Los lanzallamas: 03

Los lanzallamas
de Roberto Arlt

Erdosain se detuvo asombrado frente al nuevo edi­ficio en el que se encontraba el departamento al cual se había mudado.

No terminaba de explicarse el suceso. ¿En qué cir­cunstancias dejó su casa por la pensión en la cual hasta hacía algunos días vivía Barsut?

Preocupadísimo, miró en redor. Él vivía allí. ¡Había alquilado el mismo cuarto que ocupara Barsut! ¿Por qué? ¿Cuándo ejecutó este acto? Cerró los ojos para atraer a la superficie de su memoria los detalles que constituían la determinación para ejecutar aquel hecho absurdo, pero aquella franja de vida estaba demasia­do cubierta de sucesos recientes y confusos. En reali­dad, está allí con la misma extrañeza con que podía encontrarse en un calabozo del Departamento de Po­licía. O en cualquier parte. Además, ¿de dónde ha sa­cado el dinero? ¡Ah, sí! El Rufián Melancólico… ¿Cuándo preparó sus maletas? Se pasa la mano por la frente, para disipar la neblina que cubre la franja mental, y lo único que sabe es que ocupa el mismo cuarto del hombre que lo ofendió cruelmente, y a quien hizo secuestrar, robar y matar. Pero Hipólita, ¿cómo averiguó su dirección? Inútilmente Erdosain ca­vila estos enigmas, del mismo modo que el hombre que despierta después de un acceso de sonambulismo se encuentra, perplejo, en parajes desconocidos a aquellos en los que se había dormido.

—¡Oh! ¡Todo eso!… ¡Todo eso!…

¿Qué penuria mental almacena para olvidarse del mundo?

Asqueado, avanza por el corredor del edificio; un túnel abovedado, a cuyos costados se abren rectán­gulos enrejados de ascensores y puertas que vomitan hedores de aguas servidas y polvos de arroz.

En el umbral de un departamento, una prostituta negruzca, con los brazos desnudos y un batán a rayas rojas y blancas, adormece a una criatura. Otra more­na, excepcionalmente gorda, con chancletas de made­ra, rechupa una naranja, y Erdosain se detiene frente a la puerta del ascensor, sucio como una cocina, del que salen un albañil, con un balde cargado de portland, y un jorobadito con una cesta cargada de sifones y botellas vacías.

Los departamentos están separados por tabiques de chapas de hierro. En los ventanillos de las cocinas fronteras, tendidas hacia los patios, se ven cuerdas arqueadas bajo el peso de ropas húmedas. Delante de todas las puertas, regueros de ceniza y cáscaras de banana. De los interiores escapan injurias, risas ahogadas, canciones mujeriles y broncas de hombres.

Erdosain cavila un instante antes de llamar. ¿Có­mo diablos se le ha ocurrido irse a vivir a esa letrina, a la misma pieza que antes ocupaba Barsut?

Detenido junto al vano de la escalera y mirando un patizuelo en la profundidad, se preguntó qué era lo que buscaba en aquella casa terrible, sin sol, sin luz, sin aire, silenciosa al amanecer y retumbante de rui­dos de hembras en la noche. Al atardecer, hombres de jetas empolvadas y brazos blancos tomaban mate, sentados en sillitas bajas, en el centro de los patios.

La escalera en caracol descendía más sucia que un muladar. Entonces abrió la puerta cancel del depar­tamento y entró. No bien se encontró en el patio tuvo el presentimiento de que Hipólita no estaba allí; se dirigió a su cuarto y nadie salió a su encuentro. Sin necesidad de que le dijeran nada, comprendió que la Coja no volvería más. Se tapó la cara con la palma de las manos, permaneció así un breve espacio de tiempo y luego se tiró encima de la cama.

Cerró los ojos. Tinieblas blancuzcas se inmoviliza­ban frente a sus párpados, y el reposo que recibía de la cama en su cuerpo horizontal circulaba como una inyección de morfina por sus venas. Trató de recibir dolor pensando en su esposa. Fue inútil. Una imagen desteñida tocó, con tres puntos de relieve, su sensibi­lidad relajada. Ojos, nariz y mentón.

