Los guiños del pasado


ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO

LOS GUIÑOS DEL
PASADO

Primera Edición 2009


©Copyright
Antonio Domínguez Hidalgo
Insurgentes Norte 1917.
México, D. F. C. P. 07010




Esta edición y sus características son propiedad de EDICIONES del TEATRINO, S.A. DE C. V.
Moctezuma 6. Sta. Isabel Tola, México, D. F.


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IMPRESO EN MEXICO
PRINTED IN MEXICO




LOS GUIÑOS DEL PASADO

I
El día anterior Pedro había venido a visitarla y le había traído un ramo de rosas tan abundante como los sentimientos amorosos que desde hacía tiempo le profesaba. Cristina era tan franca como honesta y él temía un encuentro impredecible. Nunca se adivinaba si sus reacciones eran las esperadas. A más de uno había dejado con un palmo en la nariz y los descolones que daba, no eran para continuar su trato. Se había ganado a pulso y con evidencias, una fama de inaccesible.
Yo jamás permitiré que quieran burlarse de mí. En realidad, me basto y sobro para ser una mujer independiente. Tengo una profesión, un buen trabajo y unos padres que me apoyan en todas mis decisiones, pues saben que todo lo que realizo, no lo hago al azar, sino bien meditado. Acaso por eso, tengo una vida firme y sin titubeos. Solía decir tanto a su familia como a sus amistades. Su madre lo confirmaba reiterativa: Le sacó el genio a su abuela paterna que quién sabe también de dónde lo habría heredado. Era tan precavida como claridosa.
-Le gustarán.- pensó él.
El momento era el apropiado para demostrar el inmenso amor que le tenía, pero aún así, dudaba de su aceptación. Era como enfrentarse con aquella mujer brava de los cuentos del Conde Lucanor.
No obstante, cuando ella lo vio, sonrió y tuvo un ligero color de vergüenza en sus mejillas. Le dio un beso de amigo y Pedro se sintió arrebatado. El ramo de rosas temblaba en sus manos.
-Te he traído el símbolo de lo que siento por ti. -Dijo él y ella contestó asombrando los prejuicios:
-El destino parece ligarnos y esto me hace feliz, pues algo, presiento, nos quiere unir para siempre. En esto estaban cuando apareció el padre de ella e interrumpió el continuo de un romance. Él era un hombre maduro de rostro serio, como los aristócratas de antaño, pero amable.
-¿Quién es el joven, hija?- preguntó con cierta altivez el progenitor.
-Él es Pedro; de quien te había hablado.
El padre lo miró de fijo como explorándolo y sonrió. El joven saludó gentil y le dijo emocionado:
-Señor, perdone el atrevimiento; pero no quiero dejar pasar esta oportunidad de mostrar la honestidad de mi acercamiento a su hija; la pretendo para casarme con ella, pues desde hace tiempo la amo con devoción. Por eso he venido hoy a verla para hablar con usted.- Así, de sopetón lanzó su breve y nerviosa perorata.
El padre de Cristina, sin hacer ningún gesto de desaprobación o de agrado, sereno, contestó:
-Pase a la sala, mientras le hablo a mi esposa para conversar sobre esta situación.
Apenas Pedro se había sentado en el cómodo sofá, cuando una señora de edad semejante a la del padre, apareció con una faz iluminada de felicidad.
-Mucho gusto joven. ¿O podría llamarle ya, el hijo que esperaba?- El padre al fin sonrió con un gesto de satisfacción y después de una de esas largas charlas de petición, de promesas y de futuros, Pedro fue aceptado y con él, el ramo de rosas fue colocado en un lindo florero de cristal cortado.

II
(-Salgamos de la ciudad. Te lo pido. Quiero estar a solas contigo en medio de la naturaleza. Nuestro aburrimiento urbano se extinguirá por el campo en primavera. La tranquilidad silvestre vitalizará nuestra alegría con sus paisajes en transformación constante. Quizás una golondrina levante el vuelo y algún arroyo modulará su murmullo de monótonas sirenas. Las arboledas nos ofrecerán el regazo fragante de su exuberancia verde y las flores nos harán olvidar, con sus perfumes, el encierro capitalino. ¡Qué plenitud bucólica! ¡Qué distantes el esmog y los escándalos! Vayamos pronto. Allá encontraremos la libertad del silencio. ¿En dónde más podríamos hallarlo?)
Cristina a iba recordando las palabras que Pedro le había dicho. El automóvil se desplazaba entre las curvas de la montaña. Ella veía por la ventanilla la majestuosa mole del volcán Popocatépetl. ¡Qué imponente! Sentía una profunda serenidad. Pedro iba feliz. (Aceptará ser mi esposa.) Cristina parecía corresponderle en sus sentimientos. ¡Al fin solos! ¿Quién nos podrá interrumpir? Pensaba además, en lo maravillosas que iban a ser estas vacaciones en el campo. Había llegado la tranquilidad esperada. El amor parecía sonreírle.
Adiós los tediosos días de oficina. El escándalo del tránsito citadino había quedado lejos. Ojalá que esto fuera eterno. Las manos ágiles de Pedro controlaban el volante con habilidad. Silbaba una melodía de amor. Ella se dejaba seducir por el espléndido verdor de las montañas. Pedro imaginaba el desenlace de aquello. Vamos más rápido…

III
  La tarde había caído y el clima refrescaba. Unos enormes nubarrones negros que parecían serpientes dando vuelcos terribles en el cielo, se veían impresionantes. A lo lejos unos tremendos relámpagos presagiaban un diluvio que en aquellos montes de Río Frío resultaría estrepitoso, pero emocionante para el apasionado abrazo que se daba Cristina y Pedro, antes de entrar en aquella cabaña que él había comprado en su afán de escapar de la urbe. En medio del bosque y de sus altísimos pinos, la casona se veía acogedora.
Hecha de piedra volcánica, adornada con fuertes tablones de madera, no parecía tan antigua, sin embargo, había sido construida allá en los principios del siglo XIX y se rumoraba que había sido propiedad del famoso bandido Evaristo, cruel asesino de aquellos años que controló, aliado a un conocido y poderoso general ubicado en el gobierno de entonces, a los tristemente conocidos asaltantes de esa época y de ese lugar. Evaristo había matado a su mujer para deshacerse de ella y no tener a nadie como testigo de sus crímenes. Cuando lo apresaron y condenaron a morir, dicen que gritó: ¡Volveré para vengarme siempre!
Después de un largo y romántico beso Pedro abrió la puerta de la casona y convidó a que pasara Cristina. En ese instante, ella sintió algo extraño que la hizo titubear y dudó en dar un paso más. Un presentimiento la invadió, pero pronto se repuso al ver la galanura de su amado que insistía en que entrara para ver lo maravilloso del interior. Respiró con alivio y pensando que era una locura aquello que imaginó, entró feliz. Al ver el rústico interior, quedó asombrada al mirar tantas antigüedades allí reunidas.

IV
La cabaña se veía impresionante desde lejos, pues con sus dos pisos de altura, su tejado de doble agua y unos torreones de maciza piedra volcánica, la hacían parecer a aquellas viejas mansiones de la época virreinal. El imponente portón ante el cual Cristina se había detenido y asustado, parecía la de un misterioso palacete. Ella se preguntaba cómo le habría hecho Pedro para adquirirlo, pues su sueldo no era, como quien dice, espléndido. Sin embargo, no podía ser tan reducido como para no efectuar algunos gastos de lujo que Pedro se daba, pues era fama que le gustaba darse la gran vida.
Solo en la ciudad, pues sus familiares radicaban en Boston, no tenía más compañía que algunos conocidos del trabajo. Sin embargo, desde que había sido presentado a Cristina en aquella fiesta, había sentido una atracción especial por ella y la cortejaba. La chica no se hacía del rogar, pues Pedro no era de mal ver y su talante bien vestido y educado, le daba un atractivo que a Cristina le iba pareciendo cada vez más irresistible.
Por otro lado, Pedro recibía mensualmente una cantidad apreciable en dólares que le enviaba su padre, producto del exitoso negocio de comida mexicana que su progenitor había fundado en compañía de la madre de Pedro y tres de sus hermanas. El Orgullo de México era el afamado nombre de su restaurante que lo tenía al borde de la riqueza. Pedro nunca quiso ir para allá, pues le molestaba que por culpa de la venta de antojos, sus familiares lo hubieran abandonado a su suerte. No obstante, nunca rechazó la ayuda que le enviaban para permitirse esos famosos lujos de los que se rumoraba. Así se compró aquella casona. No sospechaba siquiera lo que iba a acontecer…

V
Había comenzado a llover y la tormenta parecía infinita. La noche se había puesto como una verdadera cueva de lobos. Nada se veía. El viento soplaba como queriendo arrasarlo todo. Los relámpagos y sus truenos habían pasado del instante en que alegran el momento de dormir, al susto de los rayos que caían sobre algunos árboles y los derrumbaban. Pedro había sacado de su servibar una botella de un finísimo champán y lo había descorchado con elegancia. Ella estaba fascinada con las finas y caballerosas atenciones de su amigo. De pronto se escuchó que el portón se abría y pisadas estruendosas de hombres que entraban. Pedro se alarmó y se asomó al vestíbulo, pero nada vio. Un grito espeluznante se oyó a sus espaldas y volteó alarmado. Era Cristina que se veía amenazada por tres facinerosos con daga en mano. Pedro corrió hasta un mueble y sacó una pistola de grueso calibre. No pudo disparar porque había quedado atorada. Los rayos de la tormenta permitieron ver el rostro de los asaltantes y tanto Cristina, que se desmayaba, como Pedro, fueron testigos de algo aterrante: los tres asesinos era esqueletos y sus ojos refulgían centellantes. La voz cavernosa de uno se escuchó:
-Soy Evaristo y he venido a vengarme. Esta casa es mía y nadie debe habitarla, sólo yo y mis bandidos de Río Frío.-
Pedro no sabía qué hacer. Cristina yacía tendida como muerta en el piso. Una medalla con el Arcángel Miguel labrado en ella, asomaba por su pecho que apenas se le veía respirar...

VI
Sin duda Cristina nunca olvidaría la tarde aquella en que Pedro la llevó a su cabaña de campo; fue terrible; un caso para recordarse siempre. Aún le parecía estar viviéndolo, pues no obstante de encontrarse a salvo en la ciudad, un miedo la invadía; le corroía el alma y no la dejaba tranquila. En su mente desfilaban imágenes que hubiera querido olvidar; no haberlas experimentado nunca.
Cuando recuperó el sentido, había amanecido y el cielo lucía de un color tan azul como recién lavado; propio de esos lugares boscosos cuando llueve. Intentaba recordar, pero un temblor la estremecía. De pronto vio a Pedro que yacía en el vestíbulo como muerto. Pegó un grito y llorando fue a verlo; lo movió con fuerzas, mas nada. Fue hasta la cocineta y tomó temblando de nervios un jarrón que contenía agua; se veía tan clara y tan fresca. Regresó hasta el cuerpo inerte de su amigo y le comenzó a rociar en el cuerpo. Pronto el joven dio muestras de volver en sí y al abrir los ojos, lo primero que preguntó fue:
-¿Estas bien mi amor? ¿Qué ha pasado? - Cristina no advirtió por la emoción el cariñoso apelativo que Pedro le otorgaba y le respondió.
-Creo que bien; sólo muy asustada. Vámonos de inmediato.
-¿Qué visión horrenda tuvimos anoche? ¿También tú la viste o únicamente fue mi imaginación.
-No Pedro. Yo vi a tres espectros que me querían asesinar y me desmayé alcanzando a afianzarme de esta medallita sagrada que me dio mi bisabuela antes de morir hace quince años. Ella me dijo que nunca me la desprendiera pues me salvaría en momentos de peligro.
Pedro se puso en pie y tomando del brazo a Cristina, viendo como precavido a todos lados, salieron apresurados de la casona rumbo al auto estacionado frente a ella. Subieron rápidamente y Pedro intentó ponerlo en marcha, pero no funcionó. Era como si se le hubiera bajado la batería. Entonces buscó su celular y comprobó que servía. Marcó el número de uno de sus amigos de confianza, pero no le contestó. Lo único que pudo hacer fue dejarle un mensaje de auxilio porque era el solo modo de encontrar ayuda. ¿Cómo saldrían de allí sin que los sorprendiera nuevamente la noche?

