mismo terreno, pero muchas más fueron las que bajaron hacia él de los desiertos comarcanos, y hasta tal punto les incomodaron, que huyendo de su tierra pasaron a vivir con los budinos. Es mucho de temer que toda aquella caterva de neuros sean magos completos, si estamos a lo que pos cuentan tanto los escitas como los griegos establecidos en la Escitia, pues dicen que ninguno hay de los neuros que una vez al año no se convierta en lobo por unos pocos días, volviendo después a su primera figura. ¿Qué haré yo a los que tal cuentan? Yo no les creo de todo ello una palabra, pero ellos dicen y aun juran lo que dicen.

CVI. Los andrófagos son en sus costumbres los más agrestes y fieros de todos los hombres, no teniendo leyes algunas ni tribunales. Son pastores que visten del mismo modo que los escitas, pero que tienen su lenguaje propio.

CVII. Los Melanclenos van todos vestidos de negro, de donde les ha venido el nombre que tienen, como si dijéramos capas negras. Entro todas estas gentes son los únicos que comen carne humana, y en lo demás siguen los usos de los escitas.

CVIII. Los budinos, que forman una nación grande y populosa, tienen los ojos muy azules y rubio el color. La ciudad que poseen, toda de madera, se llama gelono; son tan grandes sus murallas, que cada lado de ellas tiene de largo 30 estadios, siendo al mismo tiempo muy altas, por más que todas sean de madera; las casas y los templos son asimismo de madera. Los templos están dedicados a los dioses de la Grecia, y adornados a lo griego, con estatuas, con aras y nichos de madera; aun más, cada tercer año celebran en honor de Baco sus trietéridas o bacanales, lo que no es de admirar, siendo estos gelonos originarios de unos griegos que retirados de los emporios plantaron su asiento entre los budinos y conservan una lengua en parte griega.

CIX. Los budinos propios ni hablan la misma lengua que dichos gelonos, ni siguen el mismo modo de vivir, pues siendo originarios o naturales del país, siguen la profesión de pastores y son los únicos en aquella tierra que comen sus piojos. Pero los gelonos cultivan sus campos, comen pan, tienen sus huertos plantados, son de fisonomía y color diferente. Verdad es que a los gelonos les llaman también budinos; haciéndoles en esto injuria los griegos que tal nombre les dan. Todo el país de los budinos está lleno de arboledas de toda especie, y en el paraje donde es más espesa la selva hay una laguna grande y dilatada, y alrededor de ella un cañaveral. En ella se cogen nutrias, castores y otras fieras cuyas pieles sirven para forrar los pellicos y zamarras, y cuyos testículos sirven de remedio contra el mal de madre.

CX. Acerca de los Saurómatas cuéntase la siguiente historia. En tiempo de la guerra entro los griegos y las Amazonas, a quienes los escitas llaman Eorpata, palabra que equivale en griego a Androctonoi (mata–hombres), compuesta de Eor que significa hombre y de pata matar; en aquel tiempo se dice que, vencedores los griegos en la batalla del río Termodonte, se llevaban en tres navíos cuantas Amazonas habían podido coger prisioneras, pero que ellas, habiéndose rebelado en el mar, hicieron pedazos a sus guardias. Mas como después que acabaron con toda la tripulación ni supiesen gobernar el timón, ni servirse del juego de las velas, ni bogar con los remos, se dejaban llevar a discreción del viento y de la corriente. Hizo la fortuna que aportasen a un lugar de la costa de la laguna Meótis llamado Cremnoi, que pertenece a la comarca de los escitas libres. Dejadas allí las naves, se encaminaron hacia el país habitado, y se alzaron con la primera piara de caballos que casualmente hallaron, y montadas en ellos iban talando y robando el país de los escitas.

CXI. No podían éstos atinar qué raza de gente y qué violencia fuese aquella, no entendiendo su lengua, no conociendo su traje, ni sabiendo de qué nación eran, y se admiraban de dónde les había podido venir aquella manada de bandoleros. Teníanlas, en efecto, por hombres todos de una misma edad, contra quienes habían tenido varias refriegas; pero apoderados después de algunas muertas en el combate, al cabo se desengañaron conociendo ser mujeres aquellos bandidos. Habiendo con esto tomado acuerdo sobre el caso, parecióles que de ningún modo convenía matar en adelante a ninguna, y que mejor fuera enviar sus mancebos hacia ellas en igual número al que podían conjeturar que sería el de las mujeres, dándoles orden de que plantando su campo vecino al de las enemigas, fuesen haciendo lo mismo que las viesen hacer, y que en caso de que ellas les acometieran no admitiesen el combate sino que huyesen, y cuando vieran que ya no les perseguían, se acampasen de nuevo cerca de ellas. La mira que tenían los escitas en estas resoluciones era de poder tener en ellas una sucesión de hijos belicosos.

CXII. Los jóvenes destinados a la pacífica expedición cumplían las órdenes que traían de no intentar nada. Cuando experimentaron las Amazonas que aquellos enemigos venían de paz sin ánimo de hacerles hostilidad alguna los dejaban estar en hora buena sin pensar en ellos. Los jóvenes iban acercando más y más de cada día su campo al campo vecino, ni llevaban consigo cosa alguna sino sus armas y caballos, yendo tan ligeros como las mismas Amazonas, e imitando el modo de vivir de éstas, que era la caza y la pesca.

CXIII. — Solían las Amazonas cerca del medio día andar vagando ya de una en una, ya por parejas, y retiradas una de otra acudían a sus necesidades mayores y menores. Los escitas, que lo habían ido observando, se dieron a ejecutar lo mismo, y hubo quien se abalanzó licenciosamente hacia una de ellas que iba sola: ni lo esquivó la Amazona, sino que le dejó hacer de sí lo que el mancebo quiso. Por desgracia, no podía hablarle porque no se entendían; pero con señas se ingenió y le dio a entender que al día siguiente acudiese al mismo lugar, y que llevase compañía y viniesen dos, pues ella traería otra consigo. Al volver el mancebo a los suyos dio cuenta a todos de lo sucedido, y al otro día no faltó a la cita llevando un compañero, y halló a la Amazona que con otra ya los estaba esperando.

CXIV. Cerciorados los demás jóvenes de lo que pasaba, animáronse también a amansar a las demás Amazonas, y llegó a tal punto, que unidos ya los reales, vivían en buena compañía, teniendo cada cual por mujer propia a la que primero había conocido. Y por más que los maridos no pudieron alcanzar a hablar la lengua de sus mujeres, pronto supieron éstas aprender la de los maridos. Habiendo, pues, vivido juntos algún tiempo, dijeron por fin los hombres a sus Amazonas: —«Bien sabéis que nosotros tenemos más lejos a nuestros padres y también nuestros bienes: basta ya de esta situación; no vivamos así por más tiempo, sino vámonos de aquí y viviremos en compañía de los nuestros, y no temáis que os dejemos por otras mujeres algunas. —Jamás, respondieron ellas; a nosotras no nos es posible vivir en compañía de vuestras hembras, pues no tenemos la misma educación y crianza que ellas. Nosotras disparamos el arco, tiramos el dardo, montamos un caballo, y esas habilidades mujeriles de hilar el copo, enhebrar la aguja, atender a los cuidados domésticos, las ignoramos: vuestras mujeres, al contrario, nada saben de lo que sabemos nosotras, sino que sentadas en sus carros cubiertos hacen sus labores sin salir a caza ni ir a parte alguna. Ya veis con esto que no podríamos avenirnos. Si queréis obrar con rectitud, y estar casados con nosotras como es justicia y razón, lo que debéis hacer es ir allá a veros con vuestros padres, pedirles que os den la parte legítima de sus bienes, y volviendo después, podremos vivir aparte formando nuestros ajuares.»

CXV. Dejáronse los jóvenes persuadir por estas razones, y después que hechas las reparticiones de los bienes paternos volvieron a vivir con sus Amazonas, ellas les hablaron de nuevo en esta forma: —«Mucha pena nos da y nos tiene en continuo miedo pensar que hemos de vivir por esos vecinos contornos, viendo por una parte que hemos privado a vuestros padres de vuestra compañía, y acordándonos por otra de las muchas correrías que hicimos en vuestra comarca. Ahora bien; ya que nos honráis y os honráis a vosotros mismos con querernos por esposas, hagamos lo que os proponemos. Vámonos de aquí, queridos; alcemos nuestros ajuares, y dejando esta tierra, pasemos a la otra parte del Tanais, donde plantaremos nuestros reales.

CXVI. También en esto les dieron gusto los jóvenes, y pasado el río se encaminaron hacia otra parte, alejándose tres jornadas del Tanais hacia Levante, y tres de la laguna Meotis hacia el Norte, y llegados al mismo paraje en que moran al presente, fijaron allí su habitación. Desde entonces las mujeres de los sármatas han seguido en vivir al uso antiguo, en ir a caballo a la caza con sus maridos y también sin ellos, y en vestir con el mismo traje que los hombres.

CXVII. Hablan los sármatas la lengua de los escitas, aunque desde tiempos antiguos corrompida y llena de solecismos, lo que se debe a las Amazonas, que no la aprendieron con perfección. Tienen ordenados los matrimonios de modo que ninguna doncella se case si primero no matase alguno de los enemigos, con lo que acontece que muchas de ellas, por no haber podido cumplir con esta ley, mueren doncellas, sin llegar siquiera a ser matronas.

CXVIII. Para volver a nuestro intento, habiendo ido a verse los embajadores de los escitas con los reyes de las naciones que acabo de enumerar, y hallándoles ya juntos, les dieron cuenta de que el persa, después de haber conquistado todo el continente del Asia, había pasado al de la Europa por un puente de barcas construido sobre las cervices del Bósforo; que después de haber pasado por él y subyugado a los tracios, estaba formando otro puente sobre el Danubio, pretendiendo avasallar el mundo y hacerlos a todos esclavos. «Ahora, pues, continuó, os pedimos que no evitéis tornar partido en este negocio, ni permitáis que quedemos perdidos, antes bien que unidos con nosotros en una liga, salgamos juntos al encuentro. ¿No queréis convenir en ello? pues sabed que nosotros, forzados de la necesidad, o bien dejaremos libre el país, o quedándonos allí ajustaremos paces con él. Decid si no, ¿qué otro recurso nos queda, si no queréis acceder a socorrernos? No debéis pensar que por esto os vaya mejor a vosotros, no; que el persa no intenta más contra nosotros que contra vosotros mismos. Cierto que se dará por satisfecha su ambición con nuestra conquista, y que a vosotros no querrá tocaros un cabello. En prueba de lo que decimos, oíd esta razón que es convincente: Si las miras del persa en su expedición no fuesen otras que querer vengarse de la esclavitud en que antes le tuvimos, lo que debiera hacer en este caso era venir en derechura contra nosotros, dejando en paz a las otras naciones, y así haría ver a todos que su expedición es contra los escitas, y contra nadie más. Pero ahora está tan lejos de ello, que lo mismo ha sido poner el pie en nuestro continente, que arrastrar en su curso y domar a cuantos se le pusieron por delante; pues debéis saber que tiene bajo de su dominio no sólo a los tracios, sino también a los Getas nuestros vecinos.»

