Los héroes de la visera : 03
Primera parte - Capítulo III
Como un pelele envuelto en oro y seda, subió por los aires y luego cayó pesadamente, quedando de bruces en el suelo.
En la plaza entera vibró un grito de horror, y los espectadores, en pie, los ojos fijos en el cuerpo inanimado del torero y en la feroz apostura del toro, que a dos pasos de él escarbaba la tierra, siguieron jadeantes las peripecias del drama. Los demás matadores, los peones de brega y hasta los monos sabios intentaban llevarse al miureño inútilmente. La fiera daba unos pasos hacia ellos, o simplemente se libraba con una cabezada de los capotes que trataban de aturdirle, y luego volvía junto a su víctima.
De improviso sonó otro grito de espanto. La tragedia entraba en el momento álgido, y los concurrentes, galvanizados, dejaban sus asientos y se lanzaban hacia las barreras.
Mientras el toro casi sobre el cuerpo de su enemigo, los ojos inyectados de sangre y babeante el hocico, azotaba el suelo con impaciencia, el «Carreterito», que un momento antes yacía inanimado, alzábase lentamente. Como si no viese a su asesino, a pesar de los gritos de la asistencia y de sus mismos compañeros de lidia, puso primero una rodilla en tierra, y luego, con ciego esfuerzo, quedó en pie, frente a frente de la fiera.
Estaba muy pálido; sobre la frente lívida caía la dorada onda, y en las pupilas azules había una extraña transparencia de agonía. El traje, esmeralda, recamado de oro, le hacía más alto y delgado; espiritualizaba la figura, en que al parecer no quedaba otra huella de la cogida que la roja mancha de sangre, que se agrandaba poco a poco sobre la bordada pechera.
Había estado admirable. Desde que salió el primer miura, bravo, de fina lámina y afilados pitones, y Julián, tras de algunos floreos con el capote, terminó arrodillándose ante él, la idea unánime fue: «¡Aquí hay un torero!» ¡Vaya si lo había! Arte, valor, seguridad, vergüenza torera, todo eso y algo más se veía por arrobas en el novel diestro. Y los aplausos se sucedían sin cesar. La Nati, fastuosa en su mantón, cubierto de soberbios bordados y sus suntuosas joyas, se había vuelto a su amiga, atalayada a su lado en la grada, y había suspirado tristemente: -¡Lo he «perdío» para siempre!
Ahora, ante la asombrosa sangre fría del muchacho, que se alzaba sin prisas, desdeñoso para la fiereza de su adversario, el senado, entusiasmado, inició un aplauso. El toro alzó la fiera testuz y miró un momento a la grada, como si aquel aplauso a su agresor excitase su rabia. Ante el peligro que acarreaban a su ídolo, los entusiastas callaron, y un silencio de muerte, uno de esos agoreros silencios que preceden a las grandes catástrofes, descendió sobre la plaza.
Por un instante se vio tambalearse al torero, y al toro retroceder un paso para arrancar; los demás lidiadores, en un impulso generoso, se arrojaron a cubrir con sus cuerpos el de su compañero, y desde las barreras algunos aficionados llamaron a la fiera con el rojo reclamo de los capotes de brega. Entonces sucedió algo insólito; el «Carreterito», con ruda autoridad, a que obedecieron maquinalmente, apartó a los demás, inclinose rápido para recoger el estoque y plantose ante el cornúpeto.
De todas partes surgieron gritos de miedo, de lástima y de protesta. Las mujeres chillaban como locas, imploraban, gemían; los hombres increpaban a la presidencia, a los guardias, a los toreros; juraban, protestaban, escupían maldiciones, amenazas, groseras injurias. Aquello era un suicidio, un crimen. ¡Ladrones! ¡Canallas! ¡Bandidos! ¡Hijos de hiena! ¡Por envidia, ni más ni menos que por envidia, porque habían visto que aquél era un torero de verdad, y no una señorita pintamonas como ellos, que se acatarraban en cuanto el toro hacía ¡fú!, iban a dejar morir al pobre chico! ¿Y el presidente ¡ladrón!, para qué le pagaban si no era para impedir tales asesinatos?