VII
Nadie aparecía en aquella zona boscosa de la montaña y tanto Pedro como Cristina se desesperaban. No era posible que en pleno siglo veintiuno pudieran estar sucediendo estos hecho, pero eran evidentes. Algo había que hacer pues el día avanzaba. Por comer no había preocupación ya que ni hambre sentían. Tal era su preocupación. Sin embargo, Pedro le dijo a Cristina algo que la consoló:
- Antes de que nos pase algo en esta noche, si no logramos escapar, debes saber que te amo.- Ella lo miró con ternura y lo abrazó y le dio un beso tan amoroso que él se sintió fortalecido y dispuesto a enfrentar todos los peligros del mundo.
- Nos amamos y el amor nos hará fuertes pues esta medallita, estoy segura, que nos protegerá.
La llamada nunca llegó por más que Pedro insistía; no había línea y el auto seguía sin poder funcionar. La noche estaba cada ve más próxima y el miedo… crecía en Cristina.
-¿Qué nos va a pasar…?- llorando angustiada se aferraba a su amado y le preguntaba casi con desesperación. Ahora que la felicidad estaba tan cercana, no podía disfrutarla. Y pensar que ella creyó que al fin Pedro… Pero no había sido posible. Había dado por hecho algo que…
-No te preocupes mi amor. - le respondía cariñoso. Si no podemos salir de aquí, los esperaremos… Sabemos que sólo vienen de noche y… Ignoro cómo pero… - y se notaba también su preocupación.
-No sé por qué… mas yo confío en mi medalla. Mi bisabuela, entre tantas historias espeluznantes de su época que nos narraba, trataba de convencerme de estar preparada para esos casos... Ella había nacido a fines del siglo XIX y alcanzó a oír lo que a su vez su abuela le decía que su abuela le contaba: leyendas del México virreinal. Desde la historia del indio triste hasta la Mulata de Córdoba; del Callejón del muerto hasta la calle de Don Juan Manuel; de la mujer herrada por traidora hasta la Llorona que… A mí me divertían mucho, porque nunca las creí; no me daban miedo cuando mi bisa las contaba, aunque a decir verdad, a veces en las noches… ¡Ay, pero para qué recordar! Cuando mi bisabuela agonizaba me dijo con lágrimas en los ojos que yo era una descreída como todos los jóvenes de hoy, sin embargo, ella me donaba su medalla protectora para cuando tuviera que creer…
De pronto Cristina dijo:
-¡Tengo una idea!
-¿Cuál?- Pedro respondió curioso, entre sus nervios.
-Es lo siguiente amor mío: Ayer pudieron matarnos, pero no lo hicieron. ¿Dónde quedó lo despiadado de sus amenazas? Creo que en realidad lo que nos salvó fue la medalla que sobresalió de mi cuello. En verdad es protectora. Mi bisabuela afirmaba que a todos los que la poseyeron, de mis antepasados, se libraron de enormes peligros: contagios, pestes, asaltos, balaceras, calumnias, robos.
Mi abuela confirmó todo eso cuando abrió el baúl donde mi bisa guardaba sus recuerdos y reliquias. Fueron apareciendo muchos objetos curiosos: un medallón de la época de Maximiliano; un pañuelo que tenía las iniciales de Manuel Payno; unas fotografías de mi abuelo junto con Pancho Villa y muchas cosas más, pero sobre todo, una carta donde se revelaba un secreto de familia que la tatarabuela de mi bisabuela había conservado…
-¿Por qué callas, Cristina?-
-Porque acabo de recordar que si es cierto todo esto, yo soy descendiente de Cecilia, una frutera que causó la desgracia, no sólo de Evaristo, sino de todos los Bandidos de Río Frío y de su gran jefe: Juan Yáñez. Por eso el fantasma y sus secuaces clamaban venganza. Me habían aguardado casi dos siglos y sus espíritus no pueden descansar hasta que alguien los libere de la atadura terrenal: Yo soy esa llave. Si me matan quedarían para siempre prisioneros de su castigo. Conclusión: esperémoslos con valentía.

VIII
Nuevamente una tormenta se avecinaba. Cristina y Pedro se encontraban aislados en medio de aquella montaña; recluidos en la esperanza de encontrar la salvación, según había dicho su amada, en la medalla protectora que había heredado de su, quién sabe qué grado familiar tenía, Cecilia. ¿Habría sido su tía, su tatarabuela, la cuñada de su bisabuela o acaso la madre de la abuela de su bisabuela? Lo ignoraba, pero confiaba en un milagro.
Pedro, que se veía cansado, no dejaba de acariciar con ternura a Cristina, tan bella como era. La miraba y veía su piel tan tersa, su negra mirada, sus labios carnosos, que tenían un leve temblor, y su hermosa cabellera color castaño. Si hubiera pensado lo que les iba a acontecer, nunca lo hubiera creído. No obstante, allí estaban, aguardando pues, la hora del terror que se iba acercando lentamente. La oscuridad se hacía más densa y los truenos y relámpagos arreciaban a cada instante.
Cristina, a estas alturas, ya había recorrido aquella cabaña o rústica mansión, aunque no sabía con precisión cómo denominarla, porque a la vez que parecía modesta, despedía un lugareño gusto al México romántico del siglo XIX; algo de lujo se veían en ella: pinturas del Popocatépetl y la Iztaccíhuatl, losa y jarrones de Talavera poblana, sillas de cedro, mesa decorada con un mantel tejido en San Juan de los Lagos, cortinas de seda, tapetes de Tlaxcala y lámparas de bronce. En la única recámara se veía una brillante cama de latón de alto nicho que le daba una recatada suntuosidad, alegre, y a la vez, discreta.
La tempestad se incrementó agigantada. Relámpagos, truenos, ráfagas de aire, aullidos, hacían el coro a un nuevo diluvio en la montaña. De pronto se escuchó el ruido del portón… Cristina corrió a abrazar a Pedro y éste la estrechó como nunca en sus brazos. Ella tomaba trémula la medalla pendiente de su cuello y parecía mostrarla a algo desconocido. Tres sombras aparecieron de pronto en el vestíbulo y se escucharon más cercanos los lúgubres aullidos de los coyotes que parecían haber olfateado la proximidad de carne fresca…
Pedro apretó a Cristina suave, pero firmemente. Los espectros de los tres esqueletos vestidos a la usanza de los chinacos de México, en el siglo XIX, se veían aterrantes, pero a la vez ridículos. La voz cavernosa del que se nombraba Evaristo se dirigió a Cristina diciéndole:
-Por tu culpa nos atraparon, desgraciada. Ahora la vas a pagar Cecilia…
Cuando Cristina escuchó aquel nombre, comentó aterrada a Pedro:
-Cree que soy Cecilia, aquella de la cual te había hablado que fue mi familiar. Sin duda me parezco a ella. - y sacando valor de quién sabe dónde, Cristina se encaró al fantasma que empuñaba una tremenda daga, aunque en realidad no existía tal objeto; sólo era una apariencia fantasmal. Ella lo había descubierto cuando la apuñalaban en vano en el primer encuentro. Para los asesinos era real, sin embargo, todo era una simple alucinación que el miedo hacía parecer verdadera. - ¡Yo no soy Cecilia! Me confundes, espectro infernal. Han pasado doscientos años de tus crímenes y tu condena ahora es eterna.
Los otros dos delincuentes se miraban asombrados ante la osadía de aquella Cecilia que decía no ser tal mujer y que, no obstante, se comportaba como lo había hecho la frutera que era un real mujer, valiente y franca, que los había dominado junto con sus criadas.
Entonces Cristina, ante los ojos incrédulos de Pedro, que sintió palpitar más amor por ella, mostró decidida al engendro demoníaco la medalla protectora y le gritó:
-Vade retro, te lo ordeno. Potente soy y Dios me protege con esta medalla milagrosa. Dilúyete en el infinito y descansa para siempre. Yo te perdono en nombre de todas tus víctimas.
Una estridencia de lamentos se escuchó por todos los ámbitos de la montaña y pareció que los asesinados por los bandidos de Río Frío, encontraban la luz que los relámpagos del aguacero les ofrecían y a ellos se adherían. Evaristo hizo un rictus de inmensa furia, mezclada con dolor, y se esfumó junto con sus compañeros dando un alarido aterrante.
Repuestos de la impresión y del instante fantasmagórico por el cual acababan de pasar, se abrazaron como consolándose y alegrándose a la vez.
-Parece que todo ha concluido. -dijo Pedro suspirando y limpiándose el sudor por el momento terrorífico acontecido.

IX
Fue en ese preciso momento cuando el teléfono celular comenzó a sonar. Pedro miraba incrédulo, ora a Cristina, ora a Evaristo que se fulminaba, ora a los espectros acompañantes que se volvían humo. No sabía si contestar ante el temor de ser aún aniquilado por las dagas de los maleantes. Cristina, ya porque hubiera descubierto un secreto, ya porque se atenía a la medalla, enfrentó a los fantasmas de Río Frío y al parecer, los había derrotado como lo había hecho su ascendente Cecilia, la famosa frutera.
Pedro, al fin, pudo comunicarse con su amigo y le contó sobre el problema que había tenido con el automóvil. De todo lo demás nada dijo; no lo fueran a tomar como loco o alucinado por alguna yerba del campo.
-Creo que llegará, aunque sea a medio día.
Entonces más tranquilo, abrazó a Cristina, quien aún algo trémula le correspondió y le dio un largo y exquisito beso en los labios. Hazlo si quieres, pero luego no te quejes, pensó la chica. Sin embargo, ambos decidieron esperar dentro del coche a que llegara su amigo. Ya había amanecido.