CXIX. Habiendo perorado así los embajadores escitas, entraron en acuerdo los reyes unidos de aquellas naciones, pero en él estuvieron discordes los pareceres. El Gerono, el budino y el Saurómata votaron, de común acuerdo, que se diese ayuda y socorro a los escitas. Pero el Agatirso, el neuro, el Andrófago, con los reyes de los Melanclenos y de los Táuricos, les respondieron en estos términos: —«Si vosotros, escitas, no hubierais sido los primeros en injuriar y guerrear contra los persas y vinierais con las pretensiones con que ahora venís, sin duda alguna nos convencieran vuestras razones, y nosotros a vista de ellas estaríamos en esa confederación a que nos convidáis. Pero es el caso que vosotros, entrando antes por las posesiones de los persas, tuvisteis el mando sobre ellos sin darnos parte de él en todo tiempo que Dios os lo dio, y ahora el mismo Dios vengador los mueve y conduce contra vosotros, queriendo que os vuelvan la visita y que os paguen en la misma moneda. Ni entonces hicimos nosotros agravio ninguno a esos pueblos, ni tampoco ahora queremos ser los primeros en injuriarles. Mas si a pesar de nuestra veneración el persa nos acometiere dentro de casa y fuere invasor no siendo provocado, no somos tan sufridos que impunemente se lo queramos permitir y tolerar. Sin embargo, hasta tanto que lo veamos, nos mantendremos quietos y neutrales, persuadidos de que los persas no vienen contra nosotros, sino contra sus antiguos agresores, que dieron principio a la discordia.»

CXX. Después que los escitas oyeron la relación y la respuesta que les traían sus enviados, resolvieron ante todo que, puesto que no se les juntaban aquellas tropas auxiliares, de modo convenía entrar en batalla a cara descubierta y de poder a poder, sino que se debía ir cediendo poco a poco, y al tiempo mismo de la retirada cegar los pozos y las fuentes por donde quiera que pasasen, sin dejar forraje en todo el país que no quedase gastado y perdido. Determinaron en segundo lugar dividir el ejército en dos cuerpos, y que se agrupasen los Saurómatas al uno de ellos, a cuyo frente iría Scopatis; cuyo cuerpo, en caso de que el persa se echase sobra él, iríase retirando en derechura hacia el Tanais, por la orilla de la laguna Meotis, y que si el persa volviere atrás le picase la retaguardia. Este camino estaba encargada de seguir una partida de las tropas de los regios: en cuanto al segundo cuerpo, acordaron que se formase de dos brigadas de los escitas regios, de la mayor mandada por Idantirso, y de la tercera mandada por Taxacis, uniéndoseles los gelonos y los budinos; que este cuerpo marchase delante de los persas a una jornada de distancia sin dejarse alcanzar ni ver en su retirada, cumpliendo con lo que se había decretado: lo primero, que llevasen en derechura al enemigo que les fuera siguiendo hacia las tierras de aquellos reyes que habían rehusado su alianza a fin de enredarlos también con el persa, de manera que, a pesar suyo, entrasen en aquella guerra, ya que de grado no la quisieron; lo segundo, que después de llegados allá tomasen la vuelta para su país, y si les pareciese del caso, mirando bien en ello cargasen sobre el enemigo.

CXXI. Tomadas así sus medidas, encaminábanse los escitas hacia el ejército de Darío, enviando delante por batidores los piquetes de sus mejores caballeros. Pero antes hicieron partir no sólo sus carros cubiertos, en que suelen vivir sus hijuelos con todas sus mujeres, sino también sus ganados todos y demás bienes en la comitiva de sus carros, dándoles orden de que sin parar caminasen hacia el Norte, y solamente se quedaron con los rebaños que bastasen para su diaria manutención. Lo demás lo enviaron todo delante.

CXXII. Los batidores enviados por los escitas hallaron a los persas acampados a cosa de tres jornadas del Danubio. Una vez hallados, les ganaron la delantera un día de camino, y plantando diariamente sus reales, iban delante talando la tierra y cuanto producía. Los persas, habiendo visto asomar la caballería de los escitas, dieron tras ellos, siguiendo siempre las pisadas de los que se les iban escapando; y como se encontrasen en derechura con el primer cuerpo mencionado, íbanle siguiendo después hacia Levante, acercándose al Tanais. Pasaron el río los escitas, y tras ellos lo pasaron los persas, que les iban a los alcances, hasta que pasado el país de los Saurómatas, llegaron al de los budinos.

CXXIII. Mientras que marcharon los persas por la tierra de los escitas y por la de los Saurómatas nada hallaban que arruinar en un país desierto y desolado. Pero venidos a la provincia de los budinos, encontrando allí una ciudad de madera que habían dejado vacía sus mismos vecinos, la pegaron fuego. Hecha esta proeza, continuaban en ir adelante, siguiendo la marcha de los escitas, hasta que, atravesada ya aquella región, se hallaron en otra desierta, totalmente despoblada y falta de hombres, que cae mas allá de la de los budinos y tiene de extensión siete días de camino. Mas allá de este desierto viven los Tisagetas, de cuyo país van bajando cuatro ríos llamados el Lico, el Oaro, el Tanais y el Sirgis, que corren por la tierra de los Meotas y desaguan en la laguna Meotis.

CXXIV. Viéndose Darío en aquella soledad, mandando a sus tropas hacer alto, las atrincheró en las orillas del Oaro. Estando allí hizo levantar ochos fuertes, todos grandes y a igual distancia unos de otros, que sería la de 60 estadios, cuyas ruinas y vestigios aun se dejaban ver en mis días. En tanto que Darío se ocupaba en aquellas fortificaciones, aquel cuerpo de escitas en cuyo seguimiento él había venido, dando una vuelta por la región superior, fue retirándose otra vez a la Escitia. Habiendo, pues, desaparecido de manera que ni rastro de escita quedaba ya, tomó Darío la resolución de dejar sus castillos a medio construir; y como tuviese creído que en aquel ejército, cuya pista había perdido, iban todos los escitas tomando la vuelta de Poniente, emprendió otra vez sus marchas, imaginando que todos sus enemigos fugitivos iban escapándosele hacia aquella parte. Así que moviendo cuanto antes todas sus tropas, apenas llegó a la Escitia, dio con los dos cuerpos de los escitas otra vez unidos, y una vez hallados iba siguiéndoles siempre a una jornada de distancia, mientras ellos de propósito cedían.

CXXV. Y como no cesase Darío de irles a los alcances, conforme a su primera resolución, iban retirándose poco a poco hacia las tierras de aquellas naciones que les habían negado socorros contra los persas. La primera donde les guiaron fue la de los Melanclenos, y después que con su venida y con la invasión de los persas los tuvieron conmovidos y turbados, continuaron en guiar al enemigo hacia el país de los Andrófagos. Alborotados también éstos, fueron los escitas llevándole hacia los neuros, poniéndoles asimismo en grande agitación, e iban adelante huyendo hacia los Agatirsos, con los persas en su seguimiento. Pero los Agatirsos, como viesen que sus vecinos, alborotados con la visita delos escitas, abandonaban su tierra, no esperando que éstos penetrasen en la suya, enviáronles un heraldo con orden de prohibirles la entrada en sus dominios, haciéndoles saber que si la intentaban, les sería antes preciso abrirse paso por medio de una batalla. Después de esta previa íntima salieron armados los Agatirsos a guardar sus fronteras, resueltos a defender el paso a los que quisiesen acometerles. Acaeció que los cobardes Melanclenos, Andrófagos y neuros, cuando vieron acercarse a los escitas arrastrando a los persas en su seguimiento, olvidados de sus amenazas, en vez de tomarlas armas para su defensa, echaron todos a huir hacia el Norte y no pararon hasta verse en los desiertos. Noticiosos los escitas de que los Agatirsos no querían darles paso, no prosiguieron sus marchas hacia ellos, sino que desde la comarca de los neuros fueron guiando a los persas a la Escitia.

CXXVI. Viendo Darío que se dilataba la guerra y que nunca cesaba la marcha, determinó enviar un mensajero a caballo que alcanzase al rey de los escitas Idantirso y le diese esta embajada: —«¿Para qué huir y siempre huir, hombre villano? ¿No tienes en tu mano escoger una de dos cosas que voy a indicarte? Si te crees tan poderoso que seas capaz de hacerme frente, aquí estoy, detente un poco, déjate de tantas vueltas y revueltas, y frente a frente midamos las fuerzas en campo de batalla. Pero si te tienes por inferior a Darío, cesa también por lo mismo de correr, préstame juramento de fidelidad, como a tu soberano, ofreciendo a mi discreción haciendas y personas, con la única fórmula de que me dais la tierra y el agua, y ven luego a recibir mis órdenes.»

CXXVII. A esta embajada dio la siguiente respuesta el rey de los escitas Idantirso: —«Sábete, persa, que no es la que piensas mi conducta. Jamás huí de hombre nacido porque le temiese, ni ahora huyo de ti, ni hago cosa nueva que no acostumbre a hacerla del mismo modo en tiempo de paz. Quiero decirte por qué sobre la marcha no te presento la batalla: porque no tenemos ciudades fundadas, ni campos plantados, cuya defensa nos obligue a venir luego a las manos con sólo el recelo de que nos las toméis o nos las taléis. ¿Sabes cómo nos viéramos luego obligados del todo a una acción? Nosotros tenemos los sepulcros de nuestros padres: allí, oh persa, si tienes ánimo de descubrirlos y osadía de violarlos, conocerás por experiencia si tenemos o no valor de volver por ellos cuerpo a cuerpo contra todos vosotros. Pero antes de recibir esta injuria, si no nos conviene, no entraremos contigo en combate. Basta lo dicho acerca del encuentro que pides; por lo tocante a soberanos, no reconozco otros señores que lo sean míos que Júpiter, de quien desciendo, y Vesta la reina de los escitas. En lugar de los homenajes de tierra y agua, y del despotismo que pretendes sobre personas y haciendas, le enviaré unos dones que más te convengan. Mas para responder a la arrogancia con que te llamas mi soberano, te digo, a modo de escita, que vayas en hora mala con tu soberanía.» Tal fue la respuesta de los escitas que llevó a Darío su mismo enviado.

CXXVIII. Los reyes de los escitas, que se veían llamar esclavos en la embajada del persa, montaron en cólera, y llevados de ella despacharon hacia el Danubio el cuerpo de sus tropas, a cuyo frente iba Scopatis con orden de abocarse con los jonios que guardaban él puente allí formado. Pero a los otros que quedaban les pareció no hostigar más a los persas, llevándolos de una a otra parte, sino cargar sobre ellos siempre que se detuviesen a comer. Como lo determinaron así lo practicaron, esperando y atisbando el tiempo de la comida. En efecto, la caballería de los escitas en todas aquellas escaramuzas desbarataba a la de los persas, la cual, vueltas las espaldas, era apoyada por su infantería, que salía luego a la defensa de los fugitivos. Los escitas, puesta en huida la caballería enemiga, por no dar con la infantería volvían a su campo, si bien al venir la noche tornaban a molestar con sus embestidas al enemigo.

CXXIX. Voy a referir un incidente extraño y singular que en aquellos ataques contra el campo de Darío aprovechó mucho a los persas, y a los escitas les incomodó sobremanera. Tal fue, ¡quién lo creyera! el rebuzno de los asnos y la figura de los mulos, pues la Escitia, como antes dije, es una tierra que no produce burros, ni cría mulos, ni se deja ver en todo el país asno ni macho alguno a causa del rigor del frío. Sucedía, pues, que rebuznando aquellos jumentos alborotaban la caballería de los escitas, y no pocas veces al tiempo mismo de embestir contra los persas y en la fuga de sus escaramuzas, oyendo los caballos el rebuzno de los burras volvíanse de repente perturbados, y les entraba tal miedo y espanto, que se paraban con los orejas, levantadas, como quienes nunca habían oído aquel sonido ni visto aquella figura. No dejaba esto de tener alguna parte en el éxito de las refriegas.

