Los lanzallamas: 02

Los lanzallamas de Roberto Arlt

El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta mur­murando:

—Sí… pero Lenin sabía adónde iba.

Involuntariamente se detuvo frente a la mancha verde del limonero en flor. Blancas nubes triangulares recortaban la perpendicular azul del cielo. Un remo­lino de insectos negros se combaba junto a la enre­dadera de la glorieta.

Con la punta de su grosero botín el Astrólogo rayó pensativamente la tierra. Mantenía sumergidas las manos en su blusón gris de carpintero, y la frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de cavilación.

Inexpresivamente levantó la vista hasta las nubes. Remurmuró:

—El diablo sabe adónde vamos. Lenin sí que sabía…

Sonó el cencerro que, suspendido de un elástico, servía de llamador en la puerta. El Astrólogo se enca­minó a la entrada. Recortada por las tablas de la portezuela, distinguió la silueta de una mujer pelirroja. Se envolvía en un tapado color viruta de madera. El Astrólogo recordó lo que Erdosain le contara referente a la Coja en días anteriores, y avanzó adusto.

Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo exa­minó sonriendo. “Sin embargo, sus ojos no sonríen”, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el can­dado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó:

—Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo?

“Erdosain ha hecho una imprudencia”, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió:

—Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar… —efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero—. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien…

El Astrólogo sin mostrarse sorprendido la miró tranquilamente. Soliloquió: “Quiere hacerse la cínica y la desenvuelta para dominar”.

Hipólita continuó:

—Muy bien… muy bien… A usted le sorprenderá mi visita, ¿no?

El Astrólogo, embutido en su blusón, no le contestó una palabra. Hipólita, desentendiéndose de él, examinó de una ojeada la casa chata, la rueda del molino, coja de una paleta, y los cristales de la mampara. Terminó por exclamar:

—¡Qué notable! ¿Quién le ha torcido la cola al gallo de la veleta? El viento no puede ser… —bajó inmediatamente el tono de voz y preguntó—. ¿Erdosain?

“No me equivoqué”, pensó el Astrólogo. “Es la Coja”.

—¿Así que usted es amiga de Erdosain? ¿La esposa de Ergueta? Erdosain no está. Hará diez minutos que salió. Es realmente un milagro que no se hayan en­contrado.

—También usted a qué barrios viene a mudarse. La quinta me gusta. No puedo decir que no me guste. ¿Tiene mujeres, aquí?

El Astrólogo no quitó las manos de los bolsillos de su blusón. Engallada la cabeza, escuchaba a Hipólita, escrutándola con un guiño que le entrecerraba los párpados, como si filtrara a través de sus ojos las posibles intenciones de su visitante.

—¿Así que usted es amiga de Erdosain?

—Va la tercera vez que me lo pregunta. Sí, soy amiga de Erdosain… pero, ¡Dios mío!, qué hombre desa­tento es usted. Hace tres horas que estoy parada, ha­blando, y todavía no me ha dicho: “Pase, ésta es su casa, tome asiento, sírvase una copita de coñac, quítese el sombrero”.

El Astrólogo cerró un párpado. En su rostro rom­boidal quedó abierto un ojo burlón. No le irritaba la extraña volubilidad de Hipólita. Comprendía que ella pretendía dominarlo. Además, hubiera jurado que en el bolsillo del tapado de la mujer ese relieve cilíndrico, como el de un carretel de hilo, era el tambor de un revólver. Replicó agriamente.

—¿Y por qué diablos yo la voy a hacer pasar a mi casa? ¿Quién es usted? Además, mi coñac lo reservo para los amigos, no para los desconocidos.

Hipólita se llevó la mano al bolsillo de su tapado. “Allí tiene el revólver”, pensó el Astrólogo. E insistió:

—Si usted fuera amiga mía… o una persona que me interesara…

—Por ejemplo, como Barsut, ¿no?

—Exactamente; si usted fuera una persona conocida como Barsut, la hacía pasar, y no sólo le ofrecía co­ñac, sino también algo más… Además, es ridículo que usted me esté hablando con la mano sobre el cabo de un revólver. Aquí no hay operadores cinematográ­ficos, y ni usted ni yo representamos ningún drama.

—¿Sabe que es un cínico usted?

—Y usted una, charlatana. ¿Se puede saber lo que quiere?

Bajo la visera del sombrero verde, el rostro de Hipólita, bañado por el resplandor solar, apareció más fino y enérgico que una mascarilla de cobre. Sus ojos examinaban irónicamente el rostro romboidal del Astrólogo, aunque se sentía dominada por él.

