Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Tercera parte/V
Iba avanzando el automóvil lentamente, bajo el cielo lívido de una mañana de invierno.
Temblaba el suelo a lo lejos con blancas palpitaciones semejantes al aleteo de una banda de mariposas posadas en unos surcos. Sobre unos campos el enjambre era denso, en otros formaba pequeños grupos.
Al aproximarse el vehículo, las blancas mariposas se animaban con nuevos colores. Un ala se volvía azul, otra encarnada... Eran pequeñas banderas, a cientos, a miles, que se estremecían día y noche con la tibia brisa impregnada del sol, con el huracán acuoso de las mañanas pálidas, con el frío mordiente de las noches interminables. La lluvia había lavado y relavado sus colores, debilitándolos. Las telas inquietas tenían sus bordes roídos por la humedad. Otras estaban quemadas por el sol, como insectos que acabasen de rozar el fuego.
Las banderas dejaban entrever con las palpitaciones de su temblor leños negros que eran cruces. Sobre estos maderos aparecían quepis oscuros, gorros rojos, cascos rematados por cabellera de crines que se pudrían lentamente, llorando lágrimas atmosféricas por todas sus puntas
-¡Cuánto muerto!- suspiró en el interior del automóvil la voz de don Marcelo.
Y René, que iba enfrente de él, movió la cabeza con triste asentimiento.
Doña Luisa miraba la fúnebre llanura, mientras sus labios se estremecían levemente con un rezo continuo. Chichí volvía a un lado y a otro sus ojos agrandados por el asombro. Parecía más grande, más fuerte, a pesar de la palidez verdosa que decoloraba su rostro.
Las dos señoras iban vestidas de luto, con luengos velos. De luto también el padre, hundido en su asiento, con aspecto de ruina, las piernas cuidadosamente envueltas en una manta de pieles. René conservaba su uniforme de campaña, llevando sobre él un corto impermeable de automovilista. A pesar de sus heridas, no había querido retirarse del Ejército. Estaba agregado a una oficina técnica hasta la terminación de la guerra.
La familia Desnoyers iba a cumplir su deseo.
Al recobrar sus sentidos después de la noticia fatal, el padre había concentrado toda su voluntad en una petición:
-Necesito verlo... ¡Oh mi hijo!... ¡Mi hijo!
Inútilmente el senador le demostró la imposibilidad de este viaje. Se estaban batiendo todavía en la zona donde había caído Julio. Más adelante tal vez fuese posible la visita. «Quiero verlo», insistió el viejo. Necesitaba contemplar la tumba del hijo antes de morir él a su vez. Y Lacour tuvo que esforzarse durante cuatro meses, formulando súplicas y forzando resistencias, para conseguir que don Marcelo pudiese realizar este viaje.
Un automóvil militar se llevó, al fin, una mañana a todos los de la familia Desnoyers. El senador no pudo ir con ellos. Circulaban rumores de una próxima modificación ministerial, y él debía mostrarse en la Alta Cámara, por si la República reclamaba sus servicios un tanto menospreciados.
Pasaron la noche en una ciudad de provincia, donde estaba la Comandancia de un Cuerpo de ejército. René tomó informes de los oficiales que habían presenciado el gran combate. Con el mapa a la vista fue siguiendo sus explicaciones, hasta conocer la sección de terreno en que se había movido el regimiento de Julio.
A la mañana siguiente reanudaron el viaje. Un soldado que había tomado parte en la batalla les servía de guía, sentado en el pescante al lado del chófer. René consultaba de cuando en cuando el mapa extendido sobre sus rodillas y hacía preguntas al soldado. El regimiento de éste se había batido junto al de Desnoyers, pero no podía recordar con exactitud los lugares pisados por él meses antes. El campo había sufrido transformaciones. Presentaba un aspecto distinto de cuando lo vio cubierto de hombres, entre las peripecias del combate. La soledad le desorientaba... Y el automóvil fue avanzando con lentitud, sin más norte que los grupos de sepulturas, siguiendo la carretera central, lisa y blanca, metiéndose por los caminos transversales; zanjas tortuosas, barrizales de relejes profundos, en los que daba grandes saltos que hacían chillar sus muelles.. A veces seguía a campo traviesa, de un grupo de cruces a otro, aplastando con la huella de sus neumáticos los surcos abiertos por la labranza.
