Ya embocaban a la cabecera del puente de Toledo cuando un desgarrón de las nubes, que cubrían casi totalmente el cielo, dejó ver un cuarto de luna, con desmayada luz entre cendales, corriendo hacia los bordes grises que habrían de ocultarla de nuevo... «Lucila, mira, mira la luna -dijo Ezequiel creyendo que podría distraer de su pena a la pobre joven, comunicándole su admiración candorosa. Pero ni lunas ni soles podían iluminar la noche obscura que en su alma llevaba la hija de Ansúrez, y siguió en silencio. Marcha sostenida y regular llevaban: con el aire que al paso de los dos imprimió Cigüela en la bajada de Gilimón, se aproximaron a la entrada de Carabanchel Bajo. Pero aquí el potente impulso de ella empezó a flaquear; se detuvo un momento mirando las primeras casas, y preguntó a su acompañante si estaban ya en Leganés.

-¡Ay! no... Esto es Carabanchel Bajo... Si quieres, descansaremos un poquito.

-No... Entre casas y donde haya gente, no nos detengamos -dijo Lucila-. Sigamos, y a la salida nos sentaremos».

Atravesaron el pueblo, esquivando el encuentro con los escasos grupos de personas que al paso veían, y al salir de nuevo al campo, Lucila hubo de aquietar un poco su marcha. «Nos cansamos sin necesidad -observó Ezequiel-, pues ¿qué adelantas con llegar a Leganés a media noche? Andemos despacio, y si a mi brazo quieres agarrarte hazlo con confianza, que yo no me canso. Por este camino venimos Tomás y yo de paseo algún domingo, y todo este campo me lo sé de memoria». Con lento andar llegaron a Carabanchel Alto; acelerando un poco pasaron el pueblo, y al rebasar de las últimas casas, Lucila, sin aliento, echando en un suspiro toda esta frase: «no puedo más, Zequiel... aquí me siento», cayó al pie de un árbol. El cerero acudió a levantarla, cariñoso, diciéndole que un poco más arriba encontrarían mejor y más cómodo asiento, y puesta ella en pie, bien asida la mano del mancebo, siguieron despacio, él sosteniéndola, ella dejándose llevar, hasta que les brindaron descanso unos troncos de negrillo apilados en el suelo y protegidos de una maciza pared en ruinas.

-Estoy muerta de cansancio -dijo la moza después de recobrado el aliento.

-Pues tómate el tiempo que quieras para recobrar fuerzas, porque aún hay algunas horitas de aquí al amanecer... Y si te entra sueño y quieres dormir, no tengas miedo a nada; yo velo y estoy al cuidado.

-Mira, Zequiel, mira aquella lucecita que allá lejos se ve... por esta parte... por donde te señala mi dedo... ¿Será aquello Leganés?

-Por esa parte cae el pueblo; pero el cuartel está más arriba. Entre el cuartel y el pueblo hay unas casas muy grandes del Duque de Medinaceli donde van a poner Hospital de locos.

-Casa de locos... -dijo Lucila-. Pues que sea grandecita, pues bien de gente hay que la ocupe...».

Dicho esto, permanecieron silenciosos, Ezequiel a la izquierda de su amiga, mirando a las lejanías obscuras donde se divisaban, no ya una sola luz, sino tres o cuatro formando como una constelación. Requirió Lucila los bordes de su pañuelo de manta para abrigarse, y como expresara su desconsuelo de ver al muchacho sin capa ni ningún abrigo, dijo él: «Yo nunca tengo frío ni calor. No te ocupes de mí y abrígate bien, que tú eres más delicada». Así lo hizo Lucila, y a la media hora de estar allí, el abrigo, el descanso, la soledad, rindieron su fatigada naturaleza, llevándola sin sentirlo a una sedación intensísima... Su pena se recogió en el fondo del alma, ahuyentada momentáneamente por la reparación física; la inercia impuso un paréntesis de la vida para seguir viviendo... Dio dos o tres cabezadas. «Lucila -le dijo el cerero, inmóvil-, si quieres descansar tu cabeza sobre mi hombro, aquí lo tienes... A mí no me incomodas... descarga tu cabeza y duerme un poquitín...». La moza no respondió... Por instintivo abandono, vencida de un sopor más fuerte que su propósito de estar desvelada, dejó caer la cabeza sobre el hombro del mancebo y quedose dormida. Desde que sintió el dulce peso, Ezequiel fue un poste, más bien almohadón en figura de persona: respiraba con pausa y ritmo, para que ni el menor movimiento turbase el reposo breve de su infeliz amiga. La inocencia del muchacho despierto no era menos bella que la de la mujer dormida.