Aquel hombre no “era tan fácil” como supusiera en un principio. Y la mirada de él fija, burlona, duramen­te inmóvil sobre sus ojos, le revisaba las intenciones, “pero con indiferencia”. El Astrólogo, sentándose a la orilla de un cantero, dijo:

—Si quiere acompañarme…

Apartando de las hierbas una rama seca, Hipólita se sentó. El Astrólogo continuó:

—Iba a decir que posiblemente, lo cual es un error… usted viene a extorsionarme, ¿no es así? Usted es la esposa de Ergueta. Necesita dinero y pensó en mí, como antes pensó en Erdosain y después pensa­rá en el diablo. Muy bien.

Hipólita se sintió sobrecogida por una pequeña ver­güenza. La sorprendían con las manos en la masa. El Astrólogo cortó una margarita silvestre y, despaciosa­mente, comenzó a desprender los pétalos, al tiempo que decía:

—Sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no… ya ve, hasta la margarita dice que no… —y sin apartar los ojos del pistilo amarillo, continuó—. Pensó en mí porque necesitaba dinero. ¡Eh! ¿no es así? —la miró a hurtadillas, y arrancando otra margarita, con­tinuó—. Todo en la vida es así.

Hipólita miraba encuriosada aquel rostro romboidal y cetrino, pensando al mismo tiempo: “Sin duda al­guna mis piernas están bien formadas”. En efecto, era curioso el contraste que ofrecían sus pantorrillas mo­deladas por medias grises, con la tierra negra y el verde borde del pasto. Una súbita simpatía le aproximó a Hipólita al alma, a la vida de ese hombre. Se dijo: “Este no es un ‘gil’, a pesar de sus ideas”, y con las uñas arrancó una escama negruzca del tronco de un árbol, cuya corteza parecía un blindaje de corcho agrietado.

—En realidad —continuó el Astrólogo—, nosotros so­mos camaradas. ¿No se ha fijado qué notable? Antes hablaba usted sola, ahora yo. Nos turnamos como en un coro de tragedia griega; pero como le iba dicien­do… somos camaradas. Si no me equivoco, usted antes de casarse ejerció voluntariamente la prostitución, y yo creo que voluntariamente soy un hombre antisocial. A mí me agradan mucho estas realidades… y el con­tacto con ladrones, macrós, asesinos, locos y prosti­tutas. No quiero decirle que toda esa gente tenga un sentido verdadero de la vida, no… están muy lejos de la verdad, pero me encanta de ellos el salvaje impulso inicial que los lanzó a la aventura.

Hipólita, con las cejas enarcadas, lo escuchaba sin contestar. Atraía su atención el desacostumbrado espectáculo del tumulto vegetal de la quinta. Innumera­bles troncos bajos aparecían envueltos en una lluvia verde, que el sol chapaba de oro en sus flancos vueltos al poniente.

Vastas nubes inmovilizaban ensenadas de mármol. Un macizo de pinos curvados, con puntas dentadas como puñales javaneses, perforaba el quieto mar ce­rúleo. Más allá, algunos troncos sobrellevaban en su masa de pizarra gris, un oscuro planeta de ramajes emboscados. El Astrólogo continuó:

—Nosotros estamos sentados aquí entre los pastos, y en estos mismos momentos en todas las usinas del mundo se funden cañones y corazas, se arman “dread­naughts”3, millones de locomotoras maniobran en los rieles que rodean al planeta, no hay una cárcel en la que no se trabaje, existen millones de mujeres que en este mismo minuto preparan un guiso en la cocina, millones de hombres que jadean en la cama de un hos­pital, millones de criaturas que escriben sobre un cua­derno su lección. Y no le parece curioso este fenómeno. Tales trabajos: fundir cañones, guiar ferrocarriles, purgar penas carcelarias, preparar alimentos, gemir en un hospital, trazar letras con dificultad, todos estos trabajos se hacen sin ninguna esperanza, ninguna ilu­sión, ningún fin superior. ¿Qué le parece, amiga Hipólita? Piense que hay cientos de hombres que se mueven en este mismo minuto que le hablo, en derredor de las cadenas, que soportan un cañón candente… lo hacen con tanta indiferencia como si en vez de ser un cañón fuera un trozo de coraza para una fortaleza subterránea… —arrancó otra margarita, y desparra­mando los pétalos blancos continuó—. Ponga en fila a esos hombres con su martillo, a las mujeres con su cazuela, a los presidiarios con sus herramientas, a los enfermos con sus camas, a los niños con sus cuadernos; haga una fila que puede dar varias veces vuelta al planeta, imagínese usted recorriéndola, inspeccionándola, y llega al final de la fila preguntándose: ¿Se puede saber qué sentido tiene la vida?

