Pasaron días, y con ellos fueron creciendo las intimidades entre Julieta y el diplomático, hasta el punto de vérselos como la sombra y el cuerpo en calles, paseos y espectáculos; siendo de advertir que don Simón, no solamente lo consentía, sino que lo fomentaba con reiteradas atenciones hacia aquél, y con desmedidos elogios de sus prendas cuando de él hablaba en familia. En cuanto a doña Juana, era madre, y además tonta, y además vanidosa. ¿Cómo no había de entusiasmarse con aquel joven que, sobre ser un personaje, la llenaba a ella y a toda su casta de incienso en los periódicos y de lisonjas en la conversación? ¿Cómo no pagarle con todo género de deferencias la popularidad que iba dando en Madrid a la familia Peñascales? Y ¿qué podría suceder al cabo? ¿Que Julieta y Arturo llegaran a mirarse como nacidos la una para el otro? Pues mejor que mejor. ¿No era ella rica? ¿No era él un personaje? ¿No era joven? ¿No tenía talento y elegancia?

Verdad es que, hasta aquella fecha, con ninguna credencial había demostrado el embajador que lo hubiera sido real y efectivamente; pero ¿no bastaban su aserto, y, sobre todo, las familiaridades que se permitía con ministros y diputados en el salón de Conferencias?

De todas maneras, ya pensaba don Simón pedir, con cierto tino y cuando cayera la pesa, los necesarios informes a persona que pudiera dárselos.

Por de pronto, consultaba con él algunos puntos que debía tocar en su discurso, y aceptaba agradecido las enmiendas que le hacía y los consejos que le daba acerca del uso de ciertas frases y determinados arranques.

Presentado había ya su propósito a las Cortes, cuando fue llamado con gran urgencia por el ministro de la Gobernación, su especial amigo.

Acudió a la cita más que de prisa; encerróle S. E. en el camarín más oculto de su despacho; y después de pasarle la mano por el lomo y de regalarle una breva,

-¿Cómo anda usted de fondos en Madrid? -le preguntó en seco.

Don Simón se quedó petrificado. Aquella pregunta, después de los otros preparativos, le hizo temer que el Ministro le buscara la bolsa. Conoció éste, como si se lo leyera en la cara, sus recelos, y se apresuró a decirle, soltando la carcajada:

-No lo pregunto para pedírselos prestados, señor don Simón... Amigo, los hombres ricos tienen ustedes la tranquilidad en un hilo.

Volvió a petrificarse entonces don Simón; pero fue de abochornado al ver descubierta su ruin sospecha; y como para enmendarlo, respondió con grandes aspavientos:

-¡Ah, señor Ministro! me juzga usted muy mal. Ya usted sabe que cuanto soy y tengo está a su disposición.

-Muchas gracias -contestó con sorna su excelencia-. Pero, felizmente, no se trata ahora de eso, sino de todo lo contrario.

-¡Cómo! -exclamó Peñascales abriendo mucho ojo.

-En una palabra: deseo demostrar a usted que el Gobierno es buen amigo de sus amigos, revelándole, en confianza, la ocasión de hacer un buen negocio.

-¡A ver, a ver! -dijo con ansia don Simón, arrimándose más al Ministro.

-Ya usted sabe -continuó éste-, como estamos autorizados, por un rasgo de confianza que nunca agradeceremos bastante a las Cortes, no solamente para arbitrar recursos con los cuales podamos vencer los gravísimos obstáculos que entorpecen la marcha desembarazada del Tesoro, ínterin se discuten los nuevos presupuestos, sino para decidir a nuestro gusto el cuándo y el cómo; en fin, que se nos ha dado amplias facultades para contratar.

-Conformes.

-Pues bien; el Gobierno tiene ya su plan formado, su resolución hecha.

-Adelante.

-Y como usted es uno de sus mejores amigos, mis colegas y yo deseamos enterarle, antes que al público, de ciertos pormenores, a fin de que, como hombre de negocios, se prepare... y... Ya usted me entiende.

-¡Tantísimas gracias! Pero esos pormenores...

-Voy allá. El Gobierno... Y ¡por Dios! sea usted en esto reservado como una mazmorra: el Gobierno va a hacer un empréstito por suscrición. Emitirá papel con un interés anual de veinte por ciento.

-¡Aprieta!

-Mis colegas y yo hemos creído que un cebo semejante es el mejor atractivo. Las oposiciones dirán que lo hacemos porque está el Tesoro en quiebra, y porque el que se ahoga no mira el agua que bebe; pero le aseguro a usted que quien tal diga no estará en lo cierto. Por su parte, el ministro de Hacienda se compromete a demostrar a usted que el empréstito, a pesar de ese interés, se hace en condiciones ventajosísimas para el Estado.