ATLATL

-Yo soy todos, porque si no, nada sería. Estaría solo y según me han enseñado mis antepasados, poco podría yo hacer sin la ayuda de los demás, pues cada quien es como un dedo de la mano, diferente, pero en unión, los cinco, los diez, pueden realizar muchas cosas; somos el Tloque Nahuaque.
Por eso me siento feliz y satisfecho cuando junto con todos los que usamos el atlatl, este maravilloso instrumento que inventaron nuestros abuelos toltecas y que nos sirve para cazar, pescar y defendernos gracias a nuestra hermanita caña, a unas cuerdas y los dardos, vamos levantando con todo el sudor que provoca nuestro esfuerzo, la primera de las estatuas gigantescas que representan a quienes con su valor, su voluntad y su inteligencia creadora nos han dado la comunidad, la hermandad, en la cual vivimos. Son los hombres de conocimiento combatientes. Ellos supieron utilizar al máximo el atlatl y lo portan a su lado. Al ponerlos en la parte plana de la pirámide, el momuxtli, nos harán sentir que son el sostén del cielo, ese espacio bajo el cual transcurren hoy nuestras vidas. Uf, un poco más y lograremos instalar el primero. ¡Fuerza! ¡Podemos lograrlo!
Somos muchos quienes lo estamos haciendo y todos respondemos como uno. Es necesario colocarlos todos para la gran fiesta o mitote de la atadura de años. Un nuevo ciclo comenzará, aunque yo siento un poco de temor, pues he visto que se aproximan en la nueva era, algunos cambios. Ce acatl Topiltzin, nuestro señor Quetzalcóatl, que lleva el nombre del símbolo creador, ha estado preocupado y se le nota como triste, hasta angustiado, a pesar de su seño severo, pero amable. Digo que he visto, porque yo, como individuo poseo un don que me ha otorgado el Teotl Ipalnemohuani, la energía por la cual todos vivimos, y que consiste en descubrir por medio de los signos que van apareciendo en la naturaleza y en la sociedad, lo que puede suceder. Es como un proceder numérico que me permite anticipar los hechos posibles de suceder. Descifro y comprendo las infinitas combinatorias sígnicas. Dicen que soy un vidente y por eso mi nombre, como persona, Cuauhtlatoa, está formado por dos palabras Cuauhtli que significa en nuestra lengua, águila, pues mis ojos como los de ella, pueden ver a grandes distancias, y tlatoa, que quiere decir hablar. Mi fama como portador de un atlatl se debe a esta cualidad que con frecuencia me asusta, pues no quisiera que pasara lo que deduzco en los agüeros que veo, y sin embargo tengo la obligación moral de comunicarlo para prevenir e intentar evitar la realización, o por lo menos suavizar, los presagios que siempre nos rondan: sequías, diluvios, invasiones, enfermedades; aunque también abundancia, alegría, mayores uniones entre los pueblos.
¡Al fin hemos colocado el primer macehualli atlatl! El recordado elegido portador de un atlatl. Pero faltan más y debemos continuar con los que siguen. Este primero nos ha llevado mucho tiempo esculpirlo. Hemos traído entre todos, enormes bloques de piedra de las sierras circunvecinas y de las muy lejanas, y nadie ha dejado de mostrar sus fuerzas para lograr esta alegría individual de contribuir a la felicidad colectiva. A veces, cuando toco las piedras, aparecen en mi mente unos signos extraños (ATLANTES DE TULA) que me indican que serán eternas y en un lejano futuro causará asombro esto que hacemos con gran contento; por nuestro propio gusto y con toda la fuerza de nuestra voluntad irradiada por nuestro cerebro y que da órdenes de entereza a nuestros músculos y a nuestra resistencia.
Me espantan un poco los rumbos que adquirirán nuestras grandes estatuas; a muchos les asustarán; a otros les sorprenderá hasta la admiración infinita; unos supersticiosos invasores las tomarán como engendros del mal, pero con el tiempo, cuando ellos se alejen y los nuevos días maduren, les servirán a los futuros videntes para aprender lo que para entonces parecerá olvidado. Así será como nuestros esfuerzos de hoy, repercutirán en la salvación del mañana.
Ya el grupo de los ocelotl atlatl, ocelotes combatientes, traen la segunda escultura. ¡Qué aguerridos son! ¡Cuánta musculación despliegan! ¡Es un asombro ver el feliz esfuerzo que hacen! Ya la pusieron al pie de la escalinata central. Ahora nos toca a nosotros, los del calpulli Cuauhtli atlatl, los que formamos la comunidad de los videntes, subirla poco a poco. ¡Adelante compañeros! ¡Tihui, tihui! Vamos juntos... ¡Uf! ¡Vamos, vamos! ¡Un poco más...y ya!

EL RÍO QUE SE VOLVIÓ CALLE…

Cuentan los tatarabuelos, que hace muchísimos años, nadie sabe cuántos, existió un bellísimo río de aguas muy azules que atravesaba hermosos valles y se encaminaba al mar. Traía el agua fría de los nevados volcanes y su hijo el océano, lo esperaba siempre con mucho gusto, pues sabía que llevaba la frescura hasta sus calientes playas y al llegar a él, todo el mundo marino se alegraba por el baño refrescante que se daba.
Pero sucedió que un día, se vio a una familia humana arribar a las orillas del bello río y hacer una linda casa donde comenzaron a vivir felices. Tomaban agua de allí y comían de los peces que por ahí nadaban. Todos eran felices y se divertían diariamente nadando en la limpia corriente.
Al poco tiempo llegaron otras personas venidas de diversos lugares y se establecieron al otro lado del río; en frente de los primeros habitantes. El rumor de un lugar tan bello se extendió con rapidez y al cabo de un año, había en ambos lados de la ribera cerca de cincuenta casas. Todo parecía transcurrir lleno de contento. Sin embargo, año tras año, llegaban más familias e iban invadiendo no sólo las orillas del río, sino los campos vecinos con tal abundancia que se fue formando, primero una villa, luego un pueblo y así, hasta llegar a ser una ciudad tan gigantesca que el hermoso río se fue enturbiando y secando, pues ya no alcanzaba a descender tranquilo desde las montañas.
En su camino, los humanos desviaban sus aguas, las atajaban, las ensuciaban con porquería y media y como la invasión se hizo tan brutal, se volvió un lodazal pestilente e insalubre. Los gobernantes que se peleaban por tener el poder de aquella gran capital del reino de los Depredantes, decidieron entubar al bello río, para que, según ellos, no causara enfermedades.
Y resultó que el ambicioso y soberbio gobernador de la ciudad, como todos los que lo han sido, cuando terminó la obra para mejorar el ambiente, sonriente, y entre el aplauso de los energúmenos habitantes de aquella ciudad despiadada que habían destruido también montes y bosques cercanos, inauguró la gran calle ancha que iba a llevar el nombre del benefactor: Circuito Licenciado y Profesor Amador de los Ríos, defensor de la naturaleza.
Así es como esto que ves ahora, hijo mío, esta ciudad contaminada física y espiritualmente fue en otros tiempos espacio del bello río que hoy yace bajo la enorme y moderna avenida central de nuestra urbe. Sin embargo, ya se cuenta que por las noches se escuchan a lo largo de esta arteria citadina un estruendo tan espantoso que parece ir creciendo poco a poco…
Y dicen que es el río que se fortalece con aguas subterráneas que le dan sus hermanos y un día surgirá tan potente que arrasará a toda esta metrópoli que está destruyendo a nuestra madre reverenda: la Naturaleza.

DOÑA MAURA VOTA

Esperando su turno en la escasa fila de votantes que se veía en la calle donde se encontraba ubicada la casilla electoral, aquella mañana del 3 de julio del año 1955, Doña Maura recordaba sus tiempos de niña y desde la perspectiva de sus sesenta y cinco años, aún fuertes y seguros, acaso con una cierta inquietud reflejada en un ligero temblor de manos por la emoción que le producía aquel momento inimaginado en otras épocas, parecía escuchar la voz firme de su madre que les decía a ella y a sus dos hermanas:
-¡Ya levántense flojas! Son las cinco de la mañana y hay que preparar el desayuno de su padre y de su hermano mayor. No quiero que los vaya a castigar el señor capataz de la hacienda por llegar tarde y luego recale su papá conmigo.
En su mente parecía revivir esos instantes en que amodorrada y con sumisión, aún atada al sueño, se incorporaba de su petate y enfilaba hacia el corral siguiendo a sus hermanas tras la leña necesaria para encender el fogón, mientras su madre comenzaba a preparar el nixtamal, el café y la copita de mezcal que en ayunas, acostumbraba tomar Don Lázaro, su papá, apenas amanecía. Ella, aunque era la más pequeña de sus hijos, diez años, no se salvaba de sus obligaciones: una vez encendido el fuego debía hacerlo sostenerse con el aventador que movía con rapidez para evitar que se apagara. Una vez logrado esto y sin chistar, ayudar a sus hermanas a voltear las tortillas que ellas hacían con la masa preparada por Doña Joaquina, su mamá, mientras oían la voz de su padre que les daba los “Buenos días, hijitas.” y que ellas, amorosas, respondían en dócil coro: “Buenos días tenga usté’, pa.” Luego llegaba algo malhumorado, como siempre, su hermano Juan, quien se sentaba en un rústico cajón que servía de silla y como su padre, sin concesiones afectivas, esperaba a que le sirvieran café, tortillas y queso.
Con qué claridad recordaba el inicio del amanecer; aquella alba donde la silueta de su padre y de su hermano se alejaba rumbo a los sembradíos, mientras se comenzaba a oír el trino de los pájaros que iniciaban su búsqueda de comida. Luego, todo era trabajar en la casa grande donde el ama de llaves les asignaba las tareas por hacer: “¡Y bien hecho, eh! No quiero causar disgustos a la señora.”
Un día esta perfecta rutina desapareció violenta. Se hablaba de los pronunciados contra el gobierno y de pronto el señor patrón tuvo que salir huyendo con toda su familia. Quién sabe a dónde se irían. Se decía que a la ciudad de México donde se podía vivir con más seguridad. Otros dicen que a Los Ángeles.
Una mañana unos desconocidos vinieron por ella y se la llevaron a trabajar como sirvienta en una colonia de la urbe que se llamaba la Roma. No pudo oponer resistencia y se dejó conducir. Sus hermanas tuvieron un destino semejante, mientras Don Lázaro había desaparecido y decían que andaba en la bola junto con su mujer que le acataba y atendía como soldadera.
Todo ese pasado se le arremolinaba en sus recuerdos y lo que había seguido después. Encontró un novio y enamorada se fue a vivir con él. Al poco tiempo la abandonó cuando supo que iba a tener un hijo. Doña Maura no pudo reclamar nada. Le decían que quién se lo mandaba, por coscolina. Cuando su pequeña nació, consiguió trabajo de tortillera por el Barrio de Belem y con eso la iba pasando. No tenía más, que aceptar aquella vida, mientras las clientas comentaban los peligros de los revolucionarios, los abusos de los federales y lo difícil que se estaba volviendo la situación.
Sin haber aprendido a leer, uno de esos medio días cuando la gente llegaba a comprar las tortillas, una de las señoras que a veces iba, le aconsejó: “Hay que aprender a leer” y haciendo verdad sus palabras, con paciencia la atendió hasta hacerla que escribiera y leyera. Era como haber nacido a otro mundo. Maura tuvo la esperanza de que su hijita podría llevar otra vida. Se sintió como iluminada y ya para 1918, a sus veintiocho años, se enteró de algo que llamaban la Constitución. Rosario, la mujer que le había enseñado a leer, era maestra y se convirtió en su protectora intelectual, pues siempre le recalcaba que era lista. Todo era obra de voluntad. Así que la inscribió en la campaña alfabetizadora que se promovía por esos años de nuevos gobiernos y sintiéndose otra, aprovechó su libertad. El entusiasmo por saber la llenó de fuerza y como su padre había muerto en una balacera, según le llevó la noticia su afligida madre que se refugió con ella, sin presentirlo se convirtió también en maestra de muchas mujeres.
Ahora, reflexionaba, era increíble a estas alturas de la vida pensar por lo que había pasado. Pero allí estaba, aguardando el momento de votar. Su hijita había podido estudiar becada para enfermera y había casado con un médico que la amaba y la respetaba. Algo de felicidad le daba aquella lágrima que derramó al votar; la más grande primera vez de su vida.