—¿Por qué dice usted esto? ¿Qué tiene que ver con mi visita? —y los ojos de Hipólita chispearon malicio­samente.

El Astrólogo arrancó un puñado de hierba del lugar donde apoyaba la mano, se lo mostró a Hipólita, y dijo:

—Lo que estoy diciendo tiene un símil con este pasto. Lo otro son los hierbajos del alma. Los llevamos adentro… hay que arrancarlos para dárselos de co­rrer a las bestias que se nos acercan y envenenarles la vida. La gente indirectamente busca verdades. ¿Por qué no dárselas? Dígame, Hipólita, ¿usted ha viajado?

—He vivido en el campo un tiempo… con un aman­te.

—No… yo me refiero a si ha estado en Europa.

—No.

—Pues yo sí. He viajado, y de lujo. En vagones cons­truidos con chapas de acero esmaltadas de azul. En transatlánticos como palacios… —miró rápidamente de reojo a la mujer—. Y los construirán más lujosos aún. Barcos más fantásticos aún. Aviones más veloces. Vea, apretarán con un dedo un botón, y escucharán si­multáneamente las músicas de las tierras distantes y verán bajo el agua, y adentro de la tierra, y no por eso serán un ápice más felices de lo que son hoy… ¿Se da cuenta usted?

Hipólita asintió, presa de malestar. Todo aquello era innegable, pero, ¿con qué objeto le comunicaban tales verdades? No se entra con placer a un arenal ardiente. El Astrólogo se encogió de hombros:

—¡Hum!… ya sé que esto no es agradable. Da frío en las espaldas, ¿no?… ¡Oh! hace años que me lo digo. Cierro los ojos y dejo caer mi alma desde cual­quier ángulo. A veces como los periódicos. Mire el diario de hoy… —sacó una página de telegramas del bolsillo y leyó―. “En el Támesis se hundieron dos bar­cas. En Bello Horizonte se produjo un tiroteo entre dos facciones políticas. Se ejecutó en masa a los par­tidarios de Sacha Bakao. La ejecución se llevó a cabo atando a los reos a la boca de los cañones de una for­taleza en Kabul. Cerca de Mons, Bélgica, hubo una explosión de grisú en una mina. Frente a las costas de Lebú, Chile, se hundió un ballenero. En Franckfort, Kentucky, se entablarán demandas contra los perros que dañen al ganado. En Dakota se desplomó un puen­te. Hubo treinta víctimas. Al Capone y George Moran, bandidos de Chicago, han efectuado una alianza”. ¿Qué me dice usted? Todos los días así. Nuestro corazón no se emociona ya ante nada. Cuando un periódico aparece sin catástrofes sensacionales, nos encogemos de hombros, y lo tiramos a un rincón. ¿Qué me dice usted? Estamos en el año 1929.

Hipólita cerró los ojos pensando: “En verdad ¿qué puedo decirle a este hombre? Tiene razón, pero ¿aca­so yo tengo la culpa?”. Además, sentía frío en los pies.

—¿Qué le pasa que se ha quedado tan callada? ¿Entiende lo que le digo?

—Sí, lo entiendo, y pienso que cada uno tiene que conocer en la vida muchas tristezas. Lo notable es que cada tristeza es distinta de la otra, porque cada una de ellas se refiere a una alegría que no podemos tener. Usted me habla de catástrofes presentes, y yo me acuerdo de sufrimientos pasados; tengo la sensa­ción de que me arrancaron el alma con una tenaza, la pusieron sobre un yunque y descargaron tantos martillazos, hasta dejármela aplastada por completo.

El Astrólogo sonrió imperceptiblemente y repuso:

—Y el alma se queda a ras de tierra, como si tratara de escapar de un bombardeo invisible. Hipólita apretó los párpados. Sin poder explicarse el porqué, recuerda la época vivida con su amante en un pueblo de campo. El pueblo consistía en una calle recta. No tiene que hacer el más mínimo esfuerzo para distinguir la fachada del almacén, el hotel y la fonda; el almacén era de ramos generales. La tienda del turco, la carpintería, más allá un taller mecánico, cercos de corrales, vista al campo obstaculizada por unas tapias de ladrillos, galpones inmensos, gallinas picoteando restos de caseína frente a un tambo, un automóvil se detenía junto a la usina de gas pobre, una mujer con la cabeza cubierta con una toalla desaparecía detrás de un cerco. Ese era el campo. Las mujeres se valoraban allí por la hijuela heredada. Los hombres apeándose del Ford entraban al hotel. Ha­blaban de trigo y jugaban un partido al billar. Los criollos hambrientos no iban al hotel; ataban los ca­ballos escuálidos en los postes torcidos que había frente a la fonda, como a la orilla del mar.

