Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Tercera parte/II
Al abrir una tarde la puerta, Argensola quedó inmóvil, como si la sorpresa hubiese clavado sus pies en el suelo.
Un viejo le saludaba con amable sonrisa.
-Soy el padre de Julio.
Y pasó adelante, con la seguridad de un hombre que conoce perfectamente el lugar donde se encuentra.
Por fortuna, el pintor estaba solo, y no necesitó correr de un lado a otro disimulando los vestigios de una grata compañía.
Tardó algún rato en reponerse de su emoción. Había oído hablar tanto de don Marcelo y de su mal carácter, que le causó una gran inquietud verlo aparecer inesperadamente en el estudio... ¿Qué deseaba el temible señor?
Su tranquilidad fue renaciendo al examinarlo con disimulo. Se había aviejado mucho desde el principio de la guerra. Ya no conservaba aquel gesto de tenacidad y mal humor que parecía repeler a las gentes. Sus ojos brillaban con una alegría pueril; le temblaban ligeramente las manos; su espalda se encorvaba. Argensola, que había huido siempre al encontrarlo en la calle y experimentado grandes miedos al subir la escalera de servicio de su casa, sintió ahora una repentina confianza. Le sonreía como a un camarada; daba excusas para justificar su visita.
Había querido ver la casa de su hijo. ¡Pobre viejo!... Le arrastraba la misma atracción del enamorado que para alegrar su soledad recorre los lugares que frecuentó la persona amada. No le bastaban las cartas de Julio: necesitaba ver su antigua vivienda, rozarse con todos los objetos que le habían rodeado, respirar el mismo aire, hablar con aquel joven que era su íntimo compañero.
Fijaba en el pintor unos ojos paternales... «Un mozo interesante el tal Argensola». Y al pensar esto no se acordó de las veces que le había llamado sinvergüenza sin conocerlo, sólo porque acompañaba a su hijo en una vida de reprobación.
La mirada de Desnoyers se paseó con deleite por el estudio. Conocía los tapices, los muebles, todos los adornos procedentes del antiguo dueño. Él hacía memoria con facilidad de las cosas que había comprado en su vida, a pesar de ser tantas. Sus ojos buscaban ahora lo personal, lo que podía evocar la imagen del ausente. Y se fijaron en los cuadros apenas bosquejados, en los estudios sin terminar que llenaban los salones.
¿Todo era de Julio?... Muchos de los lienzos pertenecían a Argensola; pero éste, influido por la emoción del viejo, mostró una amplia generosidad. Sí, todo de Julio... Y el padre fue de pintura en pintura, deteniéndose con gesto admirativo ante los bocetos más informes, como si presintiese en su confusión las desordenadas visiones del genio.
-Tiene talento, ¿verdad? -preguntó, implorando una palabra favorable-. Siempre lo he creído inteligente... Algo diablo, pero el carácter cambia con los años... Ahora es otro hombre.
Y casi lloró al oír como el español, con toda la vehemencia de su verbosidad pronta al entusiasmo, ensalzaba al ausente, describiéndolo como un gran artista que asombraría al mundo cuando le llegase su hora.
El pintor de almas se sintió al final tan conmovido como el padre. Admiraba a este viejo con cierto remordimiento. No quería acordarse de lo que había dicho contra él en otra época. ¡Qué injusticia!...
Don Marcelo agarraba sus manos como las de un compañero. Los amigos de su hijo eran sus amigos. Él no ignoraba cómo vivían los jóvenes. Si alguna vez tenía un apuro, si necesitaba una pensión para seguir pintando, allí estaba él, deseoso de atenderlo. Por lo pronto, le esperaba a comer en su casa aquella misma noche, y si quería ir todas las noches, mucho mejor. Comería en familia, modestamente; la guerra había cambiado las costumbres; pero se vería en la intimidad de un hogar, lo mismo que si estuviese en la casa de sus padres. Hasta habló de España, para hacerse más grato al pintor. Sólo había estado allí una vez, por breve tiempo; pero después de la guerra pensaba recorrerla toda. Su suegro era español, su mujer tenía sangre española, en su casa empleaban el castellano como idioma de la intimidad. ¡Ah España, país de noble pasado y carácter altivos!...
Argensola sospechó que, de pertenecer él a otra nación, el viejo lo habría alabado lo mismo. Este afecto no era más que un reflejo del amor del hijo ausente, pero él lo agradecía. Y casi abrazó a don Marcelo al decirle ¡adiós!
