​Los hermanos Ayar​ de Abraham Valdelomar


El gran aposento incaico era de piedra, finamente labrado, y sus grises paredes de sillería estaban decoradas por chapas de oro y nichos en forma de alacenas, en las cuales brillaban innumerables objetos de oro representando animales fantásticos, y vistosos huacos, hechos de arcilla, dibujados con variadas figuras mitológicas. Contenían unos, polvos de colores, illas o piedras bezoares que se crían en el vientre de los llamas, amuletos contra la melancolía, remedios infalibles contra los venenos y las enfermedades. Guardaban otros, cubiertos con transparentes velos, la chicha preparada por las doncellas nobles. Corría por lo alto de toda la pieza y resaltaba entre los sombríos muros y las gruesas vigas que apoyaban la pajiza techumbre una cornisa de oro en la que se veían esculpidas serpientes y cabezas de pumas. Frente a la gran puerta de entrada que, a manera de trapecio, tenía el dintel más estrecho que el umbral y de la cual pendía un tapiz de lana de vicuña con figuras de colores, se alzaba el trono de oro macizo, banquillo trabajado y repujado con primor, a manera de dragón, incrustado de piedras preciosas y puesto encima de una gradería elevada y de un estrado rectangular.

En los escalones del trono, y como indicio de que el noble acababa de levantarse, yacía descuidadamente un aterciopelado manto de pieles de murciélago.

Un indio, vestido con el resplandeciente cumbi y las tornasoladas plumas de la servidumbre imperial, quemaba en un rincón de la pieza maderas fragantes y hierbas aromáticas en ancho brasero de plata que representaba monstruos marinos. Cubría las recias y cuadradas losas del pavimento una alfombra finísima hecha de pelo de alpaca.

En medio de la habitación, entre la puerta principal del trono y en tiara de oro menor que la del Inca, pero igualmente adornado con relieves y pedrerías, se sentaba el venerable Huillac-Umu y, cerca de él, Quespi-Titu, "el infante brillante y benéfico". Obedeciendo a una señal del sacerdote, puso el siervo en un sahumador de oro pequeño, algunos trozos de las maderas aromosas que ardían en el gran brasero azulado, colocó el sahumador en el centro de la estancia y se retiró en silencio. Entonces Mayta Yupanqui habló a su sobrino de esta manera.

–El magnífico pueblo que mañana verás desfilar ante la majestad del Inca, con sus vestidos suaves orlados de oro, en cuyas unjus ríe el color y brilla la luz, fue un día abominable muchedumbre de bárbaros, semejantes a los que aún se ocultan tras los bosques de los Antis. Cuando el Sol no había enviado aún las cuatro parejas al Mundo, los hombres no merecían el favor divino. Devorábanse unos a otros, hurtaban, asesinaban por los más fútiles motivos, embriagábanse hasta caer al suelo privados de sentido. En la tierra no tenían jefe y en el cielo no reconocían amo. Untábanse el cuerpo con grasa de cadáveres, alimentábanse con la carne de los vencidos y de los propios parientes, bebían sangre y aspiraban con ansia el olor de las víctimas humanas consumidas al fuego de las hogueras. Nada desperdiciaba en los prisioneros su infame industria. Hacían viandas de su carne, bebidas de su sangre, de los huesos flautas para animar los festines, con los dientes amuletos para los combates, con los cráneos vasos para las libaciones, con los cabellos cascos y hondas, y con la piel tambores para amedrentar a los enemigos. Deshonestos y crueles, engendraban hijos en las mujeres cautivas y los cebaban para comérselos. Cuando las hembras comenzaban a ser estériles, comíanlas asadas. No respetaban ancianos, padres, hermanos ni hijos. Carecían de Incas y de leyes, de afectos y de virtudes. No tenían curacas legítimos, y el más fuerte de la tribu se apropiaba de la hacienda común. Perecían prematuramente de males repugnantes y desconocidos. Sus almas oscuras descendían a las más tenebrosas regiones del Maschay. Tan viles eran que olvidaban a sus muertos.

El Sol estaba avergonzado de sus hijos.