CIEN CUMPLEAÑOS

Ayer fuimos al campo para celebrar una gran fiesta: mi tatarabuelo cumplió cien años. Nació en 1910, cuando aconteció aquella vieja Revolución que ha beneficiado a muchos y que también cumple esa misma edad. La mañana estaba espléndida cuando salimos de casa; no sabíamos que más al rato... ¡Qué tormentón! Si dicen que fue una tromba...
Así llegamos a la Marquesa muy entusiasmados y mi abuelo, a pesar de sus años, nos dio una muestra de sus habilidades como jinete en plena juventud, pues en ese paraje boscoso del Estado de México alquilan caballos pajizos y rojizos y a él no le da flojera montarlos.
Cuenta mi tatarabuelito que de joven creció entre el zumbido de las balas y aunque parezca tremendo, gracias a ello llevó una vida de disciplina, a fuerzas. Dijo que cuando allá, en su rancho, comenzaban a escasear los alimentos, estos se compraban en un pueblo cercano, pero cuando se hacía imposible, tenían que conformarse con comer hierbas del campo, semillitas de por aquí y de por allá; frutas de la temporada; nopales e insectos como chapulines, jumiles y gusanos de maguey. Por fortuna había una laguna cercana y ahí podían pescar truchas para asarlas.
También, a veces, y no estaba tan mal hacerlo, - continuaba- comíamos aves silvestres; como patos, palomas, chichicuilotas o codornices. De vez en vez nos alimentábamos con carne de gallina y teníamos que tomar leche de cabra o de burra. Eso sí, muy alejadamente disfrutábamos la carne de res. Barbacoa y carnitas nunca se conseguían, así que mi tatarabuelo se acostumbró a una alimentación sobria y sin grasas.
Como había frecuentes balaceras que agujeraban lo que a su paso se interponía, todos los de su jacal tenían que salir huyendo rumbo al monte y andar de allá para acá saltando. ¡Qué sudores! Tanta sed les daba que la laguna era poca para consumir agua. ¡Qué frescura! ¡Qué gimnasio ni qué gimnasio! Eso si era ejercitarse. De ahí que durante su juventud obtuvo un cuerpo hercúleo y macizo que sorprendía a muchos. Así ha vivido durante cien años con gran salud. En todo ha sido moderado, menos en su descendencia; pues somos rete hartos.
Pero sucedió que, cuando nos encontrábamos muy contentos en la celebración, el cielo comenzó a tornarse de un oscuro tan intenso que parecía una verdadera serpiente de nubes que se arremolinaba en las alturas y comenzaba a despedir tremendos relámpagos con sus respectivos y posteriores truenos. Todos nos incomodamos un poco, pues mi mamá había preparado una enorme cazuela de mole amarillo, favorito de mi abuelo, que nos había costado gran esfuerzo cargarla, por lo grandota que era y el agua iniciando sus goterones, amenazaba destruir nuestra fiesta campestre. En montón nos echamos a correr hacia unos tejabanes abandonados que se hallaban como a doscientos metros de donde nos encontrábamos.
Ahí nos refugiamos los hijos de mi tatarabuelo, todos mis viejos tíos; los hijos de sus hijos, es decir sus nietos; los hijos de los hijos de sus hijos, esto es; sus bisnietos y mis hermanos y primos que somos sus tataranietos. Mi prima mayor ya le va a dar un chozno y todos temimos que esta sobresaltada carrera le fuera a hacer daño.
De pronto, en una ojeada, nos dimos cuenta que mi tatarabuelito no estaba con nosotros y entre el chubasco que era de diluvio, comenzamos a llamarlo, sin respuesta alguna. Decidíamos ir a buscarlo, cuando entre las cortinas del torrente, apareció súper remojado nuestro amado viejecito. Corrimos a secarlo, pero para sorpresa de todos, vimos que traía cargando, enrojecido por el esfuerzo, la enorme cazuela de mole que no pesaba un gramo. Imagínense; éramos como cien de familia y él solito la trajo hasta donde estábamos.
Quedamos impresionados por la hazaña de quien ha llevado una vida sana, alimentándose bien y ejercitando siempre su cuerpo, de donde extrajo tal energía, y que a su edad, aún reaccionaba mejor que un joven. Todos corrimos para no mojarnos y él, no obstante el aguacero, tuvo tiempo de tapar el enorme cazuelón y cargarlo hasta donde estábamos refugiados. Le dimos un gran aplauso y él rezongó, no tiene la menor importancia. Objetó. No iba a perder mi mole amarillo en mis cien primeros años de vida. Y reímos.
Hoy en la escuela me dijeron que de acuerdo con recientes investigaciones, la humanidad se aproxima a tener un promedio de ciento veinte años de vida y yo no contradije la información, pues mi tatarabuelito, por lo que se ve, los va a cumplir; si no es que más.

LA QUE PUDO FINGIR

Cómo no se iba a afligir su corazón si los nazis habían llegado al poder. Ella se miraba al espejo y tenía que elegir su destino. Aunque tenían la nariz ligeramente cóncava, nadie podría decirle que era aguileña. Su piel blanquísima, ahora muy pálida, le hacía adquirir un aire volátil que la llenaba de voluptuosidad, sobre todo cuando caminaba y el aire movía su cuidada cabellera de Sulamita, negra como las alas de cuervo. Y sus ojos, tan azules como el Danubio, le daban un aspecto gatuno y provocador. Nadie había notado nunca su ascendencia, pero ahora tenía que dirigir con cuidado sus pasos.
Requería cambiar su apariencia y dejar Berlín. Iría a París y allí podría reunirse con su hermano para huir a Nueva York. Sólo tendría que teñirse el cabello de rubia platina y su aspecto ario, sería irreprochable. Únicamente debía cuidar su acento para que nadie notara su origen y para ello había practicado su alemán a la perfección. Aunque había nacido en Austria, su familia nunca quiso mezclarla con la vida vulgar de los austriacos y conservaba la lengua materna, pero a veces se le notaba...
Mientras por las calles se escuchaba el rugir de las multitudes proclamando al todo poderoso, ella no pudo dejar de sumergir su mente en el pasado reciente. Las últimas disposiciones del asesino habían hecho prisioneros a muchos judíos, entre los cuales se encontraba su padre, su madre y su hermana. Si ella se había salvado, al igual que su hermano, había sido porque se encontraban en Nueva York arreglando la instalación de una sucursal del negocio familiar. En un telegrama le habían advertido que se quedaran allá, pues la situación estaba siendo más difícil cada día, pero ella no hizo caso; ni su hermano. Regresaron, aunque éste permaneció en París, como una precaución.
Con los tintes traídos de América, frente al espejo fue cambiando su imagen hasta quedar convertida en una nueva Jean Harlow. Estaba irreconocible. Tan atractiva había quedado, más que antes, que cuando salió a la calle, en medio de la multitud que aclamaba el paso del caudillo, no alcanzó a percibir que la mirada de éste se había distraído de la salutación a sus fanáticos, al surgir en sus deseos, las ganas de tenerla cerca. Algo dijo a uno de sus lugartenientes y éste obedeció. No tardó en localizarla, pues su belleza y su rubio porte, eran inconfundibles, para sobrecoger a cualquier amante de la belleza. Cuando caballeroso, el militar la detuvo y le dirigió la palabra, ella se puso un poco más pálida de lo que era, pero sonriendo y controlando sus emociones, escuchó que el führer quería platicar con ella. En un alemán perfecto aceptó la invitación y de inmediato fue llevada ante el dueño de los ejércitos quien la miró extasiado y dijo:
-Usted es mi sueño de la perfección aria. Tengo que ungir tanta belleza para regir la nueva Alemania.- Ella lanzó una coqueta sonrisa y agradeció, mientras era conducida a las habitaciones de Hitler.
(Si supiera que soy judía, ¿me seguiría amando?) Pensó mientras él le besaba los pies al quitarle las medias.

¡QUÉ LINDA MANITO!

Como en las peores películas de terror gringo, siempre, de manera obsesiva, antes de dormir, apenas acostada en su cama de solterona liberada, su mente irradiaba un recuerdo insistente: aquella cancioncilla infantil que su nodriza argentina le cantaba para hacerla dormir:

¡Qué linda manito que tengo yo!

¡Qué linda y hermosa que Dios me dio!

Algo dentro de sí la movía a humedecer las almohadas con un llanto tan prolongado que no se daba cuenta cuándo se quedaba dormida.
A veces en sueños solía ver la regordeta mano de su nana moviéndose en rítmicos semicírculos como para lograr un efecto hipnótico y lograr que la nena se durmiera. Pobrecita, tan pequeñita y abandonada por una madre que le importaba más la lucha por los derechos políticos femeninos que cuidar a su hijita de cuatro meses y un padre empresario que por sus negocios internacionales siempre estaba de viaje ganando el dineral del mundo.
La niña solamente tenía a Doña Nacha, una treintona que la cuidaba de noche y de día como a una verdadera nietecita y cuyo marido era el chofer de su madre. Desde 1980, habían pasado ya treinta años y ahora Susana había aprendido a estar sola en su lujoso departamento de Santa Fe.
La riqueza acumulada por su padre le permitía darse grandes lujos, ante los reproches de su madre que la insultaba diciéndole inútil burguesa que no se preocupaba por salvar a las mujeres de la brutalidad masculina y se mostraba tan indiferente que su progenitora se quedaba con los gritos ahogados de indignación, mientras ella salía del departamento dando portazos burlones.
Su padre le decía: No hagas caso de las loqueras de tu madre. Como yo he sido un buen marido que le permite todo… y cuenta con mucho de mi dinero…
En todo ese tiempo, sólo le había conmovido la separación, hacía cinco años ya, de su ser más cercano y querido: su nana Nachita, quien había regresado a su país a buscar a su esposo que la había dejado en México con el pretexto de ir a cuidar a su madre que estaba grave. Lo encontró muy tranquilo y con la mamá totalmente sana. Sin embargo, él comenzó a maltratarla y a correrla. Andate a México. Para qué viniste. Acá me molestás.
El año pasado había descubierto la infidelidad de su marido y lo había matado con gran fiereza junto con la amante en turno. Doña Nacha ya no había podido soportar tantas humillaciones machistas desde que había regresado de México y había estallado en la total descarga de una pistola. Los acribilló en el lecho de la traición. La noticia le rasgo el alma y el recuerdo. Sintió un odio violento por aquel hombre traidor. ¿Cómo era posible que ese individuo hubiera engañado a una mujer tan buena y delicada como Nachita? A los sesenta años ahora estaba presa por un crimen en una cárcel a las afueras Buenos Aires.
Susana era una mujer moderna que decidía su vida sin ambages; si no le gustaba un empleo, lo abandonaba como sin más. Y había ejercido ya tantos. Se había preparado en las mejores escuelas particulares y despreciaba a los insolentes engreídos de sus riquezas.

Su vida transcurría tan cómoda que lo único que le preocupaba era el recuerdo de su nana y la nostalgia por la cancioncilla que solía cantarle.

¡Qué linda manito que tengo yo!

¡Qué linda y hermosa que Dios me dio!