Después de esta tarde fueron muy frecuentes sus visitas al estudio. El pintor tuvo que recomendar a las amigas un buen paseo después del almuerzo, absteniéndose de aparecer en la rue de la Pompe antes que cerrase la noche. Pero a veces don Marcelo se presentaba inesperadamente por la mañana, y él tenía que correr de un lado a otro, tapando aquí, quitando más allá para que el taller conservase un aspecto de virtud laboriosa.
-¡Juventud..., juventud! -murmuraba el viejo con una sonrisa de tolerancia. Y tenía que hacer un esfuerzo, recordar la dignidad de sus años, para no pedir a Argensola que le presentase a las fugitivas, cuya presencia adivinaba en las habitaciones interiores. Habían sido tal vez amigas de su hijo, representaban una parte de su pasado, y esto le bastaba para suponer en ellas grandes cualidades que las hacían interesantes.
Estas sorpresas, con sus correspondientes inquietudes, acabaron por conseguir que el pintor se lamentase un poco de su nueva amistad. Le molestaba, además, la invitación a comer que continuamente formulaba el viejo. Encontraba muy buena, pero demasiado aburrida, la mesa de los Desnoyers. El padre y la madre sólo hablaban del ausente. Chichí apenas prestaba atención al amigo de su hermano. Tenía el pensamiento fijo en la guerra; le preocupaba el funcionamiento del correo, formulando protestas contra el Gobierno cuando transcurrían varios días sin recibir carta del subteniente Lacour.
Se excusó Argensola con diversos pretextos de seguir comiendo en la avenida de Víctor Hugo. Le placía más ir a los restaurantes baratos con su séquito femenino. El viejo aceptaba las negativas con un gesto de enamorado que se resigna.
-¿Tampoco hoy?...
Y para compensarse de tales ausencias, iba al día siguiente al estudio con gran anticipación.
Representaba para él un placer exquisito dejar que se deslizase el tiempo sentado en un diván que aún parecía guardar la huella del cuerpo de Julio, viendo aquellos lienzos cubiertos de colores por un pincel, acariciado por el calor de una estufa que roncaba dulcemente en un silencio profundo, conventual. Era un refugio agradable, lleno de recuerdos, en medio del París monótono y entristecido de la guerra, en el no encontraba amigos, pues todos necesitaban pensar en las propias preocupaciones.
Los placeres de su pasado habían perdido todo encanto. El Hotel Drouot ya no le tentaba. Se estaban subastando en aquellos momentos los bienes de los alemanes residentes en Francia, embargados por el Gobierno. Era como una respuesta al viaje forzoso que habían hecho los muebles del castillo de Villeblanche tomando el camino de Berlín.
En vano le hablaban los corredores del escaso público que asistía a las subastas. No sentía la atracción de estas ocasiones extraordinarias. ¿Para qué hacer más compras?... ¿De qué servía tanto objeto inútil?... Al pensar en la existencia dura que llevaban millones de hombres a campo raso, le asaltaban deseos de una vida ascética. Había empezado a odiar los esplendores ostentosos de su casa de la avenida de Víctor Hugo. Recordaba sin pena la destrucción del castillo. Sentía una pereza irresistible cuando sus aficiones pretendían empujarle, como en otros tiempos, a las compras incesantes. No; mejor estaba allí... Y allí, era siempre el estudio de Julio.
Argensola trabajaba en presencia de don Marcelo. Sabía que el viejo abominaba de las gentes inactivas, y había emprendido varias obras, sintiendo el contagio de esta voluntad inclinada a la acción. Desnoyers seguía con interés los trazos del pincel y aceptaba todas las explicaciones del retratista de almas. Él era partidario de los antiguos; en las compras sólo había adquirido obras de pintores muertos; pero le bastaba saber que Julio pensaba como su amigo, para admitir humildemente todas las teorías de éste.
La laboriosidad del artista era corta. A los pocos minutos prefería hablar con el viejo, sentándose en el mismo diván.
El primer motivo de conversación era el ausente. Repetían fragmentos de las cartas que llevaban recibidas: hablaban del pasado con discretas alusiones. El pintor describía la vida de Julio antes de la guerra como una existencia dedicada por completo a las preocupaciones del arte. El padre no ignoraba la inexactitud de tales palabras, pero agradecía la mentira como una gran amistad. Argensola era un compañero bueno y discreto; jamás, en sus mayores desenfados verbales, había hecho alusión a madame Laurier.