Un día, al cabo, como una serpiente multicolor, apareció por la quebrada honda y riscosa la columna de una tribu en marcha. El conjunto de los vistosos trajes que agitaba el viento frío de la puna, y los arreos, los pesados pendientes, las duras mazas, las lanzas emponzoñadas, las huinchas de plata y las plumas leves y policromas, reían bajo la luz de un Sol viril. Rodeadas de los viejos de Pacarejtampu, iban las cuatro parejas de los hermanos Ayar. Llamas esbeltas de atrevido e inquieto mirar ondulaban bajo las cargas de vivos matices. Los hombres eran fornidos y recios, de graves rostros angulosos, barbas lampiñas, cuadradas y enérgicas.

Las mujeres llevaban en las espaldas a sus hijos y, sobre los duros senos, flotaban las trenzas brunas y largas. Los más fuertes llevaban las armas: ruedas estólicas, flechas de chonta de envenenados dardos, mazas de pocha, el palo piedra; hachas de granito y de cobre, pulidas y brillantes; cornetas, tambores, flautas y quenas. Así vinieron, a través de las quebradas y de las alturas, silenciosos. Habían salido de Pacarejtampu. Aquella mañana en el cerro de las tres ventanas, Tamputojo, habíase operado el prodigio. Al amanecer, mientras el pueblo despertaba, uno de los más ancianos de la tribu había visto salir de Capajtojo, la ventana del centro, un hombre luminoso al cual siguieron siete hermanos. Se dirigieron al pueblo y allí las cuatro parejas mostraron el símbolo de su señorío y los invitaron a dejar la tranquilidad de sus campos para ir en pos del Imperio del Sol. Las cuatro parejas las componían: Ayar Manco y Mama Ojllo, Ayar Auca y Mama Guaco, Ayar Uchu y Mama Ipacura, y Ayar Cachi y Mama Ragua. Ayar Manco, el elocuente, les dijo:

–Aquí tenéis vuestra tierra y vuestra familia, pobladores de Pacarejtampu. Sois de los más apacibles. El Sol, mi padre, os ama y por ello me envía a buscaros. Ved en mi mano su divino símbolo. Ved cómo las fieras nos siguen y obedecen, ved el cóndor y el puma que nos acompañan y respetan, ved el indi, el ave sagrada, que se posa voluntaria en mi mano. Mañana el Sol, mi padre, nos verá salir, y vosotros os quedaréis. Sois tranquilos y felices, pero no pensáis más que en el día que pasa. Aquí moriréis vosotros, pero el Sol no os recibirá. Nunca seréis más de lo que habéis sido. Las tribus vecinas vendrán un día en busca de vuestras sementeras y vosotros no tendréis quién os defienda. No abrigáis esperanzas, ni ambiciones, ni deseos, ni luchas. Sois como las aguas de una lagunilla, siempre encerrada entre las piedras de sus orillas inmutables, sin las mareas del Titicaca inmenso, sin el soberbio empuje del Urupamapa y del Apurímaj, que huyen espumosos y resonantes de sus lugares nativos y penetrando en los Antis montañosos van a fecundar magnánimos las extremidades del mundo. Venid, como ellos, con nosotros; obedeced las órdenes del Sol, y vamos en busca de la sagrada colina de donde irradiarán por las cuatro regiones, hasta el gran mar y los más remotos bosques, los beneficios de la religión. Edificaremos palacios de piedra y oro, tendremos leyes y riquezas, trabajo, orden y amor. Yo os haré nobles y os daré siervos, pero es necesario emprender la peregrinación hasta encontrar el lugar santo...

–Si no, iréis por la fuerza, o seréis muertos por mi mano, -agregó Ayar Cachi, otro de los hermanos.

El pueblo reconoció en los ocho mensajeros a los hijos del Sol. Se reunió en Consejo, y en él la gente joven, deseosa de lucha y de gloria, acordó seguir a esos hombres a los cuales acompañaban las fieras y respetaban los cóndores. Algunos ancianos, encariñados con sus falsos dioses, quisieron resistir, y estando en la disputa de sus destinos, presentóse ante ellos Ayar Cachi y les dijo:

–¿Qué habéis dispuesto?

–Seguiros -dijeron los mozos.

–¿Quiénes disputan?

–Algunos ancianos...

