​La sala número seis​ (1920) de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
Los muchachos
LOS MUCHACHOS

—¡Volodia ha llegado!— gritó alguien en el patio.

—¡El niño Volodia ha llegado!—repitió la criada Natalia, irrumpiendo ruidosamente en el comedor—, ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, veíanse unos amplios trineos arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos, rojas, con los dedos casi helados, no le obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.

Su madre y su tía le estrecharon, hasta casi ahogarle, entre sus brazos.

—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?

La criada Natalia había caído a sus pies, y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. £1 padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo, pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil.

—¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, dejadme abrazarle! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes, y ladraba con su voz potente de bajo:—¡Guau!... ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fué un griterío indescriptible.

Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que, además de Volodia, se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas, e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha.

—Volodia, ¿quién es ese?—preguntó muy quedo la madre.

—¡Ah, si!—recordó Volodia—. Tengo el honor de presentaros a mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo año. Le he invitado a pasar con nosotros las Navidades.

—¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted bien venido!—dijo con tono alegre el padre—. Perdóneme; estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor Cherepitzin a desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!

Un cuarto de hora más tarde, Volodia y Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío, estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samovar y sobre la vajilla. Hacia calor en el comedor, y los dos muchachos parecían por completo felices.

—¡Bueno, ya llegan las Navidades!— dijo el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo—.¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú al colegio, y ahora, hete ya de velta... Señor Chivisev, ¿un poco más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido, os lo ruego. Está usted en su casa.

Las tres hermanas de Volodia—Katia, Sonia y Macha—, de las que la mayor no tenia más que once años, se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su hermano. Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenia la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido tomar por un pillete.

Su actitud era triste; guardaba un constante silencio, y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas, mirándole, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus reflexiones, que si le preguntaban algo, sufría un ligero sobresalto, y rogaba que le repitiesen la pregunta.

Las niñas habian observado también que el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba, y se mantenía muy grave. Hasta se diría que no experimentaba contento ninguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por demás extrañas; señaló al samovar, y dijo:

—En California se bebe jin en vez de té.

También él hallábase absorto en no sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos.

Luego del té se dirigieron todos al cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa, y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada de los dos jóvenes. Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y, aun a veces, con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado. A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba:

—¿Quién ha cogido mis tijeras? ¿Has sido tú, Ivan Nicolayevich?

—¡Dios mío!— se indignaba Ivan Nicolayevich con voz llorosa—. ¡Hasta de tijeras me privan!

Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado, pero un instante después volvía de nuevo a entusiasmarse.

El año anterior, cuando Volodia había venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, había manifestado mucho interés por estos preparativos; había fabricado también flores; se había entusiasmado ante el árbol de Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta hacia las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los dos caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana, separados de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron á examinar una de las cartas.

—Por de pronto a Perm— decía muy quedo Chechevitzin—. De allí a Tumen... Después a Tomsk... Después... Espera... Eso es, de Tomsk a Kamchatka... En Kamchatka nos meteremos en una canoa, y atravesaremos el estrecho de Bering; y henos ya en América. Allí hay muchas fieras...

—¿Y California?—preguntó Volodia.

—California está más al Sur. Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar y robar.

Durante todo el día Chechevitzin se mantuvo a distancia de las muchachas, y las miró con desconfianza. Por la tarde, después de merendar, se enntró, durante algunos minutos, completamente solo con ellas. La cortesía más elemental exigía que les dijese algo. Se frotó, con aire solemne, las manos, tosió, miró severamente a Katia, y preguntó:

—¿Ha leído usted a Mine-Rid?

— No... Dígame: ¿Sabe usted patinar?

Chechevitzin no contestó nada. Infló los carrillos y resopló, como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo:

—Cuando una manada de antílopes corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan gritos de espanto.

Tras un nuevo silencio, añadió:

—Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los mosquitos.

—¿Y qué es eso?

—Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo?

—El señor Chechevitzin.

— No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.

Las niñas, que no habían comprendido nada, le miraron con respeto y un poco de miedo.

Chechevitzin pronunciaba palabras extrañas. El y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos, y se mantenían muy graves; todo esto era misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos muchachos.

Por la noche, cuando los muchachos sé fueron a acostar, acercáronse de puntillas a la puerta de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios, lo que supieron!

Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje; tenían un revólver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber jin, y, como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones. Mientras las dos niñas espiaban a la puerta, los muchachos hablaban con gran animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a Volodia «mi hermano, rostro pálido», en tanto que Volodia llamaba a su amigo «Montigomo, Garra de Buitre».

—No hay que decirle nada a mamá—dijo Katia al oído de Sonia, mientras se acostaban—. Volodia nos traerá de América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá, no le dejarán ir a América.

Todo el día de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo, y, con sus gruesos mofletes, parecía un hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo:

—¡Perdóname, Dios mío! Soy un gran pecador. ¡Ten piedad de mi pobre, de mi desgraciada mamá!

Por la tarde se echó a llorar. Al ir a acostarse, abrazó largamente y con efusión a su madre, a su padre y a sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo de su emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía nada, absolutamente nada, y le miraba con sus grandes ojos asombrados.

A la mañana siguiente, temprano, Katia y Sonia se levantaron; y, una vez abandonado el lecho, se dirigieron quedamente a la habitación de los muchachos, para ver cómo huían a América. Detuviéronse junto a la puerta, y oyeron lo siguiente:

—Vamos, ¿quieres ir?— preguntó con cólera Chechevitzin—. Di, ¿no quieres?

—¡Dios mío!—respondió llorando Volodia—. No puedo. No quiero separarme de mamá.

—¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano rostro pálido!

—No me da miedo, pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá?

—Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no?

—Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá.

—Bueno; en ese caso me voy solo— declaró resueltamente Chechevitzin—. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás.

Volodia se echó a llorar con tanta desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar también.

Hubo algunos instantes de silencio.

—Vamos, ¿no me acompañas?— preguntó una vez más Chechevitzin.

—Sí, me voy... contigo.

—Bueno; vístete. Y para dar ánimos a Volodia, Chechevitzin epezó a contar maravillas de América, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió, en fin, a Volodia, darle todo el marfil, y también todas las pieles de los leones y los tigres que matase.

Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable. Héroe valerosisimo, arrostraba todo peligro, y rugía como un león o como un tigre auténticos.

Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia, con los ojos arrasados en lágrimas, dijo:

—¡Qué miedo tengo! Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaren en la cuadra, en la granja, en el jardín; se les hizo buscar después en la aldea vecina; todo fué en vano.

A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando la familia se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba una gran inquietud, y lloraba.

Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran agitación.

A la mañana siguiente llegó un oficial de policía. Mamá no cesaba de llorar.

Pero, hacia el mediodía, unos trineos, arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, detuviéronse junto a la puerta.

—¡Es Volodia!— exclamó alguien en el patio.

—¡Volodia está ahí!—gritó la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor.

El enorme perro, Milord, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!

Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima, cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora.

Volodia se lanzó al cuello de su madre. Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete.

—¿Es posible?—decía con tono enojado—. Si se sabe esto en el colegio, os pondrán de patitas en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted castigado por sus padres... ¿Dónde habéis pasado la noche?

—¡En la estación!—respondió altivamente Chechevitzin.

Volodia se acostó, y hubo que ponerle compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió con su hijo.

Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas, no les dijo palabra; pero cogió el cuaderno de Katia, y dejó en él, a modo de recuerdo, su autógrafo:

«Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.»