Los lanzallamas: 07

Los lanzallamas de Roberto Arlt

A la misma hora que entre un tumulto de transeúntes dos vigilantes cargaban al Rufián Melancólico en una camilla de la Asistencia Pública, el Astrólogo y Barsut conversaban en Temperley.

El Astrólogo, hundido en su sillón forrado de terciopelo verde, termina de contarle la visita que esa tarde le hiciera Hipólita, mientras que Barsut, embutido en una salida de baño, recostado en una hamaca, lo escucha, con el codo cargado en la palma de la mano derecha. La izquierda sostiene su mejilla tupida de barba.

El joven atiende pensativo. Bajo sus cejas alargadas hacia las sienes, los ojos verdes cruzan preguntas, en movimientos imperceptibles.

El Astrólogo, haciendo girar con los dedos de la mano izquierda el anillo con la piedra violeta, termina su relato, interrogativo:

—¿Qué opina usted?

—¿Ella cree en la posibilidad de las células femeninas?

—Cree tanto como usted…

—Es decir cree y no cree…

El Astrólogo se echó a reír ruidosamente, y exclamó:

—Ella también terminará por creer. Ella también…

—¿Tanta fe se tiene usted?

—Inmensa…

—¿Y si falla?

—Entonces los que pagarán serán ustedes, no yo —y nuevamente el Astrólogo se ríe tan ruidosamente que Barsut, molesto, acaba por preguntarle:

—¿Qué diablos tiene usted esta noche, que está tan contento?

—Me causa alegría pensar que una media docena de voluntades asociadas pueden poner patas arriba a la sociedad mejor constituida. Fíjese, si no: ¿leyó hoy los diarios?

—No…

—Venía un telegrama muy interesante de la United Press. Las bandas de Al Capone y George Moran, alias el Chinche, se han aliado para explotar el vicio. Lo cual significa que en Chicago quedarán suprimidos por algún tiempo los combates con fusiles ametralladoras entre los rufianes de ambas pandillas. No sé si usted sabrá que Al Capone es dueño de un palacio de mármol en la orilla de Miami que deslumbra a diez kilómetros de distancia. Los diarios se ocupan de la alianza de Al Capone y del Chinche como se ocuparían de un tratado ofensivo y defensivo entre Paraguay y Bolivia o Bolivia y Uruguay. ¿No le parece notable? Las agencias telegráficas hacen correr la noticia por toda la redondez del planeta. Estamos en siglo veinte, amigo, y a estas horas todos los imbéciles honestos que decoran el planeta se han enterado de la alianza de dos eximios rufianes, que las leyes norteamericanas respetan y que se reparten en toda la costa del Atlántico el contrabando de alcohol, la explotación de la prostitución y del juego. Más aún: en estos momentos, cientos de reporteros visitarán la casa de Aiello, el secretario de Al Capone, solicitándole informes respecto al pacto ofensivo y defensivo tramitado entre los dos bandidos protegidos por los políticos, la policía y los bebedores de todo Estados Unidos.

La risa se había borrado ahora del semblante del Astrólogo. Se levantó pálido, y fijando una dura mirada en Barsut prosiguió, caminando al mismo tiempo de un punto a otro del cuarto:

—Estoy hambriento de revolución social. ¿Sabe lo que es tener hambre de revolución? Quisiera prenderle fuego por los cuatro costados al mundo. No descansaré hasta que haya montado una fábrica de gases. Quiero permitirme el lujo de ver caer la gente por la calle, como caen las langostas. Sólo respiro tranquilo cuando me imagino que no pasará mucho tiempo hasta el día aquel que unos cincuenta hombres a mi servicio tiendan una cortina de gas de diez kilómetros de frente.

Barsut lo miró sorprendido al Astrólogo. Este hablaba solo. No se dirigía a él. Iba y venía en el reducido cuarto, que se llenaba del volumen de su vozarrón y el eco de sus resonantes pasos. El cabello encrespado sobre su sólida cabeza transparentaba, al pasar bajo la lámpara eléctrica, canas brillantes como virutas de plata.

Lo miró incoherentemente a Barsut y prosiguió:

—¿Se da cuenta lo que significa una cortina de gas de diez kilómetros de largo por cinco metros de altura? —de pronto, sacudió la cabeza y se restregó la frente, como si acabara de despertarse—. Estoy diciendo disparates. La verdad es que me indigna el funcionamiento de esta maquinaria capitalista, que tolera las organizaciones más criminales siempre que estas organizaciones reporten un beneficio a los directores de la actual sociedad.

—Esas cosas sólo pueden ocurrir en los Estados Unidos.