–¿Qué alegan?

–Sus dioses.

En un rincón, tres ancianos cebaban a gordos sapos en un pequeño pozo de piedra, porque aquellos pacarejtampus adoraban al sapo. Indignado, Ayar Cachi, les dijo:

–¡Ved lo que hago con vuestros dioses! -y se acercó resuelto a la poza.

–¡No, Ayar Cachi, no! ¡Si los tocas morirás!

Mas Ayar Cachi, sin escuchar las voces de sus amigos ni ver la mirada de odio de los ancianos, se acercó y tomándolos de uno en uno arrojó con tal violencia a los ídolos, que se deformaron al caer. Un grito de espanto hizo vibrar la sala, y ante los ancianos y mozos, dijo el mensajero del Sol:

–Lo mismo haré con vosotros si no seguís al Sol, nuestro padre.

Los pacarejtampus levantaron los brazos, inclinaron la cabeza en señal de sumisión y siguieron al grupo de los ocho hermanos elegidos.

Aquella tarde, Mama Guaco, que era la más aguerrida y de mejor entendimiento, reunió a sus hermanos y les dijo:

–Hermanos: pues hijos somos del Sol, y hemos nacido para señores, salgamos ya a conquistar la tierra con amor o con sangre, que sólo por ello se mueven los hombres...

Así salieron de la plaza de Pacarejtampu. A la cabeza iba Ayar Manco Cápaj, llevando en la izquierda el indi, el pájaro sagrado, y en la diestra el báculo de oro, símbolos de su señorío que recibiera en la Isla Solitaria del Lago Titicaca de manos de su padre el Sol, aquella mañana en la que, radiante y magnífico, bajó hasta la tierra el Padre de la Raza y queriendo hacer bien a los hombres, le dijo:

–Ve por el mundo, mi hijo predilecto, y lleva el ave sagrada y el báculo de oro; con él irás hincando la tierra, y en el punto donde el báculo se hunda, allí fundarás mi Imperio, porque ése será mi pueblo elegido. Yo velaré tu destino. Mis rayos iluminarán tus pasos, mi calor te infundirá vida en los fríos inexorables, y cuando sientas el cansancio de tu peregrinación, descansa que yo me ocultaré para darte sombra al cuerpo y paz al espíritu. Un pueblo y un imperio serán fundados por tu mano sabia. Una generación de hombres poderosos y magníficos será tu generación, y a través del tiempo, a través de las sombras inertes, más allá de un espacio que tú no puedes contar, brillará tu nombre. Dispersos serán los hijos de tus hijos después de su grandeza, pero su espíritu vivirá eternamente y a la hora del crepúsculo, cuando yo me oculte, ellos siempre sentirán tu espíritu y el espíritu de su raza inmortal, y entonarán sus canciones sobre las ruinas de la grandeza caduca, cuando muera el Imperio. Porque todos mueren, hijo mío...

Y le dio por hermanos a siete príncipes del Sol.

Ayar Manco era el mayor. La prudencia se enseñoreaba en su frente serena. En sus ojos pequeños y profundos brillaba la energía, en sus salientes pómulos la severidad, y la justicia en sus gruesos y duros labios. La sonrisa vaga que envolvía su rostro, como la brisa en un lago sereno, acusaba la piedad y el amor. Su rostro anguloso, cubierto de una palidez de insomnio, se erguía sólido sobre los hombros. Tenía la mirada amplia e ilimitada de los que conquistan; y su continente noble, sus ademanes sencillos y solemnes, la dulce y honda tonalidad de su voz, tenían el sello de su estirpe luminosa.

Ayar Uchu era el alma contemplativa y honda; húmeda la mirada que se perdía en vagos sueños amables y en crepúsculos dorados; medroso, taciturno y enamorado. Decía que los árboles conversaban con él y que el río y el viento le cantaban canciones. Hablaba poco, pero su antara sonaba siempre a la luz de la luna, trágica y desolada. Miraba las estrellas y decía a sus hermanos que lo más bello que había hecho su Padre, el Sol, era el firmamento. Cuando en el camino, en la ruda peregrinación, deteníanse en alguna colina, cansados de la jornada, y caía la tarde, se recostaba al lado de sus llamas. Ayar Uchu empezaba a narrarles sus sueños de la víspera, e insensiblemente todos los hermanos y todas las mozas y todos los jóvenes iban agrupándose alrededor suyo. Hacía cantos y preces para el Sol. Olvidaba siempre las armas y los arreos, y sus hermanos se las procuraban nuevamente. Jamás hirió a un rebelde.

