Los lanzallamas: 14

Los lanzallamas
de Roberto Arlt

Erdosain se detiene frente a la casa de departa­mentos, al tiempo que a pocos pasos un hombre abre la puerta de su casa. Junto al desconocido se ha detenido un gato blanco y negro. El hombre entra, pero el gato no lo sigue. El desconocido cierra intencionalmente la puerta. El gato raspa con una pata en el zócalo, y entonces el hombre ―que aguardaba― abre la puerta, se inclina, le pasa una mano por el lomo al gato. Este atiesa la cola, el desconocido toma por el vientre a la bestia y la puerta se cierra.

Erdosain, adolorido, permanece en la orilla de la vereda. Piensa:

―Ese hombre está satisfecho. Acarició al gato que lo esperaba en el umbral. El gato tendría ganas de pasear, salió, vaya a saber dónde anduvo metido. Para eso es gato. Y al volver, como encontró la puerta cerrada, esperó a su patrón. El gato tiene al hom­bre… Pero al hombre, ¿quién le abrirá la puerta misteriosa? En su mente se levanta una fachada infinita. Los muros ondulan como una cortina de humo. Dese­cha el espectáculo. La fachada se aleja como un eco de trompa. Incluso persiste en su carne un ritmo de galope. Luego, más lejos, la muralla de humo. Regresa a la orilla de la vereda. Da un paso. Otro. Uno. Dos. Uno. Dos.

—¿Quién es el hombre? Yo… —uno, dos—. Yo soy el hombre —uno, dos—. ¿Yo? S.O.S. Es notable… —uno, dos.

El gato ha lanzado su S.O.S., y el hombre ha es­perado tras de la puerta. Realizó varios actos. Uno, inclinarse. Dos, acariciarlo en la espalda. Tres, pa­sarle la mano bajo el vientre. Cuatro, levantarlo. Pero… ¿a mí? ¿A ellos? ¿A nosotros? Sí, a nosotros, Dios canalla. A nosotros. Te hemos llamado y no has venido. Se detiene y piensa:

―¡Qué dulce palabra! Lo hemos llamado y no ha venido. Lo hemos lla… ma… do… y no… ha… ve… ni… do. Dul­zura única. Lo hemos llamado y no ha venido. Podremos contestar así algún día: “Nosotros lo llama­mos, y Él no vino”.

Erdosain cierra los ojos. Deja que un intervalo de oscuridad penetre por su boca y por sus ojos. El intervalo de oscuridad se agrieta. Deja pasar una réplica.

—Tenemos la culpa. Nosotros lo llamamos y Él no vino. ¡Hum!… esto es grave. ¿Se ha calculado cuántos hombres lo llaman a Dios en la noche? No importa que lo llamen para resolver sus asuntos personales. ¡Y cuántas almas están gritando despa­cio, despacito: “Dios, no me abandones, por favor”! ¿Se ha calculado cuántas criaturas antes de dormirse rezan a hurtadillas del padre, oblicuo en la cama, o de la madre, detenida frente a un ropero entreabierto: “No nos dejes, Dios, por favor”?

Erdosain se detiene espeluznado. Es como si le encarrilaran el pensamiento en una elíptica metáli­ca. Cada vez se alejará más del centro. Cada vez más existencias, más edificios, más dolor. Cárceles, hospitales, rascacielos, superrascacielos, subterráneos, minas, arsenales, turbinas, dínamos, socavones de tierra, rieles; más abajo vidas, suma de vidas.

—Al margen de Dios se ha realizado todo esto. Y este Dios… Decime, ¿qué hiciste vos por nosotros?

La boca de Erdosain se llena de una mala pala­bra. La mala palabra le deforma las mejillas, le deja los dientes porosos, acidulados.

El insulto estalla:

—¡Canalla!

Cierra los ojos. Camina con los ojos cerrados. Sabe que se desvía, emboca nuevamente el centro de la vereda. Le arden las espaldas. Repite:

—Todo es inútil. Si se hiciera un agujero que pudiera llegar al otro lado de la tierra, allí también se encontrarían sufrimientos. Turbinas, cárceles, superrascacielos. Dínamos que zumban, minas, arsena­les. Puertas de casas. Hombres que toman amorosa­mente a su gato por el vientre.

Golpea con el puño la fachada de una casa. Allí hay un tablero color de hígado; seguramente la per­siana de un almacén, donde entre velas de sebo se encuentran bolsas de arroz, trozos de jabón y una ris­tra de cebollas colgando del techo encalado. Golpea con el puño.