Era lo único que sobrevivía de su esposa. Volcó en­tonces su recuerdo hacia el cuerpo de ella; cerró los ojos y apenas entrevió a un fantasma gris vis­tiéndose frente al espejo, pero repugnado abandonó la imagen. Era demasiado tarde. Ninguna fotografía de la existencia de ella podía erizar sus nervios agotados. En una especie de diario, en el que Erdosain anotaba sus sinsabores ―y que el cronista de esta historia utili­za frecuentemente en lo que se refiere a la vida inte­rior del personaje― encontró anotado:

“Es como si en el interior de uno el calco de una persona estuviera fijado en una materia semejante al yeso, que con el roce pierde el relieve. Yo había repasado muchas veces esa vida querida, para que pu­diera mantenerse íntegra en mí, y ella, que al comien­zo estaba en mi espíritu estampada con sus uñas y sus cabellos, sus miembros y sus senos, fue despacio mutilándose”.

En realidad, Elsa era para Erdosain lo que aquellas fotografías amarilleadas por el tiempo y que nada, absolutamente nada, nos dicen del original, del que son la exacta reproducción.

Entonces Erdosain trató de recordarlo a Barsut, y un bostezo de fastidio le dilató las quijadas. No le in­teresaban los muertos. Sin embargo, entre destellos solares, sobre una curva de riel, se desprendió por un instante de la superficie de su espíritu la ovalada carita pálida de la jovencita de ojos verdosos y rulos negros arrollados a la garganta por el viento y pensó:

“Estoy monstruosamente solo. ¿A qué grado de insensibilidad he llegado para tener el alma tan vacía de remordimientos?”. Y dijo, en voz tan baja que la habitación se llenó de un sordo cuchicheo de caracol marino:

—No me importa nada. Dios se aburre igual que el Diablo.

Le causó alegría el pensamiento: Dios se aburre igual que el Diablo. El uno arriba y el otro abajo, bos­tezan lúgubremente de la misma manera. Erdosain, estirado en la cama, con las manos en asa bajo la nuca, entreabrió ligeramente los ojos, sin dejar de sonreír infantilmente. Estaba contento de su ocurren­cia. Mirando un vértice del cielo raso, frunció el ceño. Luego vertiginosa, una chapa de amargura, per­pendicular a su corazón, le partió la alegría, hizo fuerza tangencialmente a sus costillas, y, como la proa que desplaza al océano, expulsó más allá de su nuca la pequeña felicidad, y entonces contempló tristemente el crepúsculo que entraba por los vidrios de la puerta.

Y sin darse cuenta que repetía las mismas palabras de Víctor Antía cuando recibió el balazo en el pecho frente al chalet de Emborg, Erdosain murmuró fie­ramente:

—Me han jodido. No seré nunca feliz. Y esa perra también se ha ido. ¡Qué ocurrencia la mía, hablarle a una prostituta, de la rosa de cobre!

Y apretó los dientes al recordar el semblante de la pecosa, cuyo cabello rojo, partido en dos bandos, le cubría la punta de las orejas.

Trato de engañarse a sí mismo y dijo:

—Bueno, me haré siete trajes.

Fue inútil que con esas palabras tratara de detener el desmoronamiento de su espíritu. —Y me compraré cincuenta corbatas y diez pares de zapatos, aunque hubiera sido mejor que la matara esa noche. Sí, debí matarla esa noche.

Y como el paquete de dinero le molestaba se puso a contarlo. Luego se dio cuenta de que no había tomado ni la precaución de cerrar la puerta.

Por allí entraba una cenicienta claridad crepuscu­lar, semejante a las luces del acuario en las que flotan con torpes buzoneos, peces cortos de vista. Erdosain, sentado a la orilla de la cama, apoyó la mejilla en la palma de la mano. Al levantar los párpados, detuvo los ojos en el cromo de un almanaque que lo seducía con su titánica policromía. Una ciclópea viga de acero doble T, suspendida de una cadena negra entre cielo y tierra. Atrás, un crepúsculo morado, caído en una profundidad de fá­bricas, entre obeliscos de chimeneas y angulares bra­zos de guinches. La vida nuevamente gime en Erdosain. A momentos entorna con somnolencia los ojos, se siente tan sensible que, como si se hubiera desdo­blado, percibe su cuerpo sentado, recortando la sole­dad del cuarto, cuyos rincones van oscureciendo grises tonos de agua.