El sueño de Lucila, que en realidad fue como una embriaguez de cansancio, duró apenas un cuarto de hora. Despertó sobresaltada, creyéndolo de larga duración. «¡Si apenas has dormido el espacio de tres credos! -le dijo Ezequiel-. Duerme más y descansa, que yo velo: yo velo por los dos... y estoy al cuidado... Como si quieres echarte bien envueltita en tu pañuelo, y apoyando la cabeza en mis rodillas...

-No, no, Zequiel... Yo no tengo sueño. Fue un momento no más, como si de la fuerza de mis pesares perdiera el sentido. Se moriría una si alguna vez, por un ratito, no se borrara de nuestro pensamiento el mal que sufrimos, y no se escondiera el dolor... Zequiel, duerme tú ahora si quieres, que yo velaré.

-No: rezo y velo yo, que debo estar al cuidado».

Hablando a ratitos, o entregándose cada uno por su cuenta a la contemplación del cielo y de la noche, escapados hacia el infinito exterior para recaer luego en el interno infinito que cada cual en sí mismo llevaba, pasaron horas no contadas ni medidas, porque ni ellos tenían reloj, ni campanadas lejanas venían a marcarles los pasos del tiempo. Tampoco sabían leer la hora en los astros, y estos... malditas ganas tenían aquella noche de ser leídos.

Engañada por su deseo de acelerar el tiempo, creyó ver Lucila un viso de aurora en el horizonte, y dispuso continuar la marcha. «Ya viene el día, Zequiel... Sigamos. No nos será difícil averiguar si está Tomín en el Depósito. Y si está, tenemos que volver corriendo a Madrid para dar los pasos y ver de sacarle...

-Con alma y vida mirará Domiciana por él -dijo el cerero gozoso, ingenuo-. ¡Pues no le quiere poco en gracia de Dios!... Y eso que nunca le ha tratado... Verdad que le conoce como si le hubiera visto mil veces, y sabe cómo tiene los ojos, y lo arrogante que es... Tanto le has hablado tú de Tomín, que sin verle le ha visto. Domiciana es muy buena: a ti te quiere muchísimo, y todo su empeño es proporcionarte un buen matrimonio. Al Capitán le quiere porque le quieres tú. Yo le dije un día que fuese conmigo a ver a Tomín, y ella me dijo, dice: 'no voy, porque Lucila es muy celosa y podría metérsele en la cabeza cualquier disparate'. Yo le contesté que tú no pensabas nada malo de ella, pues harto sabes que es monja, y que no tiene licencia del Padre Eterno para enamorarse de un hombre...».

Lucila, que aún permanecía sentada, pensó que llevaba de compañero a un ángel del Cielo.

-Si quieres -dijo el muchacho-, sigamos nuestro camino. Despacito, podremos llegar, creo yo, cuando esté amaneciendo... Pues Domiciana me dijo eso: 'No quiero que Lucila padezca celos por mí... Podría suceder que el Capitán, al verme, fuera conmigo rendido y galante, como corresponde a un caballero. No dejaría de apreciar mi señorío y buena educación, no dejaría de ver que si no soy hermosa, tampoco espanto por fea... Los hombres de gusto aprecian mucho, en nosotras, los modales y el hablar finos... Por esto quiero estar apartada de Bartolomé... para que esa pobrecilla Luci no se arrebate'. Esto me dijo, y en ello verás lo mucho que te estima.

-Sí que lo veo, y lo agradezco de veras -indicó Lucila poniéndose en marcha-. Tu hermana, desde que anda en tratos con gente de Palacio, se compone y acicala. Con su buen ver, y con la gracia de su conversación, haría conquistas si quisiera.

-Pero no le hables a ella de conquistas de hombres -dijo Ezequiel ajustando su paso al de Lucila-, que eso no le cuadra, ni mi hermana es mujer que falte a sus votos por nada de este mundo. En ella no verás el coquetismo de otras que se emperifollan al cuento de gustar a los caballeros. Lo que hace mi hermana es adecentarse, porque tiene que andar entre personas de la aristocracia fina... Ella para sí tiene el gusto del aseo, que ya es como una tema; tanto, que algunos días no se pueden contar las cubas que el aguador sube a casa para sus lavoteos...».

