Los duendes de la camarilla/30
El efecto que causó en el alma de Lucila la noticia, dada por Antolín de Pablo, de que Halconero llegaba, lo más tarde, al cabo de dos días, fue de verdadera consternación. ¿Por qué volvía? ¿No era mejor que se quedase por allá?... La prometida esposa se conturbaba con la idea de verle, y metiendo su exploradora mano en el corazón, tocaba frialdad, aborrecimiento. Del anunciado regreso de D. Vicente la consolaba la idea y presunción de que a su llegada hubiese un poco de cataclismo.
A su padre, que a verla iba diariamente, le dio un interesantísimo encargo: «¿No tiene usted conocimientos en el Ministerio de la Guerra? ¿No conoce a un cabo que está en las oficinas?... ¿Sí? Pues averígüeme... ello es muy fácil, padre, y hasta los gatos del Ministerio deben saberlo... averígüeme cuándo sale el General Prim para Puerto Rico.»
-Va de Capitán General; le embarcan porque se pasa de valiente... Es, según se dice, hombre de mucha idea...
-Y eso es lo que estorba.
-No sé por qué. Yo tengo mucha idea, y no me mandan a ninguna parte.
-Porque no temen a los humildes. El reino de los humildes está muy lejos.
-¡Y tan lejos...! Ni aunque uno se suba encima de los encumbrados puede alcanzar a ver dónde está ese reino».
Llegó Halconero: viéndole y tratándole, se calmó la fiebre de Lucila, y las aberraciones disparatadas de sus sentimientos. No le aborrecía, ¡pobre señor! ¿Cómo aborrecer a quien le había hecho tantos beneficios, y aun mayores e inapreciables se los prometía? Gustoso de aprovechar el tiempo en la Villa y Corte, Halconero fue a visitar el nuevo Congreso, llevando por delante, naturalmente, a Lucila y Eulogia, bien apañaditas. Habíale dado las papeletas el Sr. D. Matías Angulo, diputado por Navalcarnero, como él propietario rico y persona sencilla y de las mejores intenciones, así en política como en todo. En la admiración de aquel lujoso monumento elevado a la Soberanía Popular, pasaron los tres una mañana, y desde los salones de Sesiones y de Conferencias hasta la Biblioteca, salas para Secciones, taquígrafos, etcétera, nada se les quedó por examinar. Admiraba Eulogia con preferencia las ricas alfombras, Lucila los altos techos con pinturas, y D. Vicente perdía el tino ante la profusión de terciopelo encarnado... Visitaron asimismo el Museo de Artillería y la Historia Natural, y no continuaron por otros barrios de Madrid su instructivo zarandeo, porque Lucila se resistió, sin dar de su negativa razones claras, a visitar las Reales Caballerizas y la Armería Real... Se fatigaba, se le iba la cabeza, según dijo... Pensando que el teatro la distraería más que los Museos, propuso D. Vicente ir a ver la Adriana, obra muy hermosa de la que se hacían lenguas cuantos la habían visto. Representábase en los Basilios, y era el éxito mayor de la temporada corriente. En efecto: allá fueron una noche, y no puede describirse la emoción de los tres ante el interesante drama; con el río de lágrimas que derramaron las mujeres, competían los pucheros del hombre, queriendo echárselas de valiente. A Lucila le llegó al alma el caso de la pobre cómica, tan bien representada por la Teodora, a quien envenena una princesa su enemiga (que también era un poco boticaria), con el simple olor de un ramillete. Le pareció la comedia cosa real, y la emoción duró en su alma muchos días.
Siguió a esto un período de compras, en las cuales nada se hacía sin que Lucila diera su exequatur, previo examen de las cosas. De tienda en tienda iban los tres; mirando y escogiendo lo que se diputaba mejor dentro de la modestia, adquirió Halconero cama de matrimonio, de bronce dorado, según los mejores modelos de una industria moderna, y colchón de muelles elásticos, que eran última novedad. Tras este tan necesario y útil mueble, se compró un espejo grandecito, un juego de reloj y floreros, un veladorcito maqueado, vajilla de porcelana, y juego de café, con maquinilla de reciente invención para hacerlo en la misma mesa. Con estos goces inocentes de preparativo nupcial estaba el buen señor en sus glorias. Antes de Navidad partió para su pueblo, dejando determinado que volvería después de Reyes, ya para casarse. La boda sería entre San Antón y la Candelaria.
