Los macuquinos de Cuspinique

Tradiciones peruanas - Octava serie
Los macuquinos de Cuspinique​
 de Ricardo Palma


A no ser por lo largo del mote, de buena gana habría bautizado este artículo con el título: De cómo el tradicionista, que pasa la vida a tragos, regala al lector doscientos mil pesos. -¿Que es filfa?- Lean ustedes y se convencerán de que no chilindrineo.


I editar

Había por los años de 1767 en la plaza de San Pedro de Lloc, de la jurisdicción del partido de Lambayeque, un tambo que servía de albergue a los que viajaban por la costa abajo, que para tal objeto lo mandó establecer el virrey conde de Superunda; tambo que, dicho sea de paso, sirvió años después de escuela de primeras letras y hoy es cuartel de policía.

A dicho tambo llegaron al caer de la tarde de un día de septiembre del año apuntado, ocho o diez portugueses con cuarenta mulas cargadas de zurrones de plata.

Depositados éstos en un cuarto de la posada, fueron las mulas a forrajear en un alfalfar situado a dos cuadras de distancia, y los conductores se echaron a pasear. Acercáronseles algunos vecinos curiosos, trabaron plática con ellos, y sacaron en limpio que su viaje era al puerto de Paita, donde en uno de los galeones llegados de Panamá para zarpar en octubre, con destino a la famosa feria de Portobelo, se proponían embarcar doscientos mil pesos, remitidos por el español don Juan de la Cruz Cuiva, acaudalado mercader de Lima.

Ya entrada la noche llegó a matacaballo un propio con procedencia de Trujillo, entregó pliegos al que aparecía como capataz de los arrieros, leyolos éste, tuvo brevísima conversación con su gente, y sin pérdida de minuto volvieron a aparejar las mulas y emprendieron la marcha con el tesoro, dejando a los honrados vecinos de San Pedro de Lloc en un mar de conjeturas y cavilaciones sobre la causa de tan súbita partida.

Motivo de comentarios era también la circunstancia de que en vez de seguir su itinerario para el Norte, tomaron los viajeros rumbo al Este, hasta llegar a la quebrada de Cuspinique. Como si se los hubiera tragado la tierra, no se volvió a tener más noticia de esos señores.

Descifremos tanto enigma.


II editar

Los tales portugueses eran nada menos que jesuitas de sotana corta, como jesuita de la misma estofa era su patrón, el comerciante don Juan de la Cruz Cuiva.

Llegado a Trujillo el expreso que el virrey Amat hizo a esa ciudad, como a otros puntos del virreinato, comunicando órdenes para la aprehensión y expulsión de los hijos de Loyola, no faltó quien se apercibiera de lo que ocurría, y que se encargara de transmitir en el acto la noticia a los expedicionarios sobre Paita. He aquí el porqué remontaron el vuelo con tanta prisa.

Pasaron los años, y la tradición sólo decía que unos portugueses habían enterrado muchas cargas de plata en una de las sinuosidades de la quebrada de Cuspinique, y que abandonando las mulas, tomaron las de Villadiego. Y corrieron tres cuartos de siglo, y ya la tradición estaba hasta olvidada, cuando resucitó en 1842.

Nuestro amigo el diputado José María González, que tuvo la amabilidad de proporcionarnos los apuntes que hoy nos sirven para borronear estas páginas, ha relatado en su curioso librito La provincia de Pacasmayo cuarenta años atrás, los pormenores del combate de Troche entre las fuerzas respectivamente mandadas por los coroneles Lizarzaburu y Torrico, en que fueron vencidos los soldados del último.

Uno de los dispersos tomó por la cadena de cerros y diose de pies a ojos con el entierro de Cuspinique. Lo contempló y palpó; pero ni su ánimo abatido ni su cuerpo extenuado por hambre de tres días estaban para regocijo. Apenas si se echó al bolsillo algunos puñados de pesos, y continuó desfalleciente su camino, haciendo a su capricho algunas marcaciones por si le era posible regresar en mejores circunstancias. Informado el gobernador de Ascope don Pedro Morillo de que un soldado andaba cambiando pesos fuertes de cruz por moneda corriente, echole guante, interrogolo, reveló éste su hallazgo en Cuspinique y la autoridad lo despachó para Trujillo.

