Los escarmentados
de Emilia Pardo Bazán


La helada endurecía el camino; los charcos, remanente de las últimas lluvias, tenían superficie de cristal, y si fuese de día relucirían como espejos. Pero era noche cerrada, glacial, límpida; en el cielo, de un azul sombrío, centelleaba el joyero de los astros del hemisferio Norte; los cinco ricos solitarios de Casiopea, el perfecto broche de Pegaso, que una cadena luminosa reúne a Andrómeda y Perseo; la lluvia de pedrería de las pléyades; la fina corona boreal, el carro de espléndidos diamantes; la deslumbradora Vega, el polvillo de luz del Dragón; el chorro magnífico, proyectado del blanco seno de Juno, de la Vía Láctea... Hermosa noche para el astrónomo que encierra en las lentes de su telescopio trozos del Universo sideral, y al estudiarlos, se penetra de la serena armonía de la creación y piensa en los mundos lejanos, habitados nadie sabe por qué seres desconocidos, cuyo misterio no descifra la razón. Hermosa también para el soñador que, al través de amplia ventana de cristales, al lado de una chimenea activa, en combustión plena, al calor de los troncos, deja vagar la fantasía por el espacio, recordando versos marmóreos de Leopardi y prosas amargas y divinas de Nietzsche... ¡Noche negra, trágica, para el que solo, transido de frío, pisa la cinta de tierra encostrada de hielo y avanza con precaución, sorteando esos espejos peligrosos de los congelados charcos!

Es una mujer joven. La ropa que la cubre, sin abrigarla, delata la redondez de un vientre fecundo, la proximidad del nacimiento de una criatura... Muchos meses hace que Agustina vive encorvada, queriendo ocultar a los ojos curiosos y malévolos su desdicha y su afrenta; pero ahora se endereza sin miedo; nadie la ve. Ha huido de su pueblo, de su casa, y experimenta una especie de alivio al no verse obligada a tapar el talle y disimular su bulto, pues las estrellas de seguro la miran compasivas o siquiera indiferentes. ¡Están tan altas!

En el pueblo, ¡qué desprecio, qué burla, qué reprobación habían caído sobre ella al saberse el desliz! Era la segunda vez que delinquía en aquel honrado lugar una muchacha; la primera, al quinto mes, se había arrojado a un pozo, de donde sacaron su cadáver. Recordaba Agustina cómo la extrajeron del pozo con cuerdas y garruchas, y cómo traía rota una sien y el pelo pegado a la cara lívida, y recordaba también el haber soñado con la ahogada muchas noches. Cuando, al confirmarse su desdicha, pensó Agustina en la solución de la muerte, la imagen de la rota sien y la lívida cara le impidió poner por obra una desesperada resolución. Vinieron al pueblo entonces unos misioneros franciscanos, y Agustina se confesó deshecha en lágrimas.

-Grande es tu pecado -dijo el fraile-; pero lo que pensaste es peor aún. No debes morir ni debe morir por tu culpa el hijo. Sufre con paciencia, espera el último instante, y entonces vete a Madrid con esta carta mía. El señor a quien va dirigida hará que te admitan en la casa de Maternidad.

Acercábase el día. Sin despedirse de nadie -ni de sus padres, que en vez de compadecerla la maldecían-, Agustina puso en hatillo dos camisas y un refajo; en un bolso de lienzo, unas pesetas; y guardaba la carta en el pecho, salió al oscurecer por la puerta del corral antes de que empezasen a rondar los mozos, sabedores de su desdicha y compañeros del que la ocasionó, y que, en vez de repararla, cobardemente había desaparecido del pueblo. Era víspera de Nochebuena, y sería milagro que no saliesen de parranda, Agustina apretó el paso. La vergüenza le puso alas en los pies.

Dos horas hacía ya que caminaba, y faltaba todavía para Madrid una legua. Deshabituada de hacer ejercicio, el cansancio rendía a Agustina y el frío la penetraba hasta los tuétanos. Además tenía miedo; ¡aquella carretera tan solitaria!

A uno y otro lado extendíase la estepa gris, sin rastros de habitación; torcidos chaparros remedaban figuras grotescas, enanos deformes o perros agachados para saltar y morder. El silencio era majestuoso y aterrador. Y la fugitiva también sentía hambre, el hambre próvida que avisa a las que van a ser madres que hay que sostener a dos seres. En su precipitación, no había sacado de su casa ni un mendrugo.

Quería llorar, y dos o tres veces se detuvo para quejarse en alto, cual si alguien pudiese oírla. «¡Ay señor! ¡Ay mi madre!», como si su madre, la dura paleta, no la hubiese tratado peor que el padre todavía... La abrumaba un inmenso desfallecimiento, la tentación de arrojarse al suelo y dormir. Durmiendo, creía que iba a remediarse todo su padecer; que entraría en un estado de beatitud. Resabio de los últimos meses, en que infaliblemente, al despertarse, tenía la ilusión de que su desgracia era pesadilla de sueño, y se sentaba, y creía que el bulto del vientre no existía... ¡Oh! ¡Si así fuese! ¡Quién volvería a sorprenderla, a engañarla; quién se acercaría a ella sin llevar su merecido!

