Los ladrones de Londres/Capítulo XXXI

DE LA VIDA FELIZ QUE OLIVERIO LLEVA CON SUS AMIGOS.

COMO la enfermedad de Oliverio, había sido de un carácter sério, su convalecencia fué larga. Los dolores que le causaba su herida, unidos á una fiebre ardiente, que duró mas de un mes le habían aniquilado del todo. Penetrado de los cuidados que sus dos huéspedas le prodigaban, les manifestaba su gratitud con las lágrimas en los ojos y á menudo las decia, cuanto sentia la tardanza en restablecerse para hacer algo por ellos aunque no fuera sino para probarlas que sus bondades no eran estériles y que el pobre niño á quien ellas habían libertado de la miseria y tal vez de la muerte, estaba del todo entregado á su servicio.

Y sin embargo apesar de las bondades de la Señora Maylie y de Rosa, Oliverio estaba á menudo inquieto. Parecia esperimentar un remordimiento y era que pensaba en Mr. Brownlow y en aquella anciana señora que le habían tratado tan bien durante su enfermedad. Temia pasar por un ingrato á los ojos de sus generosos protectores y así no estuvo tranquilo hasta que Mr. Losberne le hubo prometido formalmente llevarlo á verlos luego que se hallaria en estado de soportar el viaje.

Oliverio se restableció al fin. En consecuencia una hermosa mañana partió con Mr. Losberne en la calesa de la Señora Maylie. Llegados al puente de Chertsey, se puso pálido y lanzó un grito penetrante.

—Vaya! ¿qué le da ahora á este muchacho? —esclamó el doctor con tono brusco como de ordinario —¿Qué ves? ¿Qué sientes? ¿Qué oyes? Ea! habla!

—Esa casa caballero! —dijo Oliverio.

—Y bien! ¿Qué? Parad cochero! Qué es lo que tiene de particular esa casa muchacho?

—Los ladrones! La casa en que me han conducido! —dijo en voz baja Oliverio.

Sin dar tiempo al cochero para bajar de su asiento el doctor logró (no sé como) salir de la calesa y corrió en derechura á la casucha, á cuya puerta llamó con golpes redoblados, como un rabioso.

—Voto á mil legiones de demonios! —prorrumpió un feo y raquítico jorobado, abriendo la puerta tan bruscamente que el doctor que acababa de dar su último punta-pié perdió el equilibrio y faltó poco, para que no cayera de todo lo largo en el pasadizo —¿Qué es lo que sucede?

—Lo que sucede? —esclamó el otro cojiéndole por el pescuezo, sin darle tiempo para decir Jesus —Lo que sucede! Se trata de un robo con escalamiento y fractura: He aquí lo que sucede!

—Entonces sucederá además un homicidio si no me soltais! —contestó el jorobado con frialdad —Lo entendeis?

—Sí; os entiendo! —replicó el doctor apretando á éste fuertemente —Dónde está... (Por vida... ahora se me escapa el nombre.) Dónde está ese ladron ese pillo de Sikes?

El raquítico jorobado miró al doctor con asombro é indignacion á la vez; y desprendiéndose con sagacidad de las manos de este último, se retiró al fondo de la casa profiriendo un Kirie... le... de juramentos horribles. Mr. Losberne le siguió hasta una salita obscura sin decir palabra. Miró en torno suyo con alguna inquietud; ningun mueble; ningun objeto animado ó inanimado, ni aun el sitio de los armarios: nada en fin respondia á la descripcion, que de ella había hecho Oliverio.

—Ea! —dijo el jorobadillo que había estudiado todos sus movimientos —Cuál es vuestra intencion al entrar de este modo en mi casa? Venís para robarme ó para asesinarme? Cuál de las dos cosas?

—Habeis visto alguna vez vos viejo vampiro á un ladron ó asesino bajar de un coche, para dar su golpe de mano? —preguntó el irracible doctor.

—Entónces que queréis? —esclamó el jorobado con acento furioso —Os invito á que salgais incontinenti si no quereis que os suceda una desgracia.

—Me iré cuando me dará la gana! —dijo Mr. Losberne echando una ojeada rápida á otra salita que lo mismo que la primera no tenia nada de semejante con la descripcion que Oliverio había hecho de ella —Amigo mio! Sabré volveros á encontrar uno de esos dias.

—Si hé! —dijo rechinando los dientes el horrendo jorobado. —Si alguna vez necesitais de mí, aquí me encontraréis. Hace veinte y cinco años que no he vivido solo en este sitio en tal estado para que vinierais vos á asustarme de este modo. Me la pagaréis! Estad seguro de ello.

Dichas estas palabras el feo y diminuto mónstruo dió un grito acre y se puso á bailar con un furor frenético.

—Esto es demasiado ridículo, —dijo el doctor para sí —Es necesario que el muchacho se haya engañado. Tomad esto!

Al mismo tiempo sacó de su faltriquera una moneda que arrojó al jorobado y volvió á la calesa. Este le siguió hasta la portezuela lanzando imprecaciones todo el camino y mientras Mr. Losberne hablaba al cochero lanzó sobre Oliverio una mirada tan furiosa que de noche como de dia el niño pensó en ella durante un mes entero. El jorobado continuó sus juramentos y sus imprecaciones hasta que el cochero hubo subido otra vez á su asiento; y cuando el coche estuvo ya lejos se le hubiera podido ver aun de cierta distancia patear de rábia y arrancarse los cabellos en un exceso de furor.

—Soy un asno! —dijo el doctor despues de un silencio dilatado —¿Lo sabias tu Oliverio?