-Posible es -observó don Simón arrugando la cara.

-No he concluido todavía -añadió S. E. -. El papel se emitirá a setenta por ciento.

-¡Santa Bárbara!

-¡Otra ventaja para el suscritor!

-¡Ya, ya! -refunfuñó don Simón.

-¿No le parece a usted bastante claro todavía el negocio? -preguntóle con picaresca sonrisa el Ministro.

-No es eso precisamente -respondió indeciso el diputado-. Es que, por regla general, no me gustan los negocios en papel.

-Pero cuando el papel produce un veinte, y se compra con un descuento de treinta...

-Bien, ¿y qué?

-Que con el cebo de ese interés extraordinario... ¡figúrese usted!

-Sí; pero no veo yo garantías...

-¿Qué más garantía que el favor del público?

-Además, señor Ministro, y ésta es la pura verdad; yo no tengo en Madrid más fondos que los estrictamente indispensables para cubrir mis atenciones de familia, ni puedo distraer de mi casa de comercio grandes sumas.

-Pues si usted tuviera que hacer eso -dijo entonces el Ministro, encareciendo mucho sus palabras-, ¿qué importancia tendría la consideración que quiere guardar a usted el Ministerio?

-No comprendo...

-¡Si cabalmente se trata aquí de que haga usted la jugada sin desembolsar un cuarto, o poco más!

-Si usted se explicara...

-¿Cree usted, alma de Dios -continuó el Ministro exagerando el tono declamatorio de su discurso-, que un papel que se emite a setenta con un interés de veinte, no subirá otros veinte... diez, siquiera, al siguiente día de cubierto el empréstito... al abrirse éste quizá? Pues vende usted en el acto; y de este modo, hace usted en un par de días el negocio del siglo.

-Sí; eso es el a, b, c, del oficio -dijo con Simón con un poquillo de desdén-; pero ¿y si en vez de subir baja?

-Amigo, ¡si se cae el cielo!... Peor ¿cómo ha de bajar un papel semejante en cuatro días?

No era don Simón tan tirolés en negocios como en política; por lo cual estuvo largo rato defendiéndose de los desinteresados apremios del Ministro.

Pero la verdad es que le halagaba no poco la consideración de que, si bien se corrían riesgos al tomar un papel tan barato y de tan pingües rendimientos, en cambio, si llegaba a mantenerse firme, se hacía el negocio más bonito que pudiera imaginarse. Y como tanto le empujaba el estímulo como le detenía el temor, faltábale energía para adoptar una resolución terminante.

En estas dudas le sorprendió S. E., que leía en su cara como en un libro abierto.

-¿Conque resueltamente no se anima usted? -le dijo en su afán de obligarle más y más.

-El caso es arduo, -respondió don Simón mirándose las puntas de los pies.

Conociendo S. E. que por aquel camino no llegaba al fin que se proponía, se resolvió a echar por el atajo, y, en consecuencia, se expresó así:

-Debe usted considerar, además, que el tomar ese papel será un acto eminentemente patriótico, atendidas las circunstancias extraordinarias que obligan al país a crearle.

-Sin duda alguna; pero... -respondió don Simón, sin dar más lumbres.

-Tan patriótico -añadió el Ministro-, que, teniéndolo en cuenta el Gobierno, ha resuelto... ¡y esto sí que ha de ocultarlo usted hasta de su propia sombra!

-Por de contado -dijo don Simón, sintiendo excitada su curiosidad-. Y ¿qué es lo que ha resuelto?

-Distinguir de una manera honrosa a los seis mayores suscritores.

-Y ¿cuál es esa manera? -preguntó don Simón entonces, cegado ya por la vanidad.

-Se trata -respondió el Ministro, hablando muy bajo y mirando alrededor, como si temiera ser oído-, de repartir entre los seis citados suscritores, cuatro títulos nobiliarios y dos grandes cruces... Y ésta es otra de las razones que yo he tenido, por encargo de mis colegas, y aun de S. M, para hablar a usted antes que a nadie; pues nos consta que el empréstito va a tener muchos golosos, y nosotros deseamos que sus ventajas recaigan en hombres tan dignos de ellas como usted.