Ansiosa de sostenerse inexpugnable ante los arrebatos de su propio corazón enamorado, Cigüela no salía más que para oír misa, en San Andrés, y se propuso no volver a poner los pies en casa de Rosenda. No aviniéndose esta con el desvío de su amiga, fue a verla, mostrándose en la visita como la misma discreción y la prudencia en persona. A pesar de no encontrarse presente Eulogia, la Capitana no nombró a Tomín, ni dijo cosa alguna que con el perdido caballero tuviese relación. No se atrevió Lucila a preguntarle; pero leyendo en los ojos de Rosenda, entendió que algo sabía esta, y no quería decírselo por no perturbar el ánimo de su amiga... Lo agradecía, y al propio tiempo lo deploraba. Temía saber, saber ansiaba. ¿Cómo armonizar deseos tan contrarios? Cuando partió la maliciosa Capitana, la presunta esposa de Halconero se decía: «Me ha dado olor a sepulcros... En los ojos de Rosenda he visto una cosa que se parece al último renglón de un libro triste... Ya veo claro. Tomín ha salido para Puerto Rico... ¿Y dónde está ese condenado Puerto Rico? De aquí allá ¡cuántas llanuras y montañas de agua!».
Esta idea embargó su ánimo por muchos días, idea de duelo, seguida de efusiones dolorosas de un cariño inextinguible, que derivaba hacia las esferas de Ultratumba; porque en verdad, ¿qué cosa más parecida a la muerte que un viaje a Puerto Rico? Y la cantidad de agua que entre Tomín y su amada se extendía, era la expresión más sensible del infinito de la ausencia. Lloraba Lucila sobre aquellas turbias aguas, que se movían con ritmo y balanceo semejantes al navegar de las almas de este mundo al otro... En tal situación de espíritu, consolándose con el desconsuelo, y meciéndose en lo infinito, sorprendieron a la infeliz mujer sucesos de interés general, y otros de su particular incumbencia. El feliz parto de la Reina, con público regocijo, fiestas, iluminaciones, no fijó tanto su atención como las cuatro palabras que le dijo el buen Ansúrez una tarde: «Querida hija, por fin te traigo despachado el encargo que me diste, y es que... tocante a la fecha de salir para Puerto Rico el señor General Prim, no hay fecha ninguna, porque el señor General ya no va a Puerto Rico».
Palideció Lucila. Por las inmensas aguas no iba Tomín. ¿Pero quién aseguraba que no fuera más tarde, con otro General, solo tal vez?... Examinando probabilidades, en sombría cavilación, vino a parar en que todo era posible y todo imposible. No prestó atención a las lamentaciones de su padre contra el clérigo Merino, que no acababa de arrancarse al ofrecido préstamo, bien porque no hubiera realizado la cobranza del crédito antiguo, bien por marrullería y ganas de fastidiar. Esta última versión le parecía razonable, pues de sus conversaciones con él, en los solitarios Paseos por la Tela, había sacado la presunción de que era D. Martín hombre cerrado a la benevolencia y malo de por sí, amigo de martirizar: el único deleite de sus ojos era ver el ajeno sufrir, y ninguna música le gustaba como el rechinar de dientes del hombre desesperado... Sin llegar a la desesperación, Ansúrez deploraba que estando tan cerca el matrimonio de su hija, no pudiera él festejarlo con tienda abierta, para que se dijese que el padre de la novia era un comerciante establecido en la calle de las Maldonadas. ¡Y que no haría poco servicio al Sr. Halconero anunciando la venta en comisión, y al por mayor, del fruto de sus feraces tierras!... Encomiando el rico género, todo Madrid diría: «¡Cebada de Halconero, huevos de Halconero, uvas de Halconero!...».
En Navidad y en Reyes vio Lucila a Rosenda, y en los ojos de ella, así como en su acento y actitudes, observaba la misteriosa reserva que traducida con buena voluntad al lenguaje corriente, quería decir: «Sé muchas cosas, pero las callo; mi deber es callarlas». Por la delicadeza y corrección que le imponía la proximidad de su boda, no se determinó a preguntarle. Nada podía sacar del reservado escondrijo que llevaba en su mente la Capitana, urraca codiciosa que escondía las ideas y noticias que a Tajón robaba... Pasó Cigüela en melancólicas dudas algunos días, y razonaba su estado anímico en esta forma: «No quiero más que saber, saber... ¿Se habrá muerto Min? ¡El silencio de Rosenda dice tantas cosas! Dice muerte, dice vida y nuevas traiciones... Ya doy en creer que el traidor es él, y para perdonarle, necesito saber la verdad... ¿Cómo he de perdonarle, si no sé...?». Hervían estas ideas en su mente, cuando se encontró de manos a boca con Ezequiel: ella salía de San Andrés, donde había oído misa, y él entraba con un gran manojo de velas... Requerida por el mancebo, retrocedió la moza, y sentada en un banco próximo a la puerta, esperó a que se desocupara de su carga para hablar con él.
-¿Qué querías decirme...? Cuéntame...
-¿No te has enterado de que Domiciana se ha ido a vivir a Palacio?... Allí la tienes de camarista suplente, con un sueldazo... Le han dado una habitación muy grande, subiendo por la escalera de Cáceres, el primer cuarto a mano derecha...