En aquellos días preocupaba al viejo el recuerdo de ésta. La había encontrado en la calle dando el brazo a su esposo, que ya estaba restablecido de sus heridas. El ilustre Lacour contaba satisfecho la reconciliación del matrimonio. El ingeniero sólo había perdido un ojo. Ahora se hallaba al frente de su fábrica, requisada por el Gobierno para la fabricación de obuses. Era capitán y ostentaba dos condecoraciones. No sabía ciertamente el senador cómo se había realizado la inesperada reconciliación. Los había visto llegar un día a su casa juntos, mirándose con ternura, olvidados completamente del pasado.
-¿Quién se acuerda de las cosas de antes de la guerra? -había dicho el personaje-. Ellos y sus amigos ya no se acuerdan del divorcio. Vivimos todos una nueva existencia... Yo creo que los dos son ahora más felices que antes.
Esta felicidad la había presentido Desnoyers al verlos. Y el hombre de rígida moral, que anatematizaba el año anterior la conducta de su hijo con Laurier teniéndola por la más nociva de las calaveradas, sintió cierto despecho al contemplar a Margarita pegada a su marido, hablándole con amoroso interés. Le pareció una ingratitud esta felicidad matrimonial. ¡Una mujer que había influido tanto en la vida de Julio!... ¿Así pueden olvidarse los amores?...
Los dos habían pasado como si no le conociesen. Tal vez el capitán Laurier no veía con claridad, pero ella lo había mirado con sus ojos cándidos, volviendo la vista precipitadamente para evitar su saludo... El viejo se entristeció ante tal indiferencia, no por él, sino por el otro. ¡Pobre Julio!... El inflexible señor, en plena inmoralidad mental, lamentaba este olvido como algo monstruoso.
La guerra era otro objeto de conversación durante las tardes pasadas en el estudio. Argensola ya no llevaba los bolsillos repletos de impresos, como al principio de las hostilidades. Una calma resignada y serena había sucedido a la excitación del primer momento, cuando las gentes esperaban intervenciones extraordinarias y maravillosas. Todos los periódicos decían lo mismo. Le bastaba con leer el comunicado oficial, y este documento sabía esperarlo sin impaciencia, presintiendo que, poco más o menos, diría lo mismo que el anterior.
La fiebre de los primeros meses, con sus ilusiones y optimismos, le parecía ahora algo quimérico. Los que no estaban en la guerra habían vuelto poco a poco a sus trabajos habituales. La existencia recobraba su ritmo ordinario. «Hay que vivir», decían las gentes. Y la necesidad de continuar la vida llenaba el pensamiento con sus exigencias inmediatas. Los que tenían individuos armados en el ejército se acordaban de ellos, pero sus ocupaciones amortiguaban la violencia del recuerdo, acabando por aceptar la ausencia como algo que de extraordinario pasaba a ser normal. Al principio la guerra cortaba el sueño, hacía intragable la comida, amargaba el placer, dándole una palidez fúnebre. Todos hablaban lo mismo. Ahora se abrían lentamente los teatros, circulaba el dinero, reían las gentes, hablaban de la gran calamidad, pero sólo a determinadas horas, como algo que iba a ser largo, muy largo, y exigía con su fatalismo inevitable una gran resignación.
-La Humanidad se acostumbra fácilmente a la desgracia -decía Argensola-, siempre que la desgracia sea larga... Esa es nuestra fuerza: por eso vivimos.
Don Marcelo no aceptaba dicha resignación. La guerra iba a ser más corta de lo que se imaginaban todos. Su entusiasmo le fijaba un término inmediato: dentro de tras meses, en la primavera próxima. Y si la paz no era en la primavera, sería en el verano.
Un nuevo interlocutor tomó parte en sus conversaciones. Desnoyers conoció al vecino ruso, del que le hablaba Argensola. También este personaje raro había tratado a su hijo, y esto bastó para que Tchernoff le inspirase gran interés.