Quiere pensar en la mañana del crimen y no puede. Cuando llegó, lo sorprendió a medias la desaparición de Hipólita. Ahora también Hipólita está alejada de su conciencia. Su percepción le sirve únicamente para comprender que las energías de su cuerpo se agota­ron hasta el punto de aplastarlo, con la mejilla tris­temente apoyada en una mano, en la funeraria sole­dad del cuarto. Hasta le parece haber salido fuera de sí mismo, ser el espía invisible que escudriña la an­gustia de aquel hombre allí derrotado, con los ojos perdidos en una gráfica mancha escarlata, hendida oblicuamente por una viga de acero suspendida entre cielo y tierra.

A momentos un suspiro ensancha su pecho. Vive si­multáneamente dos existencias: una, espectral, que se ha detenido a mirar con tristeza a un hombre aplastado por la desgracia, y después otra, la de sí mismo, en la que se siente explorador subterráneo, una espe­cie de buzo que con las manos extendidas va palpan­do temblorosamente la horrible profundidad en la que se encuentra sumergido.

El tictac del reloj suena muy distante. Erdosain cierra los ojos. Lo van aislando del mundo sucesivas envolturas perpendiculares de silencio, que caen fuera de él, una tras otra, con tenue roce de suspiro. Silen­cio y soledad. Él permanece allí dentro, petrificado. Sabe que aún no ha muerto, porque la osamenta de su pecho se levanta bajo la presión de la pena. Quiere pensar, ordenar sus ideas, recuperar su “yo”, y ello es imposible. Si se hubiera quedado paralítico no le sería más difícil mover un brazo que poner ahora en movimiento su espíritu. Ni siquiera percibe el latido de su corazón. Cuanto más, en el núcleo de aquella oscuridad que pesa sobre su frente distingue un agujerito abierto hacia los mástiles de un puerto distantísimo. Es única vereda de sol de una ciudad negra y distante, con graneros cilíndricos de cemento ar­mado, vitrinas de cristales gruesos, y, aunque quiere detenerse, no puede. Se desmorona vertiginosamente hacia una supercivilización espantosa: ciudades tre­mendas en cuyas terrazas cae el polvo de las estrellas, y en cuyos subsuelos triples redes de ferrocarriles subterráneos superpuestos arrastran una humanidad pálida hacia un infinito progreso de mecanismos inú­tiles.

Erdosain gime y se retuerce las manos. De cada grado que se compone el círculo del horizonte ―ahora él es el centro del mundo― le llega una certificación de su pequeñez infinita: molécula, átomo, electrón, y él ha­cia los trescientos sesenta grados de que se compone cada círculo del horizonte envía su llamado angus­tioso. ¿Qué alma le contestará? Se toma la frente quemante, y mira en redor. Luego cierra los ojos y en si­lencio repite su llamado, aguarda un instante esperan­do respuesta, y luego, desalentado, apoya la mejilla en la almohada. Está absolutamente solo, entre tres mil millones de hombres y en el corazón de una ciu­dad. Como si de pronto un declive creciente hubiera precipitado su alma hacia un abismo, piensa que no estaría más solo en la blanca llanura del polo. Como fuegos fatuos en la tempestad, tímidas voces con pa­labras iguales repiten el timbre de queja desde cada centímetro cúbico de su carne atormentada. ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse? Se levanta, y asomándose a la puerta del cuarto mira el patio entenebrecido, levanta la cabeza y más arriba, reptando los muros, descubre un paralelogramo de porcelana celeste engastado en el cemento sucio de los muros.

—Esta es la vida de la gente —se dice—. ¿Qué debe hacerse para terminar con semejante infierno?

Cada pregunta que se hace resuena simultáneamente en sus meninges; cada pensamiento se transforma en un dolor físico, como si la sensibilidad de su espíritu se hubiera contagiado a sus tejidos más profundos.

Erdosain escucha el estrépito de estos dolores reper­cutir en las falanges de sus dedos, en los muñones de sus brazos, en los nudos de sus músculos, en los tibios recovecos de sus intestinos; en cada oscuridad de su entraña estalla una burbuja de fuego fatuo que tem­blequea la espectral pregunta:

—¿Qué debe hacerse?

Se aprieta las sienes, se las prensa con los puños; está ubicado en el negro centro del mundo. Es el eje doliente y carnal de un dolor que tiene trescientos sesenta grados, y piensa:

—¿Es mejor acabar?