—Si me pusiera smoking y galera de felpa, sufri­ría lo mismo. Si pudiera volar a trescientos mil ki­lómetros por hora… cifras… cifras… Entonces… ¿Y?…

Arruga la frente, se aprieta los dedos, haciendo crujir los huesos de las falanges. Toca la oscuridad de la noche, alta sobre la ciudad como un océano sobre un mundo sumergido.

―Podría venir una mujer y besar­me… Sería más feliz si viniera una mujer y me be­sara hasta el tuétano. Oro. Pongamos por ejemplo que esta calle se llenara de oro. Tiene cien metros de largo. Veinticinco de ancho. Cinco de altura. Cinco por cien, quinientos, por veinte, diez mil… más cinco… bueno, lo que sea… Oro macizo, cúbico, pesado. Yo estaría sentado arriba en cuclillas, tomándome el dedo gordo del pie. Junto a mi cabeza humearía la boca de una ametralladora. Yo miraría tristemente al mun­do. Vendrían hombres, mujeres, ancianos, corcova­dos en muletas, se acercarían dificultosamente a la vertical amarilla. Arriba humea el tubo de la ame­tralladora. Inventores, dactilógrafas, mirándome ham­brientamente, dirían: “Danos un pedacito”.

Pero yo estaría sordo, tomándome el dedo gordo del pie, mientras humeaba el tubo de la ametralla­dora. Quizá mirara tristemente el confín del mun­do en un atardecer naranja.

—Danos un pedacito, miserable, canalla.

—Hombre hermoso, danos un pedacito. Hijo de entrañas podridas. Canalla.

Pero yo estaría sordo, tomándome el dedo gordo del pie, mientras humeaba el tubo de la ametralla­dora a la izquierda de mi cabeza. Todos se romperían las uñas rascando el durísimo bloque, como una ola gris avanzaría la gusane­ra humana: mujeres con martillos de picapedreros, y hombres con navajas cortísimas. Algunos, de tanto arañar la base del cubo de oro sólo tendrían mu­ñones; otros al pie del bloque abrieron cavernas y, mostrando sus órganos genitales, an­dan en cuatro patas como bestias, mientras le arrojan mordiscones a la superficie del oro.

Pero ya no sería más feliz. ¿Te das cuenta, Dios? Ni yo ni nadie. Hasta este hombre que vende arroz podrido y azúcar adulterado con polvo de mármol, lloraría de angustia. Hasta este traficante canalla que duerme mientras yo estoy aquí, a diez metros de su cabeza. Si yo me introdujera al dormitorio donde duerme este comerciante, vil como todos los comer­ciantes, y me inclinara sobre su cama y le abriera el pecho poniendo al desnudo el corazón de este alma­cenero, gritaría penas expulsando chorros de sangre.

Y si yo me inclinara sobre Elsa y le arrancara el corazón, o sobre el Capitán, también ese corazón aullaría despacio para que no lo escuchara su teniente coronel: “Sufro”. Si yo me inclinara sobre el pecho del juez que me va a condenar, ese corazón diría quizá sudando: “A pesar de mi jurisprudencia, sufro”.

»¿Te das cuenta, Dios canalla? No hay boca torcida que no revuelva un ácido de maldición. ¡Uh… uh… uh…! ¿Qué grito no combinará la boca sucia del hom­bre? Decí. Y el otro grito más agudo, como de gato recién nacido ¡ih… ih… ih!… Y el otro que se lanza con el estómago. Y el otro que se asorda en el tímpano, dejando la cara torcida de miedo durante un minuto. ¡Eh! ¿qué decís de esto? Y el otro grito de todo el cuerpo, del gran dolor de toda la superficie, que es como una chapa arqueada sobre la médula es­pinal engrampada por los dos extremos humanos, un borde en las vértebras de la nuca y el otro en los talones.

»¿Y el grito del vientre, del total ancho del vien­tre, cuando el corazón se agranda de dolor y hace trepidar la pleura? ¿Y el pobre grito lento de la garganta, cuando la cabeza se dobla? ¡Ah…. ah!… Todos esos rechinamientos de la carne, de los mús­culos, de los huesos, de los nervios, estallan en el silencio de la noche. Basta inclinar la cabeza hasta el suelo. No querés hacerlo, pero cerrás los ojos y te inclinás despacio. Todos los nervios se te enva­ran, el cuerpo queda tieso, nada en el dolor. Juntas las manos… Es inútil que te aprietes los huesos, aun­que te rompas los dedos; es inútil, estás en el do­lor… ¿Eh? ¿Qué decís? Vos inclinas la cabeza sobre el piso de la calle, junto a los zócalos de las casas, al lado de la boca cuadrada de los sótanos, meada por los perros, y de pronto cerrás los ojos. Comprenderás que la vida ha perfeccionado la an­gustia, como un fabricante perfecciona su motor a explosión…

Un vigilante se detiene frente a Erdo­sain y lo examina detenidamente. Se da cuenta que el individuo es un visionario a la orilla de un ca­llejón mental, y sigue, encogiéndose de hombros.