Tumbas..., tumbas por todos lados. Las blancas langostas de la muerte cubrían el paisaje. No quedaba un rincón libre de este aleteo glorioso y fúnebre. La tierra gris recién abierta por el arado, los caminos amarillentos, las arboledas oscuras, todo palpitaba con una ondulación incansable. El suelo parecía gritar; sus palabras eran las vibraciones de las inquietas banderas. Y los miles de gritos, con una melopea recomenzada incesantemente a través de los días y las noches, cantaban el choque monstruoso que había presenciado esta tierra y del cual guardaba todavía un escalofrío trágico.
-Muertos..., muertos -murmuraba Chichí siguiendo con la vista la fila de cruces que se deslizaba por los flancos del automóvil en incesante renovación.
-¡Señor, por ellos!... ¡Por sus madres!- gemía doña Luisa reanudando su rezo.
Aquí se había desarrollado lo más terrible del combate, la pelea a uso antiguo, el choque cuerpo a cuerpo, fuera de las trincheras, a la bayoneta, con la culata, con los puños, con los dientes.
El guía, que empezaba a orientarse, iba señalando diversos puntos del horizonte solitario. Allí estaban los tiradores africanos; más acá, los cazadores.
Las grandes agrupaciones de tumbas eran de soldados de línea que habían cargado a la bayoneta por los lados del camino.
Se detuvo el automóvil. René bajó detrás del soldado para examinar las inscripciones de unas cruces. Tal vez procedían estos muertos del regimiento que buscaban. Chichí bajó también maquinalmente, con el irresistible deseo de proteger a su marido.
Cada sepultura guardaba varios hombres. El número de cadáveres podía contarse por los quepis o los cascos que se pudrían y oxidaban adheridos a los brazos de la cruz. Las hormigas formaban rosario sobre las prendas militares, perforadas por agujeros de putrefacción, y que ostentaban aún la cifra del regimiento. Las coronas con que había adornado la piedad patriótica algunos de estos sepulcros se ennegrecían y deshojaban. En unas cruces los nombres de los muertos eran todavía claros; en otras, empezaban a borrarse y dentro de poco serían ilegibles.
«¡La muerte heroica!... ¡La gloria!», pensaba Chichí con tristeza.
Ni el nombre siquiera iba a sobrevivir de la mayor parte de estos hombres vigorosos desaparecidos en plena juventud. Sólo quedaría de ellos el recuerdo que asaltase de tarde en tarde a una campesina vieja guiando su vaca por un camino de Francia y que le haría murmurar entre suspiros: «¡Mi pequeño!... ¿Dónde estará enterrado mi pequeño?» Sólo viviría en la mujer del pueblo, vestida de luto, que no sabe cómo resolver el problema de su existencia; en los niños que al ir a la escuela con blusas negras, dirían con una voluntad feroz: «Cuando yo sea grande iré a matar boches para vengar a mi padre».
Y doña Luisa, inmóvil en su asiento, siguiendo con la mirada el paso de Chichí entre las tumbas, volvía a interrumpir su rezo:
-¡Señor, por las madres sin hijos..., por los pequeños sin padre..., porque tu cólera nos olvide y tu sonrisa vuelva a nosotros!
El marido, caído en su asiento, miraba también el campo fúnebre. Pero sus ojos se fijaban en unas tumbas sin coronas ni banderas, simples cruces con una tablilla de breve inscripción. Eran sepulturas alemanas, que parecían formar página aparte en el libro de la muerte. A un lado, en las innumerables tumbas francesas, inscripciones de poca cuantía, números simples: uno, dos, tres muertos. Al otro lado, en las sepulturas espaciadas y sin adornos, partidas fuertes, guarismos abultados, cifras de un laconismo aterrador.
