Los empeños de una casa
En casa de don Pedro Salen doña Ana y Celia
Ana: Hasta que venga mi hermano, Celia, le hemos de esperar.
Celia: Pues eso será velar, porque él juzga que es temprano la una o las dos; y a mi ver, aunque es grande ociosidad viene a decir la verdad, pues viene al amanecer. Mas, ¿por qué agora te dio esa gana de esperar, si te entras siempre a acostar tú, y le espero sola yo?
Ana: Has de saber, Celia mía, que aquesta noche ha fïado de mí todo su cuidado; tanto de mi afecto fía. Bien sabes tú que él salió de Madrid dos años ha, y a Toledo, donde está, a una cobranza llegó, pensando luego volver, y así en Madrid me dejó, donde estando sola yo, pudiendo ser vista y ver, me vio don Juan y le vi, y me solicitó amante, a cuyo pecho constante atenta correspondí; cuando, o por no ser tan llano como el pleito se juzgó, o lo cierto, porque no quería irse mi hermano —porque vive aquí una dama de perfecciones tan sumas que dicen que faltan plumas para alabarla a la Fama, de la cual enamorado aunque no correspondido, por conseguirla perdido en Toledo se ha quedado, y porque yo no estuviese sola en la corte sin él, o porque a su amor cruel de algún alivio le fuese—, dispuso él que venga aquí a vivir yo, que al instante di cuenta a don Juan, que amante vino a Toledo tras mí; fineza a que agradecida toda el alma estar debiera, si ya ¡ay de mí! no estuviera del empeño arrepentida, porque el Amor que es villano en el trato y la bajeza, se ofende de la fineza. Pero, volviendo a mi hermano, sábete que él ha inquirido con obstinada porfía qué motivo haber podía para no ser admitido; y hallando que es otro amor, aunque yo no sé de quién, sintiendo más que el desdén que otro gozase el favor —que como este fiero engaño es envidioso veneno, se siente el provecho ajeno mucho más que el propio daño—; sobornando —¡oh vil costumbre que así la razón estraga, que es tan ciego Amor, que paga porque le den pesadumbre!— una crïada que era de quien ella se fïaba, en el estado que estaba su amor, con el fin que espera, y con lo demás que pasa, supo de la infiel crïada, que estaba determinada a salirse de su casa esta noche con su amante; de que mi hermano furioso, como a quien está celoso no hay peligro que le espante, con unos hombres trató que fingiéndose justicia —¡mira qué astuta malicia!— prendan al que la robó, y que al pasar por aquí al galán y dama bella, como en depósito, a ella me la entregasen a mí, y que luego al apartarse, como que acaso ellos van descuidados, al galán den lugar para escaparse, con lo cual claro es arguye que él se valdrá de los pies huyendo, pues piensa que es la justicia de quien huye; y mi hermano, con la traza que su amor ha discurrido, sin riesgo habrá conseguido traer su dama a su casa, y en ella es bien fácil cosa galantearla abrasado sin que él parezca culpado ni ella pueda estar quejosa, porque si tanto despecho ella llegase a entender, visto es que ha de aborrecer a quien tal daño le ha hecho. Aquesto que te he contado, Celia, tengo que esperar; mira ¿cómo puedo entrar a acostarme sin cuidado?
Celia: Señora, nada me admira; que en amor no es novedad que se vista la verdad del color de la mentira, ¿ni quién habrá que se espante si lo que es, llega a entender, temeridad de mujer ni resolución de amante, ni de traidoras crïadas, que eso en todo el mundo pasa, y quizá dentro de casa hay algunas calderadas? Sólo admirado me han, por las acciones que has hecho, los indicios que tu pecho da de olvidar a don Juan, y no sé por qué el cuidado das en trocar en olvido, cuando ni causa has tenido tú, ni don Juan te la ha dado.
Ana: Que él no me la da, es verdad; que no la tengo, es mentira.
Celia: ¿De qué manera?