Ayar Auca, el tercero, era la fuerza reflexiva y calculadora. Tenía el culto de las armas; él combinaba los combates, indicaba las rutas, ordenaba los desfiles, cuidaba las armas. La justicia no tenía dominio en su espíritu; sabía que a veces era necesario prescindir de ella para asegurar más altos fines. Su mano férrea guiaba a las huestes incaicas por la línea donde era necesario pasar, aunque para ello marchitara sembríos bajo sus pies. Cuando, al cruzar un valle, encontraban obstáculos, sementeras y algunas veces casuchas de gentes sencillas y pacíficas, él arrasaba todo para abrirse paso, desafiando los consejos de Ayar Uchu para no matar los árboles ni dañar la ajena heredad. Gustaba siempre de tener las armas listas para el combate, así en los azarosos como en los días de sosiego. Sabía que el valor es el arma más temible en los combates, pero no olvidaba que las flechas debían hacer blanco y los dardos tener filo y ponzoña.

Ayar Cachi, el más joven, era la juventud irreflexiva y audaz. Apasionado y violento, generoso y pródigo, siempre dispuesto a la lucha y al combate, era él quien domeñaba a los pumas y a los cóndores. Detrás de él marchaba suelto un par de pumas, musculosos, flexibles y elásticos. Gustaba de luchar con las fieras y ejercitar con ellas su fuerza, don que había recibido del Sol. Con su honda arrojaba piedras que decapitaban montes, y abrían quebradas hondas. Desdeñaba las riquezas, pero le gustaba poseerlas para regalarlas. Amaba el poder y la sumisión de sus siervos. Creíase capaz de todas las empresas. Cantando, dueño de sí, seguro de su fuerza, iba con sus leones por los valles amenos. Defendía a los débiles, castigaba a los soberbios, era el primero en los combates. Soñaba con llegar a la colina deparada por el Sol, y ser el dueño de las más bellas mujeres, tener los más grandes tesoros, los más hábiles siervos, los más vistosos trajes. ¡Era la juventud! En él se reflejaba la más noble alegría del Sol, la más pujante virilidad, la más pura belleza.

Las siete mujeres eran el acopio de las virtudes, pero sobresalían entre ellas, Mama Ojllo, la laboriosa y discreta; Mama Guaco, audaz y temeraria; Mama Ipacura, por su conmovedora abnegación; y Mama Ragua, apasionada y triste.

La comitiva de las cuatro parejas caminaba en silencio a través de las abras y de los precipicios y de los llanos y de las cordilleras. A veces la lluvia detenía su paso; otras, el Sol se recreaba en sus arreos multicolores. Un día llegaron al cerro de Guanacancha, cuando el Sol declinaba. El cielo habíase encendido con una suave coloración que se acrecentaba por instantes. Jamás ellos habían visto más espléndido cielo. Ascendieron a la cumbre. Ayar Manco reunió al pueblo y le dijo:

–Veamos descender de su solio a nuestro padre y cantemos una oración para que nos proteja...

En la planicie, los peregrinos rodearon a Manco. A la derecha estaba Ayar Cachi con los jóvenes; a la izquierda, Ayar Uchu con las mozas y algunos mancebos; delante de todos se colocó Ayar Auca. Todo el pueblo rodeó a los hermanos elegidos. Surgían del conjunto policromo las nobles e inquietas cabezas de los llamas. Preso en las manos de Ayar Cachi abría sus enormes alas un cóndor, y a los pies del arrojado, los dos pumas, cruzadas las patas delanteras, miraban profundamente el Sol, que, occiduo, iluminaba de oro aquel grupo silencioso. En pie todos los peregrinos, alzaron los brazos al Sol y entonaron el sagrado himno que había compuesto Ayar Uchu.