Lentamente retira el revólver del cajón de la mesa. El arma empavonada pesa en la palma de su mano. Erdosain examina el tambor, lo hace girar observando las cápsulas amarillas de bronce con los cárdenos fulminantes de cobre. Endereza el revólver y mira el cañón con el negro vacío interior. Erdosain apoya el tubo sobre su corazón y siente en la piel la presión circular del tejido de su ropa.

Bloques de oscuridad se desmoronan ante sus ojos. Se acuerda de Elsa, la distingue en aquel terrible cuarto empapelado de azul. De la superficie de la oscu­ridad se desprende su boca entreabierta para recibir los besos de otro. Erdosain quiere aullar su desespe­ración, quiere tapar esa boca con la palma de su mano para que los otros labios invisibles no la besen, araña la mesa despacio y continúa apretando el revólver so­bre su pecho.

Está gimiendo todo entero. No quiere morir, es nece­sario que sufra más, que se rompa más. Con la culata del revólver da un martillazo sobre la mesa, luego otro; una energía despiadada enarca sus brazos como si fueran los de un orangután que quiere apretar el tronco de un árbol. Y lentamente sobre el asiento se arquea, se acurruca, quiere achicarse, y como las gran­des fieras carniceras da un gran salto en el vacío, cae sobre la alfombra y despierta en cuclillas, sorpren­dido.

El suelo está cubierto de dinero; al golpear con la culata del revólver los paquetes de dinero, los billetes se han desparramado. Erdosain mira estúpidamente ese dinero, y su corazón permanece callado. Apretando los dientes se levanta, camina de un rincón a otro del cuarto. No le preocupa pisotear el dinero. Sus labios se tuercen en una mueca, camina despacio, de una pared a otra, como si estuviera encerrado en un jaulón. A instantes se detiene, respira despacio, mira con ex­trañeza la oscuridad que llena el cuarto, o se aprieta el corazón con las dos manos. Una fuerza se quiere escapar de él; en un momento apoya el antebrazo en la pared y sobre él la frente. En él respiran los pulmo­nes de su angustia. Aguza el oído para recoger voces distantes, pero nada llega hasta él; está solo y per­pendicular en la superficie de un infierno redondo. Nuevamente camina. Así como se forman las costras de óxido en las superficies de los hierros, así también lentamente se van formando imágenes en la superfi­cie de su alma. Erdosain trata de interpretar esos relieves borrosos de ideas, deseos tristes, llantos abor­tados; luego gira bruscamente sobre sí mismo y piensa:

—¿Es necesario que me salve? ¿Que nos salvemos todos?

Esta palabra, como la tempestad de Dios, arroja contra sus ojos visiones de caseríos poblados al rojo cobre, ventanucos en los que se recuadran rostros de condenados, mujeres arrodilladas junto a una cuna, puños que amenazan el cielo de Dios… y Er­dosain sacude la cabeza, semejante a un hombre que tuviera las sienes horadadas por una saeta. Es tan terrible todo lo que adivina, que abre la boca para sorber un gran trago de aire. Se sienta otra vez junto a la mesa… Ya no está en él, ni es él. Dirige en redor miradas oblicuas, piensa que es necesario descubrir la verdad, que aquél es el problema más urgente porque si no enloquecerá, y cuando ya retorna su pensamiento al crimen, su crimen no es crimen. Tra­ta de evocar el fantasma de Hipólita, pero una expe­riencia misteriosa parece decirle que Hipólita nunca estuvo allí, y siente tentaciones de gritar.

Luego su pensamiento se interrumpió. Tuvo la sen­sación de que alguien le estaba observando; levantó la cabeza con lentitud precavida, y en el umbral de la puerta observó detenida a doña Ignacia, la dueña de la pensión.

Más tarde, refiriéndose a dicha circunstancia, me decía Erdosain:

—Cuando vi aquella mujer allí, inmóvil, espiándo­me, experimenté una alegría enorme. No sabía lo que podía esperar de ella, pero el instinto me decía que ambos deseábamos recíprocamente utilizarnos.

