Los inocentones
Reniego de tales inocentones y la peor recomendación que para mí puede hacerse de un muchacho, es la que algunos padres, muy padrazos, creen hacer en favor de su hijo, cuando dicen: ¡fulanito es un niño muy inocentón!
Siempre que escucho a un padre hablar de las inocentadas de su hija, me viene en el acto a la memoria la copla sobre aquella inocentona que:
- Un día dijo a un mozo
- a la sombra de una higuera
- En no metiéndome a monja
- méteme lo que tú quieras.
¡Inocentones! ni para curar un dolor de muelas, se encuentra uno en este planeta sublunar.
Conocí a un muchachote de dieciséis años de edad, que nunca había abierto la boca para pronunciar una palabra; los médicos opinaban que no era mudo, sino tartamudo, y que en el día menos pensado, rompería a hablar como una cotorra; por supuesto que recomendaron a la madre lo tratase con mucho mimo y que en nada se le contrariase. Realmente, una tarde, dijo el enfermo:
— Mamá... mamá.
Es para imaginada, más que para descrita, la alegría de la buena señora, que tenía al enfermito en el concepto de ser más inocente que todos los que Herodes condenó a la degollina.
— ¡Angelito de Dios! ¿Qué quieres? ¿Qué deseas?
Apuesto una cajetilla de cigarrillos, que es lo que puedo despilfarrar, a que no adivinan ustedes lo que contestó el inocentón. Vamos, ¡ya veo que no me aceptan la apuesta y que se dan por vencidos!
— Dime, rey del mundo -prosiguió la madre-, ¿qué es lo que quieres?
— ¡Chu... cha! -contestó lacónicamente el picaronazo.
— Desde entonces, no creo en los inocentones.