Ana: ¿Qué se admira? Es ciega la Voluntad. Tras mí, como sabes, vino amante y fino don Juan, quitándose de galán lo que se añade de fino, sin dejar a qué aspirar a la ley del albedrío, porque si él es ya tan mío ¿qué tengo que desear? Pero no es aquésa sola la causa de mi despego, sino porque ya otro fuego en mi pecho se acrisola. Suelo en esta calle ver pasar a un galán mancebo, que si no es el mismo Febo, yo no sé quién pueda ser. A éste, ¡ay de mí!, Celia mía, no sé si es gusto o capricho, y... Pero ya te lo he dicho, sin saber que lo decía.
Celia: ¿Lloras?
Ana: ¿Pues no he de llorar, ¡ay infeliz de mí!, cuando conozco que estoy errando y no me puedo enmendar?
Celia: (Aparte.) Qué buenas nuevas me dan con esto que agora he oído, para tener yo escondido en su cuarto al tal don Juan, que habiendo notado el modo con que le trata enfadada, quiere hacer la tarquinada y dar al traste con todo. ¿Y quién, señora, ha logrado tu amor?
Ana: Sólo decir puedo que es un don Carlos de Olmedo el galán. Mas han llamado; mira quién es, que después te hablaré, Celia.
Celia: ¿Quién llama? Habla dentro. Embozado: ¡La justicia!
Ana: Ésta es la dama; abre, Celia.
Celiia: Entre quien es.
Salen dos Embozados y doña Leonor.
Embozado: Señora, aunque yo no ignoro el decoro de esta casa, pienso que el entrar en ella ha sido más venerarla que ofenderla; y así, os ruego que me tengáis esta dama depositada, hasta tanto que se averigüe la causa porque le dio muerte a un hombre otro que la acompañaba. Y perdonad, que a hacer vuelvo diligencias no excusadas en tal caso.
Vanse los Embozados.
Ana: ¿Qué es aquesto? Celia, a aquesos hombres llama que lleven esta mujer, que no estoy acostumbrada a oír estas liviandades.
Celia: (Aparte.) Bien la deshecha mi ama hace de querer tenerla).
Leonor: Señora,—en la boca el alma tengo, ¡ay de mí!—si piedad mis tiernas lágrimas causan en tu pecho —hablar no acierto—, te suplico arrodillada que ya que no de mi vida, tengas piedad de mi fama, sin permitir, puesto que ya una vez entré en tu casa, que a otra me lleven adonde corra mayores borrascas mi opinión; que a ser mujer, como imaginas, liviana, ni a ti te hiciera este ruego, ni yo tuviera estas ansias.
Hablan doña Ana y Celia aparte.
Ana: (A lástima me ha movido su belleza y su desgracia. Bien dice mi hermano, Celia.)
Celia: (Es belleza sobrehumana; y si está así en la tormenta ¿cómo estará en la bonanza?)
Ana: Alzad del suelo, señora, y perdonad si turbada del repentino suceso poco atenta y cortesana me he mostrado, que ignorar quién sois, pudo dar la causa a la extrañeza; mas ya vuestra persona gallarda informa en vuestro favor, de suerte que toda el alma ofrezco para serviros.
Leonor: ¡Déjame besar tus plantas, bella deidad, cuyo templo, cuyo culto, cuyas aras, de mi deshecha fortuna son el asilo!
Ana: Levanta, y cuéntame qué sucesos a tal desdicha te arrastran, aunque, si eres tan hermosa, no es mucho ser desdichada.
Celia: (Aparte.) De la envidia que le tiene no le arriendo la ganancia).
Leonor: Señora, aunque la vergüenza me pudiera ser mordaza para callar mis sucesos, la que como yo se halla en tan infeliz estado, no tiene por qué callarlas; antes pienso que me abono en hacer lo que me mandas, pues son tales los indicios que tengo de estar culpada, que por culpables que sean son más decentes sus causas; y así, escúchame.
Ana: El silencio te responda.
Celia: ¡Cosa brava! ¿Relación a media noche y con vela? ¡Que no valga!