Su llanto nocturno la impulsaba a querer tomar el primer vuelo rumbo a Buenos Aires para tratar de reconfortar a la única mujer que le había dado cariño en su soledad de niña. Pero poco a poco la inquietud se iba calmando ante el recuerdo adormecedor. El sueño caía tan profundo que de nada más se percataba. Podría haber un terremoto, una explosión o pasarle un tren encima y ella se hallaba en la más profunda inconsciencia.
Cuando despertaba, eran otras sus reflexiones; se sentía más tranquila, como centrada en su vida y con cierta parsimonia se levantaba, tomaba la ducha, ordenaba su desayuno al servicio de cocina del condominio para luego ir a trabajar a su oficio de momento. Todo lo hacía por un breve tiempo, nada más.
Sin embargo, el recuerdo de tener que ayudar a su nana, no se le despegaba y comenzaba a planificar con urgencia un viaje a la reina del Plata. Tenía dinero suficiente para salvar a Nachita y conseguir su excarcelación. No podía dejar morir sola a quien tanto afecto y cuidado le había ofrecido. Estaba decidida. De inmediato iría a Buenos Aires, pagaría los mejores abogados para liberarla, compraría una casa allá y vivirían juntas. Susana cuidaría a Nachita en su vejez. Además, el testamento que tenía hecho desde hacía algunos meses, la nombraba heredera de parte de sus bienes. Esto la reconfortaba y suspirando como aliviada se levantaba de su extravagante king size.
Aquella mañana, al entrar el mesero a su comedor y luego de saludarla y servirle sus alimentos, éste le preguntó si quería que le encendiera la televisión para ver las noticias mientras almorzaba. Ella aprobó la cortesía, mientras con delicadeza saboreaba el exquisito croissant y la tacita de chocolate a la francesa.
En ese instante el locutor se encontraba comentando la serie de misteriosos crímenes acontecidos en la semana y de los cuales no se tenían barruntos de quiénes serían los delincuentes.
Distribuidos en toda la ciudad había hoteles de paso donde en diversos días habían sido encontrados hombres apuñalados o degollados, en circunstancias comunes; el único indicio que parecía unificar la sospecha de un mismo asesino era el destazamiento de una parte del cuerpo de los occisos. A alguno le faltaban los dedos pulgares, a otro, los meñiques; a uno más, los anulares y a otro más, los índices. Hoy se ha descubierto a otro asesinado; a éste la faltaban los dedos cordiales.
Todo parece indicar que una mujer de la vida galante es la psicótica asesina. Se han detenido a muchas, pero todas han salido inocentes.
-¡Qué curiosos y terribles crímenes!- dijo ella al mesero que la atendía.
-Crímenes de maricones, sin duda. Así son de despechados. Una vez, y discúlpeme la señora, la indiscreción y la confianza; yo me enredé con uno por la lana que me daba y un día que me encontró en un cine besándome con una novia que tenía, me armó tal escándalo que me amenazó con cortarme, usted sabe…
-¡Ah qué Efrén! Pues ten cuidado y defínete bien. Las traiciones nada dejan de bueno. Yo misma viajaré mañana a Buenos Aires para tratar de salvar a una amiguita que está en la cárcel por asesinar al traidor de su marido…
Aquella noche, por primera vez, pudo conciliar el sueño sin llanto y una sonrisa de satisfacción le llenó el alma al recordar la voz de su nodriza que le había enseñado a usar las manos.
Al día siguiente voló feliz a Buenos Aires.

JUAN, EL SALVAJE.

Jamás se había visto a un hombre de tal linaje. Huérfano desde niño, creció cual un coyote salvaje entre los montes. Nadie sabía cómo había aparecido por ahí ni cómo se había hecho autosuficiente. Cuando joven se había dedicado a la venta de jícaras elaboradas por sí mismo y como vivía cual ermitaño en lo más alto de las montañas alejadas de la pequeña población, sólo se le veía dos o tres veces por año. Sin embargo, en una de esas pocas ocasiones le aconteció lo que nunca hubiera pensado.
Sus jicaritas, de una pulida madera rojiza, encantaban por la exquisitez de sus formas que las convertían en verdaderas obras de arte. Todos las elogiaban y no había un solo habitante de aquel pueblo que no le comprara sus productos. Es más, de tierras distantes ya comenzaban a venir para adquirir tales objetos. Eso le granjeó un extraño odio del inflexible jefe de los juzgados que siempre había buscado pretextos para atacarlo. Nadie sabía por qué lo trataba con tanta injusticia.
Un día, el nefasto juez le exigió una caja de jícaras para obsequiárselas al gobernador de Michoacán, pero Juan no quiso regalarle ni una muestra de su trabajo. En venganza, acusó al joven artesano de haberle robado una jarra de plata, un reloj de oro y una bandeja de cobre pulido. Aunque no todos creyeron al perverso injusto tal patraña, fue condenado a veinte años de cárcel y lo enjaularon como si se tratara del más cruel de los asesinos.
Cuando cumplió su condena, salió lleno de rencor y no volvió a descender de sus montañas donde se dedicó a criar abejas y puercos. Con ello producía una exquisita miel y un jamón serrano que pronto se hizo famosísimo en aquellas regiones. Ejerciendo su trabajo con tal honradez, pronto se hizo rico y comenzó a bajar de su montaña boscosa, pero sólo para ayudar a los pobres. La gente le decía con cierta simpatía, Juan, el salvaje, pero nunca había habido en aquellos parajes un hombre de tan grandes sentimientos.
Al paso de los años y las injusticias, el pueblo se hartó de las marrullerías del juez que abusaba de su poder con la gente humilde y rebelándose en su contra, lo linchó. En el momento de ser colgado, apareció Juan, el salvaje y pidió que lo perdonaran, pero ya era inevitable. El juez, en su último estertor, lo miró suplicante. Juan, el salvaje, cerrando los ojos, dio media vuelta y se alejó a su montaña. No había podido salvar a su padre.

LA DAMA DEL ARCO IRIS

Hace mucho tiempo; en la época de los érase que se era, cuando aún no imperaba la red, nada existía de lo que ves a tu rededor.
Nada más había. Ni un cielo azul ni manzanas rojas ni blancas nieves ni verdes árboles. Tampoco amarillos canarios ni redondas naranjas ni tímidas violetas. Todo estaba lleno de oscuridad. Ni sombras había. Sólo reinaba la Noche que vestida siempre de negro era la dama solitaria del Universo. No tenía con quien hablar ni con quien divertirse. Nada se veía.
Si al menos hubiera alguien con quien platicar, se decía y salía de su boca una niebla oscura, muy oscura, con lo cual, más negro se hacía todo.
La Noche absoluta era la emperatriz de las tinieblas y su enorme manto de velos azabaches se extendía sin que se le adivinara un final.
Como nadie había más que ella en esos espacios, se sentía muy sola, tan sola, que se desesperaba al saberse la única habitante del infinito, pues faltaba a quien sonreírle o alguien para charlar.
A veces sus ojos, tan tristes, se humedecían y les comenzaban a brotar torrentes de lágrimas negras que no se alcanzaban a ver porque, como lo supondrás, la oscura neblina sin fin que brotaba por dondequiera, lo impedía.
Pero, ¡oh! maravilla, un ente del cual ni se sospechaba su existencia, más allá del enorme espacio de la Noche, en un lugar mucho más amplio y elevado, sintió piedad de ella y al ver su congoja, hizo que sus lágrimas se iluminaran y su llanto se convirtiera en siete manantiales que se extendieron por todos los ámbitos inundando de colores la oscuridad infinita de su fuliginoso vestido.
Entonces fue cuando con tanta luz, le nació un esplendoroso hijo: El Día, quien al enterarse de la aflicción de su madre decidió adornarle de colores los siete manantiales para alegrarla en todos sus atardeceres de llanto.
Cuando el Arco Iris, esos siete manantiales de colores, le mostraba su sonrisa violeta, morada, azul, verde, amarilla, anaranjada y roja, ella quedaba serena y se disponía a dormir tranquila; arropada con su oscura túnica que se veía salpicada por las antiguas lágrimas que había derramado y que ahora resecas, brillaban como estrellas.
Desde esa época la emperatriz de la Noche vive tranquila, pues sabe que en los atardeceres de llanto, su hijo siempre tendrá ese precioso adorno para su propia felicidad y la de nuestros ojos.
Cuando duerme, su ropón lleno de estrellas temblorosas de alegría, la arrulla con una tierna canción de cuna que por supuesto, hoy, en la sociedad del conocimiento, nadie escucha.

EL MONJE PASAJERO

Los viajeros que lo vieron subir, les pareció algo estrafalario que un monje con hábitos del siglo XVII subiera al tranvía en esa estación de Puebla para dirigirse a Córdoba. Su rostro cubierto por el capuchón no permitía verle sus facciones, pero se notaba un extraño fulgor en sus ojos; algo así como enrojecidos y fijos. Algunos pasajeros lo saludaron con reverencia, pero él parecía no entender el lenguaje. Muchos pensaron que se trataba de un fraile alemán, por el brillo de su mirada y que por eso no comprendió cuando el cobrador ferroviario le preguntó por el boleto de pasaje. Ni siquiera le respondió.
El revisor no insistió pensando que tendría dispensado el pago por tratarse de un religioso y que el canje exigido para autorizar el viaje no lo tenía. Fue entonces a la mensajería y preguntó por el monje aquél. Le respondieron que no tenían registrado a ningún fraile, con lo cual, extrañado, se asomó por un agujero que había en la puerta del vagón y vio cómo sacaba unas tijeras de las bolsas de su hábito y cortaba un dije que pendía de su cuello como escapulario.
-Me dijeron que lo baje.- comentó el revisor al cobrador del vagón siguiente.
-Pero es un santo hombre de la orden de mendicantes, ¿cómo vamos a hacer esto?- le respondió.
-Hazte de la vista gorda y permítele llegar a su destino. Parece que va a ocuparse en tejer algo; déjalo que trabaje. (¿Qué tejería?) Pensó intrigado el supervisor de boletos.
El tren siguió su camino y ascendió por las Cumbres de Maltrata; desde allí se veían las trojes alzadas en los campos de cultivo y las montañas envueltas en nubes. De pronto se vio que el monje abría una de las puertas de seguridad del ferrocarril y se lanzaba al vacío. Se oyeron campanadas estruendosas que parecían una relojería celeste y apareció flotando en los aires, una carabela, sobre la cual el monje, que volaba, descendió y rompió con las tijeras una cerrajería impresionante que encarcelaba a alguien. Abierta la galera, sacó a cubierta a una mulata que se dirigía como el tranvía, a Córdoba. El monje gritó:
-¡Eres inocente, hija! ¡Los malvados han sido castigados! En realidad eras un virgen bienhechora. Vuela al cielo en libertad.
Quienes fueron testigos de este suceso juraron no volver a viajar por la ruta de la Mulata de Córdoba.