El Astrólogo la examinaba en silencio. Comprende que Hipólita se ha desplomado en el pasado, atrapada por antiguas ligaduras de sufrimiento. Hipólita corre velozmente hacia una visión renovada: en el interior de ella se desenvuelve vertiginosamente la estación del ferrocarril, el desvío con un paragolpes en un terromontero verde; líneas de galpones de cinc resu­citan ante sus ojos, se abandona a esta evocación y una voz dulcísima murmura en ella, como si estuviera narrando su recuerdo: “El viento movía el letrero de una peluquería, y el sol reverberaba en los techos in­clinados y reventaba las tablas de todas las puertas. Cada rojiza puerta cerrada cubría un zaguán pintado imitación piedra, con mosaicos de tres colores. En cada una de esas casas, pintadas también imitación papel, había una sala con un piano y muebles cuida­dosamente enfundados”.

—¿Piensa todavía usted?

Hipólita lo envolvió en una de sus miradas rápidas, luego:

—No sé por qué. Cuando usted habló de aquellas ciudades distantes, me acordé del campo donde había vivido un tiempo, triste y sola. ¿Por qué motivo no puede uno sustraerse a ciertos recuerdos? Reveía todo como en una fotografía…

—¿Sufrió mucho usted allí?

—Sí… la vida de los demás me hacía sufrir.

—¿Por qué?

—Era una vida bestial la de esa gente. Vea… del campo me acuerdo el amanecer, las primeras horas después de almorzar y del anochecer. Son tres terri­bles momentos de ese campo nuestro, que tiene una línea de ferrocarril cruzándolo, hombres con bomba­chas parados frente a un almacén de ladrillos colora­dos y automóviles Ford haciendo línea a lo largo de la fachada de una Cooperativa.

El Astrólogo asiente con la cabeza, sonriendo de la precisión con que la muchacha roja evoca la llanura habitada por hombres codiciosos.

—Me acuerdo… en todas las partes y en todas las casas se hablaba de dinero. Ese campo era un pedazo de la provincia de Buenos Aires, pero… ¡qué impor­ta!, allí esos hombres y esas mujeres, hijos de italianos, de alemanes, de españoles, de rusos o de turcos, hablaban de dinero. Parecía que desde criaturas es­taban acostumbrados a oír hablar del dinero. Al juzgar los hombres y sus pasiones, todos sus sentimientos los controlaba una sed de dinero. Jamás hablaban de la pasión sin asociarla al dinero. Juzgaban los casamien­tos y los noviazgos por el número de hectáreas que sumaban tales casamientos, por los quintales de trigo que duplicaban esos matrimonios, y yo, perdida entre ellos, sentía que mi vida agonizaba precozmente, peor que cuando vivía en el más incierto de los presentes de la ciudad. ¡Oh!, y era inútil querer escaparse de la fatalidad del dinero.

Crepita el uik-uik de un pájaro invisible en lo ver­de. Una hormiga negra asciende por el zapato de Hipólita. El Astrólogo sonríe sin apartar los ojos del semblante de Hipólita y reflexiona.

—El dinero y la política es la única verdad para la gente de nuestro campo.

—Pero aquello ya era increíble. En la mesa, a la hora del té, cenando y después de cenar, hasta antes de acostarse, la palabra dinero venía a separar a las almas. Se hablaba del dinero a toda hora, en todo mi­nuto; el dinero estaba ligado a los actos más insignifi­cantes de la vida cotidiana; en el dinero pensaban las madres cuyos hijos deseaban que ellas se murieran de una vez para heredarlas, las muchachas antes de acep­tar un novio pensaban en el dinero, los hombres, antes de escoger una mujer investigaban su hijuela, y en este pueblo horroroso, con su calle larga, yo me moví un tiempo como hipnotizada por la angustia.

—Siga… es interesante.

—Hombres y mujeres me miraban como forastera, hombres y mujeres pensaban con piedad en mi su­puesto marido. ¿Por qué no se habría casado él con una muchacha de plata, o con la hija del habilitado de X y Cía., en vez de hacerlo con una mujer delgadita que no tenía dinero, sino pobreza?

El Astrólogo encendió un cigarrillo y observó encuriosado a Hipólita, mientras la llama del fósforo brillaba entre sus dedos.

—Es notable… ¿Nunca, nunca habló usted con otra persona de lo que me cuenta a mí?

—No, ¿por qué?

