Lo que resta de la presente historia, con ser lo más importante por lo que al protagonista afecta, ha de ser lo más soporífero para el lector, que, de seguro, conoce a palmos el terreno que vamos a pisar, y ha de anticiparse con la memoria a mucho de lo que yo le refiera. Y no será poca mi suerte si no me interrumpe más de una vez para decirme:-«Y a mí ¿qué me cuenta usted? ¡Si me lo sé de corrido mucho ha! ¡Si ese tipo y cuantos con él se rozan viven en mi calle!...» ¡Desdichado inconveniente que toca todo aquél que, falto de ingenio como yo, para inventar personajes y escenas del otro mundo, busca el asunto de sus prosaicas relaciones en los hechos vulgares y tangibles de la vida real y práctica de los hombres y de los pueblos!

Pero ¿ha de impedirme esta razón, que en mí pesa mucho, seguir narrando los sucesos hasta el fin de la comenzada historia? No a fe; que, después de todo, no está mandado por ninguna ley que siempre que se cuente algo hayan de ser maravillas.

Prosiguiendo, pues, sin más preámbulo, el suspendido relato, encontramos ya a Periquito hecho fraile; es decir, a don Simón en Madrid con su augusto carácter de diputado a Cortes; y a su familia, acomodada con él en una de las principales calles, y no en la peor de sus casas.

Pero aún no había tomado asiento en el Congreso el flamante político, y ya estaba convencido de una, para él, triste verdad; a saber: que para brillar en Madrid como brillaba en su provincia, no bastaban el caudal del rico negociante y las demás preeminencias que sobre éste habían ido recayendo una tras de otra.

La Correspondencia había anunciado su llegada a Madrid, no solamente como diputado, sino como una de las personas más importantes y beneméritas del país; y no se había sacudido el polvo del viaje, cuando el ministro de la Gobernación en un atento B. L. M., le había citado a su despacho. Allí S. E. le había llenado de incienso, asegurándole, entre otras cosas, que con el concurso de hombres tan respetables e ilustrados como el señor de los Peñascales, todos los conflictos políticos y económicos se conjuraban, y España estaba de enhorabuena.

Y, a pesar de ésta y otras deferencias, que, dicho sea de paso, él creía merecer, don Simón se echaba a la calle, de intento a pie, y nadie le saludaba ni le miraba con curiosidad.

Iba al Congreso en los días que precedieron a su solemne apertura, y en sus alfombrados salones y pasillos, y en cada uno de los infinitos grupos de diputados, periodistas, altos funcionarios y otras gentes de mucha nota, que se formaban aquí y allá, hablábase de todo menos de su llegada, de su caudal o de su importancia. Y, sin embargo, allí no había muchos gabanes más flamantes que el suyo, ni muchas camisas más limpias, ni muchas botas más aplomadas. Al contrario, abundaban los paños raídos, los pantalones con rodilleras, las camisas de tres días y los tacones de medio lado.

¿En qué, consistía, pues, la indiferencia con que se le miraba allí y fuera de allí? Quizá se necesitase en Madrid algo más que dinero para brillar; tal vez un poco de osadía, o muchas conexiones de familia, o algún triunfo ruidoso; elementos todos, hijos del tiempo y las circunstancias, que él adquiriría indudablemente. Pero lo cierto era, y esto le contristaba hondamente, que su caída en Madrid no había hecho el menor efecto en el público. Tenía, pues, que ganar en la corte, grado a grado, la altura que en la ciudad ganó de un brinco. La empresa, a la verdad, era superior a las fuerzas de don Simón; pero él no lo creía así, y esto le consolaba un poco.

Entre tanto, se regodeaba con las distinciones que le correspondían por su investidura. Mientras las puertas del Congreso estaban cercadas por una multitud de papanatas, a quienes se prohibía hasta aproximarse a la acera, él las atravesaba erguido entre las reverencias de los porteros que, al abrirle respetuosamente la mampara de rojo terciopelo, le decían:

-Pase Usía.