CXXX. Mas como viesen los escitas que los persas turbados empezaban a desmayar y no sabían qué hacerse, se valieron de un artificio que les convidase a detenerse más en la Escitia, y aumentase de este modo su trabajo viéndose faltos de todo. Dejaron, pues, allí cerca una porción de ganados juntamente con sus pastores, y se fueron hacia otra parte. Los persas, encontrando aquel ganado, se lo llevaban muy ufanos y contentos con su presa.

CXXXI. Después de haber entretenido muchas veces al enemigo con aquel ardid, no sabía ya Darío qué partido tomar. Entendíanlo bien los reyes de los escitas, y determinaron enviarle un heraldo que le regalase de su parte un pájaro, un ratón, una rana y cinco saetas. Los persas no hacían sino preguntar al portador les explicase qué significaban aquellos presentes; pero él les respondió que no tenía más orden que la de regresar con toda prontitud, una vez entregados los dones, y que bien sabrían los persas, si eran tan sabios como lo presumían, descifrar lo que significaban los regalos.

CXXXII. Oído lo que el enviado les decía, pusiéronse los persas a discurrir sobre el enigma. El parecer de Darío era que los escitas con aquellos dones se rendían a su soberanía, entregándose a sí mismos, entregándole la tierra y entregándole el agua, en lo cual se gobernaba por sus conjeturas; porque el ratón, decía, es un animal que se cría en tierra y se alimenta de los mismos frutos que el hombre, porque la rana se cría y vive en el agua, porque el pájaro es muy parecido al caballo, y en fin, porque entregando las saetas venían ellos a entregarle toda su fuerza y poder. Tal era la interpretación y juicio que Darío profería; pero, Gobrias, uno de los septemviros que arrebataron al Mago trono y vida, dio un parecer del todo diferente del de Darío, pues conjeturó que con aquellos presentes querían decirles los escitas: si vosotros, persas, no os vais de aquí volando como pájaros, o no os metéis bajo de tierra hechos unos ratones, o de un salto no os echáis, en las lagunas convertidos en ranas, no os será posible volver atrás, sino que todos quedareis aquí traspasados con estas saetas. Así explicaban los persas la alusión de aquellos presentes.

CXXXIII. Volviendo a aquel cuerpo de escitas encargado primero de ir a cubrir el país vecino a la laguna Meotis, y después de pasar hacia el Danubio para conferenciar con los jonios, habiendo llegado al puente les hablaron en estos términos: —«¿Qué hacéis aquí, jonios? Para traeros la libertad hemos venido, con tal que nos queráis escuchar. Tenemos entendido que Daría os dio la orden de que solo guardaseis este puente por espacio de 60 días, y que si pasado este término no compareciese, os volvieseis a vuestras casas. Ahora, pues, bien podéis hacerlo así en ello no ofenderéis a Darío ni tampoco a nosotros. Así que, habiéndole esperado hasta el día y plazo señalado, desde ahora os mandamos que partáis de ahí.» Habiéndoles prometido los jonios que así lo harían, se volvieron los escitas al punto sin más aguardar.

CXXXIV. Los demás escitas, después de los regalos enviados a Darío, puesta al cabo en orden de batalla toda su infantería y caballería, presentáronse al enemigo como determinados a una acción general. Formados así en filas, pasó casualmente por entre ellos una liebre, y apenas la vieron cuando corrieron todos tras ella; viéndolos Darío agitados con esto y gritando todos a una contra el animal, preguntó qué alboroto era aquel de los enemigos, y oyendo que perseguían a una liebre, vuelto a aquellos con quienes solía comunicar todas las cosas: —«Verdaderamente, les dijo, que nos tienen en vilísimo concepto esas hordas atrevidas, y que ahora nos están zumbando, de suerte que me parece que Gobrias atinaba con el sentido de sus dones. Puesto que también me conformo yo con la interpretación de Gobrias, es preciso discurrir el medio mejor para podernos retirar de aquí con toda seguridad.» A lo cual Gobrias respondió: —«Señor, si bien estaba yo antes casi asegurado por la fama de que estos escitas eran unos bárbaros infelices, con todo, llegado aquí lo he visto por mis ojos, y estoy viendo aun que ellos se burlan de nosotros como de niños, tomándonos por juguete. Mi parecer sería que luego que cierre la noche, la primera digo que llegue, encendidos en el campo los mismos fuegos que solíamos antes, y dejando en él, so color de alguna sorpresa, las tropas de menor resistencia para la fatiga, y atados allí todos los asnos, nos partiéramos del país, primero que, o los escitas corran en derechura al Danubio para deshacernos, el puente, o los jonios nos intenten algún daño tal, que nos acabe de perder y arruinar.»

CXXXV. Este fue el parecer que dio Gobrias, y del cual venida apenas la noche se valió Darío, quien dejó en su campo los inválidos y achacosos y a todos aquellos cuya pérdida era de poquísima cuenta, y con ellos también atados todos sus burros. El motivo verdadero de dejar aquellos a animales era para que rebuznasen entretanto con todas sus fuerzas, y el de dejar a los inválidos no era otro realmente que la misma falta de salud y de robustez, si bien de esa misma se valió de pretexto, como si él con la flor de su ejército meditara alguna sorpresa contra el enemigo, durante la cual debieran ellos quedarse para resguardo y defensa de sus reales, conforme lo pedía el estado de su salud. Así que habiendo Darío hecho entender esto a los que dejaba y mandado hacer los fuegos ordinarios, se apresuró a tomar la vuelta del Danubio. Los jumentos que se vieron allí sin la muchedumbre de antes, quejosos también y resentidos, empezaron a rebuznar aun más de lo acostumbrado, y los escitas que oían aquel estrepitoso concierto estaban sin el menor recelo de la partida, muy creídos que los persas quedaban allí al par que sus asnos.

CXXXVI. No bien había amanecido, cuando los inválidos, viéndose allí solos, y conociéndose malamente vendidos por Darío, comienzan a alzar las manos al cielo y extenderlas hacia los escitas y darles cuenta de lo que pasaba. Luego que estos lo oyeron, juntas de repente sus fuerzas, que consistían en los dos cuerpos de tropas nacionales y en un tercer cuerpo formado de saurómatas, de budinos y gelonos, se ponen en movimiento para perseguir a los persas, camino derecho del Danubio. Pero sucedió que siendo muy numerosa por una parte la infantería persiana, que no sabía las veredas en un país donde no hay caminos abiertos y hollados, y marchando por otra a la ligera la caballería escítica, muy práctica en los atajos de su viaje, sin encontrarse unos con otros, los escitas llegaron al puente mucho antes que los persas. Informados allí de cómo éstos no habían llegado todavía, hablaron a los jonios que estaban sobre sus naves: —«¿No veis, jonios, que se pasó ya el plazo y número de los días, y que no hacéis bien en esperar aquí por más tiempo? Si antes el temor del persa os tuvo aquí clavados, ahora por lo menos echad a pique el puente y marchad luego libres a vuestras tierras, dando gracias por ello a los dioses y también a nosotros los escitas; que bien podéis estar seguros que vamos a escarmentar a ese que fue vuestro señor, de modo que no le dé más la gana de hacer otra expedición contra pueblo ni hombre viviente.»

CXXXVII. Consultaron los jonios lo que había de hacerse sobre este punto. El parecer de Milcíades el ateniense, que se hallaba allí de general, como señor que era de los moradores del Quersoneso cercano al Helesponto, era de complacer a los escitas y restituir la libertad a la Jonia. Mas el parecer de Histieo el Milesio fue del todo contrario, dando por razón que en el estado presente, cada uno de ellos debía a Darío el ser señor de su ciudad, que arruinando el poder e imperio del rey, ni él mismo estaría en posición de mandar a los Milesios, ni ninguno de ellos a su respectiva ciudad, pues claro estaba que cada una de estas prefería un gobierno popular al dominio absoluto de un príncipe. Apenas acabó Histieo de proferir su voto, cuando todos los demás lo adoptaron, por más que antes hubiesen sido del parecer de Milcíades.

CXXXVIII. Los jefes allí discordes en la votación, señores todos de consideración en la estima de Darío, eran en primer lugar los tiranos (o príncipes) de las ciudades del Helesponto, Dafnis príncipe de Ábidos, Hipodo el de Lámpsaco, Herofanto el pario, Metrodoro el de Proconeso, Aristágoras de Cízico, y Ariston de Bizancio, todos ellos príncipes en el Helesponto: estaban en segundo lugar los señores de las ciudades de Jonia, Estratis el de Quío y Eaces de Samos, Laodamas de Focea, e Histieo el de Mileto, cuyo voto fue el que prevaleció contra Milcíades. Por fin, de la Eolia solo se hallaba presente un príncipe que fuese de cuantía, y éste era Aristágoras, señor de Cima.

CXXXIX. Resueltos, pues, estos señores a seguir el parecer de Histieo, determinaron al mismo tiempo medir por él así las obras como las razones: las obras, con deshacer la parte del puente que estaba del lado de los escitas, pero no más allá de un tiro de ballesta, con la mira de darles a entender que ponían manos a la obra, cuando su intención era no tocar nada, y también para impedir que los escitas se abriesen paso por el puente a despecho de los jonios queriendo penetrar a la otra parte del Danubio: las razones, con decirles que ya empezaban por el lado de ellos la maniobra para llevar a cabo todo lo que pretendían. Esto resolvieron hacer en consecuencia del parecer de Histieo, el cual después de este acuerdo respondió así a los escitas en nombre de todos: —«Buenas son las nuevas, oh escitas, que nos acabáis de traer, y en buena sazón nos dais prisa a que nos valgamos de la ocasión. No puede ser más oportuno el aviso que nos dais, y la ejecución de nuestra parte no cabe que sea más obsequiosa para con vosotros ni más diligente. ¿No veis con vuestros ojos cómo ya vamos deshaciendo el puente y cuánto empeño mostramos en volverá recobrar la libertad? En tanto, pues, que acabamos de disolver estas barcas, no perdáis vosotros el tiempo que os convida a que busquéis a esos enemigos comunes, y hallados os venguéis de ellos y nos venguéis a nosotros como bien merecido lo tienen.»

CXL. Los simples y crédulos escitas creyeron por segunda vez que los jonios trataban verdad con ellos, y dieron luego la vuelta en busca de los persas, pero se desviaron totalmente del rumbo y camino que estos traían. De esta equivocación tenían la culpa los mismos escitas, por haber gastado antes los forrajes a la caballería y haber cegado los manantiales de las aguas; pues si así no lo hubieran ejecutado, tuvieran en su mano hallar desde luego a los persas, si hallarles quisieran; de suerte que en aquella resolución que tuvieron antes por la más acertada, en esa misma erraron completa mente. Porque sucedió que los escitas iban en busca de los enemigos por los parajes de su país donde había heno o hierba para los caballos y agua para el ejército, creídos de que los persas vendrían huyendo por ellos, mientras que los persas en su retirada iban deshaciendo el mismo camino que antes habían llevado, y aun así volviendo atrás sobre sus mismas pisadas, a duras penas hallaron al cabo la salida. Y como llegasen de noche al Danubio y encontrasen deshecha la parte inmediata de su puente, cayeron en la mayor consternación, temiendo sobremanera que los jonios no se hubieran vuelto, dejándoles a ellos entre los enemigos.