-Lo conozco, conozco ese cuarto. He vivido en él... ¿Y qué más?... No me tengas en ascuas... acaba pronto.
-Pues mi padre está cada vez peor de la vista.
-¡Pobrecito! Eso no me importa. ¿Se ha llevado tu hermana los muebles de tu casa?
-Algunos... Parece que le dan el cuarto amueblado. Se llevó, eso sí, manojos de hierbas, y los morteros, los filtros...
-Ya... en Palacio practicará la botiquería... ¿Y qué tal... tiene la casa bien puesta?
-No la he visto; lo primero que nos encargó fue que no pareciéramos por allá.
-¿Qué me dices, Ezequiel?
-¿Verdad que es una ingratitud...? Mi padre está muy triste, pero muy triste. Gracias que algunas tardes, en coche, viene Domiciana a verle, y con esto se consuela el pobre.
-¿Ha llevado tu hermana a su servicio la criada que teníais?
-¿La Patricia? Allá se la mandamos; pero la despidió más pronto que la vista... No quiere a nadie de nuestra casa. ¿Ves qué esquiva y qué testaruda? Ni que tuviéramos la peste...
-No conoces tú a tu hermana, Zequiel. Si os mantiene lejos de su nueva casa, y no quiere que vayáis a visitarla, será que allí esconde algo, algo que no debéis ver vosotros, ni nadie...
-Puede que tengas razón. De algún tiempo acá, todo lo que hace mi hermana es muy raro... Mi padre suele decir como rezongando: 'Dios la perdone'.
-No la perdonará -exclamó Lucila con acento de ira, olvidándose de que estaba en la iglesia-. Zequiel, si me averiguas lo que Domiciana oculta en su casa de Palacio, te doy... no sé qué te daría. Pídeme lo que quieras...
-Lucila, sabes que te quiero mucho. ¿Qué no haría yo por ti? Sueño contigo, y pienso que mi mayor felicidad sería tenerte siempre a mi lado. El otro día, hablando de ti con mi padre, le dije que si ibas tú por allí, te dijese, como cosa suya, lo mucho que te quiero... Mi padre se echó a reír y me contestó con una frase que me lastimó mucho. Dijo, dice: 'tú eres poco hombre para Lucila'. Eso es faltarle a uno. Yo no seré todavía bastante hombre; pero voy siéndolo cada día más... Pues dime ahora qué tengo que hacer para averiguarte lo que deseas.
-Ir a la casa que habita tu hermana, en Palacio; entrar en ella atropellando por todo, registrar bien las habitaciones, ver, observar...
-Sí que lo haré, y a todo el que quiera estorbarme el paso, le daré un empujón... Pues déjame ahora que te diga lo que tienes que darme en pago de ese favor... El caso es que aquí no puedo decírtelo, porque estamos en la iglesia, y me da reparo... Salgamos a la calle, vámonos por la Costanilla, y te lo diré... Aquí siento más vergüenza que en la calle».
Salieron. Lucila era una máquina que funcionaba inconsciente y con la mayor rapidez en todo lo que condujera a la satisfacción de su curiosidad. Al llegar al extremo de la Costanilla, entrando en la plazoleta de San Pedro, Ezequiel, que iba silencioso junto a su amiga, se paró, y más pálido que la cera de su taller le dijo: «Luci, yo pensaba pedirte... y perdóname si es desacato... pensaba pedirte por este favor... que me dieras un beso; pero ahora veo que es muy poco, Luci, es muy poco un beso: debes darme lo menos tres... o cinco...»
-Y más, muchos más -dijo Lucila ardiendo en curiosidad, y movida también a lástima intensa del pobre muchacho candoroso-. Si me traes la verdad que busco, te daré tantos besos como palabras necesites para contármelos, tantos como pasos has de dar de aquí a Palacio y de Palacio aquí.
-¡Ay, qué buena eres, y qué agradecido quedaré, Luci! -dijo el pobre chico casi llorando-. Iré corriendo. Pero... para que yo vaya con más ánimos, ¿por qué no me das uno a cuenta? Por ser el primero, ha de saberme... como el cuerpo de Nuestro Redentor, cuando uno comulga.
-Sí que te lo doy. Toma uno, toma dos, toma más... -dijo Lucila besándole, como besan las madres a los chicos para convencerles de que deben ir a la escuela.
-No más -dijo al fin Ezequiel embebecido y asustado-. Pasa gente... pueden fijarse, y si lo sabe el que va a ser tu marido... ¡Jesús!
-Pues ve pronto... yo te acompaño hasta la calle de Segovia... y en la subida de la Ventanilla, ¿sabes?... allí te espero... No, no... para que me encuentres más fácilmente, y no haya equivocación, te espero en las Monjas del Sacramento.
-Allí... Vamos, Luci».