Cercas de palos, largas y estrechas, limitaban estas zanjas rellenas de carne. La tierra blanqueada como si tuviese nieve o salitre. Era la cal revuelta con los terrones. La cruz llevaba en su tablilla la indicación de que la tumba contenía alemanes, y a continuación un número: 200... 300..., 400...
Estas cifras obligaban a Desnoyers a realizar un esfuerzo imaginativo. Se decían prontamente, pero no era fácil evocar con exactitud la visión de trescientos muertos juntos, trescientos envoltorios de carne humana lívida y sangrienta, los correajes rotos, el casco abollado, las notas terminadas en bolas de fango, oliendo a tejidos rígidos en los que se inicia la descomposición, con los ojos vidriosos y tenaces, con el rictus del supremo misterio, alineándose en capas, lo mismo que si fuesen ladrillos, en el fondo de un zanjón que va a cerrarse para siempre... Y este fúnebre alineamiento se repetía a trechos por toda la inmensidad de la llanura.
Don Marcelo sintió una alegría feroz. Su paternidad doliente experimentaba el consuelo fugitivo de la venganza. Julio había muerto, y él iba a morir también, no pudiendo sobrellevar su desgracia; pero ¡cuántos enemigos consumiéndose en estos pudrideros, que dejaban en el mundo seres amados que los recordasen, como él recordaba a su hijo!...
Se los imaginó tal como debían ser antes del momento de su muerte, tal como él los había visto en los avances de la invasión en torno de su castillo.
Algunos de ellos, los más ilustrados y temibles, ostentaban en el rostro las teatrales cicatrices de los duelos universitarios. Eran soldados que llevaban libros en la mochila, y después del fusilamiento de un lote de campesinos o del saqueo de una aldea se dedicaban a leer poetas y filósofos al resplandor de los incendios. Hinchados de ciencia con la hinchazón del sapo, orgullosos de su intelectualidad pedantesca y suficiente, habían heredado la dialéctica pesada y tortuosa de los antiguos teólogos. Hijos del sofisma y nietos de la mentira, se consideraban capaces de probar los mayores absurdos con las cabriolas mentales a que los tenía acostumbrados su acrobatismo intelectual. El método favorito de la tesis, la antítesis y la síntesis lo empleaban para demostrar que Alemania debía ser señora del mundo; que Bélgica era la culpable de su ruina por haberse defendido; que la felicidad consiste en vivir todos los humanos regimentados a la prusiana, sin que se pierda ningún esfuerzo; que el supremo ideal de la existencia consiste en el establo limpio y el pesebre lleno; que la libertad y la justicia no representan más que ilusiones del romanticismo revolucionario francés; que todo hecho consumado resulta santo desde el momento que triunfa, y el derecho es simplemente un derivado de la fuerza. Estos intelectuales con fusil se consideran los paladines de una cruzada civilizadora. Querían que triunfase definitivamente el hombre rubio sobre el moreno; deseaban esclavizar al despreciable hombre del Sur, consiguiendo para siempre que el mundo fuese dirigido por los germanos, la sal de la Tierra, la aristocracia de la Humanidad. Todo lo que en la historia valía algo era alemán. Los antiguos griegos habían sido de origen germánico; alemanes también los grandes artistas del Renacimiento italiano. Los hombres del Mediterráneo, con la maldad propia de su origen habían falsificado la Historia.
Pero en lo mejor de estos ensueños ambiciosos, el cruzado del pangermanismo recibía un balazo del latino despreciable, bajando a la tumba con todos sus orgullos.
«Bien estás donde estás, pedante belicoso», pensaba Desnoyers, acordándose de las conversaciones con su amigo el ruso.