—¿Y por qué no aquí?

—Porque nosotros no nos sentimos con fuerzas para ser tan bandidos.

—Ha dicho una verdad. Somos honrados por debilidad. A esta debilidad le ponemos cualquier etiqueta con un adjetivo de virtuosidad, y… pero yo me siento fuerte. Y únicamente triunfan los que están seguros de triunfar. Muchas veces pienso en Napoleón; se me ocurre que no hay nadie que durante su vida, en el plazo de un minuto, no haya querido ser Napoleón… pero todo el mundo sólo ha querido ser Napoleón o Lenin durante un minuto de voluntad. Calcule usted, el término medio de la vida humana es sesenta años… recién a los veinticinco se comienza a vivir… quedarían treinta y cinco años por delante… cada año tiene cuatrocientos dieciocho mil cuatrocientos minutos… calcule usted un deseo golpeando en todas las posibilidades durante cuatrocientos dieciocho mil cuatrocientos minutos, multiplicados por treinta o treinta y cinco años.

—Debería descontar las horas de sueño.

—Cuando hay un gran deseo, aún durmiendo se desea… ¡qué he dicho!, aun en el delirio de la fiebre se continúa deseando… en la agonía se desea… ¿Qué digo? Hasta los condenados a muerte desean. Muchos piden, como gracia postrera, poder poseer a una mujer. Tan maravilloso es el instinto creador del hombre. Únicamente los hombres poca cosa hacen filosofía de su castración mental. Cuando usted encuentra un imbécil que diserte sobre su inercia, puede estar seguro de que se encuentra frente a un monstruo de la envidia y de la impotencia.

—Usted es formidable. ¿Ha deseado en la agonía….

El Astrólogo se detiene y cierra automáticamente la puerta del antiguo armario, girando la llave olvidada en la cerradura.

—Sí. Estaba muriéndome, me pusieron el tomaoxígeno en la nariz… Yo pensé: “estoy por morirme”. . . luego la idea se apartó de la muerte y quedó fija en la imagen que representaba un deseo. Por eso voy a triunfar. De allí que me indigne cuando se dice de un hombre que ha vencido: “tiene suerte”. Lo que ha sucedido es que ese hombre estaba buscando un agujero por donde escapar. ¿Ha visto usted un tigre en una jaula? Lo mismo es el hombre que quiere conseguir algo grande. Va y viene frente a los barrotes. Otros se fatigarían. El no. Va y viene como una fiera. Minutos, horas, meses, años… montones de cuatrocientos mil cuatrocientos minutos… dormido y despierto, sano y enfermo. Es como una fiera, va y viene. En cuanto el destino se descuida, la fiera de un gran salto traspone la muralla, y ya no la cazan más…

—No le digo para adularlo… pero usted es formidable. Es una gran bestia.

—Yo también lo sé. Vea los músculos que tengo ―Barsut se levanta y palpa los bíceps de la Bestia. Los dedos y el tejido de la ropa resbalan sobre una fibrosa elasticidad de acero—. Hago diez “rounds” de soga todavía —continúa el Astrólogo—. Sé boxear. Cuando lo hice secuestrar no quise pegarle, porque podía matarlo de un golpe.

—Dígame… ¿y la comedia del asesinato?

El Astrólogo con el pie aplasta una colilla que Barsut acaba de arrojar, cierra los brazos de un compás de bronce, abierto sobre el escritorio, y continúa:

—Erdosain creía que un crimen modificaría su vida. Yo en cambio, estaba seguro de que el crimen no modificaría absolutamente en nada su naturaleza psicológica. Había que probar, sin embargo, y las circunstancias no podían presentarse mejor.

—¿Y usted qué siente por Erdosain?

—Un gran afecto. Representa para mí la humanidad que sufre, soñando, con el cuerpo hundido hasta los sobacos en el barro.

—Yo le he pegado.

—No se preocupe. Ese pecado lo tendrá que pagar algún día…

—¿Y yo para usted qué soy?

—El que busca. No la verdad; a usted no le interesa la verdad. Usted busca algo que lo distraiga. Más adelante le interesará la verdad. Los hombres, como las criaturas, sienten necesidad de juguetes, de apariencias. Algunas criaturas se aburren inmediatamente de los juguetes, porque los juguetes carecen de vida. Erdosain pertenece a ese grupo; otros, en cambio, se atan a las apariencias.

—Yo.

—Eso mismo.

—¿Y cómo se busca la verdad?

—Buscándose a sí mismo.

—¿Y qué hay que hacer para encontrarse a sí mismo?

—Obedecer.

—¿A usted?