Leonor: Si de mis sucesos quieres escuchar los tristes casos con que ostentan mis desdichas lo poderoso y lo vario, escucha, por si consigo que divirtiendo tu agrado lo que fue trabajo propio sirva de ajeno descanso, o porque en el desahogo hallen mis tristes cuidados a la pena de sentirlos el alivio de contarlos Yo nací noble; éste fue de mi mal el primer paso, que no es pequeña desdicha nacer noble un desdichado; que aunque la nobleza sea joya de precio tan alto, es alhaja que en un triste sólo sirve de embarazo; porque estando en un sujeto, repugnan como contrarios, entre plebeyas desdichas haber respetos honrados. Decirte que nací hermosa presumo que es excusado, pues lo atestiguan tus ojos y lo prueban mis trabajos. Sólo diré... Aquí quisiera no ser yo quien lo relato, pues en callarlo o decirlo dos inconvenientes hallo; porque si digo que fui celebrada por milagro de discreción, me desmiente la necedad del contarlo; y si lo callo, no informo de mí, y en un mismo caso me desmiento si lo afirmo, y lo ignoras si lo callo. Pero es preciso al informe que de mis sucesos hago —aunque pase la modestia la vergüenza de contarlo—, para que entiendas la historia, presuponer asentado que mi discreción la causa fue principal de mi daño. Inclinéme a los estudios desde mis primeros años con tan ardientes desvelos con tan ansiosos cuidados, que reduje a tiempo breve fatigas de mucho espacio. Conmuté el tiempo, industriosa, a lo intenso del trabajo, de modo que en breve tiempo era el admirable blanco de todas las atenciones, de tal modo, que llegaron a venerar como infuso lo que fue adquirido lauro Era de mi patria toda el objeto venerado de aquellas adoraciones que forma el común aplauso; y como lo que decía. fuese bueno o fuese malo, ni el rostro lo deslucía ni lo desairaba el garbo, llegó la superstición popular a empeño tanto, que ya adoraban deidad el ídolo que formaron. Voló la Fama parlera, discurrió reinos extraños, y en la distancia segura acreditó informes falsos. La pasión se puso anteojos de tan engañosos grados, que a mis moderadas prendas agrandaban los tamaños. Víctima en mis aras eran, devotamente postrados, los corazones de todos con tan comprensivo lazo, que habiendo sido al principio aquel culto voluntario, llegó después la costumbre, favorecida de tantos, a hacer como obligatorio el festejo cortesano; y si alguno disentía paradojo o avisado, no se atrevía a proferirlo, temiendo que, por extraño, su dictamen no incurriese, siendo de todos contrario, en la nota de grosero o en la censura de vano. Entre estos aplausos yo, con la atención zozobrando entre tanta muchedumbre, sin hallar seguro blanco, no acertaba a amar a alguno, viéndome amada de tantos. Sin temor en los concursos defendía mi recato con peligros del peligro y con el daño del daño. Con una afable modestia igualando el agasajo, quitaba lo general lo sospechoso el agrado. Mis padres, en mi mesura vanamente asegurados, se descuidaron conmigo; ¡qué dictamen tan errado, pues fue quitar por de fuera las guardas y los candados a una fuerza que en sí propia encierra tantos contrarios! Y como tan neciamente conmigo se descuidaron, fue preciso hallarme el riesgo donde me perdió el cuidado. Sucedió, pues, que entre muchos que de mi fama incitados contestar con mi persona intentaban mis aplausos llegó acaso a verme —¡Ay cielos!, ¿cómo permitís tirano? que un afecto tan preciso se forjase de un acaso?