Mucho amaba don Simón a su caudal; pero no hasta el punto de no ser capaz de sacrificar una gran parte de él a cambio de una corona para sus membretes y carruajes, y de un pergamino que le elevase al nivel de la más encopetada aristocracia. No podía el Ministro, por consiguiente, haberle puesto un cebo más estimulante. ¿Lo sabía S. E.? Yo no lo diré, aunque bien pudiera. Lo que me cumple consignar es que a don Simón se le llenó la boca de agua; le palpitó el corazón con inusitada violencia; le temblaron las piernas, y, como por encanto, le desaparecieron aquellos reparos que antes le impedían ver en la compra del papel un negocio ventajoso. ¿Por qué había de bajar el papel y no subir? Y si bajaba, ¿qué valdría toda la pérdida? Y de todas maneras, ¿cómo desairaba él a S. M. que, por lo visto, tenía empeño en ennoblecerle?

Todo esto y mucho más se le ocurrió a don Simón en un solo instante; y de tal modo influyó en su ánimo, que sólo le tuvo para decir al Ministro, con mucho miedo de parecer demasiado exigente:

-Si usted me permitiera meditar un poco sobre el particular... aplazar mi respuesta hasta dentro de unos días...

Demasiado conocía el Ministro que semejante proposición era un modo, como otro cualquiera, de ocultarle don Simón que le había convencido la promesa del titulo nobiliario. Así es que, accediendo con gusto a su petición, le dijo después, para obligarle más:

-Una sola cosa debo añadir a usted, por remate de nuestra conversación; y es que el Gobierno, gracias al concurso de hombres tan importantes como usted, está asegurado para mucho tiempo, y que mientras viva, ese papel ha de merecerle una protección decidida.

-Mi apoyo -repuso don Simón, más blando que un guante-, no ha de faltarle mientras yo le vea dispuesto a velar por los intereses del país.

-Mañana le daré a usted otra prueba más de que el bien del país es su único afán...

-¿Mañana dice usted?

-En el supuesto de que apoye usted su proposición ese día, como asegura hoy El Ariete... Y, a propósito: tiene usted buenos amigos en la prensa.

Don Simón, que no había leído todavía la noticia que le citaba el Ministro, rindió en el fondo de su corazón un nuevo tributo de gratitud al incansable celo del diplomático, y respondió:

-Favor inmerecido que me dispensan.

-Justicia que se le hace a usted, amigo mío. Y aun me atrevería a asegurar a quién se la debe.

-¿De veras? -preguntó don Simón con ansiedad, creyendo llegada la ocasión de saber lo que deseaba acerca del joven Arturo.

-¡Es el mismo diablo ese chico! -dijo sonriendo S. E.

-Luego ¿le conoce usted?

-¿Y quién no le conoce en Madrid?... digo, en el supuesto de que sea el que yo creo, como me lo dan a entender el periódico, el estilo de los sueltos y sus frecuentes paseos con usted en el salón de Conferencias.

-¿Luego usted alude?...

-Al insigne Arturo Marañas.

-En efecto, le conozco; pero superficialmente... quiero decir, que no hay entre nosotros...

-Por supuesto, amigo mío. ¡Cómo había yo de creer que había otro género de tratos entre un hombre como usted y una persona semejante?

-Pues yo le creía un... medio personaje -replicó don Simón, disimulando el mal efecto que le causaron las últimas palabras del Ministro, que añadió:

-Hoy lo parecen todos, señor de los Peñascales.

-Y aun jurara -insistió éste-, que le había oído decir que pertenecía al cuerpo diplomático.

Su excelencia soltó la carcajada.

-Luego ¿no es cierto? -exclamó don Simón-. Luego ¿no ha representado nunca a España en ninguna corte extranjera?

El Ministro volvió a reírse con toda su alma.

Don Simón entonces soltó también su poco de carcajada; pero su risa era la del conejo. Después exclamó:

-Pero ¿es posible que con tal descaro se mienta?

-¡Si cabalmente lo que más gracia me hace en ese hombre -dijo al cabo S. E. -, es su especial habilidad para mentir sin faltar por completo a la verdad!

-No comprendo...

-¿A usted le ha dicho, quizá, que ha sido embajador?

-Poco menos... Y que los gobiernos han combatido siempre en las urnas su candidatura, por el miedo que les inspiraba.

-¡Ja, ja, ja!

-Por lo cual no ha logrado todavía salir diputado.

-¡Ja, ja, ja!

-¿Conque no es cierto, eh?

-¡Ni con cien leguas!

-¡Qué demonio de chico! -exclamó entonces don Simón pellizcándose los muslos.