Y aquella noche, oculto el Sol, descansaron por primera vez los fundadores del Imperio. En sus sueños vieron áureos desfiles de guerreros, calles de piedra en las cuales se elevaban palacios magníficos, fortalezas inaccesibles, pueblos sometidos, innúmeros rebaños, fiestas en las cuales al ritmo de danzas melancólicas giraban armoniosos los duros cuerpos de las jóvenes. Soñaban otros con sangrientos combates, con victorias y botines. Aquéllos con fiestas que presidía el Sol. Ayar Auca soñó que el Imperio era invadido por enemigos fuertes; y en medio de su sueño, en la paz de la colina, extendió los brazos y apretó las armas contra su corazón. Mama Ragua suspiraba dormida; a unos pasos, sobre una saliente, sonaba, en voz baja, la quena de Ayar Uchu y, en el centro de la colina donde reposaban Ayar Manco y Mama Ojllo, sonaron besos de pasión

Los cóndores hacían coronas en el cielo y tendían sobre la cima y sobre el pueblo elegido sus alas dominadoras.

Al amanecer, el pueblo se levantó y se desgranó en el llano. Los días fueron sucediéndose. Los emigrantes caminaban febrilmente. De vez en cuando veíanse obligados a detenerse para sostener combates y reducir rebeldes. Pero emprendían de nuevo la marcha dejando detrás de sí cadáveres o trayendo nuevos sumisos. A cada jornada deteníanse los hombres de bronce y antes de la puesta del Sol invocaban al padre de la raza. Avanzaba Ayar Manco con el indi en la mano, y con la barra de oro tocaba el suelo repetidas veces, buscando el lugar elegido. La barra no se hundía. Era necesario seguir adelante hasta que se operase el prodigio. Entonces reposaban, para iniciar al día siguiente su peregrinación. Así llegaron, mucho tiempo después, a Tampuquiro. Allí detuviéronse algún tiempo en el clima suave y apacible. Mama Ojllo no era ya la animosa mujer de los primeros días, y había tardes en las que, pensativa, recostada en las telas suaves de las alpacas, hablaba largamente con Ayar Manco. Una mañana, al salir el Sol, ante la noble gente reunida, Ayar Manco abrió la puerta de su cabaña, en el cerro de Tampuquiro y elevó, en las manos, hacia el Sol, un niño, sobre cuyo ropaje el indi se posó. El niño fue Sinchi Roca, el heredero.

Pocos días después, cuando Mama Ojllo pudo caminar con el ánimo de los primeros días, iniciaron de nuevo la marcha y llegaron, muchos soles después, a Pallata. En Pallata, cuando hacía mucho tiempo de la salida de Pacarejtampu, y cuando los niños que habían salido en el regazo de las madres eran ya capaces de caminar delante de los soldados y de juguetear con los pumas de Ayar Cachi, encontráronse con una tribu fuerte y aguerrida, bárbara y sanguinaria. Cuando los conquistadores llegaron, los bárbaros celebraban un festín danzando al redor de una hoguera donde se embriagaban con el olor nauseabundo y penetrante de un cadáver tostado en las llamas. Atada sobre un tronco de árboles estaba una moza y en sus pies ardía el fuego de una hoguera. Era una cautiva y daba gritos fuertes, agudos y dolorosos. Al ver a los hijos del Sol detuvieron la fiesta para lanzarse sobre ellos, cogieron sus armas y atacaron. Ayar Cachi quiso lanzarse sobre ellos, pero Manco lo detuvo:

–No mates, hermano; déjame ir donde ellos...

Avanzó Ayar Manco, entre las flechas, algunas de las cuales atravesaron su vestido y la más fuerte se quebró en dos en su pecho; otra llegó más cruel a herirle el brazo, y manó sangre. Pero Ayar Manco avanzó. A despecho de su herida y sin dolerse de ella, entre las flechas que caían sobre él, llegó hasta donde la moza gemía. Los soldados en tanto acercábanse a cierta distancia, y ante la audacia de Manco, los bárbaros se detuvieron con curiosidad. ¿Quién era ese hombre que desdeñaba las flechas y ahora se detenía para desligar a la cautiva y curar sus llagas, mientras la sangre corría por su brazo fuerte?... Ayar Manco rasgó su túnica y con ella ató los pies de la muchacha, en tanto que ella decía.