Silenciosamente, entró doña Ignacia. Era una mu­jer alta, gruesa, de cara redonda y paperas. Su negro cabello anillado, y ojos muertos como los de un pez, unido a la prolongada caída del vértice de los labios, le daba un aspecto de mujer cruel y sucia. En torno del cuello llevaba una cinta de terciopelo negro. Unas zapatillas rotas desaparecían bajo el ruedo de su batón de cuadros negros y blancos, abultado extraor­dinariamente sobre los pechos. Soslayó el dinero, y pasando la lengua ávidamente por el borde de sus labios lustrosos dijo:

—Señor Erdosain…

Erdosain, sin cuidarse de guardar el dinero, se volvió.

—¡Ah!, ¿es usted?

—La señora que durmió aquí esta noche dijo que no la esperara.

—¿Cuándo se fue?

—Esta tarde. Hará tres horas.

—Está bien.

Y volviendo la cabeza continuó con­tando el dinero. Doña Ignacia, hipnotizada por el espectáculo, quedóse allí, inmóvil. Se había cruzado de brazos, se humedecía los labios ávidamente.

—¡Jesús y María! Señor Erdosain, ¿ha ganado la grande?

—No, señora…, es que he hecho un invento.

Y antes de que la menestrala tuviera tiempo de asombrarse, él, que si minutos antes le preguntaran el origen de ese dinero no hubiera sabido qué contes­tar, sacó del bolsillo la rosa de cobre y, mostrándo­sela a la mujer, dijo:

—¿Ve?… Esta era una rosa natural y mediante mi invento en pocas horas se convierte en una flor de metal. La Electric Company me ha comprado la patente de invención. Seré rico…

La menestrala examinó sorprendida la bermeja flor metálica. Hizo girar entre sus dedos el tallo de alam­bre y contempló extasiada los finos pétalos metali­zados.

—¡Pero es posible que usted…! ¡Quién iba a de­cir!… ¡Qué bonita flor! Pero, ¿cómo se le ocurrió esa idea?

—Hace mucho tiempo que estudio el invento. Yo soy inventor, así como usted me ve. Posiblemente nadie me supere en genio en este país. Estoy predes­tinado a ser inventor, señora. Y algún día, cuando yo me haya muerto, la vendrán a ver a usted y le dirán: “Pero, díganos, señora, ¿cómo era ese mozo?”. No le extrañe a usted que salga pronto mi retrato en los diarios. Pero siéntese, señora. Estoy muy contento.

—¡Bendito sea Dios! ¡Como para no estarlo! Ya me decía el corazón cuando lo vi a usted la primera vez que usted era un hombre raro.

—Y si supiera usted los inventos que estudio aho­ra, se caería de espaldas. Esta plata que tengo aquí no es toda, sino una parte que me han dado a cuen­ta… Cuando la rosa de cobre se venda en Buenos Aires me pagarán cinco mil pesos más. La Electric Company, señora. Esos norteamericanos son plata en mano… Pero, hablando de todo un poco, señora, ¿qué le parece si me casara ahora que tengo dinero?… Yo, señora, necesito una mujercita joven… briosa… Estoy harto de dormir solo. ¿Qué le pa­rece?

Se expresaba así, con deliberada grosería, experi­mentando un placer agudo, rayano en el paroxismo. Más tarde, el comentador de estas vidas supuso que la actitud de Erdosain provenía del deseo incons­ciente de vengarse de todo lo que antes había sufrido.

Los ojillos de la mujer se agrisaron en destellos de podredumbre. Giró lentamente la cabeza hacia Erdo­sain y espiándolo entre la repugnante hendidura de sus párpados murmuró, con tono de devota que rehuye las licencias del siglo:

—No se precipite, Erdosain. Vea que en esta ciu­dad las niñas están muy despiertas. Vaya a provin­cias. Allí encontrará jovencitas recatadas, todo res­peto, buen orden… abolengo…

—El abolengo se me da un pepino. Lo que hay es que he pensado en su hija, señora.

—¡No diga, Erdosain!

—Sí, señora… Me gusta… Me gusta mucho… Es jovencita…

—Pero demasiado joven para casarse. ¡Si recién tiene catorce años!…

—La mejor edad, señora… Además, María necesita casarse, porque ya la he encontrado el otro día en el zaguán, con la mano en la bragueta de un hombre.

—¿Qué dice?