—He tenido la sensación de que usted estaba va­ciando una angustia vieja frente a mí. —El Astrólogo se puso de pie—. Vea, es mejor que se levante… si no se va a “enfriar”.

—Sí… tengo los pies escarchados.

Caminaba ahora entre tumultuosos macizos ennegre­cidos por el crepúsculo. A veces entre un cruce de ra­mas se escuchaba el rebullir de una nidada de pájaros. Hacia el nordeste, el cielo color de aceituna estaba rayado por inmensas sábanas de cobre. Hipólita apoyó una mano en el brazo del Astrólogo y dijo:

—¿Quiere creerme? Hace mucho tiempo que no miro el cielo del crepúsculo.

El Astrólogo dirigió una despreocupada mirada al horizonte y repuso:

—Los hombres han perdido la costumbre de mirar las estrellas. Incluso, si se examinan sus vidas, se llega a la conclusión de que viven de dos maneras: Unos falseando el conocimiento de la verdad y otros aplas­tando la verdad. El primer grupo está compuesto por artistas, intelectuales. El grupo de los que aplastan la verdad lo forman los comerciantes, industriales, militares y políticos. ¿Qué es la verdad?, me dirá us­ted. La Verdad es el Hombre. El Hombre con su cuer­po. Los intelectuales, despreciando el cuerpo, han di­cho: busquemos la verdad, y verdad la llaman a es­pecular sobre abstracciones. Se han escrito libros sobre todas las cosas. Incluso sobre la psicología del que mira volar un mosquito. No se ría, que es así.

Hipólita miraba con curiosidad los troncos de los eucaliptos moteados como la piel de un leopardo, y otros de los que se desprendían tiras cárdenas como pelambre de león. Pequeñas palmeras solitarias en­treabrían palmípedos conos verdes. Ramajes color de tabaco ponían en el aire sus brazos, de una tersa sol­tura, semejantes a la boa erecta en salto de ataque. Proyectaban en el suelo encrucijadas de sombra, que ella pisaba cuidadosamente. Cuando se movía el aire, las hojas voltejeaban obli­cuamente en su caída. El Astrólogo continuó:

—A su vez, comerciantes, militares, industriales y políticos aplastan la Verdad, es decir, el Cuerpo. En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: el hombre duerme ocho horas. Para respirar necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pu­drirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispen­sables tantos metros cuadrados de sol, y con ese criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo su­fre. No sé si usted se da cuenta de lo que es el cuer­po. Usted tiene un diente en la boca, pero ese diente no existe en realidad para usted. Usted sabe que tiene un diente, no por mirarlo; mirar no es comprender la existencia. Usted comprende que en su boca existe un diente porque el diente le proporciona dolor. Bue­no, los intelectuales esquivan este dolor del nervio del cuerpo, que la civilización ha puesto al descubierto. Los artistas dicen: este nervio no es la vida; la vida es un hermoso rostro, un bello crepúsculo, una inge­niosa frase. Pero de ningún modo se acercan al dolor.

A su vez, los ingenieros y los políticos dicen: para que el nervio no duela son necesarios tantos estrictos metros cuadrados de sol, y tantos gramos de menti­ras poéticas, de mentiras sociales, de narcóticos psi­cológicos, de mentiras noveladas, de esperanzas para dentro de un siglo… y el Cuerpo, el Hombre, la Ver­dad, sufren…, sufren, porque mediante el aburri­miento tienen la sensación de que existen como el diente podrido existe para nuestra sensibilidad cuan­do el aire toca el nervio.

»Para no sufrir habría que olvidarse del cuerpo; y el hombre se olvida del cuerpo cuando su espíritu vive intensamente; cuando su sensibilidad, trabajando fuer­temente, hace que vea en su cuerpo la verdad inferior que puede servir a la verdad superior. Aparentemente estaría en contradicción con lo que decía antes, pero no es así. Nuestra civilización se ha particularizado en hacer del cuerpo el fin, en vez del medio, y tanto lo han he­cho fin, que el hombre siente su cuerpo y el dolor de su cuerpo, que es el aburrimiento.

»El remedio que ofrecen los intelectuales, el Cono­cimiento, es estúpido. Si usted conociera ahora todos los secretos de la mecánica o de la ingeniería y de la química, no sería un adarme más feliz de lo que es ahora. Porque esas ciencias no son las verdades de nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo tiene otras verdades. Es en sí una verdad. Y la verdad, la verdad es el río que corre, la piedra que cae. El postulado de Newton… es la mentira. Aunque fuera verdad; ponga que el postulado de Newton es verdad. El postulado no es la piedra. Esa diferencia entre el objeto y la de­finición es la que hace inútil para nuestra vida las verdades o las mentiras de la ciencia. ¿Me comprende usted?