¡Lástima que no estuviesen allí también todos los Herr Professor que se habían quedado en las universidades alemanas, sabios de indiscutible habilidad en su mayor parte para desmarcar los productos intelectuales, cambiando la terminología de las cosas! Estos hombres de barba fluvial y antiparras de oro, pacíficos conejos del laboratorio y de la cátedra, habían preparado la guerra presente con sus sofismas y su orgullo. Su culpabilidad era mayor que la del Herr Lieutenant de apretado corsé y reluciente monóculo, que al desear la lucha y la matanza no hacía más que seguir sus aficiones profesionales.
Mientras el soldado alemán de baja clase pillaba lo que podía y fusilaba ebrio lo que le saltaba al paso, el estudiante guerrero leía en el vivac a Hegel y Nietzsche. Era demasiado culto para ejecutar con sus manos estos actos de justicia histórica. Pero él y sus profesores habían excitado todos los malos instintos de la bestia germánica, dándoles un barniz de justificación científica.
«Sigue en tu sepulcro, intelectual peligroso», continuaba Desnoyers mentalmente.
Los marroquíes feroces, los negros de mentalidad infantil, los indostánicos tétricos, le parecían más respetables que todas las togas de armiño que desfilaban orgullosas y guerreras por los claustros de las universidades alemanas. ¡Qué tranquilidad para el mundo si desapareciesen sus portadores! Ante la barbarie refinada, fría y modesta del sabio ambicioso, prefería la barbarie pueril y modesta del salvaje: le molestaba menos, y además no era hipócrita.
Por esto los únicos enemigos que le inspiraban conmiseración eran los soldados oscuros de pocas letras que se pudrían en aquellas tumbas. Habían sido rústicos del campo, obreros de fábricas, dependientes de comercio, alemanes glotones, de intestino inconmensurable, que veían en la guerra una ocasión de satisfacer sus apetitos, de mandar y pegar a alguien, después de pasar la vida en su país obedeciendo y recibiendo patadas.
La historia de su patria no era más que una serie de correrías hacia el Sur, semejante a los malones de los indios, para apoderarse de los bienes de los hombres que viven en las orillas templadas del Mediterráneo. Los Herr Professor habían demostrado que estas expediciones de saqueo representaban un trabajo de alta civilización. Y el alemán marchaba adelante, con el entusiasmo de un buen padre que se sacrifica por conquistar el pan de los suyos.
Centenares de miles de cartas escritas por familias con manos temblorosas seguían la gran horda germánica en sus avances a través de las tierras invadidas. Desnoyers había oído la lectura de algunas de ellas, a la caída de la tarde, ante su castillo arruinado. Eran papeles encontrados en los bolsillos de muertos y prisioneros. «No tengan misericordia con los pantalones rojos. Mata welches: no perdones a los pequeños...» «Procura apoderarte de un piano...» «Me gustaría un buen reloj». «Nuestro vecino el capitán ha enviado a su esposa un collar de perlas ¡Y tú sólo envías cosas insignificantes!»
Avanzaba heroicamente el virtuoso germano, con el doble deseo de engrandecer a su país y hacer valiosos envíos a los hijos. «¡Alemania sobre el mundo!» Pero en lo mejor de sus ilusiones caía en la fosa revuelto con otros camaradas que acariciaban los mismos ensueños.
Desnoyers se imaginó la impaciencia, al otro lado del Rin, de las piadosas mujeres que esperaban y esperaban. Las listas de muertos no habían dicho nada tal vez de los ausentes. Y las cartas seguían partiendo hacia las líneas alemanas: unas cartas que nunca recibiría el destinatario. «Contesta. Cuando no escribes es tal vez porque nos preparas una buena sorpresa. No olvides el collar. Envíanos un piano. Un armario tallado de comedor me gustaría mucho. Los franceses tienen cosas hermosas...»
La cruz escueta permanecía inmóvil sobre la tierra blanca de cal. Cerca de ella aleteaban las banderas. Se movían a un lado y a otro, como una cabeza que protesta, sonriendo irónicamente. ¡No!... ¡No!...
* * * *
Siguió avanzando el automóvil. El guía señalaba ahora un grupo lejano de tumbas. Allí era indudablemente donde se había batido el regimiento. Y el vehículo salió del camino, hundiendo sus ruedas en la tierra removida, teniendo que hacer grandes rodeos para evitar los sepulcros esparcidos caprichosamente por los azares del combate.
