Los ladrones de Londres/Capítulo XXIII

SIGUEN LAS AVENTURAS DE OLIVERIO.

QUE quinientos millones de lobos os desgarren la gola! —murmuró Sikes rechinando los dientes —Si tuviera alguno de vosotros entre mis manos aullariais con mejor razon!

Y lanzando esta imprecacion con todo el furor de que era susceptible, se detuvo un momento para colocar al pobre herido sobre su rodilla y al propio tiempo volvió la cabeza para ver á que distancia estaba de los que le perseguian.

Esto era muy difícil en medio de la noche y de una espesa niebla; pero los gritos confusos de los hombres, el ladrido de los perros y el toque de rebato que retumbaban de todos lados le sirvieron de

ausilio para ello.

—Detente vil mandria! —gritó el bandido á Tobias Crachit que haciendo el mejor uso posible de sus piernas se le había adelantado ya mucho —Detente!

Tobias no se lo hizo repetir por la tercera vez. Poco cierto de estar fuera de tiro de la pistola de Sikes y muy seguro de que este no se hallaba de humor para bromear, se paró en seco.

—Ven á dar la mano al chico! —añadió Sikes con acento rabioso —De prisa!

Tobias hizo ademan de retroceder, no sin manifestar al propio tiempo con voz baja y ahogada por el miedo, la repugnancia estrema con que se sometia á la exijencia de su compinche.

—Mas aprisa voto á los infiernos! —murmuró este dejando el niño á la orilla de una acequia en la que no había agua —Guárdate de divertirte haciéndote el bobo conmigo!

En este momento el ruido creció y Sikes mirando de nuevo, vió entre la oscuridad que los hombres que le perseguian saltaban la cerca del campo en que estaba y que una trailla de perros se les adelantaba.

—Guillermo nos van á chamuscar! —esclamó Tobias —Deja al nene y enseñémosles los talones!

Dicho esto Crachit prefiriendo correr el albur de ser muerto por su camarada á la certeza de ser cojido por los enemigos, partió como el relámpago y corrió á toda pierna.

Sikes pateó de coraje, arrojó una rápida ojeada en torno suyo, estendió sobre Oliverio la esclavina que le había embozado al azar y corriendo á lo largo de la acequia, para desorientar á los que le perseguian estraviando su atencion del sitio en que estaba Oliverio, se paró á la esquina del zeto, descargó su pistola al aire y echó á correr.

—Ohé! Ohé! —gritó una voz trémula á lo lejos —Turco! Neptuno! Aquí! Aquí!

Los perros que iban acordes con sus amos pareciendo no tener maldito el gusto por la clase de diversion á que se entregaban, obedecieron de buena gana á la voz que los llamaba y tres hombres que durante este tiempo se habían adelantado algunos pasos en el prado, se detuvieron para tener consejo en comun.

—Mi dictámen, ó mejor dicho mi órden es, (dijo el mas gordo de los tres) que nos volvamos al momento á casa.

—Me conformo voluntariamente á todo lo que pueda dar gusto á Mr. Giles. —dijo otro mas pequeño y aun mas mofletudo que el primero, y que á un tiempo era muy pálido y muy cortés (como lo son ordinariamente las personas que tienen miedo.)

—No quisiera llevar la nota de impolítico señores dijo el tercero. (el mismo que había llamado á los perros.) Mr. Giles debe saber que...

—Ciertamente! —interrumpió el gordo mofletudo. —Y diga lo que diga Mr. Giles, no nos toca á nosotros contradecirle! No á fé mia; conozco mi posicion á Dios gracias, conozco mi posicion.

A decir verdad el pequeño mofletudo, parecia comprender su posicion y sabia muy bien, que de ningun modo era digna de envidia, pues que los dientes le castañeaban hablando.

—Teneis miedo Brittles? —dijo Mr. Giles.

—De seguro que no! —contestó el otro.

—Os digo que teneis miedo! replicó Giles.

—Esto no es verdad Señor Giles! —repuso Brittles.

—Mentís Brittles! —dijo á su vez Mr. Giles,

Los compañeros se detuvieron y se pusieron á deliberar. Sentian que el miedo les dominaba y se acusaban mútuamente de poltroneria; pero ninguno queria confesar lo que esperimentaba. Se miraron y de un comun acuerdo, sin decir palabra, corrieron á escape hácia la casa, hasta que Mr. Giles que era el mas pesado y que se había armado con una horquilla, hubo insistido en la necesidad de pararse.