En tiempo normal lo habría mantenido a distancia. El millonario era partidario del orden. Abominaba de los revolucionarios, con el miedo instintivo de todos los ricos que han creado su fortuna y recuerdan con modestia su origen. El socialismo de Tchernoff y su nacionalidad habrían provocado forzosamente en su pensamiento una serie de imágenes horripilantes: bombas, puñaladas, justas expiaciones en la horca, envíos a Siberia. No; no era un amigo recomendable... Pero ahora don Marcelo experimentaba un profundo trastorno en la apreciación de las ideas ajenas. ¡Había visto tanto!... Los procedimientos terroríficos de la invasión, la falta de escrúpulos de los jefes alemanes, la tranquilidad con que los submarinos echaban a pique buques pacíficos cargados de viajeros indefensos, las hazañas de los aviadores, que a dos mil metros de altura arrojaban bombas sobre las ciudades abiertas, destrozando mujeres y niños, le hacían recordar como sucesos sin importancia los atentados del terrorismo revolucionario que años antes provocaban su indignación.
-¡Y pensar -decía- que nos enfurecíamos, como si el mundo fuese a deshacerse, porque alguien arrojaba una bomba contra un personaje!
Estos exaltados ofrecían para él una cualidad que atenuaba sus crímenes. Morían víctimas de sus propios actos o se entregaban sabiendo cuál iba a ser su castigo. Se sacrificaban sin buscar la salida: rara vez se habían salvado valiéndose de las precauciones de la impunidad. ¡Mientras que los terroristas de la guerra!...
Con la violencia de su carácter imperioso, el viejo efectuaba una reversión absoluta de valores.
-Los verdaderos anarquistas están ahora en lo alto -decía con risa irónica-. Todos los que nos asustaban antes eran unos infelices... En un segundo matan los de nuestra época más inocentes que los otros en treinta años.
La dulzura de Tchernoff, sus ideas originales, sus incoherencias de pensador acostumbrado a saltar de la reflexión a la palabra sin preparativo alguno, acabaron por reducir a don Marcelo. Todas sus dudas las consultaba con él. Su admiración le hacía pasar por alto la procedencia de ciertas botellas con que Argensola obsequiaba algunas veces a su vecino. Aceptó con gusto que Tchernoff consumiese estos recuerdos de la época en que vivía él luchando con su hijo.
Después de saborear el vino de la avenida de Víctor Hugo, sentía el ruso una locuacidad visionaria semejante a la de la noche en que evocó la fantástica cabalgada de los cuatro jinetes apocalípticos.
Lo que más admiraba Desnoyers era su facilidad para exponer las cosas, fijándolas por medio d imágenes. La batalla del Marne con los combates subsiguientes y la carrera de ambos ejércitos hacia la orilla del mar eran para él hechos de fácil explicación... ¡Si los franceses no hubiesen estado fatigados después de su triunfo en el Marne!...
-...Pero las fuerzas humanas -continuaba Tchernoff- tienen un límite, y el francés, con todo su entusiasmo, es un hombre como los demás. Primeramente, la marcha rapidísima del Este al Norte, para hacer frente a la invasión por Bélgica; luego, los combates: a continuación, una retirada veloz para no verse envueltos; finalmente, una batalla de siete días; y todo esto en un período de tres semanas nada más... En el momento del triunfo faltaron piernas a los vencedores para ir adelante y faltó caballería para perseguir a los fugitivos. Las bestias estaban más extenuadas aún que los hombres. Al verse acosados con poca tenacidad, los que se retiraban, cayéndose de fatiga, se tendieron y excavaron la tierra, creándose un refugio. Los franceses también se acostaron, arañando el suelo para no perder lo recuperado. Y empezó de este modo la guerra de trincheras.
Luego, cada línea con el intento de envolver a la línea enemiga, había ido prolongándose hacia el Norte, y de los estiramientos sucesivos resultó la carreta hacia el mar de unos y otros, formando el frente de combate más grande que se conocía en la Historia.
Cuando don Marcelo, en su optimismo entusiástico, anunciaba la terminación de la guerra para la primavera siguiente..., para el verano, siempre con cuatro meses de plazo a lo más, el ruso movía la cabeza.