— don Carlos de Olmedo, un joven forastero, mas tan claro por su origen, que en cualquiera lugar que llegue a hospedarlo, podrá no ser conocido, pero no ser ignorado. Aquí, que me des te pido licencia para pintarlo, por disculpar mis errores, o divertir mis cuidados; o porque al ver de mi amor los extremos temerarios, no te admire que el que fue tanto, mereciera tanto. Era su rostro un enigma compuesto de dos contrarios que eran valor y hermosura, tan felizmente hermanados, que faltándole a lo hermosos la parte de afeminado, hallaba lo más perfecto en lo que estaba más falto; porque ajando las facciones con un varonil desgarro, no consintió a la hermosura tener imperio asentado; tan remoto a la noticia, tan ajeno del reparo, que aun no le debió lo bello la atención de despreciarlo; que como en un hombre está lo hermoso como sobrado, es bueno para tenerlo y mal para ostentarlo. Era el talle como suyo, que aquel talle y aquel garbo, aunque la Naturaleza a otro dispusiera darlo, sólo le asentara bien al espíritu de Carlos; que fue de su providencia esmero bien acertado, dar un cuerpo tan gentil a espíritu tan gallardo. Gozaba un entendimiento tan sutil, tan elevado, que la edad de lo entendido era un mentís de sus años. Alma de estas perfecciones era el gentil desenfado de un despejo tan airoso, un gusto tan cortesano, un recato tan amable, un tan atractivo agrado, que en el más bajo descuido se hallaba el primor más alto; tan humilde en los afectos, tan tierno en los agasajos, tan fino en las persuasiones, tan apacible en el trato y en todo, en fin, tan perfecto, que ostentaba cortesano despojos de lo rendido, por galas de lo alentado. En los desdenes sufrido, en los favores callado, en los peligros resuelto, y prudente en los acasos. Mira si con estas prendas, con otras más que te callo, quedaría, en la más cuerda, defensa para el recato. En fin, yo le amé; no quiero cansar tu atención contando de mi temerario empeño la historia caso por caso; pues tu discreción no ignora de empeños enamorados, que es su ordinario principio desasosiego y cuidado, su medio, lances y riesgos, su fin, tragedias o agravios. Creció el amor en los dos recíproco y deseando que nuestra feliz unión lograda en tálamo casto confirmase de Himeneo el indisoluble lazo; y porque acaso mi padre, que ya para darme estado andaba entre mis amantes los méritos regulando, atento a otras conveniencias no nos fuese de embarazo, dispusimos esta noche la fuga, y atropellando el cariño de mi padre, y de mi honor el recato, salí a la calle, y apenas daba los primeros pasos entre cobardes recelos de mi desdicha, fïando la una mano a las basquiñas y a mi manto la otra mano, cuando a nosotros resueltos llegaron dos embozados. "¿Qué gente?" dicen, y yo con el aliento turbado, sin reparar lo que hacía porque suele en tales casos hacer publicar secretos el cuidado de guardarlos—, "¡Ay, Carlos, perdidos somos!" dije, y apenas tocaron mis voces a sus oídos cuando los dos arrancando los aceros, dijo el uno: "¡Matadlo, don Juan, matadlo; que esa tirana que lleva, es doña Leonor de Castro, mi prima." Sacó mi amante el acero, y alentado, apenas con una punta llegó al pecho del contrario, cuando diciendo: "¡Ay de mí!" dio en tierra, y viendo el fracaso dio voces el compañero, a cuyo estruendo llegaron algunos; y aunque pudiera la fuga salvar a Carlos, por no dejarme en el riesgo se detuvo temerario, de modo que la justicia, que acaso andaba rondando, llegó a nosotros, y aunque segunda vez obstinado intentaba defenderse, persuadido de mi llanto, rindió la espada a mi ruego, mucho más que a sus contrarios. Prendiéronle, en fin; y a mí, como a ocasión del estrago, viendo que el que queda muerto era don Diego de Castro, mi primo, en tu noble casa, señora, depositaron mi persona y mis desdichas, donde en un punto me hallo sin crédito, sin honor, sin consuelo, sin descanso, sin aliento, sin alivio, y finalmente esperando la ejecución de mi muerte en la sentencia de Carlos.
Ana: (Aparte). (¡Cielos! ¿qué es esto que escucho? Al mismo que yo idolatro es el que quiere Leonor... ¡Oh, qué presto que ha vengado Amor a don Juan! ¡Ay triste!) Señora, vuestros cuidados siento como es justo. Celia, lleva esta dama a mi cuarto mientras yo a mi hermano espero.
Celia: Venid, señora.
Leonor: Tus pasos, sigo, ¡ay de mí!, pues es fuerza obedecer a los hados.
Vanse Celia y doña Leonor. A la continuación de la primera jornada de Los empeños de una casa