Y se encaraban con el muchacho como si fuese su hijo, su hermano o un antiguo amigo, y le gritaban mil dicterios afectuosos, cordiales, animándole a retirarse.
Mientras tanto, y tras de dos o tres pases emocionantes, en que el afilado pitón arrancó algunos alamares de la chaquetilla, el diestro había cuadrado al toro. Ante la algazara volviose hacia los tendidos y envió a sus incógnitos amigos una sonrisa pálida, de agonizante. Estaba lívido; en el rostro cadavérico la nariz se agudizaba, los ojos se hundían en amoratados abismos y el pelo desrizado se apegotaba a la frente con el sudor. La roja mancha de la pechera agrandábase por instantes y el blanco plastrón se tornaba en púrpura.
Por fin, tras unos segundos de angustia infinita, arrancó el bruto, y Julián, tendiéndose sobre el morrillo, dejó una estocada hasta la cruz. Pero no se alzó ya; el toro, en un supremo esfuerzo de agonía, había engachado a su enemigo y lo arrojó por alto. El cuerpo del «Carreterito», abierto por el vientre, cayó pesadamente al suelo; allí el toro lo recogió aún, y elevándole por el muslo le paseó algunos pasos colgado del asta. Volvió a caer sobre la arena para allí quedar abandonado como un sangriento guiñapo. Todavía el miureño dio un paso hacia él; pero a su vez, como herido del rayo, rodó por el suelo.
Un clamoreo de espanto se alzó de barreras y tendidos; las hembras lloraban, gritaban, se desmayaban; los varones apostrofaban furibundos o se condolían de aquella espantosa cogida que, consagrando la faena de Julián, le colocaba entre los héroes.
La «Rubia», erguida, fatal, aterrada y victoriosa, con una especie de fatalista obsesión en que había de júbilo y de horror, se balanceaba entre la suprema dicha y la tristeza suprema y desafiaba a la Fatalidad mirándola cara a cara. El cabello erizado, los ojos enormemente abiertos por el espanto de la visión apocalíptica, los labios ensangrentados, clavó las uñas en el brazo de su amiga, y con risa epiléptica, que era llanto y era muerte y era locura, murmuró roncamente:
-¡Es mío! ¡Mío!
Las dos amigas, Nati vacilante unas veces como si acabase de recibir un mazazo en la cabeza, resuelta otras con la energía que le daba su desesperación; la Eugenia consoladora, procurando evitar un exabrupto por parte de la enloquecida enamorada, permanecían hacía ya más de una hora junto a la puerta de la enfermería, cuyo acceso les vedaba la consigna. Inútil que hubiesen tratado de sobornar a los empleados, inútil que diciéndose la esposa del diestro intentaron hablar con un médico. Hacían los facultativos de la plaza la primera cura, una cura tremebunda, que a ellos mismos, acostumbrados a tales espectáculos, ponía un escalofrío en las espaldas, al torero, que por milagro no había muerto, aunque esperaban que, a pesar de sus esfuerzos, se les quedase entre las manos de un momento a otro, y no podían ser interrumpidos por nadie.
Los empleados, ante las propinas, repartidas con esplendidez, y también ante la belleza de la «gachí» y su dolor, que parecía tan grande y tan sincero -¡no sólo de pan vive el hombre!-, la ofrecieron entrar a otra dependencia o a la capilla, para estar con más comodidad y desahogo; pero ella, bravía, temerosa de que la robasen también al moribundo, como la robaron al amado, cuando lleno de vida podía ser suyo, en nombre de aquella gloria que odiaba, se negó rotundamente a moverse de allí. Al principio algunas gentes, compasivas o curiosas, la hicieron compañía; pero pronto la querencia del sangriento espectáculo -¡que haya un cadáver más, qué importa al mundo!-, que seguía como si nada hubiese pasado, pudo más que lástimas y curiosidades y las dejaron solas. Al menor ruido la enamorada tendía el oído ansiosa, palpitando de angustia el corazón. Nada. De la plaza llegaba la algarabía de aplausos, de vivas, de denuestos; el cuarto misterioso permanecía envuelto en el silencio.