Los pies, calzados toscamente, resbalaron de pronto sobre la vítrea superficie de una charca. El movimiento fue de báscula, y la muchacha cayó hacia atrás, boca arriba, atravesada en la carretera y desvanecida por el brutal sacudimiento del batacazo.

Diez minutos después se oyó en la carretera, a lo lejos, el cascabeleo y la rodadura de un carricoche. La claridad de los faroles avanzó, y el caballejo que tiraba, no muy gallardamente, del vehículo pegó una huida ante el cuerpo que obstruía el paso. El hombre que guiaba refrenó al jaco y miró con sorpresa. Vamos, habría que bajarse, que prestar socorro al borracho... ¡No se trataba de un borracho! De una mujer... Peor que peor...

¡Una mujer! Nadie las aborrecía como el mediquín rural que, llamado por asunto de interés se dirigía a Madrid en noche tan cruda... El golpe de la traición sufrida, del amor escarnecido por su novia, su ideal -rompiendo la concertada boda tres días antes del señalado y casándose con otro hombre antes de un mes-, fue origen, primero, de grave fiebre nerviosa, de la cual conservaba huellas en el amarillento rostro, y luego, de una misantropía profunda. Intelectual, sentimental y con aspiraciones, cuando andaba enamorado, el desengaño le cortó las alas de la voluntad; le causó una de esas humillaciones en que dudamos de nosotros mismos para siempre, y le arrinconó en el poblachón oscuro donde vegetaba como un asceta, haciendo penitencia de tristeza y retiro por el ajeno pecado, caso más frecuente de lo que se supone. Sólo por estricta necesidad había resuelto el viaje. ¡Y ahora aquel estorbo en el camino! ¡Una hembra!

Desencajó un farol del coche y con él alumbró la cara de la mujer privada de sentido. Se sorprendió. Joven, bonita, de facciones de cera, delicadas y dulces. ¡Y perdida a tal hora, en la soledad! ¿Atentado? ¿Crimen? La quiso incorporar... Un gemido débil reveló la vida.

¿Qué tiene usted? ¿Está usted enferma? -preguntó el médico, sosteniéndola por los sobacos en el aire.

Otro gemido contestó; era de sufrimiento, de un sufrimiento concreto, positivo.

-¿Está usted herida?

La muchacha se incorporó difícilmente; parecía atónita y no se daba cuenta de por qué se encontraba allí, por qué la interrogaba un desconocido. La memoria acudió, y con ella la conciencia del mal... Su brazo derecho no obedecía; colgaba inerte, y una sensación extraña de parálisis, iba extendiéndose al hombro.

-Se me figura que tengo roto este brazo...

Las manos del médico palparon, reconocieron... ¡Era verdad!

-¿Adónde iba usted? ¿De dónde es usted?

Agustina miró al que le dirigía la palabra y la amparaba enérgicamente. Vio un rostro consumido de melancolía, una barba descuidada, unos ojos en que la indiferencia luchaba con la compasión... No sería fácil explicar, a no ser por la franqueza súbita y total del ser desamparado, que nada recela porque todo lo ha perdido, como Agustina -la paletita cansada de disimular y mentir a su familia y a todo un pueblo-, no supo callar nada al incógnito que acababa de socorrerla. Habló entre sollozos, sin reparo, hasta sin vergüenza ni confusión, como el que cree estar contando a un desdichado desdichas mayores. Hizo su historia en pocas y desgarradoras frases.

-Súbase usted al coche... Tápese con la manta... Yo la llevaré al hospital.

Un cuarto de hora rodó el coche por la carretera -despacio, porque en la helada resbalaba también el caballejo-, cuando Agustina, en el bienestar infinito de la ardiente gratitud, al sentirse acompañada, salvada, extendió la mano izquierda, asió la del médico y la besó sin saber lo que hacía. Él tembló. ¡Hacía tanto tiempo que sólo sentía en sueños el roce de unos labios femeniles! Por su parte, la muchacha, pasado el transporte, se quedó abochornada, acortada de confusión. ¡Qué había hecho, ay mi madre! ¡Un hombre, y ella que estaba determinada a no tocar ni al pelo de la ropa a ninguno! ¡Ella, la escarmentada, el gato escaldado, la del aprendizaje cruel y definitivo! Pero ¿era realmente un hombre el que la llevaba así, a su lado, con tanta caridad, con tanta consideración? No, hombre, no; era... un santo; un santo como los que se ven en los altares...

De pronto, el médico volteó el coche, emprendiendo la caminata en sentido opuesto.

-Estamos más cerca de mi casa que de Madrid... Urge curarle a usted ese brazo. Si llegamos a Madrid tarde, van a perderse horas... Es preciso que yo reconozca pronto esa fractura, y que la atendamos... Viene usted a mi casa, allí nada le faltará.

Y cuando hablaba así a una mujer, el escarmentado, el dolorido, el misógino, pensaba: «No es una mujer; es una víctima, una mártir...».

Y bajo la manta que les cubría y les prestaba calor y abrigo a medias, los efluvios de la juventud, la necesidad de querer, se insinuaban riéndose del escarmiento.

Las estrellas, más fulgentes a medida que la noche avanzaba, no se enterarían. ¡Están tan altas! ¡Tan distantes!