-Esto será largo..., muy largo. Es una guerra nueva, la verdadera guerra moderna. Los alemanes iniciaron las hostilidades a estilo antiguo, como si no hubiesen observado nada después de mil ochocientos setenta: una guerra de movimientos envolventes, de batallas a campo raso, lo mismo que podía discurrir Moltke imitando a Napoleón. Deseaban terminar pronto y estaban seguros del triunfo. ¿Para qué hacer uso de procedimientos nuevos?... Pero lo del Marne torció sus planes: de agresores tuvieron que pasar a la defensiva, y entonces emplearon todo lo que su estado Mayor había aprendido en las campañas de japoneses y rusos, iniciándose la guerra de trincheras, la lucha subterránea, que es lógica por el alcance y la cantidad de disparos del armamento moderno. La conquista de un kilómetro de terreno representaba ahora más que hace un siglo el asalto de una fortaleza de piedra... Ni unos ni otros van a avanzar en mucho tiempo. Tal vez no avancen nunca definitivamente. Esto va a ser largo y aburrido, como las peleas entre atletas de fuerzas equilibradas.
-Pero alguna vez tendrán fin- dijo Desnoyers.
-Indudablemente; mas ¿quién sabe cuándo?... ¿Y cómo quedarán unos y otros cuando esto termine?...
Él creía en un final rápido, cuando menos lo esperase la gente, por la fatiga de uno de los dos luchadores, cuidadosamente disimulada hasta el último momento.
-Alemania será la derrotada -añadió con firme convicción-. No sé cuándo ni cómo; pero caerá lógicamente. Su golpe maestro le falló en septiembre, al no entrar en París, deshaciendo al ejército enemigo. Todos los triunfos de su baraja los echó entonces sobre la mesa. No ganó, y continúa prolongando el juego porque tiene muchas cartas, y lo prolongará todavía largo tiempo... Pero lo que no pudo hacer en el primer momento no lo hará nunca.
Para Tchernoff, la derrota final no significaba la destrucción de Alemania ni el aniquilamiento del pueblo alemán.
-A mí me indignan -continuó- los patriotismos excesivos. Oyendo a ciertas gentes que formulan planes para la supresión definitiva de Alemania, me parece estar escuchando a los pangermanistas de Berlín cuando repartían los continentes.
Luego concretó su opinión:
-Hay que derrotar al Imperio, para tranquilidad del mundo: suprimir la gran máquina de guerra que perturba la paz de las naciones... Desde mil ochocientos setenta, todos vivimos pésimamente. Durante cuarenta y cuatro años se ha conjurado el peligro; pero en todo este tiempo, ¡qué de angustias!...
Lo que más irritaba a Tchernoff era la enseñanza inmoral nacida de esta situación y que había acabado por apoderarse del mundo: la glorificación de la fuerza, la santificación del éxito, el triunfo del materialismo, el respeto al hecho consumado, la mofa de los más nobles sentimientos, como si fuesen simples frases sonoras y ridículas; el trastorno de los valores morales, una filosofía de bandidos que pretendía ser la última palabra del progreso y no era más que la vuelta al despotismo, la violencia, la barbarie de las épocas más primitivas de la Historia.
Deseaba la supresión de los representantes de esta tendencia; pero no por esto pedía el exterminio del pueblo alemán.
-Ese pueblo tiene grandes méritos confundidos con malas condiciones, que son herencia de un pasado de barbarie demasiado próximo. Posee el instinto de la organización y del trabajo, y puede prestar buenos servicios a la Humanidad... Pero antes es necesario administrarle una ducha: la ducha del fracaso. Los alemanes están locos de orgullo, y su locura resulta peligrosa para el mundo. Cuando hayan desaparecido los que los envenenaron con ilusiones de hegemonía mundial, cuando la desgracia haya refrescado su imaginación y se conformen con ser un grupo humano ni superior ni inferior a los otros, formarán un pueblo tolerante, útil..., y quién sabe si hasta simpático.
No había en la hora presente, para Tchernoff, pueblo más peligroso. Su organización política lo convertía en una horda guerrera educada a puntapiés y sometida a continuas humillaciones para anular la voluntad, que se resiste siempre a la disciplina.
-Es una nación donde todos reciben golpes y desean darlos al que está más abajo. El puntapié que suelta el emperador se transmite de dorso en dorso hasta las últimas capas sociales. Los golpes empiezan en la escuela y se continúan en el cuartel, formando parte de la educación. El aprendizaje de los príncipes herederos de Prusia consistió siempre en recibir bofetadas y palos de su progenitor el rey. El káiser pegó a sus retoños; el oficial, a sus soldados; el padre, a sus hijos y a la mujer; el maestro, a los alumnos; y cuando el superior no puede dar golpes, impone a los que tiene debajo el tormento del ultraje moral.