Casi todos los campos estaban arados. El trabajo del hombre se extendía de tumba en tumba, haciéndose más visible así como la mañana iba repeliendo su envoltura de nieblas.
Bajo los últimos soles del invierno empezaba a sonreír la Naturaleza, ciega, sorda, insensible, que ignora nuestra existencia y acoge indiferente en sus entrañas lo mismo a un pobre animalillo humano que a un millón de cadáveres.
Las fuentes guardaban todavía sus barbas de hielo; la tierra se desmenuzaba bajo el pie con un crujido de cristal; las charcas tenían arrugas inmóviles; los árboles, negros y dormidos, conservaban sobre el tronco la camisa de verde metálico con que los había vestido el invierno; las entrañas del suelo respiraban un frío absoluto y feroz, semejante al de los planetas apagados y muertos... Pero ya la primavera se había ceñido su armadura de flores en los palacios del trópico, ensillando el verde corcel, que relinchaba con impaciencia: pronto correría los campos, llevando ante su galope en desordenada fuga a los negros trasgos invernales, mientras a su espalda flotaba la suelta melena de oro como una estela de perfumes. Anunciaban su llegada las hierbas de los caminos cubriéndose de minúsculos botones. Los pájaros se atrevían a salir de sus refugios para aletear entre los cuervos que graznaban de cólera junto a las tumbas cerradas. El paisaje iba tomando bajo el sol una sonrisa falsamente pueril, un gesto de niño que mira con ojos cándidos, mientras sus bolsillos están repletos de cosas robadas.
El labriego tenía arado el bancal y relleno de semilla el surco. Podían los hombres seguir matándose; la tierra nada tiene que ver con sus odios, y no por ellos va a interrumpirse el curso de su vida. La reja había abierto sus renglones rectos e inflexibles, como todos los años, borrando el pateo de hombres y bestias, los profundos relejes de los cañones. Nada desorientaba su testarudez laboriosa. Los embudos abiertos por las bombas los había rellenado.
Algunas veces, el triángulo de acero tropezaba con obstáculos subterráneos: un muerto anónimo y sin tumba. El férreo arañazo seguía adelante, sin piedad para lo que no se ve. De tarde en tarde se detenía ante obstáculos menos blandos. Eran proyectiles hundidos en el suelo y sin estallar.
Desenterraba el campesino el aparato de muerte, que, a veces, con tardía maldad hacía explosión entre sus manos... Pero el hombre de la tierra no conoce el miedo cuando va a buscar el sustento, y continuaba su avance rectilíneo, torciendo únicamente al llegar junto a una tumba visible. Los surcos se apartaban piadosamente, rodeando con su pequeño oleaje, como si fuesen islas, a estos pedazos de suelo rematados por banderas o cruces. El terrón hundido en una boca lívida guardaba en sus entrañas los gérmenes creadores de un pan futuro. Las semillas, como pulpos en gestación, se preparaban a extender sus tentáculos de sus raíces hasta los cráneos que pocos meses antes contenían gloriosas esperanzas o monstruosas ambiciones. La vida iba a renovarse una vez más.
El automóvil se detuvo. Corrió el guía entre las cruces, inclinándose para descifrar sus borrosas inscripciones.
-¡Aquí es!
Había encontrado en una sepultura el número del regimiento.
Saltaron con prontitud fuera del vehículo Chichí y su marido. Luego descendió doña Luisa con una rigidez dolorosa, contrayendo el rostro para ocultar sus lágrimas. Finalmente, los tres se decidieron a ayudar al padre que había repelido su envoltorio de pieles. ¡Pobre señor Desnoyers! Al tocar el suelo vaciló sobre sus piernas, luego fue avanzando trabajosamente, moviendo los pies con dificultad, hundiendo su bastón en los surcos.
-Apóyate, mi viejo- dijo la esposa ofreciéndole un brazo.