CXLI. Había un egipcio en el ejército de Darío, que superaba con su grito a otro hombre cualquiera, al cual mandó Darío que puesto en el borde mismo del Danubio llamase por su nombre a Histieo el Milesio. Voceando estaba el egipcio cuando Histieo, oído el primer grito, arrimó todas sus naves para pasar el ejército, y volvió a unir las barcas para la formación del puente.

CXLII. De este modo los persas se escaparon huyendo, y los escitas quedaron segunda vez burlados, buscando en balde a los enemigos. De aquí, hablando los escitas de los jonios, suelen con gracia atribuirles dos propiedades; una, que los jonios para libres son los hombres más viles, ruines y cobardes del mundo; otra, que para esclavos son los más amantes de sus amos que darse pueden y los menos amigos de huir. Tales son las injurias que contra ellos suelen lanzar los escitas.

CXLIII. Continuando Darío sus marchas por la Tracia, llegó a Sesto, ciudad del Quersoneso, desde donde pasó en sus naves al Asia, dejando por general de sus tropas en Europa al persa Megabazo, sujeto a quien dio aquel rey un grande elogio en presencia de la corte con la siguiente ocasión: Iba Darío a abrir unas granadas que quería comer, y al punto que tuvo abierta la primera, preguntóle su hermano Artabano cuál era la cosa de que el rey deseara tener tanta abundancia cuanta era la de los granos de aquella granada. A lo que respondió Darío, que prefiriera tantos Megabazos cuantos eran aquellos granos, más bien que tener bajo de su dominio, a toda la Grecia; palabra con que entre los persas le honró y distinguió muchísimo. A este, pues, dejó por generalísimo de sus tropas, que subían a 80.000 hombres.

CXLIV. Este mismo Megabazo, por un chiste que dijo, dejó entre las gentes del Helesponto memoria y fama inmortal. Como estando en Bizancio oyese decir que los calcedonios habían fundado su ciudad 17 años antes que fundasen allí cerca de la suya los Bizantinos: —«Sin duda, dijo con esta ocasión, debían entonces de estar ciegos los calcedonios, que a no estarlo no hubieran edificado en un suelo infame, pudiendo edificar en otro excelente.» Megabazo, dejado por general en la provincia de los helespónticos, conquistó con sus tropas a todos los pueblos que no medizaban (es decir, no eran partidarios del medo o del persa), a todo lo cual dio cima Megabazo.

CXLV. Por el mismo tiempo fue cuando pasó a Libia una grande armada, de cuya ocasión hablaré después de haberla preparado con esta previa narración. Aquellos pelasgos, infames piratas, que se llevaron las mujeres atenienses del pueblo de Braunon, echaron también violentamente de Lemnos a los descendientes de los campeones da la nave Argos. Viéndose estos echar de casa, navegaron para Lacedemonia; allá arribados y atrincherados en el monte Taigeto, encendieron allí fuego para dar señal de su venida, lo cual observado por los lacedemonios, les preguntaron por medio de un mensajero quiénes eran y de dónde venían. Respondieron ellos al enviado, que eran los Minias, descendientes de aquellos héroes de la nave Argos que, aportando a Lemnos, los habían allí engendrado. Oída esta relación, y viendo los lacedemonios que eran sus huéspedes de la raza de los Minias, pregúntanles de nuevo a qué fin habían venido a su tierra y dado aviso de su arribo con las hogueras; a lo que dijeron que echados de su casa por los pelasgos volvían a las de sus padres, cosa que les parecía muy puesta en razón; que lo que pedían era ser sus vecinos, tenor parte así en los empleos públicos como en las suertes y reparticiones de las tierras. Los lacedemonios tuvieron a bien dar la naturaleza a los minias con las condiciones mencionadas, a lo que les movió sobre todo el saber que sus Tindáridas habían navegado en la nave Argos; así que, habiéndoles naturalizado, les dieron sus suertes en las tierras, y se les repartieron en sus filas o distritos. Los minias tomaron desde luego mujeres hijas del país, y casaron con los hijos del mismo a las que consigo traían de Lemnos.

CXLVI. No pasó, empero, mucho tiempo sin que los minias, levantándose a mayores, no sólo anhelasen el derecho a la corona, sino que cometiesen muchos desafueros e insolencias capitales, tanto que los lacedemonios dieron contra ellos sentencia de muerte, y después presos los metieron en la cárcel. Es uso de los lacedemonios ejecutar de noche la sentencia de muerte en los condenados a ella, sin efectuarlo jamás de día. Sucedió, pues, que habiendo resuelto que murieran los Minias, sus mujeres, que no sólo eran ciudadanas, pero hijas aun de las principales casas de Esparta, lograron con sus empeños el permiso de entrar en la cárcel y de hablar cada una con su marido, permiso que se les otorgó sin recelar de ellas la menor sombra de engaño ni de perjuicio. ¿Qué intentan ellas una vez dentro? cada cual da al marido sus propios vestidos, y se visten con los de su marido, y así los Minias con el traje de sus mujeres, haciéndose pasar por ellas, saliéronse de la cárcel, y otra vez por este medio se refugiaran al Taigeto.

CXLVII. En aquella misma sazón salió de Lacedemonia para hacer un nuevo establecimiento un hombre principal llamado Teras, hijo de Autesion, nieto de Tisameo, biznieto de Tersandro, y tercer nieto de Polinices. Siendo Teras de la familia Cadmea, era tío por parte de madre de los dos hijos de Aristodemo, llamados el uno Eurístenes y el otro Procles, en cuya menor edad tuvo la regencia del reino en Esparta. Pero cuando los príncipes, sus sobrinos, llegados ya a la mayor edad, quisieron encargarse del gobierno, a Teras, que había tomado gusto al mandar, se le hacía tan intolerable el haber de ser mandado, que dijo no poder vivir más en Lacedemonia, sino que quería volverse por mar a vivir con los suyos. Eran estos los descendientes de Membliaro, hijo de Peciles, de nación fenicio, quienes se habían establecido en la isla que al presente se llama Tera, y antes se llamaba Calista. Porque como Cadmo el hijo de Agenor, yendo en busca de Europa hubiese llegado a esa isla, ora fuese por parecerle buena la tierra, ora por algún otro motivo que para ello tuviera, lo cierto es que dejó en ella en compañía de otros muchos fenicios a Membliaro, que era de su misma familia. Ocho generaciones habían ya transcurrido desde que estos fenicios habitaban la isla Calista, cuando Teras fue allá desde Lacedemonia.

CXLVIII. Vino Teras con una colonia de hombres que había reclutado entre las tribus de Lacedemonia, con ánimo de avecindarse en la isla con ellos y no de echarles de casa, antes bien de hacerles muy familiares y amigos. Viendo a los Minias huidos de la cárcel y refugiados, pidió a los lacedemonios, empeñados en quitarles la vida, que se la quisiesen perdonar, pues él se encargaba de sacárselos del país. Habiendo condescendido con su súplica los lacedemonios, Teras se hizo a la vela con tres naves de cincuenta reinos, para irse a juntar con los descendientes de Membliaro, llevando consigo no a todos los Minias, sino a unos pocos que quisieron seguirle, pues la mayor parte de ellos habían partido para echarse contra los Paroreatas y los Caucones; y habiendo logrado en efecto arrojarles de su patria, se quedaron allí repartidos en seis ciudades, que fueron la de Lepreo, la de Macisto, la de Frixas, la de Pireo, la de Epio, y la de Nudio, muchas de las cuales fueron en mis días asoladas por los Eleos. Llegado Teras a la isla, llamóse esta Tera, del nombre del conductor de la nueva colonia.

CXLIX. Tenía Teras un hijo que no quiso embarcarse con su padre, quien resentido le dijo que si no le seguía le dejaría allí como una oveja entre los lobos, de donde vino a quedarle después al mancebo, sin caérsele jamás, el nombre de Eólico (oveja—lobo). Tuvo Eólico después por hijo a Egeo, del cual lleva el nombre de Egidas una de las tribus de Esparta más numerosa. Como a los naturales de aquel distrito se les muriesen los hijos siendo aun niños, por aviso de un oráculo se edificó un templo, y se dedicó a las furias de Layo y de Edipo. Esto mismo aconteció después a los originarlos de la misma tribu cuando fueron a establecerse en Tera.

CL. Hasta aquí van acordes en la historia los lacedemonios con los naturales de Tera; pero acerca de lo que pasó después, sólo los Tereos son los que nos refieren lo siguiente: Grino, hijo de Esanio, uno de los descendientes de Teras y rey de la isla de Tera, partió para Delfos llevando consigo una hecatombe (o sacrificio de cien bueyes). Entre otros vecinos que le acompañaban iba Bato, hijo de Polimnesto, el cual era de la familia de los Eutimidas, una de las Minias. Consultando, pues, Grino, rey de los Tereos, acerca de otros asuntos, la Pitia le dio en respuesta un oráculo que le mandaba fundar una colonia en Libia. Pero Grino le replicó diciendo: —«Oh señor, me hallo muy viejo y tan agobiado que no puedo sostenerme. Os suplico que eso lo mandéis más bien a alguno de estos mozos que aquí tengo.» Y al decir estas palabras apuntó con el dedo a Bato. Por entonces no hubo más: vueltos a su casa, no contaron ya con el oráculo, parte por no saber hacia dónde caía la tal Libia, parte por no atreverse a enviar una colonia a la ventura.

CLI. Después de este caso, durante siete años no llovió gota en Tera, y cuantos árboles había en la isla, todos, salvo uno solo, quedaron secos. Consultaron los Toreos sobre esta calamidad al mismo Apolo, y la Pitia les respondió con el oráculo de enviar una colonia a la Libia. Viendo que no cesaba el azote ni se les daba otro remedio, enviaron unos diputados a Creta con orden de informarse si alguno o natural del país o habitante en él había ido a la Libia. Yendo los diputados de ciudad en ciudad llegaron a la de Itano, donde hallaron un mercader de púrpura llamado Corobio, quien les dijo que llevado de una tempestad había aportado a Libia, y tocado en una isla de ella llamada Platea. Haciendo, al mercader ventajosos partidos, se lo llevaron a Tera, de donde salieron en una nave unos descubridores de la Libia que no fueron muchos al principio, quienes gobernados por el piloto Corobio aportaron a la isla Platea, donde habiendo dejado a su conductor con víveres para algunos meses, dieron prontamente la vuelta a Tera para llevar noticias a los suyos del descubrimiento de la nueva isla.

CLII. Íbanse acabando las provisiones al infeliz Corobio, porque los Tereos dilataban la vuelta por más tiempo del que tenían ajustado; pero entre tanto una nave Samia, cuyo capitán era coleo, fletada para Egipto, fue llevada por los temporales a la misma Platea. Los samios que en ella venían, informados por Corobio de todo lo sucedido, le proveyeron de víveres para un año, y levando ancla deseosos de llegar al Egipto, partiéronse de la isla, por más que soplaba el viento Subsolano, el cual, como no quisiese amainar, les obligó a pasar más allá de las columnas de Hércules, y aportar por su buena suerte a Tarteso. Era entonces Tarteso para los griegos un imperio virgen y reciente que acababan de descubrir. Allí negociaron también con sus géneros, que ninguno les igualó jamás en la ganancia del viaje, al menos de aquellos de quienes puedo hablar con fundamento, exceptuando siempre a Sostrato, natural de Egina, hijo de Laodamante, con quien nadie puede apostárselas en lucro. Los samios, poniendo aparte la décima de su ganancia, que subió a seis talentos, hicieron con ella un caldero de bronce a manera de pila argólica; alrededor de él había unos grifos mirándose unos a otros, y era sostenido por tres colosos puestos de rodillas, cada uno de siete codos de alto: fue dedicado en el Hereo.