UN PEQUEÑO QUEBRANTO

La joven marquesa Doña Catalina de la Pesquera había amanecido con un gran quebranto en su alma porque ya nunca podría ser la princesa que soñaba ser. Aunque su padre, el Conde, era rico, ella deseaba ser riquísima para poder casarse con el príncipe heredero del Reino de Cocolandia, pero el rey había designado con gran flaqueza para la aristocracia, a una flaca plebeya con el fin de casarla con su hijo, el príncipe, sólo por ser arqueóloga afamada… y como al soberano le fascinaba la arqueología. Esto había desquiciado a la marquesa cuando se enteró de ello.
Poco a poquito el sentimiento de lo imposible la había hecho enflaquecer y aquella mañana volvió a despertar sin apetito, no obstante que su vieja nodriza le había llevado un paquete que contenía los mejores quesos de la región. Con tal poquedad de apetito, la pobre se iba a secar y esto preocupaba a su madre, la condesa.
-Come hija mía, antes que te seques. Tu piel también se te va a resecar y con tal estropicio vas a parecer vieja a tus diecinueve años. Despreocúpate, hay muchísimos jóvenes de nuestra nobleza que aspiran a tu mano y todos ellos no tienen mal equipaje; no te sacrifiques con tal tosquedad. Haz menos tosco tu quebranto. Será lo mejor.
-No madre. Este desprecio no se va a quedar así. Él príncipe insinuó que me amaba desde que teníamos quince años;…y que el rey especifique que desea para su nuera a una mujer como esa, por el solo hecho de que investigará las ruinas del sendero boscoso, me parece injusto. ¡Todo porque es su bosque! Siempre ha sido un tirano al que todo el mundo odia por arbitrario y caprichoso. Podría haberle pagado por tal trabajo, sin que me sacrifique directamente a mí. Pero voy a hacer que brinque al otro mundo. Total, su majestad siempre se ha saltado la ley.
- ¿Qué te propones hacer?- interrogó la condesa- No vayas a salir trasquilada.
- No madre. Ya lo sabrás.
En cuanto la joven marquesa Doña Catalina quedó sola, movió un cuadro que se encontraba en la pared de su recámara y una puerta secreta apareció. Estrechos corredores emparedados se veían como laberintos y por ahí ella se encaminó firme y decida hasta llegar a las habitaciones del rey. Éste yacía descansando en su regio lecho y no alcanzó a advertir que la joven vertía unas gotas de veneno en el té frío, que al despertar de su siesta, siempre tomaba. Hecho esto, Doña Catalina, con la ceja izquierda rabiosamente levantada, con calma asombrosa, desapareció por donde había entrado.
Las campanas de las iglesias sonaban fúnebremente anunciando la muerte del rey debido a un ataque cardiaco, según lo informaban las esquelas. Toda la enlutada nobleza y el pueblo entero acudió a las exequias reales y la arqueóloga no tuvo más remedio que regresar a su país de origen. El príncipe ya había sido proclamado rey y libre de la decisión matrimonial, pidió la mano de Doña Catalina quien sonriente aceptó y sonrió ingenua a su afligida madre que sospechaba el secreto.
(No pequé, solo solucioné un pequeño quebranto.)- pensó la nueva reina al jurar su aceptación como esposa del joven rey.

LA MONTAÑA
DE LA VIRGEN DESAPARECIDA

La gente acudía a montones. Las diligencias llegaban en grandes cantidades a un altar improvisado, erigido para alabar a una virgen que se veía labrada genialmente en una roca saliente casi en la inaccesible cúspide de la montaña.
Todos los creyentes que con grandes esfuerzos podían llegar a tal altura, se arrodillaban implorando la generosa ayuda de aquella imagen hecha sin duda por manos maravillosas. Los gendarmes habían sido mandados por su general para cuidar el sitio que constituía un peligro al encontrarse a la orilla de un abismo. Sin embargo, nadie temía, pues se sentían protegidos por el genio milagroso de aquella inmaculada y gentil madona.
Nadie había sospechado en su ingenuidad que un astuto e inteligente estafador contemplaba con gusto todo aquello, ubicado en un sitio discreto, frotándose las manos al ver la cantidad de limosnas que eran depositadas en una alcancía colocada a propósito en aquel peligroso lugar.
-¡Qué genial idea se me ocurrió!- pensaba el degenerado bandido. -Aquí está el negocio redondo. La credulidad de todos estos me hará inmensamente rico. Esta imaginería que se me ocurrió esculpir allí, me generará mucho dinero. Como progenitor de este género de milagros no tengo rival. Sólo me preocupa que las autoridades no acepten la aparición e intentan convencer a mi público de que se abstengan en venir, por lo peligroso que resulta escalar la montaña. Pero a mí, esta generación de impedimentos no me va a detener en mi convicción de enriquecerme a costa de estos ingenuos. Me sobran genitales e inteligencia para lograrlo.
De pronto, sin saber de dónde, apareció una nube tan negra que se oscureció el cielo como en el origen del mundo, siendo aún de día, y llenando de espantosos relámpagos y truenos el ambiente, hizo que la gente devota bajara de allí y corriera cuesta abajo para cubrirse de aquel diluvio imprevisto. Sólo el facineroso quedó escondido en la cuevecilla que le servía de ocultamiento y presenció asombrado como el agua que a torrentes caía, borraba la imagen de la virgen que él había falsificado como sacra. Y aterrado gritó perdón, mientras el lodo que se acumulaba por los desprendimientos de la montaña, lo arrastraba hacia el abismo.
Al día siguiente, cuando los devotos intentaron subir al lugar, presenciaron admirados que la imagen esculpida había desaparecido y era imposible escalar como antes, pues una resbaladiza ladera se había formado.
Los gendarmes comunicaron a su general de aquel extraño suceso y sólo pudieron lamentar que uno de los creyentes había sido encontrado muerto en medio del deslave de la tarde anterior.
Desde entonces, la gente nombró a ese sito La montaña de la virgen desaparecida y ese fue el gentilicio con el cual se conoce desde entonces ese lugar.

SI HUBIERA DICHO SÍ

Ricardo era un joven abogado muy probo y difícil de convencer ante la injusticia o la corrupción. Siempre se negaba a decir sí ante lo ilegal. Ni siquiera cuando veía que su sí, daría la felicidad a los beneficiados. Era muy duro de carácter y si alguien le molestaba, no tardaba en mandarlo a freír espárragos. Ni siquiera su esposa le podía sacar un sí para llevar a sus hijos al parque de diversiones. Sólo cuando él lo quería, y si era conveniente, se hacían las cosas.
Como buen juez que era, siempre lo justo empezaba por su casa. Si sus hermanos le pedían prestado algo de dinero, les reprochaba sus dispendios o su falta de previsión:
-¿Ya ves como sí tengo razón cuando les digo que ahorren? Si no se sintieran ricos con el poco sueldo que tienen, no tendrían estas aflicciones. Si les presto hoy, mañana o pasado vendrán a buscarme otra vez, porque saben que aquí sí tienen a su salva compromisos. Así es de que no. Lo siento. ¡Sí! En verdad lo siento.
Y sus familiares más próximos salían enojadísimos por la insensibilidad demostrada por Ricardo que tenía una muy buena fama de justo en los Tribunales del Estado.
-Nunca le podemos sacar un sí.- se alejaban murmurando.
En todos los casos que enfrentaba, la solución era la que honraba el sistema de justicia nacional y por ello, no faltaban enemigos que deseaban verlo derrotado algún día. Sin embargo, su conducta intachable siempre lo salvaba. Si tan siquiera hubiera sospechado que se iba a convertir en un héroe del no, por no decir sí...
Cierto día, unos bandoleros lo raptaron para que se liberara a un famoso delincuente, a cambio de la vida del magistrado. Ricardo, con la fuerza moral que tenía, resistió los embates de los bandidos y como siempre les respondía que nunca pediría la libertad de quien había dañado a la sociedad, fue acribillado y lanzado bestialmente a las puertas de los altos tribunales. El escándalo fue mayúsculo y la indignación pública mayor, cuando los asesinos fueron aprehendidos y confesaron que el muy rejego nunca quiso decir sí a las peticiones que le proponían.
-Si hubiera dicho sí, lo hubiéramos liberado y nuestro jefe estaría fuera de la cárcel.
Ricardo fue elevado como mártir de la justicia; si él lo hubiera adivinado, sin duda hubiera dicho por segunda vez, no.

CUANDO EL TIEMPO LE DÉ
LA HISTORIA DE SU AYER

-La enorme y hermosa mansión de los Del Valle siempre había sido la ostentación de esta familia de ricos. Para que usted se dé cuenta de toda la inmensa fortuna que tenían, sólo basta recorrerla en su interior y apreciar los exquisitos jarrones de porcelana, las cortinas de seda esplendorosa, el moblaje de estilo Luis XV, las alfombras traídas directamente de Persia, las escalinatas construidas con mármol de Carrara, las recámaras de suntuosas camas cubiertas con finas telas y nichos decorados con adornos de papel de oro, la cuantiosa galería de pinturas magistrales y estatuas de bronce o los lujosos ventanales de vitrales hechos en Italia.
No es que me dé envidia, sino más bien, me da pesar, al saber que todos estos lujos hoy nadie los disfruta y se van deteriorando. No hay quien les dé atención. La vieja ama de llaves, la única testigo de aquella grandeza, está tan anciana que ya ni se asoma a ver si los criados han cumplido con sus obligaciones, pues cada uno de los administradores que ha habido de tan cuantiosas propiedades ni caso hacen de poner en orden lo que fue el habitáculo de un matrimonio que no pudo tener descendencia y murió en el famoso accidente del Titánic cuando iban de luna de miel hace ya mucho… y además, intestados.
Años tiene que el gobierno no ha podido tomar en pleno dominio esa grande edificación ni abrir las arcas bancarias donde se encuentran depositados, dicen, millones de dólares. El que se dé la oportunidad de meditar sobre la bella época en que se construía tan gran mansión e imaginar la alegría de sus poseedores ilusionados con los hijos que tendrían, se dará cuenta del destino trágico que se impuso, a pesar del dinero. De qué sirve tanto si no es posible lograr la felicidad familiar.
El tiempo que no para, y como dicen, todo lo devora, es el único testigo eterno de la inutilidad de las riquezas para detenerlo.
Póngase el saco: un día, cuando el tiempo le dé la historia de su ayer, usted no estará presente y otros intentarán descubrir los secretos que no lo fueron para usted. No dude que la imaginación y la fantasía de la futura gente construirán su vida como usted acaso nunca la vivió y dé una carcajada desde la ultratumba al saber lo que son capaces de inventar.
¡Cuántos se volverían a morir si supieran lo que hoy se dice de ellos! Mejor no se dé por enterado y siga su camino.
El hombre que decía todo esto se esfumó de pronto y el ingeniero que dirigía la construcción de los futuros lujosos condominios tan bien ubicados en el Paseo de la Reforma, se estremeció con ojos asombrados ante aquella revelación fantasmal del ayer.

UN TÉ
QUE TE DARÁ LA PAZ

Doña Micaela era tan terrible agiotista que cuando te prestaba un dinerillo, te hacía firmar pagarés sin cantidad especificada, además de que te exigía, le dejaras una prenda que valiera diez veces más el valor de lo que te había otorgado. Claro es que sólo lo facilitaba a personas que habían sido muy ricas en la época porfiriana, pues poseían verdaderas reliquias de elegante y fina antigüedad para empeñar, y que ahora por la revolución, se habían quedado casi en la miseria. Como habían perdido sus influencias y no eran consideradas por el erario público, siempre estaban como quien dice, en la quinta pregunta, si no es que en la última; fuera del presupuesto.
Entonces Doña Micaela se aprovechaba y engullía el colmillo a más no poder, con una impiedad escandalosa. Ella siempre te decía: Yo fui tan pobre que a veces ni un té teníamos para calmar el hambre y los dueños de la hacienda nos explotaban tanto que las fuerzas se nos iban y no nos daban de comer. Así perdí a mi padrecito y a mi esposo. A mi madre la violó el amo y de esa vergüenza, se suicidó. A mis hijos los mataron con tanto castigo y si yo te digo que resistí, es porque prometí que mi venganza sería dulce como el té que me negaron los ricachones porfiristas, afrancesados asquerosos.
Cuando estalló la revolución, me hice soldadera y en la bola me fui agenciando de joyas y más joyas que les quitábamos a las catrinas de entonces. Así amorticé una pequeña fortuna que escondía en un lugar secreto de mi pueblo hasta donde viajaba disfrazada de mendiga, al lado de un naranjo con cuyas hojas solía hacerme un té mientras saboreaba mi futuro. Cuando terminaron los balazos y todo más o menos se puso en paz, desenterré mi tesoro y lo fui vendiendo poco a poco hasta reunir un fuerte capital que los nuevos dueños del país me permitieron invertir en negocios que me resultaron muy redituantes. Entonces comencé a poner en práctica mi venganza y comencé disfrazándome también de antigua viuda que organizaba té canastas para las nuevas ricachonas.
Allí siempre concurrían también las que ya no lo eran, pero que a las recientes les parecían fascinantes porque así creían que se codeaban con la antigua dizque aristocracia. De esta manera cayeron muchas de esas viejas harpías a las que yo les quitaba hasta el suspiro. Con una sonrisa en los labios, después de hacerles firmar el acabóse de sus pertenencias, les decía:
-¿Gustas un té que te dará la paz?
Cuando temblorosos o temblorosas lo tomaban, sabían que jamás podrían cubrir su deuda y yo disfrutaba del té que en otros tiempos se me había negado.