El autoritario jefe de familia no podía moverse ahora sin la protección de los suyos.
Se inició la marcha entre las tumbas, lenta, penosa. Exploraba el guía el matorral de cruces, deletreando nombres, permaneciendo indeciso ante los rótulos borrosos. René efectuaba el mismo trabajo por otro lado. Chichí avanzó sola de tumba en tumba. El viento hacía revolotear sus velos negros.
Los rizos se escapaban de su sombrero de luto cada vez que inclinaba la cabeza ante una inscripción pugnando por descifrarla. Sus breves pies se hundieron en los surcos. Recogió su falda para marchar con más soltura, dejando al descubierto una parte de su adorable basamento. Una atmósfera voluptuosa de vida, de belleza oculta, de amor, siguió sus pasos sobre la tierra de muerte y podredumbre.
A lo lejos sonaba la voz del padre.
-¿Todavía no?
Los dos viejos se impacientaban, queriendo encontrar cuanto antes la tumba de su hijo.
Transcurrió media hora sin que los exploradores diesen con ella. Siempre nombres desconocidos, cruces anónimas o inscripciones que consignaban cifras de otros regimientos. Don Marcelo ya no podía tenerse en pie. La marcha por la tierra blanda, a través de los surcos, era para él un tormento. Empezó a desesperarse... ¡Ay! No encontraría nunca la sepultura de Julio. Los padres también la buscaron por su lado. Inclinaban sus cabezas dolorosas ente todas las cruces; hundían muchas veces los pies en el montículo largo y estrecho que parecía marcar el bulto de un cadáver. Leían los nombres... ¡Tampoco estaba allí! Y seguían adelante por el rudo camino de esperanzas y desalientos.
Fue Chichí la que avisó con un grito: «¡Aquí..., aquí» Los viejos corrieron temiendo caer a cada paso. Toda la familia se agrupó ante un montón d tierra que tenía la forma vaga de un féretro y empezaba a cubrirse de hierbas.
En la cabecera una cruz, con letras grabadas profundamente a punta de cuchillo, obra piadosa de los compañeros de armas: «Desnoyers...» Luego, en abreviaturas militares, el grado, el regimiento y la compañía.
Un largo silencio. Doña Luisa se había arrodillado instantáneamente, con los ojos fijos en la cruz: unos ojos enormes, de córneas enrojecidas, y que no podían llorar. Las lágrimas la habían acompañado hasta allí. Ahora huían, como repelidas por la inmensidad de un dolor incapaz de plegarse a las manifestaciones ordinarias.
El padre quedó mirando con extrañeza la rústica tumba. Su hijo estaba allí, ¡allí para siempre!... ¡Y no lo vería más! Lo adivinó dormido en las entrañas del suelo, sin ninguna envoltura, en contacto directo con la tierra, tal como le había sorprendido la muerte, con su uniforme miserable y heroico. La consideración de que las raíces de las plantas tocaban tal vez con sus cabelleras el mismo rostro que él había besado amorosamente, de que la lluvia serpenteaba en húmedas filtraciones a lo largo de su cuerpo, fue lo primero que le sublevó, como si fuese un ultraje. Hizo memoria de los exquisitos cuidados a que se había sometido en vida: el largo baño, el masaje, la vigorización del juego de las armas y del boxeo, la ducha helada, los elegantes y discretos perfumes... ¡Todo para venir a pudrirse en un campo de trigo, como un montón de estiércol, como una bestia de labor que muere reventada y la entierran en el mismo lugar de su caída!
Quiso llevarse de allí a su hijo inmediatamente y se desesperó porque no podía hacerlo. Lo trasladaría tan pronto como se lo permitiesen, erigiéndole un mausoleo igual a los de los reyes... ¿Y qué iba a conseguir con esto? Cambiaría de sitio un montón de huesos; pero su carne, su envoltura, todo lo que formaba el encanto de su persona, quedaría allí confundido con la tierra.. El hijo del rico Desnoyers se había agregado para siempre a un pobre campo de la Champaña. ¡Ah miseria! ¿Y para llegar a esto había trabajado tanto él, amontonando millones?...