–Tengo hambre, taita... Mátame si quieres, pero dame de beber...

–Mi padre el Sol -díjole Manco- me manda darte mi cancha y mi chicha. Bebe...

Y sacó de su bolsa la cancha y llamó a un siervo y ofreció con sus manos de beber a la cautiva. Los bárbaros estaban atónitos. Manco se dirigió a ellos y les dijo:

–¿Por qué matáis?... Yo no os haré daño. Yo puedo mataros a todos, puedo echar hacia vosotros los pumas, y puedo daros de cebo a mis cóndores... Pero vosotros sois mis hermanos, porque yo soy hijo del Sol que es el Padre del Mundo... Seguidme, o moriréis... Yo os defenderé porque sois mis hermanos, pero os mataré si sois mis enemigos...

Pero en el fondo del valle, lejos de Manco, estaba Ayar Cachi con los suyos dando guerra a los que no se habían apercibido. Y una voz ronca gritó desde lejos:

–¡Huayñuy! ¡Huayñuy! -¡Victoria! ¡Victoria!

Era Ayar Cachi que vencía al jefe de la tribu. Y una voz ronca gritó:

–¡Maldito seas, Ayar Cachi! ¡Maldito en nombre del puma, y de la serpiente, y del rayo, y del río, y de la araña y del sapo! ¡Maldito seas en nombre del sapo!... ¡Tú serás vencido!... ¡Serás vencido!

Ayar Cachi apareció, trayendo en la mano la cabeza del jefe rebelde y tras él, atada, a la hija.

Los conquistadores fueron seguidos por todos los de Pallata, a quienes se encargó Ayar Cachi de afeccionar y Ayar Auca de adiestrar en las armas. Así llegaron una mañana a Huaysquisrro, donde Ayar Cachi pensó en separarse del cortejo. Él quería avasallar a todos los pueblos e ir con su honda poderosa por los llanos y montes. Transformar la tierra que él creía mal distribuida. Echar abajo los montes y llenar con ellos las quebradas y hacer de la tierra una sola extensión llana y fértil. Pensaba luego en reunir a todos sus vencidos y levantar una gran ciudad de piedra con un templo para el Sol y con palacios y jardines. Y quería ser el único amo. Sentía que su espíritu era para dominar; tenía impaciencias violentas. Creía que sus hermanos no llegarían nunca a fundar el Imperio. Una vez había propuesto a Ayar Manco fundar el Imperio en cualquier valle, sin esperar encontrar el sitio donde se hundiera la barreta de oro. Desesperaba de la lentitud de la conquista, sentíase oprimido con las leyes y métodos de sus hermanos y con estar sujeto a ellas. Él deseaba hacer todo en el momento de concebirlo. No quería obedecer las leyes sino imponerlas. Matar rebeldes, perdonar infelices, tener riquezas y darlas a los siervos y a las mozas, dominar el mundo y hacerlo a su guisa, lleno de rebaños, de riquezas, de mujeres y de siervos. Era el más joven de los cuatro hermanos.

Pero los hermanos no pensaban así. Ellos veían que muchas veces cubría los valles fecundos donde era menester alimentarse. Y a veces dominaba a los rebeldes, pero muchas otras desposeía a labradores apacibles y sencillos, y detrás de él iba quedando un clamor de odios y de tristezas, y también de amores y de gratitudes. Además, Ayar Cachi no pensaba nunca en que un día podía faltarle esa fuerza extraordinaria y no sabía que ese era un don del Sol, pero, como todos, perecedero.

Un día presentóse Ayar Cachi a los tres hermanos y les dijo lo que pensaba. Y los tres hermanos escucharon. Ayar Manco y Ayar Auca tuvieron después un consejo, y acordaron que Ayar Cachi era peligroso para la conquista. Y al día siguiente, al amanecer, ambos llamaron a Ayar Cachi y Ayar Manco le dijo:

–Hermano, en Capajtojo, allá en Pacarejtampu, el cerro de las tres ventanas, de donde salimos, se nos han quedado los vasos de oro. Tú sabes que no podemos seguir adelante sin los topacusi, porque ya se acerca el lugar elegido para la fundación del Imperio. Además nos hemos olvidado de tener el napa, que es nuestra insignia de señores. ¿Qué haremos si llegando al lugar que nuestro padre nos depara nos encontramos sin los topacusi y sin el napa, el llama blanco de gualdrapas rojas, sin sus orejeras y su petral de oro?... Nuestra conquista sin esos sagrados atributos fracasará, y el Sol no nos dará protección. Ve, pues, Ayar Cachi hasta Capajtojo y por el bien de todos y del Sol, trae ambas cosas...