—No Señor.

—Pues bien otra vez no lo olvides! Sí; soy un borrico! —continuó el doctor despues de un momento de reflecsion... Dado caso que aquella hubiera sido la misma casa y los mismos individuos ¿qué podia hacer solo? Y aun cuando hubiera dado recio no habria hecho mas que venderme á mí mismo divulgando la estratagema que he debido emplear para ahogar este asunto. Y con todo esto hubiera sido bien hecho! Me hundo siempre en algun pantano, obrando así, segun mi primer impulso y nunca saco de ello ningun bien.

El hecho es que este hombre escelente jamás en su vida había obrado de otro modo; y que lejos de hundirse en un pantano como decia, la naturaleza del impulso que seguia era tal que se había adquirido el respeto y la estimacion de todos los que le conocian.

Como Oliverio sabia el nombre de la calle en que habitaba Mr. Brownlow se dirijieron á ella en derechura, sin buscar y cuando la calesa dobló la esquina de esa calle, el corazon del niño palpitó con tanta fuerza que apenas podia respirar.

—Hijo mio! Dinos ahora que casa es esa? —preguntó Mr. Losberne al doblar una esquina.

—Allí! allí! Aquella! La casa blanca! —esclamó vivamente Oliverio sacando la cabeza por la portezuela del coche —Oh! pronto... pronto... os lo suplico! Siento que me moriré de alegria... Estoy todo tembloroso.

—Paciencia! Paciencia! —dijo el bueno del doctor dándole un golpecillo sobre la espalda... Los verás al momento y ellos estarán gozosos de verte sano y salvo.

—Oh! No lo dudo! —replicó Oliverio —Han sido tan buenos para conmigo! Si lo supierais caballero!

—El coche se paró: no era esta la casa. Avanzó algunos pasos y se paró otra vez. Lágrimas de contento se escaparon de los ojos del niño cuando miró á las ventanas... Ah! La casa blanca estaba desierta y un letrero con estas palabras «Para alquilar.» colgaba encima de la puerta.

—Llamad á la otra puerta cochero! —dijo el doctor pasando su brazo bajo el de Oliverio.

—Sabeis que se ha hecho de Mr. Bronwlow que habitaba la casa vecina? —preguntó á la criada que vino á abrir.

—No lo sé; —contestó ésta —pero voy á informarme.

Volvió al cabo de un momento y dijo que hacia cerca seis semanas que Mr. Brownlow había vendido su moviliario y que en seguida había partido para las Indias occidentales.

—Se ha llevado con él la ama de llaves? —preguntó Mr. Losberne despues de un momento de reflecsion.

—Sí caballero. —respondió la criada —Se ha llevado á su ama de llaves y á uno de sus amigos... Los tres han partido en el mismo dia.

—Ea! derecho á casa cochero! —dijo Mr. Losberne —y picad de recio á vuestros caballos hasta que estemos fuera de este maldito Lóndres.

—Y el librero señor? —dijo Oliverio —Sé donde habita... Vamos allá; os lo ruego...

—Pobre muchacho! —contestó el doctor. —Basta ya de desorientamiento por hoy. Si vamos á la habitacion del librero, no dudo que habrá muerto, ó que su casa ha sido incendiada, ó bien que se ha fugado.... No; derecho al domicilio. —Y conforme al primer impulso del doctor, se volvieron á casa.

Esta circunstancia con todo no produjo cambio alguno en la conducta, de las bienhechoras de Oliverio para con él. Pasó luego una quincena, y habiendo llegado la hermosa primavera se prepararon para dejar por algunos meses la casa de Chertsey. En consecuencia enviaron á casa su banquero la platería que había excitado tanto la codicia del judío y despues de haber dejado á Giles y otro criado en la casa para que cuidáran de ella durante su ausencia, las dos señoras partieron á su casa de campo situada á algunas leguas distante de allí llevándose con ellas á Oliverio.

La campiña en que se habían retirado era á la verdad encantadora y Oliverio poco acostumbrado á una mansion tan deliciosa, parecia empezar una nueva vida.

Cada mañana iba cerca la iglesia en casa un anciano de blancos cabellos quien le enseñaba á leer y á escribir, el cual lo hacia con tanto ahinco que Oliverio jamás podia hacer bastante para contentarlo. En seguida daba un paseo con sus bienhechoras; y si se sentaban para recrearse con la lectura, escuchaba con tanta atencion que la noche hubiera llegado sin notarlo. Luego era necesario prepararse para la leccion del dia siguiente encerrándose en un pequeño gabinete, que daba al jardin y estudiando hasta la tarde en que se daba un segundo paseo.

Todos los dias á las seis de la mañana estaba en pié recorriendo los campos y cojiendo flores de las que hacia ramilletes que ponia sobre la mesa á la hora del almuerzo. Traia tambien yerba murages para los pajáros de la Señorita Maylie y decoraba con ella las jaulas con un cuidado esquisito. Concluida esta faena siempre había alguna pequeña comision que desempeñar en el pueblo, algun acto de caridad que ejecutar de parte de las señoras. O bien se divertia cultivando en el jardin las plantas que el clérigo del villorrio, que era jardinero, le había enseñado á conocer y en medio de esa ocupacion llegaba la Señorita Rosa, quien jamás dejaba de elogiarle por todo lo que había hecho recompensándole siempre con una sonrisa graciosa.

Así transcurrieron tres meses: tres meses de felicidad para Oliverio, cuya vida hasta entonces no fuera mas que una cadena contínua de tristezas y de tormentos.