CLIII. La humanidad de los samios para con Corobio fue el principio de la grande armonía que sucedió después entre Cireneos y samios. Pero volviendo a los descubridores Tercos, dejado que hubieron en aquella isla a Corobio y vueltos a Tera, dieron razón de la isla de la Libia hallada por ellos, y de la posesión que de ella habían tomado. Con esta noticia determinaron los Tereos que se enviase allá una colonia, que en los siete distritos de que se componía Tera, uno de dos hermanos de cada familia entrase en cántaro para ella, y que Bato fuese allí por su rey y conductor. Así enviaron a Platea dos penteconteros cargados de colonos.

CLIV. Esto cuentan los Tercos: en todo lo demás van conformes con los Cireneos, los cuales sólo discuerdan de los Tereos por lo que mira a Bato, pues nos refieren así la historia: Hay, dicen, en Creta una ciudad llamada Axo, donde era rey Etearco, el cual, viudo ya, y teniendo en casa una hija de su primera mujer, por nombre Frónima, casó de segundas nupcias con otra. La nueva esposa dio muchas pruebas de que era realmente madrastra: no contenta con el odio que llevaba consigo el nombre, no perdía ocasión de maltratar a Frónima y de maquinar contra ella cuanto podía, hasta el punto de ponerla tacha en su honor, e inducir al marido a creer que tenía en su hija una ramera. Engañado así el padre, tomó contra ella una extraña resolución. Había un natural de Tera y negociante en Axo, por nombre Temison, a quien Etearco, después de recibirle por huésped suyo, le conjuró por los fueros más sagrados de la hospitalidad que le concediese una merced que le quería pedir; y habiéndole aquél jurado que se la haría, preséntale Etearco a su misma hija, y le manda que la arroje al mar. Quejoso Temison de la mala fe de su huésped en arrancarle el juramento, y renunciando a la carta del hospedaje, tomó el expediente de embarcar consigo a la hija de Etearco, y estando en alta mar, para cumplir con la formalidad del juramento, la echó al agua sostenida con unas cuerdas, y sacándola otra vez con ellas, la llevó a Tera.

CLV. Allí un ciudadano ilustre entre los Tereos, llamado Polimnesto, tomó a Frónima por concubina, y de ella tuvo a su tiempo un hijo de voz trabada y balbuciente, a quien se la dio el nombre de Bato, según dicen los Cireneos, a lo que imagino se le daría algún otro nombre, pues no fue llamado Bato sino después de haber ido a la Libia; nombre que se le dio, así por causa del oráculo que en Delfos se le profirió, como por la dignidad honrosa que después tuvo, acostumbrando los Libios dar al rey el nombre de Bato. Este creo fue el motivo por que la Pitia en su oráculo le dio tal nombre, como que entendía la lengua líbica, y sabía que él vendría a ser rey en Libia; pues es cierto que él, llegado a la mayor edad, había ya ido a Delfos a consultar el oráculo sobre el defecto de su lengua, y que a su consulta había respondido así la Pitia:

Te trajo, oh Bato, aquí tu voz trabada;

a poblar en la Libia, madre de reses,

Apolo manda que de jefe vayas.

A este oráculo repitió el consultante: —«Mi amo y señor, acá vine para pediros remedio de mi voz trabada y defectuosa, y vos me dais oráculos diferentes para mí imposibles, ordenándome que funde ciudades en la Libia. ¿Qué medios y qué poder tengo yo para ello?» Por más que así representó, no pudo lograr otra respuesta del oráculo; y viendo Bato que se le inculcaba siempre lo mismo que antes, dejando sus cosas en tal estado, regresó a Tera.

CLVI. Mas como en adelante no sólo a él sino también a los otros vecinos de Tera todo continuase en salirles mal, no pudiendo dar estos con la causa de tanta desgracia, enviaron a Delfos a saber cuál fuese la ocasión de semejante calamidad. La respuesta de la Pitia fue, que como fueran con Bato a fundar una colonia en Cirene de la Libia, todo les iría mejor. Por esta respuesta resolvieron los Tereos enviar allá a Bato con dos galeras de 50 remos. Estos colonos aventureros, como no pudiesen dejar de partir, se hicieron a la vela como para ir en busca de la Libia; pero vueltos atrás se restituyeron a Tera. A su regreso les echaron de allá los Tereos, sin dejarlos arribar a tierra, mandándoles que otra vez emprendiesen la navegación. Obligados a ello, emprendieron de nuevo su viaje, y poblaron cerca de la Libia una isla, que según dije se llamaba Platea, y que pretenden no es mayor que la sola ciudad actual de Cirene.

CLVII. Después de haberla habitado ya dos años y de ver que no por esto mejoraban sus negocios, dejando en ella un hombre solo, partieron todos los demás para Delfos. Presentándose allí al oráculo, le propusieron que a pesar de ser ya moradores de la Libia no por eso experimentaban alivio en sus calamidades. A lo que la Pitia respondió: Sin ir a Libia, que en ganado abunda, pretendes saber más acerca de ella que yo mismo que allí a verla estuve: admírame, pues, tu gran talento. Oída tal respuesta, viendo Bato que Apolo no les dejaría parar con su colonia si primero no fueran a colocarla en el mismo continente de Libia, volvióse a embarcar con su comitiva. Vuelto con los suyos a su isla, y tomado consigo al que allí dejaron, hicieron una población en un sitio de la Libia llamado Aziris, situado enfrente de la isla, rodeado de hermosísimas colinas y bañado a un lado por un río.

CLVIII. Seis años enteros estuvieron en este paraje, pero llegado el sétimo, los mismos Libios lograron de ellos que lo desamparasen, prometiendo trasportarles a otro sitio mejor; y en efecto, los condujeron hacia Poniente a una región la más bella del universo. Pero a fin de que los griegos no atinasen dónde venía a caer el nuevo establecimiento los llevaron allá de noche, no fuese que viajando de día midiesen por las horas el sitio y la distancia. El nombre del país adonde fueron es el de Irasa. Habiéndoles, pues, llevado a una fuente que se dice ser de Apolo: —«Amigos griegos, les dijeron, aquí sí que estaréis bien; este lugar es un encanto; aquí vienen a caer las mismas cataratas del cielo.»

CLIX. Durante el tiempo de la vida de Bato, el conductor de la colonia, que reinó 40 años, y el de Arcesilao su hijo, que reinó 16, se mantuvieron allí los Cireneos tantos en número cuantos al principio de la fundación habían sido a ella destinados. Pero en tiempo del tercer rey, llamado Bato el Feliz, la Pitia con sus oráculos movió a todos los griegos a navegar a Libia para incorporarse en la colonia de los Cireneos que les convidaban con la repartición de las posesiones y campos. El oráculo que profirió fue el siguiente: Quien al reparto de la fértil Libia tarde acuda, no poco ha de pesarle. El efecto fue, que se juntó en Cirene mucho griego; pero viendo los Libios circunvecinos que se les iba cercenando mucho el terreno, y no pudiendo sufrir Adieran, que este era el nombre de su rey, ni el perjuicio de verse privado de aquella comarca, ni la insolencia que con él usaban los Cireneos, por medio de unos enviados al Egipto, se entregaron a sí mismos con todos sus bienes al rey de los egipcios Apries. Juntó éste un numeroso ejército de egipcios, y le hizo marchar a Cirene. Concurrieron armados los Cireneos al lugar llamado Irasa y a la fuente Testa, donde venidos a las manos con los egipcios, quienes no sabiendo por experiencia qué tropa era la Griega la tenía en bajo concepto, los vencieron y derrotaron de manera que pocos pudieron volver sanos a Egipto, cuya pérdida fue la causa de que, irritados por ella los egipcios, se rebelasen contra Apries.

CLX. El mencionado Bato tuvo por hijo a Arcesilao, quien le sucedió en el mando, si bien desde el principio reinó entre él y sus hermanos la discordia y sedición, hasta el punto de separarse éstos y de partir hacia otra parte de la Libia. Allí, habiendo tomado acuerdo entre ellos, fundaron la ciudad que entonces llamaron Barca, como se llama todavía. No contentos con su rebelión, al tiempo que la fundaban hicieron que los Libios se alzasen contra los Cireneos. Arcesilao hizo después una expedición contra los Libios, tanto los que habían acogido a los rebeldes, como contra los que se le habían rebelado; pero estos, por miedo que de él tuvieron, dejando sus tierras huyeron hacia los Libios Orientales. Fueles siguiendo Arcesilao, hasta que llegados los fugitivos a un lugar de la Libia llamado Leucon, se resolvieron a cargar contra el enemigo. En la refriega fueron los Libios tan superiores, que allí quedaron muertos 7.000 hoplitas Cireneos. Después de esta desgracia, cayó enfermo Arcesilao, y estando en cama y habiendo tomado una medicina, fue ahogado por su hermano Learco, a quien mató después a traición la viuda de Arcesilao, que tenía por nombre Erixo.

CLXI. En vez de Arcesilao entró a reinar su hijo Bato, que era cojo y de pies contrahechos. Por razón del destrozo padecido en la guerra, los Cireneos destinaron unos diputados a Delfos para saber del oráculo de qué medio se podrían valer para poner su ciudad en mejor estado. Mandóles la Pitia que tomasen en Mantinea de la Arcadia un reformador, para cuyo empleo, a petición de los Cireneos, fue nombrado por los de Mantinea, Demonacte, el hombre de mayor crédito que había en la ciudad. Habiendo después partido el nuevo visitador a Cirene, e informándose puntualmente de todo, hizo en ella dos innovaciones: la una fue distribuir en tres partidos a sus vecinos, señalando para el uno a los Tereos con los pueblos fronterizos; para el otro a los peloponesios con los Cretenses; para el tercero a todos los demás Isleños: la segunda fue pasar todos los derechos y regalías que habían tenido antes los reyes al cuerpo de la república, dejando al rey Bato la prerrogativa del sacerdocio y la inspección de los templos con sus ingresos.

CLXII. Duró tal estado de cosas todo el tiempo que vivió Bato; pero en el de su hijo Arcesilao nació una gran contienda y porfía acerca de los puestos y magistraturas. Autor de ella fue dicho Arcesilao, hijo de Bato el cojo y de Feretima, el cual no quería estar a lo ordenado por Demonacte de Mantinea, sino que pretendía recobrar todas las regalías y derechos de sus antepasados. El éxito de la sedición y discordia fue, que perdida por Arcesilao la batalla hubo de escapar a Samos, y su madre a Salamina de Chipre. Era entonces señor de Salamina Evelton, el que dedicó en Delfos aquel incensario tan digno de verse que se conserva allí en el tesoro de los corintios. Llegada a la corte de éste, Feretima pidióle un ejército que lo restituyese a Cirene: esmerábase Evelton en hacerle mil regalos, menos lo que ella le pedía; mas la princesa al recibirlos decíale que buenas eran aquellas dádivas y que mucho las agradecía, pero que fuera mejor y que mucho más le agradeciera el favor del ejército que le había pedido; y ésta era la arenga que a cada regalo repetía. Regalóle, por último, Evelton un huso de oro y una rueca armada con su copo de lana, y como también entonces Feretima repitiese las mismas palabras, respondióle aquel: —«Con estos dijes se obsequia a una mujer y no con el mando de un ejército.»