—Al que usted sienta… no a mí. Algún día tendrá que obedecerse a sí mismo.

—Es que yo sentiría placer en obedecerle a usted.

—¿Sabe que eso se llama la voluptuosidad de la humillación? Su excesivo amor propio le hace creer que es superior a mí, cosa que no me importa…

—No…

—Déjeme… y entonces obedecerme a mí es imponerse una humillación tan agradable… ¿a ver? .. . como si usted, siendo millonario, se disfrazara de pordiosero y consintiera en que le negara un cobre aquél, que de saber quién es usted, le besaría los pies.

Barsut lo observa al Astrólogo.

—Es cierto, tiene razón… Pero dígame… ¿por que yo tengo respecto a usted semejante sentimiento? No debía sentirlo, aunque lo admiro.

—Al contrario, está muy bien que envase tal sentimiento. Es la fuerza. Cuando se llevan fuerzas adentro, siempre se reacciona frente a los otros.

Barsut lo escucha al Astrólogo, pero con la vista sigue una pequeña araña que cruza velozmente por el rojizo marco de la ventana.

—Es que también soy envidioso.

—Otra manifestación de la fuerza.

—Hay algo, sin embargo, que no me llama la atención. Es el dinero. Siento un desprecio absoluto por el dinero. Para otro hombre, el dinero que usted me quitó por la violencia constituiría una desgracia irreparable; para mí… ese dinero no existió nunca.

—Es la manifestación más directa de su fuerza. Usted desea y espera el poder… no sabe de dónde vendrá ese poder… pero el dinero no lo seduce. Es decir, no existe para usted.

—¿Y esa fuerza?

—Es la voluntad de vivir. Cada hombre lleva en sí una distinta cantidad de voluntad de vivir. Cuantas más fuerzas, más pasiones, más deseos, más furores de plasmarse en todas las direcciones de inteligencia que se ofrecen a la sensibilidad humana. Querrá ser general, santo, demonio, inventor, poeta…

—Son apariencias… Ninguna satisface.

—La única es querer ser Dios. Confundirse con Dios. Se pueden contar con los dedos de la mano los hombres a quienes la necesidad de realizarse les hizo sentir la voluntad de vivir en dioses. Lenin fue el último dios terrestre que pasó por el mundo.

—¿Y proporciona gran felicidad?

El Astrólogo guiña los ojos. Ha sentido temblar la voz de Barsut en la pregunta. Recoge una vírgula de madera y la desmenuza entre la yema de sus dedos; luego, estirando una pierna para descalambrarla, y meneando la cabeza, dice:

—Hay muchas felicidades terribles de las que no conviene hablar. Si usted busca sinceramente la verdad, las conocerá.

—¿Y por qué no se comunican esas verdades a los hombres?

—Porque no están preparados para recibirlas, y por lo consiguiente no las entenderían. Creerían que son frases puestas en línea para entretenerlos; las leerían, y esas verdades tocarían con menos fuerzas sus entendimientos que burdas mentiras. Podría ocurrir, además, algo más grave: convertirían esas verdades en monstruosidades.

—¿De modo que hay secretos aun sobre la tierra?

—No. Atiéndame bien. Lo que hay son avances interiores de la voluntad de vivir. Cuanto más intensa y pura sea la voluntad de vivir, más extraordinaria será la sensibilidad que capta conocimiento, de manera que en un momento dado el cuerpo humano llega al estado del hermafrodita…

—¿Cómo?…

—Es hombre y mujer simultáneamente. Pero, ¿ve? ya usted se asombra groseramente. Ha pensado innúmeras obscenidades en un minuto. Se le ha ocurrido un hombre masculino y femenino, simultáneamente. No hay nada de eso. Este hermafroditismo es psíquico; el cuerpo envasa a la mujer y al hombre tan perfectamente con sus dos distintas sensibilidades, que la personalidad doble absorbe las energías sexuales, y entonces la resultante es un hombre o una mujer sin las necesidades sexuales de uno u otro. Es decir, es perfecto en su perfecta soledad sin deseos. Está más allá del hombre. Es el superhombre.

—¿Y existen actualmente tipos así?

El Astrólogo se detuvo frente al mapa de los Estados Unidos, y enderezando una bandera negra fijada sobre el territorio de Kansas, respondió:

—Sí.

—¿Usted es uno de ellos?

—No. Mi fuerza es todavía imperfecta, mi voluntad de vivir exige muchas realizaciones.

—¿Y cómo conoce esos secretos entonces?

—Por intuición. Obsérvese usted a sí mismo en un gran momento de exaltación psíquica, y constatará que se ha olvidado del sexo. Está más allá del macho y de la hembra. Desprecia la sexualidad.