Remo entra a la casa de departamentos. Espera encontrarla a la Bizca en su habitación, pero la mu­chacha no está. Posiblemente se ha quedado dormida. Ahora, encerrado en su cuarto, le parece distin­guir una rata que surge de un rincón. Tras de esa rata, otra y otra. Erdosain soslaya las alimañas gri­ses y sonríe soturno.

—Así correrá la gente, si se le habla de los hom­bres chapados de luz que llevan la frente apretada por una rama de laurel. Y los ojos que al moverse dejan caer rayos como puñados de flores. Y los tor­sos que se doblan y arquean como ramas de sauce. Y las mujeres tendidas, que reciben entre los labios entreabiertos los pétalos que caen. ¿Por qué nadie habla de estas cosas? Me pregunto, tristemente: ¿es­toy en un planeta que me corresponde, o he venido a la tierra por equivocación? Porque sería gracioso que uno se equivocara de planeta.

El soliloquio se aplana repentinamente. Erdosain mira a un costado y ve numerosas ratas grises que con el rabo a ras del suelo corren a esconderse bajo su piel. Y no abultan. No tocan su sensibilidad.

—¿O es la muerte, que viene despacio, apacigua el alma y la aplasta despacio sobre la tierra, para que se vaya acostumbrando a una definitiva hori­zontalidad?

Tiene la sensación de que un fantasma le aprieta los brazos, rodeándoselos de refajos de acero. Se sa­cude bruscamente, como si quisiera desamarrarse de la invisible ligadura, y murmura entre dientes:

—Soltame, demonio.

Y sonriendo, murmura.

El rencor se acrecienta en sus músculos. Él qui­siera ser enorme, para aplastar el invisible enemigo que lo aplasta cada vez más contra el suelo. Frunce el ceño y piensa, como si tuviera que repeler un ata­que inmediato:

—Nadie puede defendernos de la Vida ni de la Muerte. ¡Pobre cuerpo nuestro y manos nuestras, que sólo pueden tocar de las cosas dos dimensiones! Porque si pudiéramos tocar las tres dimensiones, atravesaríamos las montañas y los filones de hierro y los cúbicos bloques de mampostería donde trepi­dan los “blues” de las jazz-band amarillas, y las dí­namos recalentadas de histeria… ¡Oh! ¡Oh!

Y cada vez que lanza un ¡oh, oh! permanece está­tico. Camina por el cuarto con la sensación de que junto a la sien, en redor de su cabeza, tiemblan y ondulan flecos de papel. Un viento ascendente le­vanta los flecos de papel, y psíquicamente se siente enloquecido. Corrientes eléctricas se le escapan por las puntas de los cabellos, erizándoselos.

Mira lejos. Su mirada pasa por encima de los te­jados, las cuerdas con ropas, las chimeneas, los jar­dines y los planos horizontales apretados de macizos de orégano y lechuga. Mira, deja de mirar, y se dice con toda seriedad, como si considerara a un postu­lante que solicita empleo:

—Es necesario ser sincero. ¿Qué es lo que querés?

Involuntariamente mueve la cabeza, como los boxea­dores cuando están groguis1. Alguien descarga trom­padas que le rozan con zumbido de viento las orejas.

—Es necesario ser sincero. ¿Qué es lo querés?

Esquiva dificultosamente, pierde sensación de la distancia y de la luz; todo se enneblina en redor.

—Y gozarás con ser espantosamente humillado ―”Pido secreto, secreto”, grita el alma de Erdosain―, y con caminar encorvado hacia una cocina donde la­varás pensativamente los platos… ―Erdosain siente que varios resortes de su sensibi­lidad escapan de los gatillos y le estremecen el tué­tano de los dientes: “Pido secreto, secreto…”―. Te agacharás cada vez más, de manera que la gente podrá caminar encima tuyo, y serás invisible para ellos, casi como lo es una alfombra…

Si Erdosain tirara de la punta de su odio, es casi seguro que el carretel se desenvuelve definitivamente; pero él no se atreve, y las puntas de su odio cuelgan allí, dentro de la caja de su pecho, mientras que él no sabe qué hacer.

