Los hombres de pro/Capítulo V
Así que la niña descalabrada en la alameda notó la presencia del perro entre sus implacables ofensoras, por los ladridos del uno y por los gritos de las otras, contuvo su llanto, y, con íntima complacencia, se volvió para presenciar los destrozos que el enfurecido animal parecía estar haciendo en las ropas y pellejo de aquellas mal aconsejadas criaturas. Fuera aquél el perro del alcalde o dejara de serlo, era lo cierto que a todas las trataba por igual, y que de todas la estaba vengando a ella cumplidamente... Pero, ¿no era posible que después de concluir con las seis desventuradas niñas la emprendiese con la séptima, por lo mismo que a nadie conocía ni en remilgos se paraba?
Esta consideración tan cuerda, que asaltó de pronto la mente de la pobre chica, hízola retroceder; y menudeando los pasos cuanto pudo, y tornando a recordar su herida y a llorar, por ende, llegó a la villa y no paró de correr hasta el estanco que conocemos, en el cual entró momentos después que nosotros, y al mismo tiempo que llegaba también, aunque por distinto sendero, Simón Cerojo, demudado el semblante y apretando los puños de ira. Tanta, que ni siquiera reparó en la niña que, por haberse limpiado las lágrimas con las manos después de oprimirse con ellas la cabeza, tenía la cara manchada de sangre. Pero Juana sí; y al punto arrojó la obra en que se ocupaba, saltó por encima del mostrador sobrecogida de espanto; y tomando a la niña en sus brazos,
-¡Hija mía! -gritó- ¿Qué sangre es esa?
Entonces se fijó Simón en la niña; y olvidando por un momento sus disgustos, corrió también hacia ella.
-¿Te has caído? -la preguntó con cariñoso anhelo- ¿Te han pegado? ¿Por qué sangras?... ¡Habla, hija mía, por Dios!...
La niña, después de sollozar un rato, refirió, punto por punto, cuanto la había ocurrido.
-¡Conque la hija del juez, y la del indianete, y la del alcalde -exclamó Simón en seguida, con rencoroso acento-, son las que más te han injuriado, porque tenían a menos jugar contigo!... ¡Las hijas de esos personajes que me adulan y me soban cuando necesitan un par de duros para comer aquel día, o media docena de onzas para apuntarlas a una carta, o pagar una trampa que podría ponerlos en vergüenza... si alguna les queda!... ¡Pero yo les juro que, por poca que ella sea, he de sacársela a la cara... Y a algunos más también!
Juana, maldiciendo a su vez de todos y de todo, comenzó a lavar con agua fresca la herida de su hija, que, por cierto, era insignificante.
Y, tranquilo ya sobre este punto, Simón refirió a su mujer cuanto había ocurrido en la junta que acababa de celebrarse en la casa de Ayuntamiento, recargando un poquillo los colores a fin de que resultase más justificado su enojo, y de más efecto sus discursos, que repitió al pie de la letra.
-¿Y qué piensas hacer después de tanto desengaño como vas sufriendo, y de tanto disgusto como vamos llevando de estos niquitrefes de levita? -preguntó Juana, que no desperdiciaba ocasión de hablar de su pleito.
-¿Qué pienso hacer? -dijo Simón con su poquito de rescoldo- Lo que estoy pensando tres años hace, desde que conocí que en esta recua siempre había de tocarme ir a la cola; lo que hubiera hecho entonces a tener el remedio entre las manos, como le tengo hoy: sacar a más de cuatro fachendosos a la vergüenza pública, y largarme en seguida con la música a otra parte.
Juana vio el cielo abierto.
-¡Lo mismo que yo te he dicho tantas veces! -exclamó, retozándole la alegría en el semblante- ¿Qué necesidad tenemos nosotros de sufrir lo que aquí estamos sufriendo? Con lo que ya conocemos este trato, ¿cuánto no podríamos ganar estableciéndole en la ciudad?
-¡No, Juana, no!... ¡Basta de taberna! Si con ella entráramos en la ciudad, taberneros seríamos hasta el fin de los siglos. Y si con ser taberneros, aunque ricos, nos conformáramos, yo no saldría de esta villa donde he ganado en cuatro años una riqueza, y podría ganarla mayor en pocos más. Pero hay una noble ambición que manda en ti y en mí con mayor fuerza que los tres ochavos de una buena ganancia; y esa ambición está reñida con las manos manchadas de vino tinto, y con las ropas que huelen a anisado. Así, pues, ya que las alas me lo permiten, saldremos de aquí volando por alto, para que en la ciudad se vea cómo caemos, pero no de dónde venimos. Este es el modo; que, según yo llevo observado, desde nada a bastante están los ascos y los reparos; desde bastante para arriba, ya todos somos iguales, y todo nos está bien... Nosotros tenemos lo bastante; ¿quién será capaz de probar que no tenemos hasta de sobra? -No sé lo que diría a esto el cura de mi pueblo; pero llevo corrido ya mucho mundo y tratados muchos hombres, y a mi experiencia me agarro.
Lo que Simón ignoraba con respecto al señor cura, lo sabemos nosotros. Cuando alguno de sus feligreses le decía:
-¿Sabe usted, don Justo, que Simón se va saliendo con la suya?... ¿que ya es hombre rico?
-No lo dudo -contestaba el santo varón- Pero ¿le dan más importancia?... ¿es más feliz que aquí? Este es el problema.