Los jamones de la Madre de Dios

Tradiciones peruanas - Octava serie
Los jamones de la Madre de Dios

de Ricardo Palma


«¡Vaya un título para irreverente», díjome, leyendo por encima de mi hombro, mi mujer; y a fe que mi conjunta tendría razón de sobra, si no fuera frase popular entre los limeños viejos el decir, por supuesto, sin pizca de intención antirreligiosa, siempre que se trata de suscripción o colecta de monedas para alguna aventura o empresa de inverosímil resultado: «¡Si saldremos con los jamones de la Madre de Dios!»

Y como la frase tiene historia, casi contemporánea, ahí va sin muchos dingolondangos,


y el que haga aplicaciones
con su pan se las coma,


que yo me lavo las manos, como Pilatos.


La batalla de Zepita, dada al 35 de agosto de 1823, fue partida tablas, porque así españoles como peruanos se adjudicaron la victoria. Lo cierto es que si las tropas del general Santacruz quedaron dueñas del campo, las del general Valdés se retiraron en orden y como obedeciendo a un plan estratégico que les permitió, a los pocos días, tomar la ofensiva con tal vigor que, desmoralizadas las fuerzas patriotas, apenas pudo llegar Santacruz al puerto de Ilo con ochocientos infantes, que reembarcó en la fragata Monteagudo y goleta Carmen, y cerca de trescientos húsares de la legión peruana al mando de los comandantes Aramburu y Soulange. Estos trescientos hombres de caballería, con el coronel don José María de la Fuente y Mesía, marqués de San Miguel de Híjar, titulo creado por Felipe IV en 1646, se embarcaron en la fragata chilena Mackenna, que antes se llamó la Carlota de Bilbao.

Aunque la flotilla principió navegando con rumbo a Arica, donde calculaba Santacruz que debía ya encontrarse la división auxiliar que al mando del general Pinto nos enviaban de Chile, a poco surgieron a borde tales controversias, que para poner remate a ellas hubo que enderezar proa al Callao, cesando los buques de navegar en conserva.

Chiloe, con el brigadier don Antonio Quintanilla, permanecía fiel al rey de España, y acababa de expedirse por el tenaz brigadier patente de corso al capitán Mitchell, propietario del Puig, bergantín muy velero artillado con catorce cañones de a diez y ocho. El Puig cambió nombre por el de General Valdés.

La Mackenna tuvo malos vientos, y en alta mar fue, sin combate, capturada por el corsario. El marqués de San Miguel con todos los jefes y oficiales y veinte soldados que servían a éstos en condición de asistentes, fueron trasbordados al Valdés, y ambas naves tornaron proa al Archipiélago.

A fines de noviembre y encontrándose a la altura de Chiloe, una furiosa tormenta vino a separarlas. La Mackenna y la Genovesa, buque mercante aprosado en la travesía, lograron al fin, aunque con gruesa avería, anclar en Chiloe, pero del Valdés nadie volvió a tener noticia. No quedaba duda de que se había sumergido en los abismos del mar.

En abril de 1824 se recibió en Lima comunicación oficial confirmatoria de la catástrofe, lo que fue motivo de grandísimo duelo, pues el marqués de San Miguel y veintiocho de las víctimas eran jóvenes limeños, entroncados con las familias más aristocráticas y acaudaladas.

Las exequias, en el templo de San Francisco, fueron pomposas; y la oración fúnebre, que impresa he leído, es una joyita, como pieza de literatura lacrimosa.


Y pasaron años hasta seis o siete, pues no estoy seguro de si fue en 1830 o 1831, cuando fondeó en el Callao con procedencia de Chiloe y con cargamento de maderas la barca Alcance, de la que era capitán un andaluz apellidado Loro. Honraba su apellido por lo farandulero y charlatán.

Éste trajo la noticia de que en la isla de la Madre de Dios, una de las que forman el Archipiélago, existían pobladores que no podían ser sino los náufragos del año 1823. Contó que los había visto, desde dos millas de distancia, formando un grupo como de cuarenta personas; que eran hombres blancos y con barba crecida; que cambió señales con ellos, y que aunque despachó un boto, éste no pudo encontrar varadero, por hacer la peñolería de la costa imposible el desembarco. Añadió que los marineros alcanzaron a percibir gritos angustiosos, como de gente que en buen castellano demanda socorro.

Como es corriente, la charla populachera se encargó de abultar más la noticia, inventando pormenores, todo lo que produjo gran conmoción social.

La marquesa de Sierra Bella y el conde de la Vega del Ren congregaron a todos los títulos emparentados con el marqués de San Miguel de Híjar, y formaron un bolsillo, que ascendió a diez y ocho mil pesos, para organizar expedición que fuese en busca de los náufragos.

El pueblo también quiso contribuir a tan humanitario como patriótico proyecto, y para ello se colocó un domingo en la plazuela de los Desamparados lo que nuestros antepasados llamaban una mesa, y que no era sino un tabladillo de un metro de altura, en el que se veía una salvilla de plata destinada a recibir el óbolo de la caridad pública. Toda limosna mayor de dos reales era correspondida con un poco de mistura, un juguetito de briscado, un níspero, manzanita u otra fruta claveteada con canela.

En esta vez, para más avivar la compasión, exhibiose sobre el tabladillo un gran lienzo en el que el churrigueresco pincel de don Pedro Mantilla, el pintor de los carteles de teatro y toros en esa época, presentaba a los náufragos vestidos de pieles y con luenga barba, sobre rocas escarpadas y batidas por oleaje espumoso. Escena del Robinsón Crusoe.

La mesa de los Desamparados produjo cinco mil pesos, que unidos al bolsillo de los deudos y a una colecta de cuatro mil duros, encabezada por las comunidades religiosas, dieron un total de veintisiete mil pesos. Item, los comerciantes hicieron en víveres y ropa un donativo que se estimó en seis mil pesos.

Pero siendo punto serio el correr aventuras en mares tenidos por muy borrascosos y casi ignotos por entonces, nadie quiso embarcarse para ir en busca de los compatriotas, y todo el mundo convino en confiar la empresa al capitán Loro, quien zarpó en su buque con rumbo a la Madre de Dios y sin dejar en tierra a los veintisiete mil morlacos y no pasajeros.

Y corrió un año, espera que espera, y al cabo de él súpose que el Loro había remontado el vuelo hasta Cádiz, después de vender la nave en Valparaíso.

La barca Alcance, con nuevo capitán, regresó al Callao, trayendo... ¿a los náufragos de la Madre de Dios?, preguntará el lector.

¡Quia! Lo que trajo, señor mío, fue un cargamento de sabrosos jamones de Chiloe.