–No iré hasta Capajtojo, hermano -respondió Ayar Cachi, resuelto-. Con mi honda y mi hacha y mis dos pumas, conquistaré todos los Imperios...

–¡Hermano -dijo iracunda Mama Guaco- irás! Harás como se te ordena. ¿Un varón tan fuerte y esforzado como tú duda de ir a una comisión tan indispensable?... Por la boca de Manco te ordena el Sol... ¿De qué sirve a tu juventud tener el brazo fuerte si no tienes ley?...

Accedió Ayar Cachi y diéronle por compañero a Tampu Cachay, el más astuto de los guerreros. Pero antes de partir, Manco Cápaj llamó a Tampu Cachay y le dijo, grave y serenamente:

– Anda con él y vuelve solo...

Emprendieron animosos la vuelta. Ayar Cachi iba conversando alegremente con Tampu Cachay y éste lo escuchaba con tristeza. Por fin, llegaron a Tamputojo y Ayar Cachi entró en la cueva de las tres ventanas. En tanto, Tampu Cachay puso una piedra enorme en la puerta y sentóse en ella. A poco, Ayar Cachi dijo desde el fondo de la cueva:

–¡Aquí están los topacusi y aquí está el napa, Tampu Cachay! ¿Por qué has cerrado la puerta?

–La he cerrado para que no salgas, Ayar Cachi. ¡Allí te quedarás!...

–Ábreme la puerta, Tampu Cachay, o haré caer el cerro y te mataré...

–¡No te abriré la puerta, Ayar Cachi!...

Entonces comenzó a temblar el cerro ante el impulso de Ayar Cachi, pero la puerta no se abría...

–¡Tampu Cachay, traidor! Ábreme la puerta. Iremos a fundar un Imperio y yo te daré riqueza y siervos y rebaños... Ábreme la puerta, Tampu Cachay...

–No te abriré la puerta. Allí perecerás. Yo me voy ahora a reunir con el pueblo... ¡Adiós, Ayar Cachi!...

–¡Maldito seas, traidor! ¡Maldito seas! ¡El Sol, mi padre, te convierta en piedra! ¡Que tu semilla no se propague! ¡Traidor, traidor, traidor!...

Convirtióse en piedra Tampu Cachay: allí está todavía.

Y los hermanos Ayar siguieron su camino hacia el norte, hasta que llegaron a Quirirmata. De allí pasaron al cerro Guanacaure y allí acordaron declarar a Ayar Manco, por tener descendencia, jefe de la familia, y a Sinchi Roca su heredero. Aquella tarde vieron por primera vez el arco iris: aquélla era la palabra del Sol. Muy cerca debían estar ya del lugar elegido. Quisieron seguir adelante, pero se encontraron con un cerro que les cortaba el paso. Instintivamente dijeron todos:

–¡Quítalo del camino con tu honda, Ayar Cachi!

Pero nadie respondió. Ayar Cachi no estaba. ¿Quién iría a luchar? Porque sobre el cerro había una figura monstruosa que desafiaba. Ninguno de los guerreros avanzó. Echaron de menos al hermano poderoso y fuerte: él los habría salvado del peligro. Allí estuvieron largo tiempo. Pero Ayar Uchu, viendo que nadie proponía un camino y que las huestes se aprestaban a la lucha, quiso ir, él mismo, a luchar con el espíritu de la huaca.

–¿Quién va?...

–¿Quién va?...

–¿Quién va?...

Nadie respondió. Entonces Ayar Uchu, en un ímpetu, se puso de pie y fue. Luchó con el cerro y lo apartó del camino, pero quedó preso entre sus bloques de granito. Entonces dijo:

–Hermano Manco, no me olvides. Yo te he acompañado. Ya nada se opone a tu paso; allí en el valle está el lugar elegido. Recuérdame...

