Los duendes de la camarilla/16
La nueva morada de Lucila y Tomín era un segundo piso, calle de San Bernabé, lugar ventilado y alegre, con vistas al Manzanares y lejanos horizontes que comprendían la Casa de Campo, pradera de San Isidro y término de los Carabancheles. Para escoger aquella vivienda no se fijó Lucila principalmente en su amena situación ni en los aires salutíferos que la bañaban: aunque todo esto era muy de su agrado, no se determinó a mudarse mientras el tratante en leñas, José Rodríguez, primer amparador de Gracián, y el Ramos de la calle de Rodas, no le dieran, con su palabra honrada, garantía de la seguridad que allí tendría el perseguido Capitán. Bajo tal fianza, accedieron ambos a compartir la casa modesta de un acomodado matrimonio. Era él propietario de tierras en la Villa del Prado, su patria, pero a la descansada vida de labrador prefería la inquieta de tratante en uvas por Agosto y Septiembre, y en ganado los demás meses del año. Antolín de Pablo salía cada quincena para Villaviciosa, Sevilla la Nueva, Villa del Prado y Cadalso de los Vidrios, y volvía con carneros y terneras para el matadero de Madrid. Su mujer, Eulogia Ciudad, había sido criada de una Marquesa, que al morir le dejó un legadito: era persona de agrado y habla fina. Privada de sucesión, Eulogia se consolaba en la cría y cuidado de animales. Sus gatos llamaban la atención por la brillantez del pelo así como por la mansedumbre; sus perros sabían llevar y traer un cesto con recado. La casa se comunicaba por la planta baja con un corralón donde Eulogia tenía gallinas ponedoras, dos cabras, un cordero, un gamo, dos galápagos, un erizo, una jabalina de corta edad, domesticada, dos maricas también en vías de civilización, y un borriquillo. Representaban el reino vegetal dos almendros, un saúco y un albaricoquero, que un año sí y otro no cargaba enormemente de fruto.
Simpáticos fueron a Lucila y Tomín sus patronos, y para el Capitán fue una expansión gratísima el permiso que se le dio para bajar al corral, siempre que quisiese engañar allí las horas aburridas de su prisión. Cuando a sus quehaceres salía Cigüela, el prisionero cogía un libro, bajaba con ella, y la despedía en el portal diciéndole: «Yo me voy al Paraíso Terrenal, y allí me encontrarás cuando vuelvas». Comúnmente le encontraba gozoso, distraído, con un perro a cada lado, que se habían constituido en amigos y guardianes, y allí se pasaba las horas muertas, sin leer nada, tratando de entenderse en primitivo lenguaje con las maricas.
Por la noche, en la habitación que ocupaban, la cual era muy espaciosa y alegre, Lucila le daba cuenta de lo que sabía referente al indulto, y él no ocultaba su tristeza por la prolongación de un estado que no era de cautiverio ni de libertad. Aquel auxilio que de persona para él desconocida recibía le llenaba de inquietud. «Yo no quiero agradecer mi libertad más que a ti, Cigüela -le decía-, y los recursos que no vienen de ti me enfadan y me lastiman. Si yo escribiera a mis padres, bien pronto me vendría de Medellín todo lo necesario para vivir. ¿Sabes por qué no les escribo? Por que si escribiera, mi padre vendría sin demora por mí, y su primera providencia sería llevarme consigo y separarme de mi Lucila, de mi ángel tutelar... Eso no será. Contigo siempre... O nos salvamos juntos, o juntos pereceremos... Pero también te digo que ya me cansa esta vida boba. El Paraíso Terrenal ya da poco de sí, y ahora me entretengo en dar vida real a las Fábulas de Esopo. Ya he conseguido que se entiendan el galápago y el burro, y que las maricas dejen de soliviantar a las cabras para impedir a la jabalina que vaya a pastar con ellas... El gallo es de una pedantería irresistible, y uno de los perros, el llamado Moro, se entiende con el carnero y el erizo para quitarle al gallo la gallina que más ama, que es una pintadita, con aires de manola...».
Opinaba Cigüela que una vez logrado el indulto, debía tratar Tomín de volver a la gracia de su familia; no veía tan difícil que los de Medellín transigiesen con la que había sido compañera y sostén del Capitán en aquel terrible infortunio. Confiaba ella en conquistar a los padres con su buena conducta, y terminaba diciendo: «Si tú me quieres, como dices, y tienes mi compañía por tan necesaria en la felicidad como en la desgracia, no necesitamos ir en busca de tus padres: ellos vendrán a nosotros».
