Los dioses de la Pampa: 27


Al ponerse el sol, el gallo cantó; y por orden de Pan, volvió a cantar más tarde aún. Así quedaron avisados los pastores que la neblina iba a extender sobre la tierra dormida su espeso y liviano manto y que tuvieran buen cuidado de vigilar sus rebaños.

¿A qué misteriosos designios obedecerá la ninfa imponderable, al tender así sobre la llanura su velo húmedo, rajado siempre por el transeúnte, y siempre intacto e impenetrable? No le permiten dejarlo sospechar. Sólo podrá pensar que algún nuevo Júpiter haya querido raptar a otra Jo, el hacendado a quien le falte después que pasó la neblina, una preciosa vaquillona; o podrá suponer otro, que Mercurio, al llevar deprisa un mensaje amoroso de alguna diosa a algún mortal afortunado, ha querido disimular el objeto de su viaje, llevándole, para andar más ligero, la tropilla de caballos que justamente con la neblina, desapareció de su campo.

Serán juegos de ociosos, que lo mismo se pueden achacar a dioses desocupados como a gauchos atorrantes; pero muy cierto es que la neblina favorece mil travesuras pesadas, sin que se sepa por cuenta de quién obra, y que ella tapa de lo lindo cualquier hurto de hacienda, hace mixturar las majadas y embroma a medio mundo.

También engaña al viajero; le hace dar vueltas y vueltas, a veces, alrededor del punto de partida, como si lo tuviera encerrado entre las espesas paredes de una cárcel algodonada, y cuando de repente se abre, dejándole ver el horizonte y conocer su error, reniega él de no haber dejado andar a su antojo el caballo que, si no lo hubiera querido dirigir, lo hubiese llevado bien.

Pero al mismo tiempo que lo hace andar extraviado, le sugiere la neblina lindos sueños. Con un rayo de luz que le pide prestado al sol y que caprichosamente remueve, produce ilusiones que embelesan al jinete; agranda de repente o achica los objetos; ora se pone tan tupida que ni a cinco pasos, se puede distinguir nada, ora se vuelve liviana, blanca, clara, como si ya fuera a despejar, y deja transparentarse la cara redonda del sol, pálida, sin rayos, triste, como un gran globo muerto de ópalo.

El viajero se para, admirado: divisa, perdida en la vaporosa lontananza, una estancia enorme; casas altísimas con torres, galpones y montes; haciendas numerosas y gigantescas vagan alrededor. Suputa en su mente a cuantas leguas puede estar de su casa, calculando las horas que ya lleva de galope sin descanso, para tratar de adivinar qué establecimiento puede ser; y mientras adelanta al tranco, cavilando y repasando en su memoria todas las principales estancias del partido, la neblina dirige sobre el bulto el rayo de luz que pidió prestado al sol, y se muerde los labios el jinete al conocer que la vaporosa lontananza son cincuenta metros, que la estancia, las casas, y el monte son el cardal que rodea su propia casa, y que las haciendas numerosas y gigantescas que allí pacen, son algunas ovejas rezagadas de su majada.