Al fin se abrió la puerta, y triste y cariacontecido surgió Cayetano. La «Rubia» se precipitó a su encuentro.
-¿Julián?... -interrogó ansiosa.
El otro tuvo un gesto desolado por toda respuesta.
-¡Muerto! -interrogó temblando.
Por fin habló el banderillero.
-Como muerto, no lo está, pero está «jecho triza».
-¿Pero vivirá? -y la infeliz ponía en sus palabras una ansiedad inmensa, hecha de esperanza y desconsuelo.
-¡Vaya «usté» a saber! Ahora está «mu» grave, con unas heridas «asín» -y con los dedos dibujaba aberturas hiperbólicas-, y «icen» los «meicos» que lo mismo «pué» morirse ahora que vivir.
En el rostro de la hembra brilló un chispazo de esperanza.
-¡Vivirá!
-Eso sólo Dios lo sabe. ¡Ojalá pudiera uno...! -y había en las palabras del maletilla no sé qué sincero y cordial deseo de sacrificarse.
La Nati le estrechó la mano con transporte de simpatía. Entonces él fue más locuaz. Al herido le acababan de hacer la primera cura. Tenía, aparte de contusiones y varetazos, tres heridas muy graves. Una en el pecho -la primera-, otra en el vientre, por la que se le veía «too el interior de adentro», y la peor en el muslo, una herida terrible, por la que cabía el puño, y que probablemente, en el caso, harto problemático, de salvarse, le dejaría inútil para el oficio. Ahora parecía más tranquilo; no había recobrado el «sentío» y se quejaba débilmente. A las siete le trasladarían a su casa o al Hospital.
Una idea brilló como un relámpago en la imaginación de la Nati. ¡Suyo! ¡Suyo para siempre, no teniendo que luchar más que con la muerte!
Nerviosa, impaciente, sin acabar las frases, atropellando unas palabras a otras, unas veces con ansiedades de suplicio, otras con fulgores de esperanza, expuso su idea. Cayetano la escuchaba perplejo; ella le envolvía en la dulzura musical de sus palabras; le acariciaba con los ojos, con la sonrisa, bañada en llanto; le cogía las manos, se las estrechaba suavemente; imploraba, mimaba, ofrecía.
-¡Cayetano! ¡Chiquillo! ¡Sé bueno! ¡Si así haces un bien, un bien a los dos: a él y a mí! Anda, ¿qué te importa? ¿Dónde estará Julián mejor que en mi casa?
-¡Lo que es por eso!...
-¡Claro, hombre! ¡Conmigo nada le ha de faltar: comodidades, médicos, medicinas, lo mejor!... ¡Pues y «er» cariño!... ¡Anda, chaval!...
-Pero los «meicos»... -objetó él, batiéndose en las últimas trincheras.
-¡Bah! -despreció ella, optimista-. ¿A ellos qué les importa? Tú les dices que Julián vive conmigo, que estoy pero que «mu» bien, que «na» le va a faltar...
Él cedió.
-Yo haré lo que «puea».
La «Rubia», victoriosa, intentó deslizar dos billetes de a cien en la mano de su amigo.
-Toma, «pa» el coche.
Pero él tuvo un rasgo de desprendimiento, digno de un Bayardo con coleta:
-¡Quita ahí! Yo lo hago porque «sus» quiero «a lo do», porque «pa» mí el Julián es «mismamente» un hermano, y sé que contigo le ha de «dir mu bien».
Ella, enternecida, le estrechó la mano con fuerza.
-¡Gracias, chiquillo! Si alguna vez me necesitas, por la gloria de mi «mare» que antes paso hambre que dejarte mal!