Los dioses de la Pampa: 03
De la Tierra, dicen, de la tierra americana, fecundada por el Sol, nació, en el principio de las edades, la Hermosura Cimarrona.
Del mismo color materno, humilde, sumisa, tan ignorante de sí misma como ignorada de los demás, permaneció precaria, desconocida, sin culto, durante una larga serie de siglos.
No le podía caber en suerte, en las comarcas miserables y desiertas donde vio la luz, tener como la Venus griega, al salir de las espumas del mar, una corte de poetas, estos verdaderos padres de la Hermosura inmortal.
Y durante esa larga serie de siglos, aquellos a quienes hubiera podido tener de sacerdotes, toscos y groseros, la creyeron de la misma inferior raza humana de la cual salían ellos, no dándola más altares ni más templos que sus toldos errantes.
¿Cómo la hubieran creído de origen divino, si el Sol, su padre, con los mismos rayos doraba sus cuerpos bronceados de guerreros salvajes, y acariciaba sus esbeltas formas de diosa?
La misma Tierra, su madre, desnuda y pobre, no tenía ni podía tener más atenciones para ella que para su demás progenitura; y pasaron así los tiempos.
Y cimarrona quedó la Hermosura pampeana, hasta que a las riberas llegaron, suavemente impulsados por la brisa sobre las olas del Padre del Mar, en sus naves de grandes alas blancas, unos seres desconocidos, vestidos de hierro, altivos y que llevaban consigo el fuego y el trueno, montados en otros seres terribles y rápidos.
Conquistaron la tierra; y de su hija la Hermosura Cimarrona, hicieron la Hermosura Criolla. Y la Hermosura Criolla, -conquistados los conquistadores-, pudo, rodeada de adoradores, abrigar en templos su cutis, ajado, hasta entonces, por los continuos besos que le robaba, -amante y desdeñado- el viento áspero, en los campos llanos. Su admirable pelo, negro como el ala del cuervo, abundante como el agua del río, adquirió la suavidad de la seda; sus dientes admirables que eran perlas, no pudieron hacer más que seguir siendo perlas, y sus grandes ojos negros, en cada uno de los cuales centelleaba, atenuado por una sonrisa de bondad, uno de los rayos paternos, reflejaron a la vez -con ideal y penetrante expresión- y la sumisa ternura de la diosa desconocida de las edades pasadas, y la seguridad altanera de su decisiva victoria.
Y del conjunto salió, amable, clemente y dominadora, la Hermosura Argentina, diosa.