—Es asombroso —dijo cuando se hubo justificado á sus ojos —todo lo que un hombre es capaz de hacer cuando tiene la cabeza caliente! Estoy seguro que hubiera cometido un asesinato si hubiese cojido á uno de esos ladrones!

Como los otros dos pensaban lo mismo y á su instancia se habían calmado de improviso, hicieron reflecsiones filosóficas sobre la causa de este cambio súbito en su carácter.

—Se bien la causa de esto! —dijo Mr. Giles —La cerca!

—No andais fuera de razon! —esclamó Brittles cojiendo la idea.

—Podeis estar seguros de que la cerca ha producido ese cambio en nosotros. —repuso Giles —He sentido marcharse todo mi valor mientras que trepaba en ella.

Por una de esas coincidencias estraordinarias, se encontró que los otros habían esperimentado la misma sensacion en el propio momento; de modo que no cupo duda de que era la cerca, sobre todo cuando hubieron recordado que fué en el acto de treparla cuando distinguieron á los ladrones.

El coloquio tenia lugar entre los dos hombres que habían sorprendido á los bandidos y un calderero ambulante que se había acostado bajo un cobertizo y que dispertado por el ruido se había juntado de concierto con sus dos perros al número de los perseguidores. Mr. Giles desempeñaba en la casa el doble empleo de despensero y mayordomo, y Brittles era un hombre de fatiga que entrado de muy jóven al servicio de la vieja señora se le trataba como un muchacho que promete mucho, á pesar de haber atravesado los treinta.

Animándose de este modo recíprocamente por sus palabras, si bien apretándose lo posible uno á otro, temblando de piés á cabeza y arrojando una mirada de espanto á su alrededor cada vez que un soplo de aire agitaba el follaje; nuestros tres hombres corrieron á buscar el farol que habían dejado al pié de un árbol temerosos de que su luz señalase á los ladrones la direccion que debian seguir y regresaron á la casa al galope. Estaban ya muy lejos, cuando todavía podian distinguirse sus sombras vacilantes proyectándose en la distancia y balancearse ligeramente como un vapor que se exhala de un terreno húmedo.

Un largo silencio reinó en el sitio en que los bandidos se separaron; pero al fin lo rompió un débil quejido de dolor. Este quejido era de Oliverio que en el propio instante volvió en sí. Su brazo izquierdo pendia con lasitud á su lado y el pañuelo que le envolvia estaba teñido de sangre. Era tanta su debilidad que solo con gran pena pudo incorporarse y despues que lo hubo logrado lanzó en torno suyo una mirada lánguida como para implorar socorro y sollozó amargamente. Transido de frio y agobiado de fatiga procuró levantarse; pero volvió á caer sobre el césped.

Vuelto del estado de amodorramiento en el que por tan largo tiempo había estado sumido, Oliverio sintió que un desfallecimiento mortal le llegaba hasta el corazon y comprendió que moriria irremisiblemente sino procuraba dominarlo; en consecuencia hizo un nuevo esfuerzo para ponerse en pié y procuró andar. De pronto vaciló como un hombre beodo, luego reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, avanzó maquinalmente, la cabeza caida sobre el pecho y las piernas doblándose bajo el peso de su cuerpo.

Entonces una multitud de ideas confusas y estravagantes vinieron á sitiar su espíritu. Le parecia estar aun entre Sikes y Crachit que se le disputaban; sus propias palabras resonaban en sus oidos y los esfuerzos que hizo para no caer habiendo aguzado su atencion, les dirijia la palabra como si estuvieran presentes.

En tal estado marchó cayendo y levantando, agarrándose como pudo y por instinto á los barrotes de las cercas y á través de los agujeros de los vallados, hasta que hubo alcanzado la carretera y entonces la lluvia empezó á caer con tanta violencia que le hizo salir de su delirio.

Miró á su alrededor y vió que á poca distancia había una casa á la que podria llegar. El estado lastimoso en que se encontraba escitaria sin duda la compasion. Y aun cuando así no fuera (pensaba en su interior) mas vale morir cerca de séres humanos que en medio de los campos! Se revistió de todo su valor y dirijió sus pasos vacilantes hácia la casa.