—Sí… lo comprendo perfectamente. Usted lo que quiere es ir hacia la revolución. Usted indirectamente me está diciendo: ¿quiere ayudarme a hacer la revo­lución? Y para evitar de entrar de lleno en materia, subdivide su tema…

El Astrólogo se echó a reír.

—Tiene usted razón. Es una gran mujer.

Hipólita levantó la mano hasta la mejilla del hom­bre y dijo:

—Quisiera ser suya. Súbitamente lo deseo mucho. ―El Astrólogo retrocedió―. Sería muy feliz de serle infiel a mi esposo.

Él la midió de una mirada y sonriendo fríamente le contestó:

—Es notable lo que le sugieren mis reflexiones.

—El deseo es mi verdad en este momento. Yo he comprendido perfectamente todo lo que ha dicho us­ted. Y mi entusiasmo por usted es deseo. Usted ha dicho la verdad. Mi cuerpo es mi verdad. ¿Por qué no regalárselo?

Una arruga terrible rayó la frente del Astrólogo. Durante un minuto Hipólita tuvo la sensación de que él la iba a estrangular; luego movió la cabeza, miró, a lo lejos, a una distancia que en la abombada claridad de sus pupilas debía ser infinita, y dijo secamente:

—Sí… su cuerpo en este momento es su verdad. Pero yo no la deseo a usted. Además, que no puedo poseer a ninguna mujer. Estoy castrado.

Entonces las palabras que ella le dijo a Erdosain esa noche nuevamente estallaron en su boca:

«Cómo, ¿vos también?… un gran dolor… Enton­ces somos iguales… Yo tampoco he sentido nada, nunca, junto a ningún hombre… y sos… el único hombre. ¡Qué vida!».

Calló, contemplando pensativa los elevadísimos aba­nicos de los eucaliptos. Abrían conos diamantinos, chapados de sol, sobre la combada cresta de la vege­tación menos alta, oscurecida por la sombra y más triste que una caverna marítima.

El Astrólogo inclinó la frente como toro que va a embestir una valla. Luego, mirando a la altura de los árboles, se rascó la cabeza, y dijo:

—En realidad yo, él, vos, todos nosotros, estamos al otro lado de la vida. Ladrones, locos, asesinos, prosti­tutas. Todos somos iguales. Yo, Erdosain, el Buscador de Oro, el Rufián Melancólico, Barsut, todos somos iguales. Conocemos las mismas verdades; es una ley: los hombres que sufren llegan a conocer idénticas ver­dades. Hasta pueden decirlas casi con las mismas pa­labras, como los que tienen una misma enfermedad físi­ca, pueden, sepan leer y escribir o no, describirla con las mismas palabras cuando ésta se manifiesta en deter­minado grado.

—Pero usted cree en algo… tiene algún dios.

—No sé… Hace un momento sentí que la dulzura de Cristo estaba en mí. Cuando usted se ofreció a mí tuve deseos de decirle: Y vendrá Jesús… —se echó a reír. Hipólita tuvo miedo, pero él la tranquilizó po­niéndole la mano en el hombro, al tiempo que decía—. Erdosain tiene razón cuando dice que los hombres se martirizan entre sí hasta el cansancio, si Jesús no vie­ne otra vez a nosotros.

—¡Cómo!… ¿Y usted, tan inteligente, cree en Erdosain?…

—Y además lo respeto mucho. Creo en la sensibilidad de Erdosain. Creo que Erdosain vive por muchos hom­bres simultáneamente. ¿Por qué no se dedica a que­rerlo usted?

Hipólita se echó a reír.

—No… me da la sensación de ser una pobre cosa a la que se puede manosear como se quiere…

El Astrólogo movió la cabeza.

—Está equivocada de medio a medio. Erdosain es un desdichado que goza con la humillación. No sé hasta qué punto todavía será capaz de descender, pero es capaz de todo…

—Usted sabe lo de la criatura en una plaza… —y se detuvo, temerosa de ser indiscreta.

Habían llegado casi al final de la quinta. Más allá de los alambrados se distinguían oquedades veladas por movedizas neblinas de aluminio. En un montículo, aislado, apareció un árbol cuya cúpula de tinta china estaba moteada de temblorosos hoces verdes, y el Astrólogo, girando sobre los talones y rascándose la ore­ja, murmuró:

—Sé todo. Posiblemente los santos cometieron pe­cados muchos más graves que aquellos que cometió Erdosain. Cuando un hombre que lleva el demonio en el cuerpo, busca a Dios mediante pecados terribles, así su remordimiento será más intenso y espantoso… pero hablando de otra cosa… ¿su esposo sigue en el Hospicio?