En posesión Morillo del secreto, organizó con hombres de su confianza una expedición, y bien provisto de víveres y herramientas se encaminó a Cuspinique. Lo que es las osamentas de las mulas llegó a encontrarlas, pero no el tesoro; y desesperado y convencido de que éste no lo destinaba Dios para satisfacer su codicia, emprendió el regresó a Ascope, después de ocho días de exploraciones estériles.

Hecho público todo esto, así en el valle de Chicama como en el de Pacasmayo, se enloquecieron los hombres, y todo se volvió compañías y carabanas para adueñarse de los caudales de Cuspinique.

Hubo un zapatero, Juan Carrasco, oriundo de San Pedro, que gastó cinco mil duros, fruto de sus ahorros en veinte años de manejar la lezna y el tirapié, y perdió lastimosamente otros veinte de su vida buscando el tesoro de los jesuitas. Decíase poseedor de un derrotero venido de España, y con esta clave creíase tan dueño de los doscientos mil como si los tuviera en casa. Cuando alguien hablaba en su presencia de apuros pecuniarios, el buen Carrasco lo consolaba prometiéndole dinero para la semana entrante, en que indefectiblemente lo traería de Cuspinique.


III editar

Mientras así se agitaban los codiciosos en Chicama y en San Pedro desde 1842 hasta 1860, un vaquero del distrito de la Trinidad, andando por corros y quebradas con el ganado, halló lo que no pensaba en buscar. Después de quitarse la camisa y hacer de ella una bolsa en la que guardó quinientos o seiscientos pesos y de fijar las señales que ser ingenio le sugiriera, volvió a su pueblo y comunicó a su costilla la buena suerte que le había cabido. La india, que casi siempre las mujeres nos superan en previsión y cautela, le aconsejó que no revelase el secreto a alma viviente y que poquito a poquito y sin estrépito ni despertar envidias ni curiosidades impertinentes, aprovechase de lo que Dios le deparó.

El indio compró un terreno, aumentó el ganado, reedificó su casita, se hizo elegir mayordomo para la fiesta del patrono del pueblo, que festejó en grande, y nadie acertaba a explicarse tan repentino cambio de posición sino atribuyéndolo a pacto con el demonio.

Conviene advertir que siendo la moneda sacada de Cuspinique pesos fuertes españoles, de los llamados de cruz o macuquinos, mandados recoger por real orden de 30 de abril de 1755, el indio los fundía reduciéndolos a pasta o barras, que vendía a los comerciantes de Trujillo.

Dos años después de estar explotando el tesoro de Cuspinique, vínole al indio mortal enfermedad, y casi en agonías llamó al cura, juez de paz, escribano y siete vecinos notables, y ante ellos declaró que legaba a su mujer todos los bienes de que era poseedor, que no los había adquirido de mala manera ni con daño del prójimo, y que Dios se los había dado, sin él pedírselos, porque tal fue su soberana voluntad.

Y no añadió palabra, y ni con garfios le habrían arrancado su secreto.

Muerto el indio, obligaron a la viuda a ampliar la declaración, y ella dijo que no sabía más sino que el difunto, cuando necesitaba dinero, lo traía de la quebrada de Cuspinique en moneda de cruz.

Era por entonces cura de la parroquia de la Trinidad el doctor don Luis Torres, actualmente vicario en San Pedro de Lloc, quien ha testificado a nuestro amigo González la autenticidad de lo relatado en este párrafo, agregando que le hizo al finado entierro mayor y con cruz alta y que la viuda le pagó los derechos en macuquinos de Cuspinique.


IV editar

Los vecinos de la Trinidad, calculando por los bienes que dejó el indio, aseguran que no pasaría de doce a quince mil pesos el total de lo mermado por el feliz descubridor del tesoro de Cuspinique. El resto está intacto.

Conque así, lectores míos, buen ánimo y a Cuspinique, que doscientos mil duretes no son para desdeñados en los días que vivimos.