A medida que se acercaba á ella tuvo un presentimiento de que ya la había visto antes; con todo no recordaba de ningun modo los detalles; pero la forma y el conjunto no le eran desconocidos.

Esa pared de cercado! Sobre el césped, al otro lado en el jardin se había postrado de rodillas para implorar la piedad de los dos bandidos! Ciertamente era la misma casa que habían intentado robar!

Oliverio tuvo tal espanto al reconocer el sitio, que olvidando un momento el dolor que le causaba su herida no pensó mas que en huir. Huir! A penas podia sostenerse sobre sus piernas y á demás aunque hubiera podido gozar de todo el vigor y la ligereza que se tiene ordinariamente á su edad. ¿á dónde huir? Empujó la puerta del jardin que volvió sobre sus goznes, se arrastró sobre el césped, subió las gradas del peristilo... llamó débilmente á la puerta y abandonándole de pronto sus fuerzas, cayó contra una de las columnas del pórtico.

Fué el caso que en el propio momento Mr. Giles, Brittles y el calderero, despues de todas las fatigas y sustos de la noche, se restauraban en la cocina con una taza de thé y algunas golosinas. No porque entrára en las costumbres de Mr. Giles el sufrir una demasiado grande familiaridad de sus inferiores respecto á los cuales al contrario se portaba regularmente con una fiereza benévola que no podia menos de recordarles su superioridad sobre ellos en el mundo; pero los ladrones, los pistoletazos y el temor á la muerte, acortan las distancias y hacen á todos los hombres iguales. Asi pues Mr. Giles sentado ante el hogar los piés colocados sobre el guarda cenizas y el brazo izquierdo apoyado sobre la mesa, relataba minuciosamente todas las circunstancias del atentado, mientras que sus oyentes (y principalmente la camarera y la cocinera) escuchaban con el mas vivo interés.

—Decia pues que creí oir ruido. —prosiguió Giles —De pronto me dije á mi mismo: es una ilusion y me disponia á dormirme otra vez cuando oí de nuevo el mismo ruido; pero mas distintamente.

—Qué especie de ruido? —preguntó la cocinera.

—Como si dijéramos un ruido sordo —dijo Mr. Giles mirando á su alredor con aire espantado —como algo que cruje.

—O mas bien como una barra de hierro que se limara con una escofina de nuez moscada. —dijo Brittles.

—No digo que no. Así pudo ser cuando vos lo habeis oido; pero en el momento que yo quiero decir era un ruido como de algo que cruje —replicó Mr. Giles —Levanto mi cobertor (continuó repeliendo los manteles) me incorporo y aguzo el oido.

—Dios! —esclamaron simultáneamente la cocinera y la camarera arrimándose la una á la otra.

—Oigo el mismo ruido con mas claredad que nunca —prosigue Mr. Giles —y me digo en mis adentros: de seguro fuerzan una puerta ó una ventana. Qué hacer? Voy á llamar á Brittles é impedir que ese pobre muchacho sea asesinado en su cama; pues de seguro se deja cortar el gaznate de una á otra oreja sin apercibirse siquiera de ello.

Todas las miradas se volvieron hácia Brittles que, con la boca abierta fijó la suya sobre Giles con una espresion de terror.

—Vuelvo á bajar mi cobertor. —dijo este último fijando su vista en la cocinera y camarera —Salgo cautelosamente de mi lecho y ensarto...

—Señor Giles que hay aquí señoras! —dijo á media voz el calderero.

—Mis chinelas. —continuó Giles volviéndose hácia este apoyándose en esta palabra con enfasis (contento como estaba de haberla suplido á la palabra calzones que un hombre bien nacido, no pronuncia jamás ante personas del bello sexo.) Me apodero de la pistola cargada que todas las noches coloco bajo la almohada y me dirijo de puntillas al aposento de ese pobre Brittles. Brittles! —le digo dispertándole —No tengais miedo!

Mr. Giles juntando la accion á la palabra se había levantado de su silla y había ya dado dos ó tres pasos con los ojos cerrados, cuando estremeciéndose de repente, como tambien toda la compañia, volvió pronto á su sitio. La cocinera y la camarera arrojaron un grito penetrante.

—Han llamado! —dijo Giles tomando un aspecto del todo tranquilo. —Qué vaya á abrir alguno de vosotros!

Nadie se meneó.