Una vez adentro, podía tocar el botón eléctrico que se le antojase, para pedir a un ujier lo que tuviera por conveniente; pasear en el salón que mejor le pareciese; sentarse en el diván más cómodo; escribir en los gabinetes al efecto; pedir en secretaría el expediente más difícil de hallar, y en el archivo el libro más extraño; en fin, hasta beber, de balde, un vaso de agua con azucarillo en la cantina de la casa.

El Ministro continuaba citándole frecuentemente a su despacho, con otros diputados de la mayoría; y allí, mano a mano y como en familia, se contaban las fuerzas y se discutían las batallas que, por de pronto, necesitaba dar el Gobierno, sin perjuicio de otras más rudas que tendría que librar más adelante.

No se apuraba don Simón por esto, pues no paraba mientes en tan poca cosa. Fijábase únicamente en las distinciones con que se le honraba en aquella alta región. El Ministro le pasaba la mano por el lomo; le llamaba «mi excelente don Simón», y hasta le daba un cigarro o se le pedía; y los porteros del Ministerio, esos proverbiales cancerberos, bruscos y desabridos hasta la ferocidad con todo simple mortal, con él se descoyuntaban a reverencias y cortesías.

Muy envanecido con éstas y otras parecidas distinciones, a falta de las más populares y solemnes que aguardaba para más adelante, considérese el efecto que le causaría la noticia que se le dio una vez en los pasillos del Congreso, de que las oposiciones iban a hacer una guerra implacable a las actas ministeriales, y que la suya figuraba en primer término, como la más escandalosa. Don Simón no había perdido aún la fe en el, para entonces, desacreditado aforismo: «de la discusión nace la luz». No contenía el acta una mala protesta, ni él creía lo que se contaba de su elección, sobre atropellos cometidos por sus auxiliares; pero tales cosas podrían decirse en el Congreso; de tal modo podrían presentarse los hechos, que al fin vacilaran los ánimos y se pusiera todo el mundo de parte del vencido; lo cual equivalía a echarle a él de allí y obligarle a volverse a su casa, como un Juan particular, sin haber llegado a ser inviolable. Esta consideración le aterró; y sin pérdida de un solo momento, acudió con la noticia y sus temores al Ministro.

-¡No haga usted caso, santo varón! -díjole riendo S. E.

-¡Es que se asegura mucho!

-¿Y qué?

-Que si realmente me la atacan, tales cosas podrán decir, aunque sean inventadas, que extravíen la opinión.

-¿Y para qué sirve la mayoría?

-No entiendo...

-Fíjese usted bien. La comisión será nuestra.

-Bueno.

-Y presentará el acta entre las más limpias.

-Bien; pero luego la atacarán...

-Corriente; y hablarán contra ella una hora, dos horas... ¡tres meses, si usted quiere!

-¡Canastos!

-Pero vendrá al cabo la votación; y como somos tantos contra tan pocos...

-¡Ah, ya!... Pero como yo creía que al discutirse una cosa, para algo serviría esa discusión...

-¡Medrado estaba el Gobierno entonces, amigo mío!... ¡Cómo se conoce que usted es nuevo en la casa!

-Todo eso es verdad; pero yo tendré que defenderme.

-¡No, señor! Eso sería dar importancia a un asunto que no la tiene. La comisión se basta y se sobra para dejarle a usted en buen lugar... Para que usted debute, ya le buscaremos un motivo verdaderamente digno de su carácter y de su talento.

-¡Oh! mil y mil gracias, señor Ministro -dijo don Simón cayéndosele la baba-; pero yo no merezco ese concepto...

-¡Vaya si le merece usted! -replicó S. E. con una sonrisilla y un retintín que acabaron de emborrachar a don Simón; retintín y sonrisa que en -aquel personaje y en aquella ocasión, venían a significar un pensamiento que podía traducirse en estas palabras:-¡Qué hermoso suizo!

A todo esto, doña Juana y su hija Julieta, luciendo cada día un traje nuevo en paseos y espectáculos, no pasaban de ser en espectáculos y paseos, dos señoras más, muy bien vestidas; lo cual halagaba poco la vanidad de la ex-tabernera, que aspiraba a mayores triunfos.