Esto decía la moza, y a veces lo pensaba; mas ni su pensamiento ni sus propias palabras optimistas la desviaban de su negra suspicacia. Una tarde de fines de Marzo, o principios de Abril (que la fecha no está bien determinada en las Historias), hallándose con Domiciana en San Justo, hubo de apremiarla con energía para que obtuviese resolución clara y pronta del dichoso indulto. Dio respuesta la protectora, como siempre, reiterando las seguridades de gracia, y encareciendo la prudencia mientras aquella no fuese un hecho. Abstuviérase, pues, el Capitán de presentarse en público, lo que no era en verdad gran sacrificio, toda vez que tenía buena casa, y disfrutaba del desahogo de un corral poblado de animalitos. A esto replicó Lucila que no podía ya sujetar a Tomín, cuyas ansias de libertad le movían a temerarias imprudencias. Por una puerta que rara vez se abría, comunicaba el corralón con los despeñaderos que desde aquellos lugares descienden hasta la Ronda de Segovia. Contraviniendo las exhortaciones de Eulogia y Lucila, el Capitán desatrancaba alguna tarde la puerta, y se daba el verde de un paseíto por los andurriales de la Cuesta de la Mona o por Gilimón. «Ayer mismo -dijo Lucila para terminar su referencia-, me dio un horroroso susto. Cree que si Tomín fuese niño no me habría cansado de pegarle. Pues llego a casa, entro en el corral, y me dice Eulogia que el señor Capitán se había ido por la puerta de abajo... Salí como un cohete... ¡Qué angustia! No puedes figurártelo... Por fin, ¿dónde creerás que le encontré? En un secadero de ropa que hay por aquella parte, no sé cómo se llama, orilla de la calle de la Ventosa. Me dijo que se aburre, que siente una querencia loca de ver gente y de hablar con todo el mundo... Le cogí por un brazo y me le llevé a casa. Yo lloraba... Prometió no volver a escaparse; pero yo no me fío... Es el valor, Domiciana, el maldito arrojo, el desprecio del peligro. Lo tiene en la masa de la sangre, y no puede con él.
-Pues para sujetarle y poner trabas a ese valor, que no viene a cuento, hay un recurso, Lucila, y es meterle mucho miedo.
-¡Miedo... a él!
-No se trata de ponerle un espantajo como a los gorriones, sino de amenazarle con peligros muy verdaderos. Dile que en estos días anda la policía muy atareada, cazando con bala o con liga, como puede, pajarracos masónicos y militares sin seso. Sepa el buen Gracián que ya han caído algunos, como él escapados de las Peñas de San Pedro. Ya están en el Depósito de Leganés algunas docenas de estos desgraciados, y cuando caigan los que quedan se formará una linda cuerda para Filipinas, que deje tamañitas a las que mandó en su tiempo el muy crúo de Narváez... A su casa no han de ir a buscarle; pero en la calle ¿quién responde...?
Aterrada, no pudo Lucila ni aun pedir aclaración de tan graves noticias.
-Parece que lo dudas... -añadió la otra-. Para que te convenzas... lo he sabido por el propio cosechero, D. Francisco Chico... ¿No me viste ayer en la tienda hablando con un señor de lucida estatura, patillas de chuleta, viejo él, pero muy tieso, ojos vivos, nariz chafada?... Pues aquel es el jefe de nuestro ejército policiaco y el más listo pachón que ha echado Dios al mundo. Mi padre y él son amigos... A mí me considera... Rara vez llega por la tienda. Ayer vino; subió a casa y vio aquel bargueño antiquísimo que tenemos... porque Chico es un águila para dos cosas: la cacería de criminales y el compravende de cuadros y muebles de mérito.
Lucila suspiró. En rigor, alegrarse debía de aquellas amistades de los cereros con el temido y famoso Chico, y ellas daban fuerza y lógica a las seguridades de que Tomín no sería cogido en su casa. ¿Pero cómo explicarse que Domiciana no le hubiera en anteriores ocasiones hablado de aquel conocimiento? Las dudas y el recelo, como bandada de siniestras aves, revolotearon en torno suyo, y una sombra nueva se añadió a las que ya entenebrecían su alma.
Salió de la iglesia con intento de ir a su casa; pero acordándose al paso por Puerta Cerrada de que no había visto a su hermano pequeño, Rodriguín, en tantísimos días, tiró por la calle de Segovia en dirección del taller de botería donde el muchacho aprendía el oficio. Mala hierba había pisado aquel día la guapa moza, porque, no bien entró en el taller, le salió al encuentro una nueva desdicha en la figura de su señor padre, Jerónimo Ansúrez, el cual le saludó con el tremendo jicarazo, verbigracia noticia, de que le habían dejado cesante.
-Hija de mis entrañas -dijo el afligido y gallardo castellano, desentendiéndose de los consuelos que los maestros boteros le daban-, ya ves la mala partida de ese indecente Gobierno de los honrados, por mal nombre... Aquí tienes a tu padre, despedido de aquella gloria, donde estaba tan a gusto, que ya no habrá para él lugar que no le parezca infierno; aquí le tienes otra vez en mitad de la calle, con el día y la noche por hacienda y el vagabundear por oficio. Díganme todos si no es esto una marranada, dispensando, y si no nos sobra razón a los españoles para tronar, como tronamos, contra este Gobierno, y el otro y todos, y contra la pastelera alianza del Trono y el Altar, contra tanta cancamurria de Libertad y Constitución, y contra la birria asquerosa de Moralidad y Economía, que es pura materia, perdonando... ¿Qué hice yo para que me despidieran? ¿a quién falté, con trescientos y el portero? ¿quién dio queja de mí, si todas las cantatrices y bailadoras, así de plana mayor como de filas, me querían como a las niñas de sus ojos?... Pues ello ha sido por colocar al marido de la pasiega que le está criando el nene al sobrino de un Ministrejo, y busca buscando plaza, han visto la mía, y ¡zas!... Nación maldita, ¿por qué no te arrasaron los moros, por qué no te taló el francés y te descuajó el inglés, y entre todos no te raparon el suelo hasta que no quedara en él simiente de persona viva?».
Esta y otras imprecaciones, desahogo de su furia, fueron oídas con lástima por todos los presentes, con espanto por Lucila, que rondada se sentía de negros presagios. La desdicha del pobre Ansúrez retumbaba en el corazón de su hija como los pasos de un terrible viajero afanado por llegar pronto. Era su infortunio, el dolor de ella, más intenso que el de su padre, dolor inminente, cercano ya...