EL DESCENDIMIENTO

El secreto de aquella pintura del Descendimiento de Cristo de la Cruz contenía un enigma aparentemente indescifrable, pero el curioso detective descendiente de Sherlock Holmes se había propuesto descifrarlo aunque tal hallazgo descentrara el poder del Conde de York, pues eso revelaría su impostura. En su ascendencia nunca había existido un lazo con el condado real, pues había suplantado al verdadero conde al victimarlo. Su parecido con el noble original lo hacía descender de la nobleza, pero todo era falso.
Para ello, tendría que descercar la parte trasera de la pared de la cual pendía el bello y conmovedor cuadro y excavar un gran hueco en ella. Ahí estaba grabada la falsía, pues el conde verdadero, antes de ser asesinado, había ordenado grabar las sospechas del crimen que presentía y lo había ocultado con el impresionante marco barroco de la pintura.
Tuvo entonces, nuestro valiente detective, que hacer una descerrajadura para quitar con cuidado aquella obra de arte y luego descinchar las correas de metal que lo aferraban al muro para liberarlo. Cuando logró desceñirlo, quedó a la vista el mensaje que corroboraba la sospecha del detective: El caballerango Rutilio, mi hermanastro, intentará matarme y como estoy seguro que lo hará, lo declaro culpable de mi muerte. Fue entonces cuando el falso conde apareció amenazante con un enorme revólver y le descerrajó un tiro al descubridor del crimen:
-¡Tú no me vas a arruinar! Ahora ocuparás el hueco que descimbraste. -gritó fúrico. El detective cayó como muerto, mientras el cruel falsario lo levantaba para meterlo al hueco que se abría automáticamente a los pies del lugar donde se encontraba el cuadro. Era un foso con un túnel descendente donde se veían esparcidos muchos esqueletos:
-Aquí te quedarás como todos aquellos que trataron de hacerme descender de mi trono.
Con un rostro descifrable, movió un mecanismo secreto y la tapa cubrió el hoyo. En ese instante se escuchó una voz en el interior que pedía auxilio y que bastó para que la policía, que se encontraba avisada, entrara y tomara prisionero al asesino. De inmediato removieron la losa y sacaron al mal herido detective que así, al descifrar lo que se creía indescifrable, devolvió a los reales herederos del condado, sumidos en la miseria por el traidor, sus privilegios.

UN HALLAZGO
DE SABIONDEZ

En una futura urbe de México, Don Aureliano Plata lucía su eterno cacicazgo ganado durante diez indiscutibles reelecciones. Con tal triunfo permanente, él ostentaba la sabiduría de haber podido llevar a la perfección su liderazgo. Lo curioso era que nadie protestaba ni se quejaba de él, pues todos los habitantes de aquella pequeña ciudad futurista vivían felices ante la pujanza económica adquirida entre la población. Era como una especie de neo comunismo capitalista chino, pues donde todos eran ricos, nadie escandalizaba y la esperanza de serlo no era una cómoda razón para realizar campañas opositoras. Además, todos eran compadres y tales compadrazgos les permitían tratarse como una verdadera familia que constituía una comunidad donde la comezón por ser dueño del poder y los dineros, había pasado a último término. De riquezas estaban hasta el hartazgo.
Pero he aquí que de pronto comenzó a imperar una sinrazón. El presidente ya no quería serlo y comenzó a solicitar que alguien lo renovara, mas como todos eran ricos, a nadie le interesaba el poder político. Tenían sus mayorazgos y gozaban de una vida tranquila que se deslizaba entre los grandes negocios que emprendían con otras urbes igualmente felices.
Don Aureliano, en cuyo nombre brillaba la plata, o mejor dicho, el oro, había fracasado como banquero, ya que nadie necesitaba de él y ni siquiera había podido comprar el noviazgo de su hijo, Aurelianito, como en antiguas épocas, pues éste, aún antes de nacer, ya era riquísimo gracias a las múltiples herencias de sus familiares. Así que sin más hallazgo, encontró novia sin convenenciero interés del corazón: ¡Era tan rica ella también!
Sin embargo, un día inesperado, en medio de la felicidad reinante, las ciudades de la comarca se vieron afectadas por el hallazgo de una extraña enfermedad nunca vista ni presentida: la picazón exterminadora que consistía en el surgimiento de enormes ronchas en las manos de los afectados, al tomar el dinero metálico o de papel, y que se extendía a todo el cuerpo, como una extraña andanza leprosa, hasta desintegrarlo en una especie de bisutería de carnes.
Fue entonces cuando Don Aureliano Plata luciendo su sabiondez, convenció a todos para que renunciaran a sus riquezas y se convirtieran como en los viejos siglos, en pobres campesinos. El dinero era el causante de la enfermedad. Lástima que cuando lo dijo, ya se estaba desmoronando como ceniza.

DESPRECIO MERECIDO

Hubo una vez un buen rey mozo que no podía tener controlado a su ambicioso primer ministro, pues éste siempre le ponía trampas para que el pueblo se le rebelara a su señor y le hacía la mala fama a escondidas, presentándolo como un jovenzuelo tonto.
La nobleza no alcanzaba a comprender el porqué de tanto temor ante el ambicioso hablador y se hacía cruces de que pudiera convertirse en un ladronzuelo del sumo poder. Y es que como al rey mozo le gustaba rodearse de mozuelas guapas con las cuales se pasaba divertidas horas, descuidaba las obligaciones de su alto cargo para con su pueblo.
Así, el malvado insistía en sus calumnias y contrataba mujerzuelas que fueran pregonando por las calles del reino los gustos especiales del rey.
Cuando los nobles se hartaron del mal gobierno que a las claras se veía, decidieron apoyar al primer ministro e hicieron abdicar al todopoderoso señor. Entonces lo llevaron a la plazuela y luego de permitir a la chusma que le lanzaran piedras, lo hicieron ahorcar junto con sus graciosas amigas.
Alguien les advirtió, por medio de gacetas, que cometían un error, pero fue juzgado como un escritorzuelo loco, al cual, favorecía el rey. Pero era ya inútil. De inmediato el ministro se sintió un todopoderoso y comenzó un terrible gobierno de robo, humillación y tiranía.

En las afueras de la cárcel donde el escritor había sido encerrado, un cantor narraba las tremendas acciones del nuevo dictadorzuelo.

La paz del joven rey no comprendían.

Ya ganaron lo que se merecían.


LISONJEAR
PARA NO TRABAJAR

Ramiro siempre le encantaba callejear con tal de no encontrar trabajo, pues desde temprano salía de su casa diciendo que: -A ver si ahora sí encuentro empleo. Ya ves que están muy escasas las oportunidades. - y así subía y bajaba por las calles de Guanajuato buscando, como se dice, ocupación, rogando a Dios no encontrarla. Y efectivamente, con canjear unas moneditas de oro que tenía heredadas por parte de su abuela, se sentía satisfecho. Al regresar a su hogar le decía a su esposa, cuando ésta le preguntaba si ya…
-Pues no, el destino no me dibuja ni una oportunidad de hallar trabajo.
Así era día con día. Su mujer estaba hastiada de esperar y sólo con lo que ella sacaba lavando ajeno, sostenía a sus dos hijos que al anochecer dormían como dos angelitos cobijados por una rala sábana y las lágrimas de siempre de las madres acongojadas.
Aquella mañana se le ocurrió a Ramiro fingir que cojeaba y que por tanto, estaba incapacitado para efectuar trabajos forzados. Con esa teatralería se desplazó por las enredadas callejuelas de su ciudad virreinal hasta encontrar a dos maduras turistas austriacas que le preguntaron sobre el Callejón del Beso. Él les informó cómo llegar hasta allí, pero de manera tan intrincada, que las confundió y las ingenuas visitantes le pidieron que mejor las guiara él y que le darían una buena propina.
-Con mucho gusto. -dijo el falso cojuelo, mientras en el camino iba llenando de elogios a las dos mujeres que se abochornaban ante los elogios a su belleza otoñal que de vez en cuando les soltaba el pícaro de Ramiro que por cierto, no era de tan mal ver y tenía aires del clásico “latin lover”.
Haciéndose el cojo, las hizo caminar más de lo debido, pues el famoso callejón se encontraba a tan solo tres calles y las obligó a andar como veinte manzanas dando vueltas y vueltas.
-¡Son hermosas sus alhajas!- decía Ramiro ante los collares de bisutería que las turistas llevaban. -Hacen combinación con sus bellos ojos donde parece alojarse la imagen del Danubio azul. Y ellas, que medio hablaban español, agradecían con esas sonrisas avejentadas de las solteronas y se miraban rejuvenecidas.
Cuando llegaron al callejón buscado, Ramiro no se quiso rebajar a pedir la propina y esperó a que ellas se la dieran. Agradecidas por tan buena guía, le dieron cien euros que acaso ni sabían que era una recompensa exagerada, pero él nada chistó. Sólo acertó a decirles:
-Estoy para servirles, encantadoras damas. Si requieren mis servicios para otras cosas, llamen a este teléfono y pregunten por Ramiro, el guía, y de inmediato acudiré a resolver sus necesidades.
Fue entonces cuando Ramiro comenzó a forjar la idea de que para no trabajar, era mejor lisonjear. Había descubierto el hilo negro, pues no sabía que eso era común en muchos lugares.