—Es cierto.

—Eso ocurrirá en el hombre futuro. Su acto sexual con la mujer, o viceversa, tendrá la finalidad de fecundarla; ella aceptará al hombre en esa única función; luego vivirán ambos su vida perfecta y armoniosa, ¡pero qué diablos del hombre del mañana!… Hablábamos del hombre de hoy, que es usted: envidioso.

—Además, pérfido. Me gusta pensar iniquidades. Fíjese: para dormirme tengo que imaginar que soy capitán de una fortaleza de piratas sitiada… ¿No le aburre?

El Astrólogo levanta una mano para rascarse la cabeza. La sombra de su brazo, lanzada hasta el alto del cielo raso, desciende por el muro y se troncha sobre la mesa cargada de papeles.

—El emperador de España de esos tiempos, aliado por necesidades coloniales con el de Inglaterra, envía cien barcos a sitiar mi fortaleza. Primero pienso que los cañones podrán rechazar esa flota; noto que la artillería es insuficiente, y he aquí que en mi fortaleza descubro un yacimiento petrolífero y por medio de mangueras proyecto chorros de cien metros de largo, de petróleo encendido, sobre las tropas. Entonces me detengo encantado en el espectáculo de millares de hombres que corren de un lado a otro, ardiendo vivos. Veo las chispas que saltan de la casaca de un soldado y que le prenden fuego a las ropas de otro; hasta una cabeza rapada con el cuello entre las llamas, que trata, con el mentón para arriba, de escapar del cuello…

—Es siempre la fuerza que no tiene salida en usted. Algún día, acuérdese usted, será pronto, los psicólogos harán encuestas para averiguar lo que piensan los hombres antes de dormirse. Sería interesante saberlo, pues ello permitiría establecer cuál es la tendencia psíquicamente humana desviada de su camino por el régimen de esclavitud a que están sometidos los hombres.

—¿Y cuál es el camino para usted? ―Barsut se estremeció de frío y ajustó la salida de baño sobre sus pantorrillas desnudas.

El Astrólogo se quitó el anillo de acero, frotó la piedra contra la manga de su blusón gris y continuó:

—Ahora, la organización de la Academia Revolucionaria.

—¿Y yo llegaré a ser algo?

—Para ser algo… hay que saber en qué consiste ese algo. A mí no me interesa. Desmuéstreme que es capaz de ser algo y entonces conversaremos…

—Perfectamente, le voy a obedecer… quiero decir, trataré de ayudarlo lealmente. Y si se me ocurre hacerle alguna canallada o traicionarlo, le diré: he pensado esto…

—Me parece muy bien. Es la única forma para usted de liberarse de cometer horrores inútilmente… Diga siempre lo que piense; no por mi seguridad, sino para su tranquilidad. No se olvide de esto. Si a usted le ocurre una monstruosidad, no la oculte; porque si no la comunica, la monstruosidad lo trabajará intermitentemente, de tal forma que va a llegar un momento en que no podrá dominar el impulso de cometerla.

—¿Sabe que usted es un demonio? Lo sabe todo… Uno lo oye hablar a usted y comprende que dice la verdad, que es sincero, que no miente. Por eso va a triunfar…

—Hablo únicamente de lo que internamente estoy convencido…

—¿Y lo de los esclavos?

—Había que deslumbrarlo a usted y a Erdosain. Por eso mis palabras sonaban a mentiras. Mi verdadero plan es organizar la Academia Revolucionaria. Se habla de revolución, mas en realidad la gente ignora la técnica de una revolución. Revolución quiere decir interrupción de todos los servicios públicos. ¿Cómo se abastece de agua a la ciudad? ¿Quiénes recogen las basuras? ¿Cómo se continúa haciendo llegar el ganado a los mataderos y la harina a las panaderías? Y los ferrocarriles, y la luz… ¿Se da cuenta que un movimiento revolucionario es el mecanismo más complicado que pueda concebirse, porque de inmediato lastima los intereses de la multitud, que es la que puede hacerlo fracasar?

»Y los militares. El ejército rojo que hay que improvisar. Y el reparto de tierras. Y las herramientas. ¿Cuántas toneladas de hierro se necesitan para fabricar los arados? ¿Cuánto tiempo para fundirlo? ¿Cuántos hornos, cuántos operarios? ¿Y los bancos? ¿Las relaciones exteriores? ¿La resistencia de la burguesía? ¿El hambre? ¿Los movimientos de resistencia? Una revolución es posible improvisarla en un año, pero es imposible sostenerla sesenta y dos horas. En cuanto se terminó el pan y de las canillas no sale una gota de agua, la gente comienza a barruntar que es preferible una mala dictadura capitalista a una buena revolución proletaria.