CLXIII. Por aquel mismo tiempo Arcesilao, refugiado en Samos, no hacía sino reclutar a cuantos podía, con la promesa de repartirles campos en Cirene. Recogido ya un grande ejército, fuese él mismo a Delfos a consultar aquel oráculo sobre su vuelta, a lo que respondió la Pitia: —«Apolo os da el reino en Cirene hasta el cuarto Bato y el cuarto Arcesilao por espacio de ocho generaciones; pero él mismo os exhorta a que no penséis en prolongarlo más allá. Vuélvete tú, y manténte tranquilo en casa; y si acaso hallares el horno lleno de cántaros no te dé la gana de cocerlos, antes déjalos muy enhorabuena. Pero si cocieres la hornada, no entres en la rodeada de agua, pues de no hacerlo así morirás tú mismo, y contigo el más bravo toro.»

CLXIV. Este oráculo dio la Pitia a Arcesilao, quien llevando consigo las tropas que tenía en Samos, fuese a Cirene. Apoderado allí del mando, no se acordaba ya de la profecía de la Pitia, sino que procuraba vengarse de los que se le habían levantado, obligándoles a la fuga. Algunos de sus contrarios, sin querer exponerse al peligro, se habían ausentado del país; a algunos otros, caídos en manos de Arcesilao, se les envió a Chipre para que se les hiciese perecer, si bien quiso la fortuna que habiendo aportado a Cnido, los Cnidios les librasen de la muerte, y les enviasen a Tera: algunos otros, por fin, se refugiaron a una gran torre de un particular llamado Aglomaco la cual mandó rodear de fajina Arcesilao y quemar vivos en ella a dichos Cireneos. Como reflexionase después sobre lo hecho, y entendiese que a esto aludía lo que la Pitia le decía en el oráculo, que si hallaba los cántaros en el horno no quisiese cocerlos, temiendo la muerte que se le había profetizado, e imaginando que Cirene era la rodeada de agua del oráculo, no quiso de propósito entrar más en la ciudad de los Cireneos. Estaba casado con una parienta hija del rey de los Barceos llamada Alacir: refugióse, pues, a la corte de su suegro. Allí, algunos de los ciudadanos, junto con aquellos Cireneos que vivían en ella desterrados, habiéndole acechado al tiempo que paseaba por la plaza, le asesinaron juntamente con su suegro. Así Arcesilao vino a encontrar con su destino fatal, habiéndose desviado o de propósito o por descuido del aviso del oráculo.

CLXV. En tanto que Arcesilao se detenía en Barca preparando su misma ruina, Feretima su madre cumplía con todas las funciones honrosas de gobernadora del reino en lugar de su hijo, acudiendo al despacho de los negocios y presidiendo en el consejo de estado. Pero apenas supo que su hijo habla sido asesinado en Barca, huyó sin más dilación al Egipto, a lo que la movieron los servicios que Arcesilao tenía hechos a Cambises, hijo de Ciro, habiendo sido el que puso a Cirene bajo la protección del persa, y se la hizo tributaria. Llegada Feretima al Egipto, imploró la protección de Ariandes, suplicándole quisiese ampararla y vengarla de los rebeldes, valiéndose del pretexto de decir que por adicto a los medos había muerto su hijo.

CLXVI. Era Ariandes el virrey de Egipto nombrado por Cambises, y andando el tiempo quiso apostárselas con Darío, temeridad que pagó con la cabeza; pues habiendo oído, y visto que Darío quería dejar de sí una memoria sin igual que ningún otro monarca hubiese dejado antes, quiso Ariandes imitarle por su parte, hasta que por esta competencia llevó su merecido. Acuñó Darío una moneda de oro el más puro y acendrado que darse pudiese; y Ariandes el virrey de Egipto hizo otro tanto en una moneda de plata finísima que mandó batir, de donde aún ahora no hay plata más acendrada y pura que la Ariandica. Informado Darío de lo que hacía Ariandes, so color de que se le había sublevado, le hizo morir.

CLXVII. Lleno entonces Ariandes de compasión por Feretima, dióle en su socorro toda la armada de Egipto, así la de tierra como la de mar, señalando por general de tierra a Amasis, de patria Marafio, y de mar a Bardes, que era de la familia de los Pasagardas. Pero antes de hacer partir el ejército envió Ariandes a Barca un heraldo que preguntase quién había sido el que mató a Arcesilao, a lo que respondieron los Barceos, que todos a una le habían dado la muerte por haber recibido de él muchas injurias. Con tal respuesta acabóse Ariandes de resolver, y envió todo su ejército juntamente con Feretima.

CLXVIII. Tal era el pretexto que se hacía valer para aquella expedición; pero a lo que entiendo, el motivo verdadero no era sino el deseo de conquistar a los de la Libia; porque siendo muchas y varias las naciones de los Libios, muy pocas eran las que entro ellas obedecían al persa, y la mayor parte en nada contaban con Darío. Explicaré la situación de los Libios, comenzando desde el Egipto. Los primeros vecinos a este reino son los Adirmáquidas, que tienen sus propias leyes y costumbres, aunque por la mayor parte son las mismas que las de Egipto. En el vestido siguen el trajo de los otros Libios; sus mujeres llevan en una y otra pierna ajorcas de bronce, y los insectos que al peinarse cogen los muerden luego, y vengadas así de sus picaduras los arrojan, cosa que solo se usa en esta nación. Son los únicos asimismo entro los Libios que presentan al rey todas las doncellas que están para casarse, y si alguna le agrada, él es el primero en conocerla. Estos Adirmáquidas se extienden desde el Egipto hasta el puerto que llaman Pleuno.

CLXIX. Confinan con estos los Giligamas, situados hacia Poniente hasta la isla Afrodisiada. Frontera del medio de este país viene a caer la isla Platea, que poblaron los Cireneos. En su continente se halla el puerto de Menalao y también la región de Miris en que los Cireneos habitaban. Desde allí comienza el Silfio, que desde la isla de Platea se extiende basta la boca o entrada de la Sirte. El modo de vivir de estos pueblos es el mismo que el de los primeros.

CLXX. Por la parte de Poniente los Asbistas, son confinantes con los Giligamas; están sobre Cirene, y no llegan hasta el mar, cuya costa ocupan los Cireneos. Son entre los Libios los más aficionados a gobernar una carroza de dos tiros. En los más de sus usos y modales imitan a los de Cirene.

CLXXI. Siguiendo hacia Poniente, tras los Asbistas vienen los Ausquisas, que caen sobre Barca y confinan con el mar cerca de las Evespéridas. En medio de la región de los Ausquisas viven los Cebales, nación poco populosa, los cuales lindan con el mar cerca de una ciudad de los bárceos llamada Tauquira. Su modo de vivir es el mismo que usan los pueblos que están sobre Cirene.

CLXXII. Los Nasamones, nación muy numerosa, son los comarcanos de los Ausquisas, tirando hacia Poniente. Dejando en verano sus ganados a las costas del mar, suben a un territorio que llaman Augila para recoger la cosecha de los dátiles, pues allí hay muchas, muy grandes palmas y todas fructíferas. Van a caza de langostas, las que muelen después de secas al sol, y mezclando aquella harina con leche se la beben. Es allí costumbre tener cada uno muchas mujeres, haciendo que el uso de ellas sea común a todos, pues del mismo modo que los masagetas, plantando delante de la casa su bastón, están con la que quieren. Acostumbran asimismo que cuando un Nasamon se casa la primera vez, todos los convidados a la boda conozcan aquella primera noche a la novia, y que cada uno de los que la conocieren la regale con alguna presea traída de su casa. En su modo de jurar y adivinar, juran por aquellos hombres que pasan entre ellos por los más justos y mejores de todos, y en el acto mismo de jurar tocan sus sepulcros; adivinan yendo a las sepulturas de sus antepasados, donde después de hechas sus deprecaciones se ponen a dormir, y se gobiernan por lo que allí ven entre sueños. En sus contratos y promesas usan de la ceremonia de dar el uno de beber al otro con su mano, y tomando mutuamente de él, y si no tienen a punto cosa que beber, tomando del suelo un poco de polvo lo lamen.

CLXXIII. Con los Nasamones confinan los Psilos, aunque todos ellos ya perecieron: el viento Noto se fue absorbiendo toda el agua, y secando los manantiales, balsas y charcos del país, que estando todo entre las sirtes, era de suyo muy falto de agua. Resolvieron los Psilos de común acuerdo hacer una expedición contra su enemigo el maligno Noto: si ello fue así o no, no me meto en averiguarlo; solo soy eco de los Libios. Habiendo, pues, llegado a los desiertos arenales, el Noto soplando los sepultó allí a todos, y su región la poseen ahora los Nasamones, después de tan fatal ruina.

CLXXIV. Los Garamantas son los que hacia el Mediodía estaban sobre los Psilos, en un país agreste y lleno de fieras: son rudos e insociables, huyendo la comunicación con cualquier hombre; no tienen armas marciales, ni saben ofender a los otros ni defenderse a sí mismos. Viven, como dije, más allá de los Nasamones.

CLXXV. Pero hacia Poniente, siguiendo la costa del mar, los que vienen después son los Macas, los cuales se cortan el pelo de manera que, rapándose a navaja la cabeza de una y otra parte, se dejan crecer un penacho en la coronilla. En la guerra llevan para su defensa unos como escudos hechos de la piel del avestruz, ave de tierra. El río Cinipe, bajando de la colina que llaman de las Gracias, pasa por su país y desagua en el mar. Dicha colina es un montecillo poblado de espesos árboles, al paso que las otras tierras de Libia de que acabo de hablar están del todo rasas; y desde él hay al mar 200 estadios.

CLXXVI. Comarcanos de los Macas son los Gindanes, cuyas mujeres llevan cerca de los tobillos sus ligas de pieles, y las llevan, según corre, porque por cada hombre que las goza, se ciñen en su puesto la señal indicada, y la que más ligas ciñe esa es la más celebrada por haber tenido más amantes.

CLXXVII. La parte marítima de dichos Gindanes es habitada por los lotófagos, hombres que se alimentan sólo con el fruto del loto, fruto que es del tamaño de los granos del lentisco, pero en lo dulce del gusto parecido al dátil de la palma: de él sacan su vino los lotófagos.

CLXXVIII. Por las orillas del mar siguen a los lotófagos los Maclíes, que comen también el loto, si bien no hacen tanto uso de él como los primeros. Extiéndense hasta el Triton, que es un gran río que desagua en la gran laguna Tritónida, donde hay una isla llamada Fla, la cual dicen que los lacedemonios, según un oráculo, deben ir a poblar.

CLXXIX. Corre asimismo la siguiente tradición. Después que Jasón hubo construido su nave Argos a la raíz del monte Pelio, embarcó en ella una hecatombe de cien bueyes y una trípode de bronce, y queriendo ir a Delfos daba la vuelta alrededor del Peloponeso; pero al llegar con su nave cerca de Malea, se levantó un viento Norte que le llevó a la Libia. No había aun descubierto tierra, cuando se vio metido en los bajíos de la laguna Tritónida. Allí, como no hallase camino ni medio para salir, se dice que apareciéndole Triton le pidió que le diese aquella trípode, prometiéndole en pago mostrarle paso para la salida y sacarle sin pérdida alguna. Habiendo venido en ello Jasón, logró por este medio que Triton le mostrase por donde salir de entre aquellos bancos de arena. El mismo Triton, habiendo puesto aquella trípode en su templo, comenzó desde ella a profetizar y declarar a Jasón y a sus compañeros un gran misterio, a saber: que era una disposición totalmente inevitable del hado, que cuando alguno de los descendientes de aquellos Argonautas llevase la trípode, entonces hubiese alrededor de la laguna Tritónida cien ciudades griegas. Venido este oráculo a noticia de los naturales de Libia, fue ocasión para que escondiesen la trípode.