—Sí…

—¿Usted venía a extorsionarme, no?

—Sí…

—¿Y ahora qué piensa hacer?

—Nada, irme.

Dijo estas palabras con tristeza. Su voluntad estaba rota. Súbitamente la luz oscureció un grado, con más rápido descenso que el de un ae­roplano que se desploma en un poco de aire. El celes­te del cielo degradó en grisáceo de vidrio. Nubes ro­jas ennegrecieron aún más el escueto perfil de los álamos en la torcida del camino. Una claridad subma­rina se volcaba sobre las cosas. Hipólita tenía los pies helados, y aunque, cerca de aquel hombre, su misterio­sa castración interponía entre ella y él una distancia polar; era como si se hubieran encontrado caminan­do en dirección opuesta, en la curvada superficie del polo, y en el simple gesto de una mano hubiera con­sistido todo el saludo, en aquellas latitudes sin esperanza.

El Astrólogo, adivinando su pensamiento, dijo a mo­do de reflexión:

—Puse el pie sobre una claraboya, se rompieron los cristales, caí sobre el pasamano de una escalera…

Hipólita se tapó los oídos horrorizada.

—… y los testículos me estallaron como granadas…

Se rascó nerviosamente la garganta, chupó un ci­garro, y dijo:

—Amiga mía, esto no tiene nada de grave. En Ve­nezuela se cuelga a los comunistas de los testículos. Se les amarra por una soga y se les sube hasta el techo. Allá a ese tormento lo llaman tortol. Aquí a veces en nuestras cárceles, los interrogatorios se hacen a base de golpes en los testículos. Estuve moribundo… sé lo que es estar a la orilla misma de la muerte. De ma­nera que usted no debe avergonzarse de haberme ofre­cido la felicidad. Barsut me besó las manos cuando supo mi desgracia. Y lloraba de remordimiento. Bue­no, él tiene mucho que llorar todavía en la vida. Por eso se salvó. ¿Quiere verlo usted?

—¡Cómo! ¿No lo mataron?

—No. ¿Quiere que lo llame para presentárselo?

—No, le creo… le juro que le creo…

—Lo sé. También sé que el amor salvará a los hom­bres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia. El que habla de amor y respeto vendrá después. Nosotros conocemos el secreto, pero debe­mos proceder como sí lo ignoráramos. Y Él contempla­rá nuestra obra, y dirá: los que tal hicieron eran monstruos. Los que tal predicaron eran monstruos… pero Él no sabrá que nosotros quisimos condenarnos como monstruos, para que Él… pudiera hacer estallar sus verdades angélicas.

—¡Qué admirable es usted! Dígame… ¿Usted cree en la Astrología?

—No, son mentiras. ¡Ah! Fíjese que mientras con­versaba con usted se me ocurrió este proyecto: ofre­cerle cinco mil pesos por su silencio, hacerle firmar un recibo en el cual usted, Hipólita, reconocía haber recibido esa suma para no denunciar mi crimen, pre­sentarle luego a Barsut, con ese documento inofensi­vo para mí, pero peligrosísimo para usted, ya que con él yo podía hacerla a usted encarcelar, convertirla en mi esclava; mas usted me ha dado la sensación de que es mi amiga… Dígame, ¿quiere ayudarme?

Ella, que caminaba mirando el pasto, levantó la cabeza:

—¿Y usted creerá en mí?

—En los únicos que creo es en los que no tienen nada que perder ―habían llegado ahora frente a la gradinata guar­necida de palmeras. El Astrólogo dijo—. ¿Quiere entrar?

Hipólita subió la escalera. Cuando el Astrólogo en el cuarto oscuro encendió la luz, ella se quedó obser­vando encurioseada el armario antiguo, el mapa de Estados Unidos con las banderas clavadas en los te­rritorios donde dominaba el Ku Klux Klan, el sillón forrado de terciopelo verde, el escritorio cubierto de compases, las telarañas colgando del altísimo techo. El enmaderado del piso hacía mucho tiempo que no había sido encerado. El Astrólogo abrió el armario antiguo, extrajo de un estante una botella de ron y dos vasos, sirvió la bebida y dijo:

—Beba… es ron… ¿No le gusta el ron?… Yo lo bebo siempre. Me recuerda una canción que no sé de quién será, y que dice así:

Son trece los que quieren el cofre de aquel muerto.

Son trece, oh, viva el ron…

El diablo y la bebida hicieron todo el resto…

El diablo, oh, oh, viva el ron…

Hipólita lo observó recelosa. El rostro del Astrólogo se puso grave.

