Los deseos ridículos

Los deseos ridículos (1883)
de Charles Perrault
traducción de Teodoro Baró y Sureda

Érase un pobre leñador, tan cansado de su vida que, según se cuenta, tenía de morirse deseos, porque en ningún de los agradables que había alimentado se vio complacido. Cierto día fuese al bosque, y como era en él costumbre, comenzó a quejarse de su suerte, cuando se le apareció Júpiter con el rayo en la mano. Grande fue el espanto del leñador, quien arrojándose al suelo, murmuró:

-Nada quiero; nada deseo.

-No temas, le dijo Júpiter. Tantas son tus quejas que quiero convencerte de su falta de fundamento. No olvides mis palabras: verás realizados tus tres primeros deseos, sea lo que fuere lo que desees. Elige lo que pueda hacerte dichoso y dejarte completamente satisfecho, y como tu felicidad de ti depende, reflexiona bien antes de formular tus deseos.

Pronunciadas estas palabras, Júpiter desapareció; y el leñador, loco de contento, cargose la hacina, que no le pareció pesada, y dándole alas la alegría, volvió a su casa, diciéndose mientras tanto:

-He de reflexionar mucho antes de tener un deseo. El caso es importante y quiero tomar consejo de mi mujer.

Saltando entró en su cabaña gritando: -Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena pues somos ricos, pero muy ricos; y tanta es nuestra dicha que todos nuestros deseos se verán realizados.

Al oír estas palabras, la leñadora comenzó a hacer castillos en el aire, pero luego dijo a su marido:

-Cuidado con que nuestra impaciencia nos perjudique. Procedamos con calma y después de pensarlo bien, consultándolo antes con la almohada, que es buena consejera.

-Lo mismo opino; pero no perdamos la cena y tráete vino.

Cenaron, bebieron, y sentándose luego al amor de lumbre, el leñador exclamó, apoyándose con fuerza en el respaldo de su silla:

-¡Ajajá! Con este fuego nos hace falta una vara de salchicha. ¡Cuánto gustaría tenerla al alcance de mi mano!

Apenas hubo pronunciado estas palabras, su mujer vio con gran sorpresa una salchicha muy larga, que arrancando de uno de los ángulos de la chimenea se dirigió hacia ella serpenteando. Lanzó un grito de espanto, pero cayendo luego en la cuenta de que la aventura era debida al ridículo deseo formulado por su marido, con él la emprendió agotando los dicterios.

-Hubiéramos podido tener oro, perlas, diamantes, vestidos excelentes, añadió, y eres tan necio que te se ha ocurrido desear semejante cosa.

-Cállate, mujer; reconozco mi falta y procuraré enmendarla.

-A buena hora calzas verdes; necesario es ser muy imbécil para hacer lo que has hecho.

Tanta fue la insistencia de la mujer, que el bueno del hombre perdió la calma, y como a pesar de sus súplicas ella no cejase, exclamó furioso:

-¡Maldita salchicha que te ha desatado la lengua; así te colgara de la nariz para que callaras!

Dicho y hecho, y la salchicha quedó colgada de la nariz de la esposa del leñador.

Realizado el deseo, quedose ella muda de asombro y él con la boca abierta y rascándose el cogote. Restableciose el silencio, hasta que por último la mujer, que había perdido los bríos y no apartaba la mirada de la salchicha, murmuró:

-¿Y bien?

-Sólo falta formular el tercer deseo. Puedo transformarme en rey, pero ¿qué reina vas a ser tú con tres palmos de nariz? Elige, mujer: o reina con esa nariz más larga que una semana sin pan, o leñadora con una nariz como la que tenías.

Mucho discurrieron antes de resolver, pero como su mirada no podía apartarse de la salchicha y a cada gesto se movía como rama a impulsos del huracán, prefirió la leñadora quedarse sin trono a conservar las narices como antes; y formulado el deseo por el leñador, su mujer volvió a quedar como estaba, lo que no fue obstáculo para que se llevase la mano a la cara para convencerse de que la salchicha había desaparecido.

El leñador no cambió de posición, no se convirtió en un gran potentado, no llenó de escudos su bolsa y creyose muy dichoso empleando el último de los tres deseos en devolver a su esposa las narices que antes tenía.

Moraleja

¡Cuántos son los que con voces
llenan los cielos y tierra
y sin cesar de sus labios
se desprenden duras quejas!

!Cuán dichoso yo sería,
van diciendo, si pudiera
hacer esto o bien aquello!
-¡Hazlo!, la suerte contesta,
y en vez de crecer su dicha,
crecen a veces sus penas,
que sólo es dichoso el hombre
que con poco se contenta,
a su suerte se acomoda
y delirios no alimenta.