—Yo no le doy mayor importancia, porque en al­gún lado siempre se tienen las manos… No negará que soy comprensivo, señora…

Con aspaviento de desmayo, reiteró la morcona:

—¡Es posible, señor Erdosain!… ¡Mi hija con las manos en la bragueta de un hombre.. Nosotros so­mos de abolengo, Erdosain… De la aristocracia tucumana… No es posible… ¡Usted se ha confundido! ―dijo, y artificialmente anonadada comenzó a pasearse en el cuarto, al tiempo que juntaba las manos sobre el pecho en actitud de rezo.

Erdosain la con­templaba inmensamente divertido. Se mordió los la­bios para no lanzar una carcajada. Innumerables obs­cenidades se amontonaban en su imaginación. Arguyó implacable:

—Porque usted comprenderá, señora, que la bra­gueta de un hombre no es el lugar más adecuado para las manos de una jovencita…

—No me estremezca…

Erdosain continuó implacable:

—Y la niña que es sorprendida con las manos en la bragueta de un hombre, da que pensar mal de su honestidad. ¿No le parece, señora?… ¿Puede alegar que ha ido a buscar allí rosas o jazmines? No, no puede.

—¡Dios mío!… ¡A mi edad pasar estas vergüen­zas!…

—Cálmese, señora…

—No puedo concebir eso, Erdosain, no puedo. Vir­gen, yo me casé virgen, Erdosain.

Grave como un bufón, Erdosain replicó:

—Nada impide que ella lo sea… Dios mío… Yo no sé hasta ahora que ninguna mujer haya perdido su virginidad por solamente poner las manos en las partes pudendas de un hombre.

—Y al hogar de mi esposo llevé mi abolengo y mi recato. Yo soy de la crema tucumana, Erdosain… Mis padrinos de boda fueron el diputado Néstor y el ministro Vallejo. Tanta era mi inocencia, que mi legítimo esposo, que en paz descanse, me llamaba la Virgencita. Yo era de fortuna, Erdosain. No confun­da porque nos ve en esta situación. La muerte de un hijo nos dejó en la indigencia. Yo decía, y esta lengua no fue manchada nunca por una mentira, yo decía: “El hospital es para los pobres. No hay que quitarles a los pobres el sitio”. Y mi hijo fue a un sanatorio particular.

Erdosain la interrumpió:

—Pero, señora, ¿qué tiene que ver todo eso con la virginidad de su nena?

—Espéreme.

Tres minutos después entraba doña Ignacia con la niña en la habitación.

Era ésta una criatura ligeramente bizca, precoz­mente desarrollada. Erdosain la examinó como a una jaca, en tanto que la mujer revolvía con furor pirotécnico a la bizca:

—Pero, decime, ¿cómo has podido renegar vos de tu abolengo?

—Señora, el abolengo no tiene nada que ver con la virginidad… Observe usted que soy comprensivo…

La bizca contempló despavorida con un ojo a su madre y con el otro a Erdosain.

—No me atore, Erdosain, por amor de Dios.

Y otra vez, dirigiéndose a la muchacha, reiteró:

—¿Qué diría tu padre, que casi era abogado, qué diría tu padrino, el ministro, qué diría la sociedad de Tucumán si supieran que vos, mi hija, la hija de Ismael Pintos, andabas con las manos en la bra­gueta de un hombre?

Dejóse caer aspaventosa en una silla.

—Virgen, señor Erdosain, yo fui virgen al matri­monio, con mi virtud intacta, con mi abolengo lim­pio… Yo era pura inocencia, Erdosain… Yo era como un lirio de los valles, y en cambio, vos… vos sumergís la familia en la deshonra… en la ver­güenza…

La pelandusca se desvanecía en el éxtasis que le proporcionaba el recuerdo de su himen intacto. Jamás se divirtió tanto Remo como entonces. En la semioscuridad sonreía, disuelta su amargura en un rego­cijo estupendo. Aquella escena no podía ser más gro­tesca. Él, un hombre de cavilación, discutiendo con una repugnante rufiana la hipotética virginidad de una muchacha que no le importaba ni poco ni mucho. Arguyó serio:

—Lo grave es que en esas trapisondas braguetiles las chicas pierden a veces su virginidad, y ¿qué hom­bre carga con una niña, por decente que sea, que tiene menoscabada la vagina?… Ninguno.