CLXXX. Son fronterizos de los Maclíes los Ausées, pues ambos habitaban en las orillas de la laguna Tritónida divididos entre sí por el río Triton. Los Maclíes se dejan crecer el pelo en la parte posterior de la cabeza, y los Ausées en la parte anterior de ella. Las doncellas del país hacen todos los años una fiesta a Minerva, en la cual, repartidas en dos bandas, hacen sus escaramuzas a pedradas y a garrotazos, y dicen que practican aquellas ceremonias, propias de su nación, en honra de aquella diosa su paisana a la cual llamamos Atenea. Tienen creído que las doncellas que mueren de aquellas heridas, no lo eran más que las madres que las parieron, y así las llaman las falsas vírgenes. Antes de dar fin a aquel combate, cogen siempre a la doncella que por votos de todas se ha portado mejor en el choque; ármanla con un capacete corintio y con un arnés griego, y puesta encima de un carro llévanla en triunfo alrededor de la laguna. Ignoro con qué armadura adornasen a sus doncellas antes de tener por vecinos a los griegos, si bien me inclino a pensar que con la armadura egipcia, pues siento y digo que los griegos tomaron de los egipcios el yelmo y el escudo. Por lo que toca a Minerva, dicen ellos que fue hija de Neptuno y de la laguna Tritónida, pero que enojada por cierto motivo contra su padre se entregó a Júpiter, el cual se la apropió por hija: así lo cuentan al menos. Estos pueblos, sin cohabitar particularmente con sus mujeres, usan no sólo promiscuamente de todas, sino que se juntan con ellas en público, como suelen las bestias. Después que los niños han crecido algo en poder de sus madres, se juntan en un lugar los hombres cada tercer mes, y allí se dice que tal niño es hijo de aquel a quien más se asemeja.

CLXXXI. Estos de que hemos hablado son los Libios Nómadas de la costa del mar. La Libia interior y mediterránea, que está sobre ellos, es una región llena de animales fieros. Pasada esta tierra, hay una cordillera o loma de arenales que sigue desde la ciudad de Tebas de Egipto hasta las columnas de Hércules, en la cual se hallan, mayormente en las diez primeras jornadas, unos grandes terrones de sal, que están en unos cerros que allí hay. En la cima de cada cerro brotan de la sal unos surtidores de agua fría y dulce, cerca de la cual habitan unos hombres, que son los últimos hacia aquellos desiertos, situados mas allá de la región de las fieras. A las diez jornadas de Tebas se hallan primero los Amonios, que a imitación de Júpiter el Tebeo tienen un templo de Júpiter caricarnero, pues como ya llevo dicho de antemano, la estatua de Júpiter que hay en Tebas tiene el rostro de carnero. Hay allí una fuente cuya agua por la madrugada está tibia; dos horas antes del mediodía está algo fría; mas a mediodía friísima; en cuyo tiempo riegan con ella los huertos: desde mediodía abajo va perdiendo de su frialdad, tanto, que al ponerse el sol está ya tibia, y desde aquel punto vase calentando hasta acercarse la medía noche, a cuya hora hierve a borbotones; pero al bajar la media noche gradualmente se enfría hasta la aurora siguiente. Esta agua lleva el nombre de fuente del Sol.

CLXXXII. Alas allá de los Amonios, a diez días de camino siguiendo la loma de arena, aparece otra colina de sal semejante a la de aquellos, donde hay la misma agua con habitantes que la rodean. Llámase Auguila, y allí suelen ir los Nasamones a hacer su cosecha de dátiles.

CLXXXIII. Desde Auguila, después de un viaje de diez jornadas, se encuentra otra colina de sal con su agua y con muchas palmas frutales como lo son las otras, y con hombres que viven en aquel cerro que se llaman los Garamantes, nación muy populosa, quienes para sembrar los campos cubren la sal con una capa de tierra. Cortísima es la distancia desde ellos a los lotófagos, pero desde allí hay un viaje de treinta días hasta llegar a aquellos pueblos donde los bueyes van paciendo hacia atrás, porque teniendo las astas retorcidas hacia delante, van al parecer retrocediendo paso a paso, pues si fueran avanzando, no pudieran comer, porque darían primero con las astas en el suelo; fuera de lo dicho y en tener el cuero más recio y liso, en nada se diferencian de los demás bueyes. Van dichos Garamantes a caza de los etíopes Trogloditas, montados en un carro de cuatro caballos, lo cual se hace preciso por ser estos etíopes los hombres más ligeros de pies de cuantos hayamos oído hablar. Comen los Trogloditas serpientes, lagartos y otros reptiles semejantes: tienen un idioma a ningún otro parecido, aunque puede decirse que en vez de hablar chillan a manera de murciélagos.

CLXXXIV. Mas allá de los Garamantes, a distancia también de diez leguas de camino, se ve otro cerro de sal, otra agua y otros hombres que viven en aquellos alrededores, a quienes dan el nombre de Atlantes; son los hombres anónimos que yo conozca, pues si bien a todos en general se les da el nombre de Atlantes, cada uno de por sí no lleva en particular nombre alguno propio. Cuando va saliendo el sol le cargan de las más crueles maldiciones e improperios, porque es tan ardiente allí, que abrasa a los hombres y sus campiñas. Tirando adelante otras diez jornadas, se hallará otra colina de sal y en ella su agua; cerca del agua, gentes que allí viven. Con esta cordillera de sal está pegado un monte que tiene por nombre Atlante, monte delgado, por todas partes redondo, y a lo que se dice tan elevado, que no alcanza la vista a su cumbre por estar en verano como en invierno siempre cubierta de nubes. Dicen los naturales que su monte es la columna del cielo; de él toman el nombre sus vecinos, llamándose los Atlantes, de quienes se cuenta que ni comen cosa que haya sido animada, ni durmiendo sueñan jamás.

CLXXXV. Hasta dichos Atlantes llegan mis noticias para poder dar los nombres de las naciones que viven en la cordillera de sal; pero de allí no pasan, si bien se extiende la loma hasta las columnas de Hércules, y aun más allá. Hay en esta cordillera cierta mina de sal tan dilatada, que tiene diez días de camino; y en aquel espacio viven unos hombres cuyas casas son hechas generalmente de grupos o piedras de sal. Ni hay que admirarlo, pues por aquella parte de la Libia no llueve jamás; que si lloviera, no pudieran resistir aquellas paredes salinas. De aquellas minas sácase sal, así de color blanco como de color encarnado. Más allá de la referida loma, para quien va hacia el Noto tierra adentro de la Libia, el país es un desierto, un erial sin agua, un páramo sin fiera viviente, sin lluvia del cielo, sin árbol ninguno, sin humedad ni jugo.

CLXXXVI. Así que, desde el Egipto hasta la laguna Tritónida, los Libios que allí viven son nómadas o pastores, que comen carne y beben leche, si bien se abstienen de comer vaca, siguiendo en esto a los egipcios; lechones, ni los crían ni los comen. Aun las mujeres de Cirene tienen también escrúpulo de comer carne de vaca por respeto a la diosa Isis de Egipto, en cuyo honor hacen ayunos y fiestas, pero aun hacen más las mujeres de Barca, que ni vaca ni tocino comen.

CLXXXVII. Más allá de la laguna Tritónida, hacia Poniente, ni son ya pastores los Libios, no siguen los mismos usos, ni practican con los niños lo que suelen los Nómadas; pues que éstos, ya que no todos, que no me atrevo a decirlo absolutamente, por lo menos muchísimos de ellos, cuando sus niños llegan a la edad de cuatro años, toman un copo de lana sucia y con ella les van quemando y secando las venas de la coronilla, y algunos asimismo las de las sienes: el fin que en esto tienen es impedir que en toda la vida no les molesten las fluxiones que suelen bajar de la cabeza, y a esto atribuyen la completa salud de que gozan. Y a decir verdad, son los Libios los hombres más sanos que yo sepa; esto afirmo, pero sin atribuirlo a la causa referida. Si acontece que al tiempo de hacer la operación del fuego les den convulsiones a los niños, tienen a mano un remedio eficaz, a saber, echan sobre ellos la orina de un macho cabrío y vedlos ahí sanos; de lo cual tampoco salgo fiador, sino que cuento simplemente lo que dicen.

CLXXXVIII. Los nómadas en la Libia hacen del siguiente modo sus sacrificios: ante todo cortan como primicias del sacrificio la oreja de la víctima y la arrojan sobre su casa; después de esta ceremonia hácenle volver hacia atrás la cerviz. El sol y la luna son las únicas deidades a quienes ofrecen sacrificio todos los Libios, aunque los que viven en los contornos de la laguna Tritónida sacrifican también a Minerva con mucha particularidad, y en segundo lugar a Triton y a Neptuno.

CLXXXIX. Parece sin duda que los griegos tomaron de las mujeres Libias así el traje y vestido en las estatuas de Minerva, como también las égidas, pues el trajo de aquella es enteramente el mismo que el de Minerva, sólo que su vestido es de badana, y las franjas que llevan en sus égidas no son unas figuras de sierpes, sino unas correas a modo de borlas. Aun más, el nombre mismo de égida dice que de la Libia vino el traje de nuestros Paladios (estatuas de Minerva), pues las Libias acostumbran meterse encima de su vestido en vez de mantilla unas egeas o marroquías adobadas, teñidas de colorado con franjas, de suerte que los griegos del nombre de estas egeas formaron el de égidas. Soy asimismo de opinión de que la algazara usada en los sacrificios griegos tuvo su origen en la Libia, donde es muy frecuente entre las Libias, que son excelentes plañideras. Del mismo modo los griegos aprendieron de los Libios el tiro de cuatro caballos en la carroza.

CXC. En los entierros siguen los Nómadas las ceremonias que los griegos, aunque deben exceptuarse los Nasamones, pues estos entierran sentado el cadáver, y a este fin observan al enfermo cuando va a morir, y lo sientan entonces en la cama, para que no espire boca arriba. Son las casas de los Nómadas unas cabañas hechas de varillas de gamon entretejidas con juncos, casas portátiles de un lugar a otro. Tales son sus usos en resumen.

CXCI. Por la parte de Poniente del río Triton confinan con los Ausées otros pueblos de la Libia, de profesión labradores, que llevan el nombre de Maxies, y usan levantar sus casas con regularidad. Críanse el polo en la parte derecha de la cabeza, y se lo cortan en la siniestra; píntanse el cuerpo de bermellón y pretenden ser descendientes de los Troyanos. Esta región de la Libia, como también lo restante de ella hacia Poniente, es mucho más abundante en fieras y bosques que la de los Nómadas, pues que la parte oriental de la Libia, que estos habitan, es una tierra baja y arenosa hasta llegar al río Triton; pero la que desde este río se dilataba hacia Poniente, que es la parte que habitan los libios labradores, es ya un país en extremo montuoso, y muy poblado de árboles y de fieras. Hay allí serpientes de enorme grandeza; hay leones, elefantes, osos y áspides. Vénse allí asnos con astas; se ven hombres cinéfalos, y otros, si creemos a lo que nos cuentan, acéfalos, de quienes se dice que tienen los ojos en el pecho, y otros hombres salvajes, así machos como hembras; vénse, en fin, muchas otras fieras reales y no fingidas.