—¿Y entonces?

—Hay que preparar técnicos. El Especialista en Revoluciones. Es una idea de Erdosain. Organizar cursos secretos donde se habiliten ingenieros en movimientos sociales bruscos. Así como durante la guerra se preparaban instructores militares, enfermeras, artilleros, etc., nosotros prepararemos Especialistas en Revoluciones. Ellos a su vez harán lo que hemos hecho nosotros, de manera que una vez puesto en marcha el mecanismo no es necesario que las células tengan contacto con el núcleo central. En síntesis, incrustar en la sociedad actual una cantidad de pequeños cánceres que se multiplicarán. Usted sabe que un cáncer es un tejido que no acaba nunca de crecer. He visto cánceres que abarcaban un cuerpo entero. Algo fantástico. Barsut dejaba humear el cigarrillo entre sus dedos. Las azules volutas de humo se superponían en anillos concéntricos. Las cabezas de los dos hombres se reflejan en el mapa de los Estados Unidos.

—¿Y nosotros constituiremos el cáncer matriz?

—Sí. Si nuestros comunistas tuvieran un poco de inteligencia, lo hubieran hecho…, pero ni aun algo malo es posible esperar de ellos. Se la pasan escribiendo proclamas con una sintaxis ridícula y una ortografía pésima. De los socialistas no hablemos. Muchos de ellos son pequeños propietarios. Fueron socialistas cuando vinieron desnudos casi de Europa al país, y por sentimentalismo continúan siéndolo, cuando explotan a otros desgraciados que llegan más desnudos que ellos. Son pequeños propietarios, tienen hijos en la Universidad de Derecho, en la Escuela Militar y la Facultad de Medicina. Es para reírse… Nosotros también enviaremos muchachos… nuestros hijos, a la Escuela Militar… pero antes, desde niños, los criaremos en una atmósfera revolucionaria, oyendo continuamente hablar del triunfo de la causa social. Cuando estén perfectamente inmunizados contra el militarismo al servicio capitalista, los haremos ingresar a la Escuela Militar, a la escuela de suboficiales, a la Marina, escuela de aviación; en pocos años podemos tener desparramados cánceres en todas las instituciones…

—¿Sabe que es magnífico?

—En la colonia también tendremos algunos instructores militares. Formaremos instructores de artillería y combate de gases, técnicos metalúrgicos; hay que fundir muchos arados y bombas… instructores químicos; hay que fabricar gases y explosivos; disponer de los instructores de comunicaciones, de puentes, instructores económicos; compraremos un avión… Hay aquí, en el país, varios oficiales militares alemanes que son aviadores y se mueren de hambre; los contrataremos y prepararán pilotos. Incluso el espionaje y la pena de muerte en su aplicación necesitan técnicos, porque una revolución sin condenados a muerte es como un guiso sin salsa. Hay que ejecutar a los que son peligrosos y a los que no lo son también. Precisamente la ejecución de estos últimos es la que más terror inspira. En los tiempos de revolución hay individuos que habiendo sido conservadores se convierten instantáneamente en revolucionarios. El caso es continuar en el poder para ellos.

—Habrá que crear reglas escénicas para ejecutar…

—Eso mismo. Un bandido ejecutado con el ceremonial estético indispensable vale por cien pilletes muertos de mala manera. Además, seamos consecuentes… —el Astrólogo se ríe frotándose las manos—. A un X o a un XX no se lo puede ejecutar como a un patrón de panadería. A los bandidos gordos hay que colgarlos… Al patrón de panadería se le puede fusilar, pero a un X… ¡qué diablo! Hay que ahorcarlo con todas las reglas del caso. A simple vista parecería que ahorcar y fusilar es lo mismo, pero no… Para ahorcar hay que preparar el cadalso, transportar las maderas a medianoche y despertar a los vecinos; esto crea una atmósfera de interés digna de todos los latrocinios que ha cometido el ilustre pillete que se va a colgar… La puerta del escritorio se entreabrió, y el judío Bromberg asomó su cabeza cabelluda, diciendo al tiempo que miraba incoherentemente el mapa de los Estados Unidos, con sus banderas negras clavadas en los territorios donde dominaba el Ku Klux Klan:

—Hay un señor que dice que es abogado y amigo del señor Haffner.

El Astrólogo sonrió y, mirándolo a Barsut, le suplicó:

—¿Quiere dejarme solo, amigo mío? Aquí llega otro futuro “cáncer".