No conocía siquiera cómo había sido su muerte. Nadie podía repetirle sus últimas palabras. Ignoraba si su fin había sido instantáneo, fulminante, saliendo del mundo con una sonrisa de inconsciencia, o si había pasado largas horas de suplicio abandonado en el campo, retorciéndose como un reptil, rodando por los círculos de un dolor infernal antes de sumirse en la nada. Ignoraba igualmente qué había debajo de aquel túmulo: un cuerpo entero tocado por la muerte con mano discreta, o una amalgama de restos informes destrozados por el huracán de acero... ¡Y no lo vería más! ¿Y aquel Julio que llenaba su pensamiento sería simplemente un recuerdo, un nombre que viviría mientras sus padres viviesen, y se extinguiría luego poco a poco al desaparecer ellos!...
Se sorprendió al oír un quejido, un sollozo... Luego se dio cuenta de que era él mismo el que acompañaba sus reflexiones con un hipo de dolor.
La esposa estaba sus pies. Rezaba con los ojos secos, rezaba a solas con su desesperación, fijando en la cruz una mirada de hipnótica tenacidad...
Allí estaba su hijo, tendido junto a sus rodillas, lo mismo que de niño, en la cuna, cuando ella vigilaba su sueño... La exclamación del padre estallaba también en su pensamiento, pero sin exasperaciones coléricas, con una tristeza desalentada. ¿Y no lo vería más!... ¡Y era posible esto!
Chichí interrumpió con su presencia las dolorosas reflexiones de los dos. Había corrido hacia el automóvil y regresaba con una brazada de flores. Colgó una corona en la cruz; depositó un ramo enorme al pie de ésta. Luego fue derramando una lluvia de pétalos por toda la superficie del túmulo, grave y ceñuda, como si cumpliese rito religioso, acompañando la ofrenda con salutaciones de su pensamiento: «A ti que tanto amaste la vida por sus bellezas y sus sensualismos... A ti, que supiste hacerte amar de las mujeres...» Lloraba mentalmente su recuerdo con tanta admiración como dolor. De no ser hermana, hubiese querido ser su amante.
Y al agotarse la lluvia de flores se apartó, para no turbar con su presencia el dolor gimiente de los padres.
Ante la inutilidad de sus quejas, el antiguo carácter de don Marcelo se había despertado colérico, rugiendo contra el Destino.
Miró el horizonte, allí donde él se imaginaba que debían estarlos enemigos, y cerró los puños con rabia. Creyó ver a la Bestia, eterna pesadilla de los hombres. ¿Y el mal quedaría sin castigo, como tantas veces?...
No había justicia; el mundo era un producto de la casualidad; todo mentiras, palabras de consuelo para que el hombre sobrelleve sin asustarse el desamparo en que vive.
Le pareció que resonaba a lo lejos el galope de los cuatro jinetes apocalípticos atropellando a los humanos. Vio un mocetón brutal membrudo con la espada de la guerra; el arquero de sonrisa repugnante con las flechas de la peste; al avaro calvo con las balanzas del hambre; al cadáver galopante con la hoz de la muerte. Los reconoció como las únicas divinidades familiares y terribles que hacían sentir su presencia al hombre. Todo lo demás resultaba un ensueño. Los cuatro jinetes eran la realidad.
De pronto, por un misterio de asimilación mental, le pareció leer lo que pensaba aquella cabeza lloriqueante que permanecía a sus pies.
La madre, impulsada por sus propias desgracias, había evocado las desgracias de los otros. También ella miraba el horizonte. Se imaginó ver más allá de la línea de los enemigos un desfile de dolor igual al de su familia. Contempló a Elena con sus hijas marchando entre tumbas, buscando un nombre amado, cayendo de rodillas ante una cruz. ¡Ay! Esta satisfacción dolorosa no podía conocerla por completo. Le era imposible pasar al lado opuesto para ir en busca de otra sepultura. Y aunque alguna vez pasase, no la encontraría. El cuerpo adorado se había perdido para siempre en los pudrideros anónimos, cuya vista le había hecho recordar poco antes a su sobrino Otto.