-Recuerdo -continuó el Ministro-, que una vez se le dio una comisión extraordinaria, que nadie había querido aceptar, para la costa de África, con motivo de unos náufragos que estuvieron a punto de ser engullidos por aquellos bárbaros; y me consta que varias veces le han sido rechazadas sus pretensiones de presentarse en un distrito como candidato ministerial. A esto llama él, sin duda, pertenecer al cuerpo diplomático y ser temible a los gobiernos.

-¡Evidentemente!

-¡Ja, ja, ja!

-¡Ja, ja, ja! -repitió a regañadientes don Simón, creyendo saber ya demasiado y poniéndose de pie.

-¡Si hay cada gato en Madrid -díjole el Ministro, levantándose también-, que se pierde de vista!... Y no lo digo precisamente por el joven Arturo, de quien, en honor de la verdad, nada sé que pueda afrentarle, aparte de ese afán que muestra siempre de darse una importancia que no tiene. Pero abundan otros pájaros de mucha cuenta, de los cuales hay que huir como de la peste.

-¡No me duermo yo sobre la paja! -observó don Simón, queriendo decir un chiste.

-Por lo demás -añadió S. E. llevándole hasta la puerta de su despacho-, excuso recomendarle de nuevo el asunto que aquí nos ha reunido, y la más completa reserva por unos días.

-En cuanto a reservado -dijo don Simón hinchándose mucho-, no es por alabarme; pero soy lo mismo que un alcornoque.

-Me consta, amigo mío -repuso el Ministro sonriendo, quizá sin segunda intención.

Y nuestro diputado bajó las escaleras echando chispas. Se le figuraba que tardaba demasiado en llegar a su casa para cerrar las puertas de ella al diplomático de pega. Si el día antes hubiera hecho las averiguaciones que acababa de hacer respecto de este personaje, en el acto habría roto con él todo género de relaciones: ¿cómo no proceder así desde el momento en que estaba abocado a ser titulo de Castilla? ¿Qué diría la aristocracia vieja si le veía cultivando el trato de un charlatán semejante?... Pero ¿sería tiempo todavía de evitar algo que sospechaba? ¿Estaría Julieta tan resuelta como él a cortar todo trato con aquel hombre?... Pero si no lo estuviera, ¿cuándo mejor que entonces habían de servirle de algo sus derechos de padre y de jefe de familia?

En éstas y otras cavilaciones, llegó a casa; tan oportunamente, que se encontró en ella al joven Arturo en íntima conversación con Julieta, mientras doña Juana se hacía la desentendida, removiendo sillas y muñecos que estaban muy en su lugar.

-Señor don Arturo -dijo sin otro ceremonial don Simón, al aparecer en escena-: tengo que hablar con usted a solas unas cuantas palabras.

El interpelado, tan fino como siempre, y no sospechando lo que iba a sucederle, tomó el sombrero que tenía sobre una silla, se levantó de la que ocupaba, y dijo al recién llegado:

-Estoy siempre a la disposición de usted.

Don Simón le condujo hasta el vestíbulo; y echando una mano al pasador de la puerta de la escalera, le dijo muy serio:

-Como yo nunca miento, creo siempre a los hombres por su palabra. Creyendo la de usted, le abrí mi corazón y las puertas de mi casa. Hoy he sabido que no es usted digno del uno ni de la otra, y le planto de patitas en la calle.

Y abrió la puerta de par en par.

Arturo, de pronto, se puso pálido; pero recobrando en seguida su serenidad, calóse el sombrero, y respondió con descaro y cierta altivez:

-Nada hay en mi vida cuyo recuerdo pueda abochornarme; por lo tanto, le exijo a usted una explicación de esas palabras que me ha dirigido en son de afrenta.

-¡No necesito dar más explicaciones que ésta! -dijo don Simón, empujándole hasta la escalera y cerrando en seguida la puerta.

Arturo, al verse tratado así, rugió de ira; y no sabiendo qué partido tomar en momentos tan críticos, satisfízose, por de pronto, con arrimar la boca al ventanillo y gritar con todas sus fuerzas:

-¡Estúpido!... ¡Tiembla por ti!

Y bajó en seguida la escalera, como si le llevaran los demonios.

Pero don Simón oyó la amenaza, y tembló; no de miedo a la muerte, sino de horror a la palabra ¡estúpido! con que le bautizaba aquel hombre; el mismo que tantas veces había ponderado su talento. ¿Cuándo le había dicho la verdad?