Manco Cápaj estableció allí la orden del Guarachico, y el cerro se llamó Ayar Uchu Guanacaure, en su recuerdo.

–¡Nosotros no te olvidaremos nunca, hermano Ayar Uchu! Sobre ese cerro se establecerá la orden de Guarachico para todos los de nuestra sangre, y ninguno podrá ser heredero del trono si no se ordena en el cerro junto a tu cuerpo.

La voz de Ayar Uchu no respondió, y el joven quedóse convertido en piedra. Sólo quedaban de los cuatro hermanos, Ayar Manco Cápaj y Ayar Auca. Éste se encargó de la guerra y Manco de la religión. Manco Cápaj, seguido de su corte, fue tocando con la barreta de oro la cumbre del Guancaure hasta que encontró un montículo donde la tierra era blanda como de barro y dijo:

–¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!

Rodeado de sus hermanos, sus tribus y rebaños, Manco Cápaj entonó el himno al Sol. Alzó en alto la barreta y la dejó caer sobre el montículo. La barra de oro se hundió aceleradamente en la tierra. Elevaron los brazos al Sol, que brillaba en el cenit con desusado fulgor.

Ayar Auca bajó al pueblo aquella tarde y alrededor suyo, medrosos, se agruparon los sencillos habitantes. Admiraron la rara belleza de sus trajes hilados de oro y la bruna palidez de sus armas. Algunos, tímidos, se mantenían a distancia. Ayar Auca les habló, les dijo que venía en nombre del Sol, y que si ellos estaban dispuestos a adorar al divino Padre, él se lo avisaría para que mandara a su hijo a fundar allí el gran Imperio.

–¿Y su hijo es como tú? -lo interrogaron.

–¿Quién puede ser como el Hijo del Sol? Él es luminoso, es hijo de la luz; si él quiere, se apaga el mundo; si quiere, lo ilumina. Mañana al clarear el día, yo vendré con el Hijo del Sol y vosotros, para convenceros, salid a verlo. Allí en lo alto del cerro Guanacaure, él aparecerá e iluminará el Mundo. Vosotros lo veréis... Ha traído una barreta de oro; su padre le dijo dándosela: "donde se hunda la barreta fundarás mi Imperio". Y allí en el cerro Guanacaure se ha hundido... Mañana la veréis...

Obsequió Ayar Auca armas y trajes a los sumisos y ascendió de nuevo, seguido de sus doce compañeros al cerro Guanacaure.

Muy de mañana, cuando la Naturaleza empezaba a despertar y de las sombras vacilantes comenzaban a destacarse los montes y las copas de los árboles, el pueblo se reunió en la gran pampa. Los padres alzaban a los hijos, hablándoles de la maravilla anunciadora, y los niños aguardaban absortos, con los ojos abiertos, el suceso fantástico. Había aquella mañana una inusitada alegría en el valle. De pronto, una vaga claridad se anunció detrás del cerro Guanacaure. Un nimbo opalino iba creciendo lentamente y por fin estalló en un golpe de luz. Entonces vieron, asombrados, la maravilla prometida. Sobre el cerro había un hombre cuyo cuerpo despedía rayos que cegaban la vista. Cambiantes reflejos se desprendían de su cuerpo divino. Arrojáronse al suelo las medrosas gentes y exclamaron:

–¡El Hijo del Sol, el Hijo de la Luz!... ¡El Hijo del Sol ha venido!

Una música jamás oída resonó en los aires, y a poco en la pampa, en la orilla derecha del arroyo que bañaba la aldea, apareció la tribu entera de los Incas inmigrantes, pueblo multicolor en que el oro, las plumas raras, las joyas magníficas y las armas poderosas resplandecían como en un incendio magnífico. Aquel lugar en que la tribu viajera se detuvo se llamó Josco, el centro.

Los fundadores se inclinaron ante Manco Capaj y éste puso un instante en manos de su hijo, el ave sagrada. Sinchi Roca miró al Sol de frente, y así se fundó el Imperio de los Incas.