Los judíos del prendimiento

Tradiciones peruanas - Quinta serie
Los judíos del prendimiento

de Ricardo Palma


En cierta casa de la calle de Gremios y clavado en la puerta principal para que lo leyesen los transeúntes, aparecía una mañana del año 1636 un pergamino, con letras como el puño, conteniendo esta redondilla:

«Que en lo que digo no miento
pongo por testigo a Dios:
esta casa es la de los
judíos del prendimiento».


Aquello era un pasquín en regla.

No se necesitaba más para poner en movimiento a la gente novelera y para que la Inquisición descolgara familiares que en la famosa calesita condujeran al dueño de la casa a la terrorífica cárcel del Santo Oficio.

Bastábales a sus señorías los inquisidores contra la herética pravedad saber que el jefe de la familia era portugués, para no dudar que fuese judaizante famoso y, por ende, merecedor del tostón.

Pocos meses antes, el 11 de agosto de 1635, la Inquisición había echado garra a más de cien portugueses, acusados de concurrir a la casa de Pilatos. Ya he contado en mis Anales de la Inquisición de Lima los pormenores del luto de fe celebrado el domingo 23 de enero de 1639, en que once portugueses, hombres todos de caudal, sirvieron de combustible a la hoguera.

El verdadero crimen de éstos y de los seis mil lusitanos avecindados a la sazón en el país y a quienes por mandato del monarca puso en aprietos la Inquisición, era haberse hecho, trabajando honradamente, grandes capitalistas. Achacábaseles también no sé qué tramas con Holanda para arrancar estos reinos del Perú al dominio español. Pretexto político y pretexto religioso. El que salvaba de una ratonera caía de bruces en la otra. No había escape: o judío o revolucionario, y venga la bolsa.

Eran los portugueses muy entendidos en el laboreo de minas, y así en el corregimiento de Huarochiri, como en los de Yauyos y Canta, las poseían valiosísimas.

Cuéntase por tradición de padres a hijos que frente a Nazca y de un terreno aurífero llamado Cerro Blanco sacaron gran cantidad de oro; lo que no nos maravilla, sabiendo que en el departamento de Ica abunda este metal, como lo revela el nombre de Villacurí (criadero de oro) que desde el tiempo de los incas se dio a una de sus pampas.

Consta también que cuando principió en Lima la persecución de los portugueses, éstos para impedir que algunas cargas de metal ya beneficiado, que les venían por la ruta de Ica, cayesen en poder de la Inquisición, dieron oportunamente orden de ocultarlas. Así se explica que en las pampas de Acarí, en el sitio llamado Poruma, haya un tesoro perdido en el océano de arena.

Al que esto escribe (cuando en 1855, a consecuencia del naufragio del vapor de guerra Rimac, anduvo perdido en ese inmenso desierto) lo refirieron en Chocavento varias consejas sobre el tesoro de Poruma, y sobre el que también escondieron los portugueses en la pampa de Hualluri, en el lugar que hasta hoy se llama mesa de Magallanes.

Hombre hubo que me contó con toda seriedad que, extraviado una noche en el desierto, encontró las barras de Poruma y con ellas varios zurrones conteniendo plata de cruz, de la cual guardó en sus bolsillos muchas monedas; pero que cuando más tarde, provisto de agua y víveres, volvió a aventurarse, le fue imposible encontrar el sitio. Es general creencia entre los naturales que el diablo es guardián de los tesoros ocultos, y que por eso han sido estériles las tentativas de cuantos en diversas épocas han andado por esas pampas buscando lo que otros escondieron.

Continuemos con la tradición.

El dueño de la casa de Gremios llamábase D. Antonio Balseyra Vasconcelos da Cota Pinheyro, natural de Zelorico do Bebado, marido de una doña Nicolasita, limeña, cándida de abarrajarse, y sobre cuyos candores tiene un escritor amigo mío largos apuntes, que yo no pongo en letras de molde por hacerle a él la forzosa de sacarlos a plaza.

No crean ustedes tampoco que el marido fuese muy avisado. Su candidez calzaba puntos mayúsculos, y era de las que reclaman más candelillas que el retablo de las ánimas.

La familia Balseyra era, en toda la extensión de la palabra, el prototipo de la tontería.

La circunstancia del pasquín, unida a la de que la Inquisición tuviera con ojo al margen todo apellido portugués, hizo que el vecindario se fijara en que los hijos de Antón Balseyras Vasconcelos y doña Nico no se llamaban como los demás muchachos del barrio con nombres manoseados en el calendario, sino algo revesados para esos tiempos, en que no se conocían los Alfredos y Abelardos ni las Deidamias y Eloísas.

El primogénito, que era el mismo pie de Judas, contaba diez años y se llamaba Ezebelión. A esa edad había ya roto a pedradas la cabeza a varios chicos de la vecindad.

Seguía a éste Noemí, avucastrito de ocho eneros mal contados.

Completaba la familia Melquisedec, trastuelo de cinco años, bizco, patizambo y jorobado; un verdadero diablito.

Cuando D. Antonio estuvo ya aclimatado en las mazmorras del Santo Oficio, empezaron los inquisidores a hurgarle la conciencia, y después de aplicarlo un cuarto de rueda, sacaron en limpio que los hijos del portugués no habían sido bautizados por el cura de la parroquia, sino por su mismo padre y a usanza de judíos.

Con la mitad de esto había más que suficiente pretexto para enviar un hombre al quemadero; mas Balseyra dio tales muestras de compunción, probando hasta la pared del frente que había pecado por tonto y no por judío, que el Santo Oficio, teniendo también en cuenta que la hacienda del reo era pobre bocado, lo sentenció a abjurar de levi y a salir por las calles de Lima en bestia de albarda, con sambenito, coroza, pregonero y espantamoscas.

Ítem, llevaron a los muchachos a la capilla de la Inquisición y se les cristianó en forma. A Ezebelión le pusieron por nombre Felipe, Melquisedec se convirtió en Tomás, y Noemí se transformó en Carmencita.

El prójimo que, por mal de sus pecados, caía bajo la férula del Tribunal de la fe, tenía tiempo para pudrirse en la prisión antes de ver terminada su causa. El proceso contra los portugueses duró más de tres años; algo menos, es cierto, de lo que hoy dura un pleitecillo en nuestros tribunales de justicia, donde al litigante, entre abogado, escribano, procurador y papel sellado, lo hacen pasar más torturas que los torniceros a un reo de Inquisición.

Al día siguiente de relajados Manuel Bautista Pérez y demás compañeros mártires, salió Balseyra da Cota Pinheyro con otros infelices penitenciados a público paseo en burro, con chilladores delante y zurradores detrás.

Ezebelión y Melquisedec, que tenían de necios tanto como de bellacos, se escaparon de la casa materna, curiosos de ver la figura que el malhadado autor de sus días haría montado en asno y con scelerata mitra en la cabeza.

Cuando concluyó la función regresaron los muchachos contentísimos a su casa, gritando:

-¡Señora madre, señora madre! ¡Qué buen mozo estaba señor padre vestido de obispo! ¡Lástima que su merced no lo haya visto!