—A usted le parecerá extemporánea esta canción, ¿no es cierto? —preguntó—. Yo la aprendí escuchán­dola de un chico que la cantaba todo el día. Vivía en el altillo de una casa cuya medianera daba frente a mi cuarto. El chico cantaba todas las tardes, yo estaba convaleciente de la terrible desgracia… Una tarde no la cantó más el chico…; supe por un hombre que me traía la comida que la criatura se había suicidado por salir mal en los exámenes. Era un hijo de alemanes, y su padre un hombre severo. No he visto nunca el semblante de ese niño, pero no sé por qué me acuerdo casi todos los días de aquella pobre alma.

Impaciente, estalló Hipólita:

—Sí, nada más que recuerdos es la vida…

—Yo quiero que sea futuro. Futuro en campo verde, no en ciudad de ladrillo. Que todos los hombres ten­gan un rectángulo de campo verde, que adoren con alegría a un Dios creador del cielo y de la tierra… —cerró los ojos; Hipólita lo vio palidecer; luego se levantó, y llevando la mano al cinturón dijo con voz ronca—. Vea.

Se había desprendido bruscamente el pantalón. Hi­pólita, retrayendo el cuello entre los hombros, miró de soslayo el bajo vientre de aquel hombre: era una tremenda cicatriz roja. Él se cubrió con delicadeza y dijo:

—Pensé matarme; muchos monstruos trabajaron en mi cerebro días y noches; luego las tinieblas pasaron y entré en el camino que no tiene fin.

—Es inhumano —murmuró Hipólita.

—Sí, ya sé. Usted tiene la sensación de que ha en­trado en el infierno… Piense en la calle durante un minuto. Mire, aquí es campo; piense en las ciudades, kilómetros de fachadas de casas; la desafío a que usted se vaya de aquí sin prometerme que me ayudará. Cuando un hombre o una mujer comprenden que de­ben destinar su vida al cumplimiento de una nueva verdad, es inútil que traten de resistirse a ellos mis­mos. Solo hay que tener fuerzas para sacrificarse. ¿O usted cree que los santos pertenecen al pasado? No… no. Hay muchos santos ocultos hoy. Y quizá más grandes, más espirituales que los terribles santos antiguos. Aquellos esperaban un premio divino… y estos, ni en el cielo de Dios pueden creer.

—¿Y usted?

—Yo creo en un único deber: luchar para destruir esta sociedad implacable. El régimen capitalista en complicidad con los ateos ha convertido al hombre en un monstruo escéptico, verdugo de sus semejantes por el placer de un cigarro, de una comida o de un vaso de vino. Cobarde, astuto, mezquino, lascivo, escéptico, avaro y glotón, del hombre actual debemos esperar nada. Hay que dirigirse a las mujeres; crear células de mujeres con espíritu revolucionario; introducirse en los hogares, en los normales, en los liceos, en las ofi­cinas, en las academias y los talleres. Solo las mujeres pueden impulsarlos a estos cobardes a rebelarse.

—¿Y usted cree en la mujer?

—Creo.

—¿Firmemente?

—Creo.

—¿Y por qué?

—Porque ella es principio y fin de la verdad. Los in­telectuales la desprecian porque no se interesa por las divagaciones que ellos construyen para esquivar la Verdad… y es lógico… La verdad es el Cuerpo, y lo que ellos tratan no tiene nada que ver con el cuerpo que su vientre fabrica.

—Sí, pero hasta ahora no han hecho nada más que tener hijos.

—¿Y le parece poco? Mañana harán la revolución. Deje que empiecen a despertar. A ser individualidades.

Hipólita se levantó:

—Usted es el hombre más interesante que he conocido. No sé si volveré a verlo…

—Creo que usted volverá a verme. Y será entonces para decirme: “Sí, quiero ayudarlo…”

—Puede ser… no sé… Voy a pensar esta noche…

—¿Va a volver a la casa de Erdosain?

—No. Quiero estar sola y pensar. Necesito pensar… ―de pronto, Hipólita se echó a reír.

—¿De qué se ríe usted?

—Me río porque he tocado el revólver que traje para defenderme de usted.

—Realmente, hace bien en reírse. Bueno, ahora váyase y piense… ¡Ah! ¿No necesita dinero?

—¿Puede darme cien pesos?

—Cómo no.

—Bueno, entonces vamos saliendo. Acompáñeme hasta la puerta de esta quinta endiablada.

—Sí.

Al salir, el Astrólogo apagó la luz. Hipólita iba ligeramente encorvada. Murmuró:

—Estoy cansada.