Aturdido por esa duda, se dirigió al gabinete en que habían quedado su mujer y su hija; y sin tomar nuevo aliento, les refirió lo que acababa de hacer y lo que, como causa de ello, le había contado el Ministro. Doña Juana se quedó hecha una estatua; pero a Julieta le centellearon los ojos. Pocos momentos después se enredaba una agitadísima discusión entre aquella familia, hasta entonces modelo de paz y de armonía. Don Simón estaba resuelto a que Arturo no volviera a poner los pies allí. Julieta, que había sabido por multitud de respuestas arrancadas a su padre, que en la conducta de aquél no había de censurable más que el afán de darse importancia, protestaba contra una medida tan violenta; y doña Juana apoyaba a su hija. Don Simón insistía en sus propósitos, y se abroquelaba en sus indiscutibles derechos.

Pero Julieta era más difícil de someter de lo que a su padre se le había figurado hasta entonces. Bajo aquella capa de glacial desdén, se ocultaron siempre un corazón fogoso y una voluntad de hierro. Sólo había faltado a estos elementos, para dejarse sentir en toda su fuerza poderosa, algo que los estimulara. Este estímulo le tenía ya en Arturo, en su recuerdo gratísimo.

-En la ciudad -dijo entre otras cosas Julieta a su padre-, todos los pretendientes a mi mano le parecieron a usted indignos de ella, por juzgarlos hombres de poca importancia; y como ninguno me interesaba, renuncié a ellos sin grande esfuerzo. En Madrid, parecía haberse hallado el tipo de marido que me convenía. Presentáronmele, hiciéronme conocer su talento y su hermosura; y cuando ha llegado a interesarme, cuando quizá... le amo, se le arroja para siempre de mi lado por un delito que es cabalmente, aunque en otra forma, el pecado capital de mi propia familia. ¡Y se pretende ahora que con la facilidad con que se le cierran las puertas de esta casa, le cierre yo las de mi corazón!... ¡Esto es imposible!

Don Simón no supo qué responder a esta parrafada. Estaba admirado de su hija, a quien jamás había creído mujer de tal tesón ni de semejante elocuencia. En cuanto a doña Juana, no sólo la aplaudió con todas sus fuerzas, sino que la dio un apretado abrazo.

Entonces comprendió don Simón que no bastaban sus propios elementos para conjurar los que se le ponían enfrente, y se decidió, como los malos predicadores, a sacar el Cristo para conmover más fácilmente. Así, pues, confió a su mujer el secreto del fascinador titulo nobiliario, y la preguntó en seguida, con el acento más dramático que pudo, si le parecía regular proteger los amores de su hija con un perdulario semejante, cuando estaba próxima a ceñir sus sienes... acaso con la ducal corona.

No se engañó don Simón, en cuanto al efecto que se prometía, en su mujer a lo menos, de este argumento; pues doña Juana como si le hubiera recibido en medio de la nuca, descompuesta y febril, comenzó a fulminar tempestades sobre su hija, porque, con sus locos amores, quería desautorizar a su familia ante la ilustre clase a que ya se daba por perteneciente.

Al ver tan loca intemperancia, Julieta, por toda respuesta, miró a su madre con un gesto que daba la medida exacta de la capacidad de doña Juana; lanzó otra ojeada no menos expresiva ni más lisonjera a su padre, y salió del gabinete para encerrarse en el suyo, en el cual devoró en silencio muchas lágrimas de ira, y tal vez echó los cimientos de algún propósito rebelde.

Y como don Simón no tenía mucho tiempo que perder, se fue a su despacho, desprendiéndose a duras penas de su mujer que no se cansaba de preguntarle cómos y cuándos, y se puso a escribir al encargado de su casa de comercio, ordenándole que, a vuelta de correo, le librase cuantos fondos tuviera disponibles, y le dijera con qué otros podría contar y en qué fechas.

En seguida se dedicó a repasar su discurso, el cual debía pronunciar al día siguiente. Pero ¡con qué ánimos ensayaba! La discordia había entrado ya en su casa, y el hombre que debía ser su panegirista al otro día, acababa de llamarle ¡estúpido! a sus barbas, y probablemente se lo repetiría muy luego en letras de molde. ¡Oh!... ¡si le hubiera sido posible retirar del Congreso su proposición! ¡Si el demonio no le hubiera tentado para presentarla! ¡Si, a lo menos, los compromisos de su posición jerárquica le hubieran permitido retardar unos días el rompimiento!... Pero ya no tenía enmienda. El abismo estaba abierto, y era preciso lanzarse sobre él. A bien que al otro lado le esperaban un ilustre pergamino, objeto de las ambiciones de la mitad de su vida, y la gloria de su nombre en la admiración del país. ¿No era corto el espacio comparado con las alas?