-Señor, ¿por qué vinimos a estas tierras? ¿Por qué no continuamos viviendo en el lugar donde nacimos?...
Al adivinar estos pensamientos, vio Desnoyers la llanura inmensa y verde de la estancia donde había conocido a su esposa. Le pareció oír el trote de los ganados. Contempló al centauro Madariaga en la noche tranquila, proclamando bajo el fulgor de las estrellas las alegrías de la paz, la santa fraternidad de una gentes de las más diversas procedencias unidas por el trabajo, la abundancia y la falta de ambiciones políticas.
Él también, pensando en su hijo, se lamentó como la esposa: «¿Por qué habremos venido?...» Él también, con la solidaridad del dolor, compadeció a los del otro lado. Sufrían lo mismo que ellos: habían perdido a sus hijos. Los dolores humanos son iguales en todas partes.
Pero luego se revolvió contra su conmiseración. Karl era partidario de la guerra; era de los que consideraba como el estado perfecto del hombre, y la había preparado con sus provocaciones. Estaba bien que la guerra devorase a sus hijos: no debía llorarlos. ¿Pero él, que había amado siempre la paz! ¡Él, que sólo tenía un hijo, uno solo..., y lo perdía para siempre!...
Iba a morir, estaba seguro de que iba a morir... Sólo le quedaban unos meses de existencia. Y la pobre compañera que rezaba a sus pies también desaparecería pronto. No se sobrevive a un golpe como el que acababan de experimentar. Nada les quedaba que hacer en el mundo. Su hija sólo pensaba en ella, en formar un núcleo aparte, con el duro instinto de la independencia que separa a los hijos de los padres, para que la Humanidad continúe su renovación.
Julio era el único que podía haber perpetuado el apellido. Los Desnoyers habían muerto; los hijos de su hija serían Lacours... Todo terminado.
Don Marcelo sintió cierta satisfacción al pensar en su próxima muerte. Deseaba salir del mundo cuanto antes. No le inspiraba curiosidad el final de esta guerra que tanto le había preocupado. Fuese cual fuese su terminación, acabaría mal. Aunque la Bestia quedase mutilada, volvería a resurgir años después, como eterna compañera de los hombres... Para él, lo único importante era que la guerra le había robado a su hijo. Todo sombrío, todo negro... El mundo iba a perecer... Él iba a descansar.
Chichí estaba subida en un montículo que tal vez contenía cadáveres. Con el entrecejo fruncido, contemplaba la llanura. ¡Tumbas..., siempre tumbas! El recuerdo de Julio había pasado a segundo término en su memoria. No podía resucitarle ya por más que llorase.
La vista de los campos de muerte sólo le hacía pensar en los vivos. Volvió los ojos a un lado y a otro, mientras sujetaba con ambas manos el revuelo de sus faldas, movidas por el viento.
René se hallaba al pie del montículo. Varias veces lo miró, luego de contemplar las sepulturas, como si estableciese una relación entre su marido y aquellos muertos. ¡Y él había expuesto su existencia en combates iguales a éste!...
-¡Y tú, pobrecito mío -continuó en alta voz-, podías estar a estas horas debajo de un montón de tierra con una cruz de palo, lo mismo que tantos infelices!...
El subteniente sonrió con melancolía. Así era.
-Ven, sube -dijo Chichí imperiosamente-. Quiero decirte una cosa.
Al tenerlo cerca le echó los brazos al cuello, lo apretó contra las magnolias ocultas de su pecho, que exhalaban un perfume de vida y de amor, le besó rabiosamente en la boca, lo mordió, sin acordarse ya de su hermano, sin ver a los dos viejos que lloraban abajo queriendo morir...; y sus faldas libres al viento, moldearon la soberbia curva de unas caderas de ánfora.