Los dioses de la Pampa: 21

Los dioses de la Pampa de Godofredo Daireaux
Capítulo XX: Tertulia de Estrellas



Misteriosas compañeras de Febe, las estrellas innumerables alumbran la morada celeste de los dioses, y por lo poco que de su luz ven los mortales, no pueden tener de su verdadero esplendor, sino la misma idea vaga que de una fiesta regia puede tener el pobre transeúnte, al percibir desde lejos, filtraciones luminosas y melodiosos ecos.

Por esto es que algunos hombres ambiciosos han trabajado siempre por erigirse en sacerdotes de las lejanas deidades, tratando de imponer a la humanidad, como artículos de fe, todas las mentiras que han inventado respecto a ellas.

Han construido instrumentos terroríficos, con los cuales aseguran que pueden espiar los movimientos de las divinas lámparas, llegando, dicen, por cálculos complicados, a saber, minuto por minuto, todo lo que hacen y a donde van, durante el día. Desde muchos siglos y en todos los países del orbe, ha habido sacerdotes embusteros, cuya pretendida ciencia de los astros ha sido, al fin, siempre desmentida, quedando el hombre cada vez más desengañado.

De cualquier modo que sea, los favoritos de las estrellas nunca han sido los sabios o los que se dan por tales, y, si bastasen palabras mágicas para decidirlas a bajar del Cielo, más bien lo harían a la voz del humilde gaucho, cuando cruza la llanura, arreando la baleante tropa de hacienda en derechura al punto que como guías infalibles, le han indicado, y cantándoles sus lindas décimas.

El astrónomo asegura, y puede ser que sea cierto, que hay otras estrellas en otros países; ¿qué le puede importar esto al pastor pampeano? más lindas no pueden ser, ni más numerosas, que las que salpican, en las noches claras, el inmenso manto azul, maravillosa bóveda de la llanura argentina.

Mirar las estrellas, una por una, en un anteojo, ¡pero, es blasfemar! Sin duda, cada una de ellas es admirable joya, pero los dioses han querido que el hombre las pueda contemplar todas juntas, para que se penetre mejor de su generosa magnificencia. Se las ha dado para que goce de ellas y de su luz misteriosa, sin atreverse a escudriñar sus secretos divinos.

Puede ser que sean la morada de las almas que han dejado la tierra; puede ser que sean mundos llenos de vida; o bien mundos en formación, destinados a reemplazar a los que desaparezcan. ¡Misterio! Lo único cierto es que son inagotable fuente de poéticos ensueños para el alma sencilla del pastor, y que el gaucho, tendido entre las pajas, en su recado, las mira con amor, porque son de él, y con admiración porque son bellas, agradecido por su fidelidad inquebrantable al guiarlo por la Pampa desierta.

Y saluda, respetuoso, al Crucero que el Creador mandó fijar en la bóveda celeste, para indicar al semidiós Colón el camino del mundo nuevo; se sonríe al ver a las Tres Marías, brillantes y coquetas mozas que, prendidas del brazo, obligan a bajar de la vereda a los Tres Reyes, intimidados y medio pálidos; en vano trata de contar las Cabrillas; dice que son siete, pero confiesa que pueden ser setenta o quizás siete mil: y siente que las Manchas del Sur ensucien así la Vía Láctea, fijandose también si la Plancha tiene, ese día, la punta hacia abajo o la punta hacia arriba.

Y se duerme, soñando con mundos desconocidos, hasta que el Lucero enorme, asomándose detrás de los Andes, con su traje por demás relumbroso, llegue por fin a la tertulia y le ponga término, egoísta, eclipsando a las compañeras.

Se despierta entonces el gaucho argentino; se levanta, se sacude, y mientras ensilla su caballo, los primeros albores del día le hacen ver cuán más hermoso y más poderoso que la Estrella orgullosa, es el Sol de Mayo.