Se acuerda de los cornudos felices y lustrosos que ha conocido, y reitera la pregunta:

—¿Me habré equivocado de planeta?

No quiere confesarse a sí mismo que siente una nostalgia terrible de llanuras con miríadas colinas, que siente la nostalgia de un país donde monte por medio se habla un idioma distinto y se viste un traje diferente. El vestiría entonces una túnica de buriel, y con una escudilla en la mano limosnearía, entre bueyes fajados con mantas y mujeres que manejan rastrillos.

Su amargura crece. Está solo, solo, en un siglo de máquinas de extraer raíces cúbicas y cinema par­lante. La distancia se cubre de multitud de cogotes nervudos, gorras aplastadas como platos y jetas pomulosas. Y Erdosain piensa:

—A toda esta chusma se podría liquidarla con un fusil ametralladora y gases lacrimógenos. En uno no puede apoyarse.

Y de pronto acude a él un horror inmenso:

—La tierra está llena de hombres. De ciudades. De hombres. De casas para hombres. De cosas para hombres. Donde se vaya se encontrarán hombres y mujeres. Hombres que caminan seguidos por mujeres que también caminan. Es indiferente que el paisaje sea de piedra roja y bananeros verdes, o de hielo azul y confines blancos. O que el agua corra haciendo glu-glú por entre cantos de platas y guijas de mica. En todas partes se ha infiltrado el hombre y su ciu­dad.

Piensa que hay murallas infinitas. Edificios que tienen ascensores rápidos y ascensores mixtos: tanta es la altura a recorrer. Piensa que hay trenes triplemente subterráneos, un subte, otro, otro y turbinas que aspiran vertiginosamente el aire cargado de ozono y polvo electrolítico.

―El hombre… ¡Oh!… ¡oh!… ¿Y para qué todo eso? ¿Para qué los submarinos y los altos hornos y las máquinas? En cada metro cúbico hay un simio blanco meditando con ojo triste en la fragilidad de su tierna piel. La sífilis vive en la salada leche donde flotan los vibriones. Y de pronto el simio blanco se despereza, su ojo triste se inflama y a gatas, con los testículos colgando como los de un león, se arrastra hacia la hembra, que espera triste y enancada entre las columnas de acero de una máqui­na elevada. Pesadamente cae una gota de aceite en el piso, y un sol blancuzco filtra a través de los altos vi­drios de las claraboyas su siniestra claridad de postri­mería planetaria.

Erdosain olfatea su pequeña alegría. Algún día así será. Y luego ve al simio blanco que se retira nue­vamente a su metro cúbico de mampostería y se que­da sentado, con el codo de un brazo apoyado en la rodilla y el mentón en la palma de la mano, mientras que la arrugada piel se mueve sobre la frente, inqui­riendo el origen de la gotera de aceite. Estos pen­samientos lo sobrecogen a Erdosain. Se toma sobreco­gido la cabeza. Su dolor es más monótono que el es­túpido oleaje del mar. Gris sobre gris, negro sobre negro. A momentos lo sorprende; se dice que este dolor no estaba en él hace algunos años. Su sufri­miento se ha multiplicado en castigo, y su desespe­ración acrecentada renueva su movimiento desde que se despierta hasta que se duerme.

Materialmente, no hay descanso para él. Incluso le parece ver frente a sus ojos, para el lado que se vuelva, escrito este letrero:

Tienes que sufrir

Mueve la cabeza en infantil negativa…

Tienes que sufrir

Su mirada adquiere a momentos la vítrea trans­parencia de los afiebrados. Lo solivianta la locura de padecer. No terminará nunca su dolor. Aun durmien­do, sufre. Son los suyos sueños turbios, desolados como los cuartos de altos techos algodonados de sombra. Él camina sin despertar un eco, y cruza palabras olvi­dadizas con fantasmas que aun le piden cuentas de sus actos terrestres. Tiene la sensación de estar en puntas de pies sobre la última pulgada de un trampolín que lo lanzará al vacío.

Luego regresa a la conciencia de sí mismo, y el dolor abandonado permanece allí más abrasador, quemándole las sienes, apesantándole los párpados, aplomándole las manos. Quiere rebelarse contra este hedor de sus entra­ñas que le infecta la mente, escaparse de su perife­ria humana. Sabe que le está negado hasta el regazo donde poder llorar desmesuradamente.