Por eso, cuando abandonaba su vida ordinaria, tomando las armas para caer sobre otro grupo humano, eran de una ferocidad implacable.
-Cada uno de ellos -continuó el ruso- lleva debajo de la espalda un depósito de patadas recibidas, y desea consolarse dándolas a su vez a los infelices que coloca la guerra bajo su dominación. Este pueblo de señores, como él mismo se llama, aspira a serlo..., pero fuera de su casa. Dentro de ella es el que menos conoce la dignidad humana. Por eso siente con tanta vehemencia el deseo de esparcirse por el mundo, pasando de lacayo a patrón.
Repentinamente don Marcelo dejó de ir con frecuencia al estudio. Buscaba ahora a su amigo el senador. Una promesa de éste había trastornado su tranquila resignación.
El personaje estaba triste desde que el heredero de las glorias de su familia, se había ido a la guerra, rompiendo la red protectora de recomendaciones en que lo había envuelto.
Una noche, comiendo en casa de Desnoyers, apuntó una idea que hizo estremecer a éste. «¿No le gustaría ver a su hijo?...» El senador estaba gestionando una autorización del Cuartel general para ir al frente. Necesitaba ver a René. Pertenecía al mismo Cuerpo de ejército que Julio; tal vez estaban lugares algo lejanos; pero un automóvil puede dar muchos rodeos antes de llegar al término de su viaje.
No necesitó decir más. Desnoyers sintió de pronto un deseo vehemente de ver a su hijo. Llevaba muchos meses teniendo que contentarse con la lectura de sus cartas y la contemplación de una fotografía hecha por uno de sus camaradas...
Desde entonces asedió a Lacour, como si fuese uno de sus electores deseoso de un empleo. Lo visitaba por las mañanas en su casa, lo invitaba a comer todas las noches, iba a buscarlo por las tardes en los salones del Luxemburgo. Antes de la primera palabra de saludo, sus ojos formulaban siempre la misma interrogación...: «¿Cuándo conseguiría el permiso?»
El gran hombre lamentaba la indiferencia de los militares con el elemento civil. Siempre habían sido enemigos del parlamentarismo.
Además Joffre se muestra intratable. No quiere curiosos... Mañana veré al presidente.
Pocos días después llegó a la casa de la avenida de Víctor Hugo con un gesto de satisfacción que llenó de alegría a don Marcelo.
-¿Ya está?...
-Ya está... pasado mañana salimos.
Desnoyers fue en la tarde siguiente al estudio de la rue de la Pompe.
-Mañana me voy.
El pintor deseó acompañarlo. ¿No podría ir también como secretario del senador?... Don Marcelo sonrió. La autorización servía únicamente para Lacour y un acompañante. Él era quien iba a figurar como secretario, ayuda de cámara o lo que fuese de su futuro consuegro.
Al final de la tarde salió del estudio, acompañado hasta el ascensor por las lamentaciones de Argensola. ¡No poder agregarse a la expedición!... Creía haber perdido la oportunidad para pintar su obra maestra.
Cerca de su casa encontró a Tchernoff. Don Marcelo estaba de buen humor. La seguridad de que iba a ver pronto a su hijo le comunicaba una alegría infantil. Casi abrazó al ruso, a pesar de su aspecto desastrado, sus barbas trágicas y su enorme sombrero, que hacía volver la cabeza a los transeúntes.
Al final de la avenida destacaba su mole el Arco de Triunfo sobre un cielo coloreado por la puesta de sol. Una nube roja flotaba en torno del monumento, reflejándose en su blancura con palpitaciones purpúreas.
Se acordó Desnoyers de los cuatro jinetes y todo lo demás que le había contado Argensola antes de presentarle al ruso.
-Sangre -dijo alegremente-. Todo el cielo aparece de sangre... Es la bestia apocalíptica que ha recibido el golpe de gracia. Pronto la veremos morir.
Tchernoff sonrió igualmente; pero su sonrisa fue melancólica.
-No; la Bestia no muere. Es la eterna compañera de los hombres. Se oculta chorreando sangre cuarenta años,,,, sesenta..., un siglo; pero reaparece. Todo lo que podemos desear es que su herida sea larga, que se esconda por mucho tiempo y no la vean nunca las generaciones que guardarán todavía nuestro recuerdo.