Clamorosa ensartó la menestrala, entornando la podredumbre de sus ojuelos:

—Virgen, señor Erdosain… Yo fui virgen, con mi virtud intacta, al lecho nupcial…

—Así da gusto, señora. Lo lamentable es que su hija no pueda quizá decir lo mismo… La bizca, que permanecía con la cabeza inclinada, estalló llorosa:

—Yo también soy virgen, mamita… Yo también…

Enternecida, se irguió la morcona:

—¿No mentís, mi hijita?

—No, mamá; soy virgen… Era la primera vez que ponía la mano ahí…

—Si es la primera vez, no vale —epilogó serio Erdosain, agregando luego—. Además, no hay por qué afli­girse. En alguna parte tienen que aprender las chicas lo que harán cuando casadas.

La escena era francamente repugnante, pero él no parecía darse cuenta de ello.

La menestrala, enjundiosa la voz y una mano en el pecho, dijo lentamente:

—Señor Erdosain, los Pintos no mienten jamás. Sal­go en garantía de la virginidad de esta inocente como si fuera la mía.

Erdosain se rascó concienzudamente la punta de la nariz y dijo:

—Castísima señora Ignacia: le creo, porque la garantía es de encargo.

Enjugó sus lágrimas la mozuela, y Erdosain, mirándola, agregó:

—Che, María, quiero casarme con vos. Ahora tengo plata. ¿Ves toda esa plata?… Te podés comprar lindos vestidos… perlas…

Intervino vertiginosamente doña Ignacia:

—¡Cómo no va a querer casarse, y con un caballero de respeto como usted!

Los mortecinos ojos de la menor se iluminaron fulvamente.

—¿Qué te parece?… ¿Querés casarte?…

—Y… que lo diga mamá.

—Muy bien… Yo te autorizo para que tengás relaciones con el señor Erdosain y… ¡cuidadito con faltarle!

—¿Estás conforme, María?

La criatura sonrió libidinosamente y tartamudeó un “sí” de encargo.

Erdosain tomó trescientos pesos de la cama.

—Tomá, para que te vistas.

—¡Señor Erdosain!…

—No se hable más, doña Ignacia… ¿Usted no necesita nada?… Sin vergüenza, señora…

—Si me atreviera… Tengo un vencimiento de doscientos pesos… Se lo pagaría a fin de mes…

—¡Cómo no!, mamá, sírvase… ¿No necesita más nada?…

—Por ahora no… Más adelante…

—Con confianza, mamá… La voy a llamar mamá, si usted me permite…

—Sí, hijo… Pero, ¿qué hacés vos?… Dale un beso a tu novio, criatura —exclamó la morcona apretando los billetes contra su pecho al tiempo que empujaba la menor hacia los brazos del cínico.

Tímidamente avanzó María, y Erdosain, tomándola por la cintura, la hizo sentar sobre su pierna. Entonces la madre sonrió convulsivamente y, antes de salir de la habitación, recomendó:

—Se la confío, Erdosain.

—No se vaya, señora… mamá, quería decirle.

—¿Quería algo?

—Siéntese. Si supiera qué contento estoy de haber dado este paso… —le hizo lado en la cama a la Bizca, diciéndole—. Sentate aquí a mi lado —y prosiguió—. Este es un gran día para mí. Por fin he encontrado un hogar… una madre.

—¿Usted no tiene madre, señor Erdosain?

—No… , murió cuando era muy chico…

—Ah… una madre… una madre —suspiró la rufiana— El hombre es inútil, yo lo digo siempre. Para ser algo en la vida debe acompañarse de una mujercita buena y que lo ayude.

—Es lo que yo pienso…

—Por eso, y no porque mi nena esté aquí presente…

—Mamá…

—Lo que nosotros debemos hacer —insinuó Erdosain— es buscarnos una casa cerca del río. Si usted supiera cómo me gustaría vivir frente al río. Trabajaría en mis inventos…

Tímidamente golpearon con los nudillos de los dedos en la puerta, y apareció la criada, una mujer ocre y renga. La criada sonrió puerilmente y anunció:

—Lo busca un señor “Janer”.

—Que pase.

Las tres mujeres se retiraron.

Enfático, husmeando tapujos, entró el Rufián Melancólico. Le alargó la mano a Erdosain y dijo:

—Estaba aburrido… por eso vine a verlo.