¿Hasta cuándo? No lo sabe. Cada día que nace y lo despierta es brutal y fiero como el anterior; cada día que nace y lo despierta, se le figura la muralla de una prisión que es siempre la misma muralla para los ojos del preso, que la olvidaron mientras dormía. Se toca el rostro con piedad de sí mismo, se acaricia las manos, se toma la frente, se resguarda los ojos. Su piedad es insuficiente para agotar el sufrimiento de vivir, que ya para él es un castigo sin definición. Fuego consumidor, se quema despacio en sí mismo.

A veces recuerda otros años que fueron, y enton­ces se dice que fue infinitamente feliz. Ahora Sa­tán lo posee, y lo tuesta lentamente. Cuando alguna palabra que le parece excesiva ha brotado de él, se rectifica ―como si lo estuviera engañando al destino―, y entonces recae que es cierto que el dolor, como un carbón débilmente encendido, lo tuesta y lo seca, sin que este morir sea morir…, siendo peor muerte que la otra que sobreviene definitivamente.

Se acuerda de la Ciega. ¿Sufrirán los ciegos? ¿Y los sordos? ¿Y los que no pueden hablar? ¿Qué se habrá hecho de la criatura pálida, que tenía ojos verdosos y rulos negros, en el vagón del ferrocarril?

Sus entrañas vuelcan palabras infantiles. Hay ya palabras que lo obligan a cerrar instintivamente los ojos. Por ejemplo: Tierra. Hombres. Soledad. Amor. Aguza el mirar y se dice:

—¿Es posible que se tema tanto a la muerte? ¿Qué la muerte preocupe tanto a los hombres, si es su descanso?

Mas en cuanto ha pensado de esta manera, se dice:

—La realidad mecánica ensordece la noche de los hombres con tal balumba 3 de mecanismos, que el hom­bre se ha convertido en un simio triste. A veces los cuerpos, a tres pasos de las máquinas, refugiados en una bohardilla, se inclinan; las manos despojan los pies de las botas, luego caen los vestidos, después los cuerpos se acercan a los espejos, se miran un instan­te, luego levantan un lienzo, se cubren, cierran los ojos y duermen. A veces un miembro entra en un orificio, vuelca su esperma, los dos cuerpos se separan hartados, y cada uno por su lado duerme sudoroso. Y despacio crecerá el vientre… y esto es todo. Erdosain se siente cogido por un engranaje apocalíptico. La mitad del cielo, hasta el cenit, está ocupado per­pendicularmente por una curva dentada que gira des­pacio y recoge entre sus dientes, anchos como las fa­chadas de los edificios, los cuerpos que inmediatamen­te desaparecen entre la conjunción.

¡Cuántas cosas involuntarias sabe! Y la principal: que a lo largo de todos los caminos del mundo hay casitas, chatas o con techos en declive, o con teja­dos a dos aguas, con empalizadas; y que en estas casas el gusano humano, nace, lanza pequeños grititos, es amamantado por un monstruo pálido y hediondo, crece, aprende un idioma que otros tantos millones de gusanos ignoran, y finalmente es oprimido por su prójimo o esclaviza a los otros.

Erdosain aguza el mirar en las tinieblas. La pre­sión que lo sofoca se hace siniestra y jovial. Sien­te ganas de reírse. Aguza más el mirar. Tiene la sensación del movimiento del mar, de la frialdad de una cúpula de acero bajo sus pies…

La fuerza… El odio…

Tampoco la verdad está en los cañones…

Regresa a la profundidad cristiana. Pronuncia el nombre: Jesús…

Tampoco la verdad está allí.

Baja más. Le parece que tantea la abovedada nave de una fábrica subterránea. Es inmensa. Hombres con escafandras de buzo, con trajes impermeables em­papados de aceite, se mueven en neblinas de gases verdosos. Grandes compresores entuban gas vene­noso en cilindros de acero laminado. Manómetros co­mo platos blancos marcan presión en atmósferas. Los elevadores van y vienen. Cuando se ha disipado la nube verde, la usina amarillea: cortinas de gas ama­rillo, a través de las cuales los monstruos escalafandrados se mueven como grises peces viscosos.

Tampoco la verdad está allí.

Rabiosamente se hunde más. Atraviesa capas geo­lógicas. Enmurado, grita al final:

—No puedo más.

Cae sobre su cama y permanece inerte como un imbécil.