CXCII. Pero ninguna de las que acabo de decir se cría entre los Nómadas, aunque se hallan entre ellos otras castas de animales, los pigargos, las cabras monteses, los búfalos, los asnos que no beben jamás, pero no los asnos cornudos, loories o unicornios, de cuyas astas hacen los fenicios sus varas de medir, siendo estos animales del tamaño de un buey; las basarias, especie de vulpeja, las hienas, los puercos–espines, los carneros salvajes, los dicties, los lobos silvestres, las panteras, los bories, los cocodrilos terrestres de tres codos de largo muy parecidos a los lagartos, los avestruces de tierra, y unas sierpes pequeñas cada una con su cuernecillo. Estos son los animales propios de dicho país, donde hay asimismo los que producen los otros, a excepción del ciervo y del jabalí, pues ni de uno ni de otro se halla raza en Libia. Vénse allí tres castas de ratones; unos se llaman dípodes, de dos pies; otros zegeries, palabra líbica que equivale a collados; los terceros erizos: críanse también unas comadrejas muy semejantes a las de Tarteso. Esta es, según he podido alcanzar con mis informaciones las más diligentes y prolijas, la suma de los animales que cría la región de los Nómadas en la Libia.

CXCIII. Con los Maxies están confinantes los Zaveces, cuyas mujeres sirven de cocheras a sus maridos en los carros de guerra.

CXCIV. Con estos confinan los Gizantes, en cuyo país, además de la mucha miel que hacen las abejas, es fama que los hombres la labran aun en mayor copia con ciertos ingenios o artificios. Todos los Gizantes se pulen tiñéndose de bermellón. Comen la carne de los monos, de los cuales hay en aquellos montes grandísimos rebaños.

CXCV. Cerca del país de dichos Gizantes, según cuentan los cartagineses, está la isla Ciraunis, de 206 estadios de largo, pero muy angosta, a la cual se puede pasar desde el continente. Muchos olivos hay en ella y muchas vides, y se halla en la misma una laguna tal, que de su fondo sacan granitos de oro las doncellas del país, pescándolos y recogiéndolos con plumas de ave untadas con pez. No salgo fiador de la verdad de lo que se dice, solamente lo refiero; aunque puede muy bien suceder, pues yo mismo he visto cómo en Zacinto se saca del agua la pez en cierta laguna. Hay, pues, una laguna entre otras muchas de Zacinto, y la mayor de todas, que cuenta por todas partes 60 pies de extensión, y tiene de hondo hasta dos orgias: dentro de ella meten un chuzo, a cuya punta va atado un ramo de arrayán; apégase al amo la pez, la cual sacada así huele a betún, y en todo lo demás hace ventaja a la pez Pieria. Al lado de la laguna abren un hoyo, donde van derramando la pez que, recogida ya en gran cantidad, sacan del hoyo y la ponen en unos cántaros. Todo lo que cayere en esta laguna va al cabo pasando por debajo de tierra a salir al mar, distante de ella cosa de cuatro estadios. Esto digo para que se vea que no carece de probabilidad lo que se cuenta de la isla que hay en Libia.

CXCVI. Otra historia nos refieren los cartagineses, que en la Libia, más allá de las columnas de Hércules, hay cierto paraje poblado de gente donde suelen ellos aportar y sacar a tierra sus géneros, y luego dejarlos en el mismo borde del mar, embarcarse de nuevo, y desde sus barcos dan con humo la señal de su arribo. Apenas lo ve la gente del país, cuando llegados a la ribera dejan al lado de los géneros el oro, apartándose otra vez tierra adentro. Luego, saltando a tierra los cartagineses hacia el oro, si les parece que el expuesto es el precio justo de sus mercaderías, alzándose con él se retiran y marchan; pero sí no les parece bastante, embarcados otra vez se sientan en sus llaves, lo cual visto por los naturales vuelven a añadir oro hasta tanto que con sus aumentos les llegan a contentar, pues sabido es que ni los unos tocan al oro hasta llegar al precio justo de sus cargas, ni los otros las tocan hasta que se les tome su oro.

CXCVII. Estas son, pues, las naciones de la Libia que puedo nombrar, muchas de las cuales ni se cuidaban entonces ni se cuidan ahora del gran rey de los medos. Algo más me atrevo a decir de aquel país: que las naciones que lo habitan son cuatro y no más, según alcanzo; dos originarias del país, y dos que no lo son; originarios son los Libios y los etíopes, situados aquellos en la parte de la Libia que mira al Bóreas, estos en la que mira al Noto; advenedizas son las otras dos naciones, la de los fenicios y la de los griegos.

CXCVIII. Por lo que toca a la calidad del terreno, no me parece que pueda compararse la Libia ni con el Asia ni con la Europa, salva, empero, una región que lleva el mismo nombre que su río Cinipe, pues ésta ni cede a ninguna de las mejores tierras de pan llevar, ni es en nada parecida a lo restante de la Libia; es de un terruño negro y de regadío por medio de sus fuentes, ni está expuesta a sequías, ni por sobrada agua suele padecer, si bien en aquel paraje de la Libia llueve a menudo, y en cuanto al producto, da por cada uno, tanto como la campiña de Babilonia. Y por más que sea feraz la tierra que cultivan allí los Evesparitas, la cual cuando acierta la cosecha llega a rendir ciento por uno, no iguala con todo a la comarca de Cinipe, que puede dar trescientos por uno.

CXCIX. La región Cirenaica, que esta tierra más elevada que hay en la parte de la Libia poseída por los Nómadas, logra todos los años tres estaciones muy dignas de admiración, pues viene primero la cosecha de los frutos vecinos a la marina, que piden ser antes que los demás segados y vendimiados: acabados de recoger estos tempranos frutos, están ya sazonados y a punto de ser cogidos los de las campiñas o colinas, como dicen, que caen en medio del país; y al concluir esta segunda cosecha, los frutos de la tierra más alta han madurado ya y piden ser cogidos: de suerte que al acabarse de comer o de beber la primera cosecha del año, entonces cabalmente es cuando se recoge la última; con lo cual se ve que los Cireneos siegan durante ocho meses.

CC. Bastará ya lo dicho en este punto; y volviendo por fin a los persas, los vengadores de Feretina partidos de Egipto por orden de Ariandes, pusieron sitio a Barca, pidiendo luego que llegaron se les entregasen los autores de la muerte de Arcesilao, demanda a que los sitiados, que habían sido comúnmente cómplices en aquel homicidio, no querían consentir. Nueve meses duraba ya el asedio de la plaza, en cuyo espacio hicieron los persas minas ocultas hasta las mismas murallas, y dieron asimismo varios asaltos a la plaza, todos muy vivos y obstinados. Iba descubriendo las minas un herrero que se valía para dar con ellas de un escudo de bronce, el cual iba pasando y aplicando por la parte interior del muro: el escudo aplicado donde el suelo no se minaba, no solía resonar; pero cuando daba sobre un lugar que minasen los enemigos, correspondía el bronce con su sonido a los golpes internos de los minadores; y entonces eran perdidos los persas, a quienes con una contramina mataban los Barceos en las entrañas de la tierra. Hallado esto remedio contra las minas, se valían los Barceos del de su valor para rebatir sus asaltos.

CCI. Pasado mucho tiempo en el asedio y muertos muchos de una y otra parte, y no menor número de persas que de Barceos, Amasis, el general del ejército, acude a cierto ardid, persuadido de que no podría ver rendida la plaza con fuerza, sino con engaño y astucia. Manda, pues, abrir de noche una hoya muy ancha, encima de la cual coloca unos maderos de poca resistencia, y sobra ellos pone una capa de tierra en la superficie, procurando igualarla por encima con lo demás del campo. Apenas amanece otro día, cuando Amasis convida por su parte a los Barceos con una conferencia, y los Barceos por la suya, como quienes deseaban mucho la paz, la admiten gustosísimos. Entran, pues, a capitular estando encima de la hoya disimulada y se conciertan en estos términos: que se estaría a lo pactado y jurado mientras aquel suelo donde se hallaban fuese el mismo que era; que los Barceos se obligaban a satisfacer al rey pagando lo que fuese justo en razón, y los persas a no innovar cosa contra los Barceos. Viendo estos firmadas así las paces y llenas de confianza en fuerza de ellas, abiertas de buena fe las puertas de par en par, no sólo salían con ansia fuera de la ciudad, sino que permitían también a los persas acercarse a sus murallas. Válense los persas de la ocasión, y derribando repentinamente aquel puente o tablado falaz y oculto, corren dentro de la plaza y hacia los muros, de que se apoderan. Movióles a arruinar dicho suelo de tablas la especiosa calumnia y pretexto de poder decir que no faltaban a la fe del tratado, por cuanto habían capitulado con los Barceos que las paces durasen todo el tiempo que durase el mismo aquel suelo que había al capitular, pero que arruinado y roto el oculto tablado ya no les obligaba el tratado solemne de paz.

CCII. Feretima, a cuya disposición y arbitrio dejaron los persas la ciudad, no contenta con empalar alrededor de sus muros a los Barceos que más culpables habían sido en la muerte de Arcesilao, hizo aún que cortados los pechos de sus mujeres fuesen de trecho en trecho clavados. Quiso además que en el botín se llevasen los persas por esclavos a los demás Barceos, exceptuando a los Batiadas todos y a los que en dicho asesinato no habían tenido parte alguna, a quienes ella encargó la ciudad.

CCIII. Al retirarse los persas con sus esclavos los Barceos, llegados de vuelta a la ciudad de Cirene, los moradores, para cumplir con cierto oráculo, dieron paso por medio de ella a las tropas egipcias. Bares, el general de la armada, era de parecer que al pasar se alzasen con aquella plaza; pero no venía en ello Amasis, general del ejército, dando por razón que había sido únicamente enviado contra Barca y no contra alguna colonia griega. Con todo, después que pasó el ejército y se acampó allí cerca en el collado de Júpiter licio, arrepentidos los persas de no haberse aprovechado de la ocasión, procuraron, entrando de nuevo en la plaza, apoderarse de ella; pero no se lo permitieron los de Cirene. Hubo en esto de extraño y singular que cayese de repente sobre los persas, contra quienes nadie tomaba las armas, un miedo tal y tan grande, que les hiciera huir por el espacio de 60 estadios antes de atreverse a plantar sus tiendas. Al cabo, después que allí se acampó el ejército, llególe un correo de parte de Ariandes con orden de que se le presentaran; para cuya vuelta, provistos los persas de víveres, que a su ruego les suministraron los Cireneos, continuaron sus marchas hacia el Egipto. Durante aquel viaje, lo mismo era quedarse algún persa fuera de la retaguardia, que caer sobre él los Libios y quitarle la vida para despojarle de su vestido y apoderarse del bagaje; persecución que duró hasta que estuvieron ya en Egipto.

CCIV. Este es el ejército persiano que se haya internado más en la Libia, habiendo sido el único que llegó hasta las Evespéridas. Los prisioneros Barceos, traídos como esclavos al Egipto, fueron desde allí enviados al rey Darío, quien les dio un lugar después para su establecimiento de la región Bactriana. Dieron ellos a su colonia el nombre de Barca, población que hasta hoy día subsiste en la Bactriana.

CCV. Pero Feretima no tuvo la dicha de morir bien; pues vengada ya, salida de la Libia, y refugiada en Egipto, enfermó bien presto, de manera que hirviéndole el cuerpo en gusanos, y comida viva por ellos, acabó mala y desastrosamente sus días, como si los dioses quisieran hacer ver a los hombres con aquel horroroso escarmiento cuán odioso les es el exceso y furor en las venganzas. De tal modo se vengó de los Barceos Feretima, la esposa de Bato.