Algo más habló el ángel en el caminar lento por la carretera polvorosa, y momentos hubo en que molestó grandemente a Lucila el batir de las blancas alas de su compañero: en un tris estuvo que de un manotazo le arrancase las plumas... Callaba la moza para que él moderase sus expansivas manifestaciones, y andando, andando, vieron casas, mulos, personas. Como Ezequiel anunció, llegaban al término de su viaje a punto de amanecer. Guió el mancebo hacia un edificio grande y aislado que a derecha mano se parecía, y cerca de él vieron grupos de mujeres que volvían hacia el pueblo. Hallándose a corta distancia del grande edificio, con trazas de convento, oyeron toque de cornetas y tambores. A Lucila le saltó el corazón. Hablaba el Ejército, que para ella era como si Tomín hablase; y estando en esto, parados los dos en espera de algo que determinara sus resoluciones, creyó Cigüela oír su nombre. Volviose, y entre los bultos de personas que pasaban vio que se destacaba una mujer, toda envuelta en cosa negra como una fantasma. Por segunda vez sonó la voz, agregando otras palabras al nombre: «Lucila, Lucila, ¿no me conoce? Soy Rosenda».

Ya... Era la Capitana, amiga del Teniente Castillejo, compinche de Bartolomé Gracián en políticas trapisondas. Al reconocerla y contestar al saludo, advirtió Lucila que tenía el rostro bañado en lágrimas, y que revelaba en sus facciones y en su fúnebre actitud una gran tribulación.

-Vengo, ya usted supondrá -murmuró Lucila, que al punto se contagió del lagrimeo-, vengo porque... Pasado mañana... digo, mañana, sale la cuerda.

-Hija, no -replicó la Capitana ahogándose-: la cuerda salió ya.

-¿Cuándo?

-Hoy... hará un cuarto de hora. ¡Mala centella para el Gobierno! -exclamó Rosenda, que era en su lenguaje un poquito amanolada-. En los hombres no hay ya vergüenza... Las mujeres tendremos que hacer alguna muy sonada... pasear por las calles en un palo mondongos de Ministros... ¿De veras no cree usted que haya salido la cuerda? Por allí va... ¿Ve usted aquella nube de polvo, como las que se levantan cuando pasa un ganado? Pues allí van...».

Miró Lucila hacia el punto lejano que Rosenda le señalaba, y vio en efecto, la columna de polvo, como una cabellera desgreñada en sus extremos. Iluminada por el resplandor de la aurora, que a cada instante era más vivo, la nube blanquecina andaba lentamente. No se veían los hombres conducidos al destierro: se veía sólo una cresta de polvo que en su camino les acompañaba. Lanzó Cigüela un rugido, y antes de que en otra forma expresara su inmenso dolor, Rosenda le dijo: «¿Por qué ha venido usted, si Bartolomé no va en la cuerda?

-¡Que no va! ¿Está usted bien segura?...

-Les he visto a todos uno por uno, anoche y esta madrugada, en el mismísimo Depósito... Infierno lo llamo. Las cosas que he tenido que hacer para que el Comandante me dejara entrar no puedo decirlas ahora... Pues verá usted: militares van seis... Mi pobre Castillejo, Zamorano, Socías... ¿se acuerda usted de Socías? Angulo, el de Provinciales de Cuenca, y dos que trajeron ayer de Guadalajara. Los demás son gente de pluma: van en la cuerda porque llamaron ladrones a los Ministros, o porque repartieron papelitos en los cuarteles. Van también dos extranjeros que parecen gringos, y un franchute. ¡Ay, qué infame tropelía! ¡Llevar a hombres cristianos en traílla, como a perros con rabia para echarlos al agua! ¡Lástima que todas las mujeres de corazón no nos volviéramos perras rabiosas!... ¡No eran mordidas, Señor, no eran mordidas las que habíamos de pegar!... ¡Ay, mi Castillejo! ¡Pobrecito de mi alma!». Decía esto mirando la cabellera de polvo, que alejándose se achicaba ya, y removida del vientecillo de la mañana desparramaba en el aire sus guedejas.