Los derechos de la salud: 20


Acto tercero

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(La misma decoración del acto segundo. Una lámpara con abasjour ilumina débilmente la escena.)

Escena I

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(RENATA, ALBERTINA y MIJITA. Esta hundida en un canapé, duerme profundamente.)

RENATA.- ¡Debe ser muy tarde ya!... (Va a mirar el cielo sin descorrer las cortinas.) Es de noche aún... (Volviéndose.) Pero cantan los gallos. ¿Qué dirán en tu casa, Albertina?

ALBERTINA.- ¡Oh! Duermen todos.

RENATA.- Ramos es un trasnochador impenitente.

ALBERTINA.- El club, Renata. Felizmente ahora poco cuida de su profesión, pero antes ese hábito era un verdadero sacrificio. Acostarse a las cuatro o las cinco de la mañana y tener que levantarse dos o tres horas después para atender su clínica y visitar a los enfermos. Figúrate. ¡Ustedes estarán muy rendidos...

RENATA.- Yo no siento la menor fatiga y eso que en estos dos días, tres casi, habré dormido a lo sumo un par de horas de continuo. Roberto ha descansado menos, pero está horriblemente sobreexcitado. Se sostiene a fuerza de café que bebe en dosis enormes, y de licores...

ALBERTINA.- Deben procurar que descanse.

RENATA.- ¡Quien lo convence!... Ahora si las noticias que nos da Ramos son favorables como lo espero, trataremos de que tome un calmante.

ALBERTINA.- Ramos le dejó ayer una fórmula de cloral.

RENATA.- Tendrá que hacérsela beber él mismo. Si él no lo convence... (Interrumpiéndose con un estremecimiento.) ¡Eh!... ¿Qué es eso?...

ALBERTINA.- Nada. Mijita que sueña fuerte.

RENATA.- Ah!... Yo también estoy con los nervios en tensión. El menor ruido me produce un sobresalto...

ALBERTINA.- No es para menos, hija. ¿Por qué no mandas a dormir a esa pobre vieja?

RENATA.- Otro imposible.

ALBERTINA.- ¡Es que a este paso se van a enfermar todos!...

RENATA.- Vamos a intentarlo. (Se acerca a MIJITA) ¡Vieja! ¡Mijita!...

MIJITA.- (Irguiéndose con trágico sobresalto.) ¡No!... ¡No le hagas nada!... ¡Yo la defiendo!... ¡Yo!... ¡Yo!.. (Despertando.) ¡Ah! ¡Eras tú!... Mira, casi me he dormido. Si no me hablas seguramente me vence el sueño.

RENATA.- ¿Por qué no te acuestas un rato Mijita?

MIJITA.- ¡Para qué, si no podría dormir!

ALBERTINA.- Para que descanse el cuerpo. Tú no estás en edad de hacer estas pruebas...

MIJITA.- Soy más fuerte que todos ustedes. Voy a ver si es hora de darle la medicina a mi hijita Luisa.

RENATA.- Aguarda. Está el doctor.

MIJITA.- ¿Es posible? No puede ser. Yo lo hubiera sentido entrar.

RENATA.- Te digo que está.

MIJITA.- Hacen muy mal en dejarme dormir así, entonces. Demasiado saben que yo soy quien la atiendo, quien le da los remedios, única persona que puede cuidarla. La única que tiene derecho a cuidarla, la única, la única, la única... (Se va refunfuñando por la derecha.)

RENATA.- ¡Ahí la tienes!

ALBERTINA.- Un perro.

RENATA.- Un perro viejo, lunático. Acabas de oírlo. Todo el santo día rezonga así. Nadie ama aquí como ella a la hijita Luisa; nadie sabe ni quiere cuidarla. Ni quiere cuidarla. El temor de perderla le sugiere las más extravagantes ocurrencias. Figúrate que en los primeros momentos hasta pretendía que Roberto no se acercara al lecho de Luisa. «Retírese de aquí. Usted es un miserable. Usted es el causante de su muerte».

ALBERTINA.- Chocheces, manías de vieja.

RENATA.- Tiene una teoría muy rara. Cree que la única expresión posible del dolor es el llanto y las actitudes trágicas.

ALBERTINA.- Ella sin embargo es la resignación misma.

RENATA.- ¡Ah! Pero ella no es el marido ni la hermana de la pobre Luisa. La adora como la más tierna y cariñosa de las madres podría adorar a un hijo. Quizás la muerte de Luisa la lleve a la tumba, pero pretende que los vínculos de sangre tienen que determinar un afecto más hondo, más intenso que el suyo «el de una pobre sirvienta» -son sus palabras-, y su pobreza de espíritu no concibe la serena resignación con que tanto Roberto como yo, aguardamos el desenlace previsto e inevitable del drama de esa vida amada. A eso obedecen sus recriminaciones...

ALBERTINA.- ¡El desenlace inevitable!... Ramos, desde que empezó a asistirla me dijo que solo un milagro podría salvarla.

RENATA.- ¡Recuerdas cuánto se ilusionó con la noticia del descubrimiento de Behring!...

ALBERTINA.- ¡Pobre Luisa! ¡Pobre amiga!... Lo que habrá padecido al ver desvanecidas sus últimas ilusiones.

RENATA.- Se aferró enseguida, a la esperanza de un error de diagnóstico.

ALBERTINA.- Pero ahora está convencida de su fin próximo.

RENATA.- Parece desear la muerte como una liberación.

ALBERTINA.- ¡Qué tristeza!... ¡Qué dolor!... Yo sería incapaz de resignarme a morir.

RENATA.- Yo lo preferiría. Solo deben vivir los sanos.