—Paréceme muy estraño que llamen á esta hora. —dijo Monsieur Giles notando la palidez estrema que reinaba en todos los semblantes y viéndose él mismo presa de un terror poco comun. —Pero es necesario que alguno de vosotros vaya á abrir! Me ois?

Así hablando Mr. Giles miraba á Brittles; pero este jóven naturalmente modesto, no considerándose como alguno pensó con razon que la íntima de su superior no se dirijia en él y guardó silencio. Mr. Giles quiso hacer una llamada al calderero; pero éste se había dormido instantáneamente. En cuanto á las mugeres era inútil pensarlo siquiera.

—Si Brittles quisiera solo entreabrir la puerta ante testigos. —dijo Mr. Giles despues de un momento de silencio —Por mi parte yo seria uno.

—Y yo tambien. —dijo el calderero dispertándose con la misma rápidez que se había dormido.

Brittles se rindió á estas condiciones, y nuestros tres amigos despues de abiertos los postigos, algo tranquilizados al ver que era dia claro se dirijieron á la puerta de entrada precedidos de los perros y seguidos de las dos mugeres que no atreviéndose á quedarse solas en la cocina formaban la reta-guardia.

Una vez tomadas estas precauciones, Mr. Giles se apoderó del brazo del calderero á fin de impedirle que se escapara (segun dijo chanceándose) y dió la órden de abrir la puerta. Brittles obedeció, y nuestros individuos apretándose unos contra otros y mirando con ávida curiosidad cada uno por encima la espalda de su vecino no vieron otro objeto mas formidable que el pobre Oliverio que agobiado de fatiga y sobrecojido á la vista de tantas personas levantó los ojos con languidez é imploró con la vista su compasion.

—Un chicuelo! —esclamó Mr. Giles arrojando con brio al calderero hasta el fondo del vestíbulo —Qué es lo que tu quieres he? —Mira, mira Brittles! No ves?

Brittles que al abrir había procurado quedarse detrás de la puerta, no bien hubo visto á Oliverio cuando dió un gran grito. Mr. Giles cojiendo al niño por una pierna y por un brazo (afortunadamente aquel que no estaba roto) lo arrastró en el vestibulo y le tendió todo lo largo en el suelo.

—El es! —gritó Giles con toda sus fuerzas é inclinándose en el tramo de la escalera —Aquí tenemos á uno de los ladrones señora!

Las dos sirvientas subieron los escalones de cuatro en cuatro para llevar esta feliz noticia á sus amas y el calderero hizo todos los esfuerzos para volver Oliverio á la vida de miedo que no se muriera antes de ser ahorcado. En medio de todo este barullo se oyó la voz dulce de una muger que apaciguó el ruido en un instante.

—Giles! —murmuró la voz de lo alto de la escalera.

—Aquí estoy señorita! —contestó éste —Nada temais señorita! Estoy ileso.

—Silencio! —repuso la jóven —Espantais á mi tia mucho mas que los mismos ladrones. El pobre hombre está gravemente herido?

—Furiosamente señorita! —contestó Giles con un aire de complacencia y satisfaccion interior.

—Parece que se está muriendo señorita! —gritó Brittles de la misma manera que antes —No quereis verle señorita antes que...?

—Silencio amigo mio! No movais ruido! —dijo la señorita —Esperad un momento que yo hable á mi tia.

Con paso tan dulce como su voz, la jóven se alejó ligeramente y pronto volvió á dar la órden de trasportar el herido en el aposento de Mr. Giles con todo el cuidado posible. Al propio tiempo dijo á Brittles que ensillára el jaco y se dirijiera á Chertsey para llevar de allí á toda prisa un constable y un médico.

—No queréis verle antes señorita? —preguntó Giles con tanto orgullo como si Oliverio hubiese sido un pájaro de raro plumaje que hubiera cojido con la mayor destreza —No deseais únicamente entreverle?

—No, ahora por todo lo del mundo! —respondió la jóven —Pobre desgraciado! Oh Giles! Tratadle con bondad aunque no sea mas que por amor á mi!

La jóven se retiró despues de dichas estas palabras y el viejo criado levantó los ojos hácia ella con tanto orgullo y admiracion como si hubiera sido su propia hija: luego inclinándose sobre Oliverio le ayudó á levantarse y lo llevó á su aposento con todo el cuidado y solicitud de una muger.