EL ENVIDIOSO TRANSFORMADO
Envilecido por el fracaso de su vida no vacilaba en envenenar su cuerpo con alcohol y se envolvía con el humo de los peores cigarrillos. Aún recordaba aquella tremenda tarde en que su madre había dado a luz a su segundo hijo, después de diez años de viudez. Entonces sintió una extraña transferencia en su mente. Sintió envidia de su hermanito, porque éste sí tenía un padre vivo. En cambio él, desde pequeño sintió el vacío del calor de un progenitor. Había padecido la desgracia de perderlo en un accidente y la esposa, su madre, había quedado en una situación económica difícil. Un correlato difícil.
Lanzados del pequeño departamento donde vivían por un despiadado casero, se habían tenido que refugiar en casa de sus abuelos paternos, donde sus tíos y sus primos siempre los despreciaban, pues no querían coherederos. Los padres de su padre eran muy ricos y por consideración a su nieto le habían dado hospedaje a su nuera. Pero todos los veían como ilegítimos. En cualquier convite que se organizaba, él y su madre, a trasmano, eran excluidos y para no sentirse tan mal, salían a pasear en el tranvía turístico. Allí, sintiéndose en un convoy, imaginaba que era personaje de una película de aventuras. Pero esta envoltura no bastaba para borrar su ánima triste y comenzó a envidiar el bien ajeno. Fue así como comenzó a enviciarse.
Había cumplido diecisiete años y ya era un verdadero desecho social. Cuando se excedía en las cervezas y en el ron, le comenzaban a dar tremendas convulsiones que le hacían delirar y terminaba llorando como un loco, ante la angustia de su madre y de su padrastro que lo trataba mejor que a un hijo. Cuando convalecía de esos ataques espantosos producidos por el vicio, el psicólogo le convocaba a repensar su vida, mas él se encerraba en sí mismo y se negaba a cooperar. “¿Para qué? Si a nadie le importo.” Decía con una voz de odio que impactaba.
En el trasfondo, no se explicaba por qué no podía dominar ese estado de ánimo, pues en realidad nada le faltaba; su madre era cariñosa y atenta; su padrastro le hacía sentir una camaradería juvenil y él fallaba. No podía transformarse. ¿O no quería? Algo le faltaba. Entonces conoció a Elisa…
Ella era lo inverso a él; generosa, llena de bondad y virtudes. Fue como un bofetón que invalidó su comportamiento y le hizo traslucir una esperanza. La transformación no se hizo esperar y de improviso se sintió aliviado. Ya no sintió tristeza por el bien ajeno, pues había descubierto que ella era verdaderamente de él y descubrió que también pertenecía a una familia que lo cuidaba, incluso su hermanito que un día le dijo: -Cuando sea grande quiero ser como tú. Por una extraña transfusión ya nunca más se sintió desesperado ni solo; la envidia desapareció para siempre, porque ahora él poseía el bello bien del amor, la amistad y las ganas de estudiar para nunca más ser un tránsfuga de los malos instantes. Hasta el invierno más frío, desde entonces, le pareció el traspunte de una eterna primavera y traspasó las burlas de la mala gente.

LA COMPLEXIÓN EXCEDENTE

Siempre se habían burlado de Armando, porque, acaso por alguna falla hormonal, era el gordo del salón de clases y su complexión mostraba excedentes obvios en su cintura. Sus comprobados ciento sesenta kilos causaban alborozo cuando se sentaba y rompía de modo extraordinario los mesabancos. No era exagerado decir que al subir las escaleras para dirigirse al tercer piso donde se encontraba su salón de clases, llegaba casi exánime, pues tanto peso, sin duda, le exprimía el aliento. Algún chistoso del grupo, por tal motivo, le comenzó a decir que era de complexión excedente y las risotadas brotaban excediendo el respeto que merecía un chico tan bonachón como él.
Sin embargo, el éxito en sus estudios le permitía no sentir complejos por su gordura y en los exámenes siempre sacaba las más altas calificaciones. No se preocupaba por su sobrepeso, porque decía que por experiencias probadas en el extranjero, pronto habría un método para adelgazar sin dejar de comer. Y ese era el problema, todo alimento le excitaba el apetito y comía y comía.
La única asignatura en la que tenía problemas era en Educación Física, pues su volumen de grasa no le permitía alternar en el deporte de manera exitosa. Sin embargo, como pronto terminaría la secundaria, ya no le preocupaba tanto la crucifixión que sentía cuando tenía que correr, saltar o nadar. En el bachillerato había otras posibilidades y un vecino que era instructor de físico culturismo, intentaba convencerlo de entrar al gimnasio donde éste trabajaba y entrenaba a muchos chicos y chicas que habían mejorado sus cuerpos y se sentían reanimados en su salud y en su éxito personal:
-Por este crucifijo te digo, -le comentaba- ese cuerpo descuidado que tienes, puede cambiar. Si quieres yo te entreno y te guío. Sólo requieres tres cosas: cambio de hábitos alimenticios, dormir a tus horas y constancia y voluntad. Poco a poco vas a ver cómo te transformas y les das la sorpresa a tus compañeros que te bromean por gordo.
Armando lo reflexionaba cuando a la hora de bañarse se veía ante el espejo:
-¿Podré cambiar en verdad? Voy a intentarlo.
Así comenzó a los dieciséis años con una rutina denominada hexagonal, pues consistía en realizar seis ejercicios diarios; uno para cada parte de su cuerpo: pierna, espalda, pecho, hombros, brazos y abdominales. En un principio lo dejaba tan adolorido el ejercitarse que ya no quería continuar, pero luego recordaba el principio de la constancia y la voluntad que su amigo instructor le demostraba con el ejemplo y no se daba por vencido. La conexión entre voluntad y alimentación eran el secreto.
Poco a poco su apariencia fue cambiando y en tres años estaba irreconocible. Ahora ya no era su complexión excedente en grasa, sino en músculos que a las chicas de la universidad dejaban exquisitamente impresionadas. El gordito cachetón se afinó y se convirtió en un joven guapo y atlético en lo externo y estudioso y noble en su interioridad. Pronto terminaría su carrera de abogado. Lo bueno fue que no hizo caso a los regaños de su panzón profesor de educación física que en la secundaria aplicaba una práctica social del deporte: ¡Nada de rutinas aisladas!

UN CORAZÓN DE NIÑO

Don Alberto siempre había sido un hombre de buena salud y para sus ochenta y dos años, se murmuraba en el barrio, se encontraba muy bien, sobre todo cuando se le veía correr todas las mañanas en el jardín central. Todos lo conocían por ahí, pues desde su llegada a aquella colonia, donde vivía, fue proverbial su bonhomía y su disposición para ayudar en las mejoras de aquel suburbio. Ayudaba en la vigilancia de la escuela, en el corte del pasto que crecía en las banquetas, en el cuidado de la iglesia y las fiestas que celebraba la comunidad.
- ¡Que noble es usted, Don Alberto! - Le decían sus amistades.
Hacía diez años que había enviudado y aunque tenía tres hijos, siempre se había negado a irse a la casa de alguno de ellos y prefería su sencilla vivienda donde había sido tan feliz con su esposa y con cada uno de sus vástagos.
-¡Ay, papá, no nos gusta que vivas tan solo! -siempre exclamaban sus hijos.
Por supuesto que sus familiares lo visitaban cada semana y era un gozo ver tanto cariño y gratitud prodigado por sus descendientes. Don Alberto siempre suspiraba satisfecho y se emocionaba tanto, que su corazón retozaba de alborozo. Sus hijos con frecuencia le daban regalitos: corbatas, camisas, zapatos, trajes, suéteres, sombreros o pantuflas.
Aquella mañana, tan luminosa, se le vio salir temprano de su domicilio, pero no para realizar su acostumbrada carrera, sino para dirigirse al hospital de cardiología. Resulta que había leído en el periódico un aviso donde se solicitaba un donante para salvar la vida de un niño y él consideró que como había cumplido una edad ya bastante larga y no tenía más compromisos, pues su hijos eran ya profesionistas e independientes gracias a la carrera que él con grandes esfuerzos había costeado, y aunque recíprocamente se querían mucho, bien podía hacer un último acto de nobleza y dar su corazón, tan colmado de resistencia, según le indicaba año tras año su médico de cabecera, a aquel pequeño que lo necesitaba.
En cuanto llegó al hospital, se dirigió a la enfermera y le dijo que venía a ofrecer su corazón para tal emergencia. Le explicó que como ya había vivido mucho tiempo y tenía un corazón infantil perfecto, bien valía la pena que se lo sacaran para que salvaran al pequeño que se encontraba, en medio de la desesperación de sus padres, al borde la muerte, pues por su escasa edad, no aceptaba un corazón artificial de los recientemente construidos. Don Alberto insistía, aún estaba fuerte y quería aportar al pequeño la esperanza de una vida plena.
El consejo médico valoró la donación y aceptó un intercambio. El pequeño fue salvado mediante una operación de trasplante. Como en el hospital había corazones artificiales para adultos, se le reinstaló al anciano generoso uno que fue muy bien aceptado por su cuerpo y todos levantaron sus corazones agradecidos, como se dice, reconociendo el buen éxito de aquella intervención. Se pudo respirar entonces una gran cordialidad.

¡NADA MÁS!

Toda una vida le había suplicado a Carlos que la aceptara como esposa; que ella había nacido para él; que había dejado casa y familia por seguirlo; que había renunciado al ballet por estar a su lado, mas él la miraba con ojos burlescos.
-No chiquita. No seré más para ti. Si no te pones a trabajar para darme mis lujos olvídate de que existo. No eres fea, pero no eres de las que me convienen. Trabaja más, te digo, y cómprame, si quieres. Sí, soy un juguete de lujo; si me quieres de verdad como dices, ya sabes...
Desde jovencita, cuando iba en sexto de primaria, se había enamorado de Carlos, el dandy de la prepa, y locamente perdida le suplicaba más atención de la que le prestaba.
-Me he entregado a ti sin condición. Haz hecho conmigo todos tus gustos. Busqué trabajo para mantenerte siempre conmigo. Y tú qué haces; me paseas a tus prostitutas frente a mis ojos.- Selma le reprochaba, pero Carlos era inconmovible si no le daba dinero; y aunque se lo diera. Siempre lo consideraba muy poco. Ella, hasta la más vil ignominia había descendido con tal de que aquel hombre apuesto le concediera las migajas de amor que le pedía. Él le daba un beso, pero era más por lástima que por pasión.
-¡No puedo seguir así! - ella le imploraba y él, burlándose con una amplia sonrisa de conquistador, la despreciaba más que nunca.
Selma, en su vivienda de vecindad se la pasaba llorando por él. Era una pasión incontrolable, desmedida. ¿Qué sucedería, si la dejaba? Y una angustia desesperada la hacía revolverse a gritos en su camastro estrujando sábanas y almohadas.
Esa tarde desolada pensó temblorosa con los ojos enrojecidos de angustia y de odio:
-Soy joven. Tengo veinticinco años y aún puedo rehacer mi vida. Tengo que dejarlo. No sé de dónde voy a sacar las fuerzas, pero sobreviviré. No soy fea y puedo sacar provecho de mi cuerpo. Además muchos dicen que canto y bailo muy bien. Aceptaré la invitación que Mr. Mercury me hace para llevarme a Las Vegas. Dice que puedo tener futuro allá. Está ya viejo, pero tiene las relaciones que convienen en estos negocios. Dicen que las morenas claras como yo tienen mucho pegue. Total, de quedarme a continuar siendo humillada… ¿Qué más puede pasarme? Mis padres murieron y mis hermanos no me hablan por andar con ese… que amo… En fin, el tiempo tendrá la palabra.
Un día, la joven desapareció y él no la volvió a ver más, hasta que sorpresivamente una tarde, luego de cinco años, cuando parecía haberse olvidado todo, Selma regresó y se puso en contacto con él.
-¡Sorpresas de la vida! ¿No que no, chiquita? A ver qué me traes…- dijo al apagar el celular y vanidoso, se arregló para la cita que había pactado con ella, convertida en toda una potentada precedida de una gran fama como vedette.
Carlos, que esperaba a la puerta del lujoso Meliá, se sorprendió al verla bajar de su lujoso Roll-Royce y dirigirse a él, con toda su elegante y lujosa presencia, sonriente; saludando gentil a quienes la reconocían por su fama, para decirle en el peor tono burlesco:
-¿Quieres más, chiquito? ¿Sí? Mas ahora no hay para ti. ¡Nada más! - El la miró estupefacto, como nunca, sin saber qué decir, mientras la magnate lo señalaba ante unos hombres trajeados de negro que se hallaban presentes y daba la vuelta de inmediato, como en pasarela de modas, y regresaba a su auto del año. Una vez en él, ordenó a su chofer, con la nariz despectivamente levantada, que la llevara al hipódromo.
Carlos apenas si la alcanzó a ver, mientras unos agentes de la interpol lo aprisionaban por ser un buscado tratante de blancas.