Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Segunda parte/II
Cuando Margarita pudo volver al estudio de la rue de la Pompe, Julio, que vivía en perpetuo mal humor, viéndolo todo con sombríos colores, se sintió animado por un optimismo repentino.
La guerra no iba a ser tan cruel como se la imaginaban todos al principio. Diez días iban transcurridos, y empezaba a hacerse menos visible el movimiento de tropas. Al disminuir el número de hombres en las calles, la población femenina parecía haber aumentado. Las gentes se quejaban de escasez de dinero; los Bancos seguían cerrados para el pago. En cambio, la muchedumbre sentía una necesidad de gastos extraordinarios para acaparar víveres. El recuerdo del 70, con las crueles escaseces del sitio, atormentaba las imaginaciones. Había estallado la guerra con el mismo enemigo, y a todos les parecía lógico la repetición de iguales accidentes. Los almacenes de comestibles se veían asediados por las mujeres, que hacían acopio de alimentos rancios a precios exorbitantes para guardarlos en sus casas. El hambre futura producía mayor espanto que los peligros inmediatos.
Estas eran para Desnoyers todas las transformaciones que la guerra había realizado en torno de él. Las gentes acabarían por acostumbrarse a la nueva existencia. La Humanidad posee una fuerza de adaptación que le permite amoldarse a todo para continuar subsistiendo. Él esperaba continuar su vida como si nada hubiese ocurrido. Bastaba para esto que Margarita siguiese fiel a su pasado. Juntos verían deslizarse los acontecimientos con la cruel voluptuosidad del que contempla una inundación, sin riesgo alguno, desde una altura inaccesible.
Esta calma de testigo egoísta de los sucesos se la había inspirado Argensola.
-Seamos neutros -afirmaba el bohemio-. Neutralidad no significa indiferencia. Gocemos del gran espectáculo. Ya que en toda nuestra vida volverá a ofrecerse otro semejante.
Lástima que la guerra los pillase con tan poco dinero::: Argensola odiaba a los Bancos más aún que a los Imperios centrales, distinguiendo con una antipatía especial el establecimiento de crédito que demoraba el pago del cheque de Julio. ¡Tan hermoso que habría sido presenciar los acontecimientos con toda clase de comodidades, gracias a esta enormidad cantidad!... Para remediar las penurias domésticas volvía a impetrar el auxilio de doña Luisa. La guerra había debilitado las precauciones de don Marcelo, y la familia vivía ahora en un descuido generoso. La madre, a imitación de otras dueñas de casas, hacía provisiones para meses y meses, adquiriendo cuantos víveres podía encontrar. Él se aprovechó de esto, menudeando sus visitas a la casa de la avenida de Víctor Hugo para descender por la escalera de servicios grandes paquetes que engrosaban las provisiones del estudio.
Todas las alegrías de una buena ama de llaves las conoció al contemplar los tesoros guardados en su cocina: grandes latas de carne en conserva, pirámides de botes, sacos de legumbres secas. Tenía allí para el mantenimiento de una larga familia. Además, la guerra le había servido de pretexto para hacer nuevas visitas a la bodega de don Marcelo.
-Pueden venir -decía con gesto heroico al pasar revista a su almacén-; pueden venir cuando quieran. Estamos preparados para hacerles frente.
El cuidado y aumento de sus víveres y la averiguación de noticias eran las dos funciones que ocupaban su existencia. Necesitaba adquirir diez, doce, quince periódicos por día; unos, porque eran reaccionarios, y a él le entusiasmaba la novedad de ver unidos a todos los franceses; otros, porque siendo radicales, debían de estar mejor enterados de las noticias recibidas por el Gobierno. Aparecían a mediodía, a las tres, a las cuatro, a las cinco de la tarde. Media hora de retraso en el nacimiento de una hoja infundía grandes esperanzas en el público, que se imaginaba encontrar noticias estupendas. Todos se arrebataban los últimos suplementos; todos llevaban los bolsillos repletos de papel, esperando con ansiedad nuevas publicaciones para adquirirlas. Y todas las hojas decían aproximadamente lo mismo.
Argensola percibió cómo se iba formando en su interior un alma simple, entusiástica y crédula, capaz de admitir las cosas más inverosímiles. Esta alma la adivinaba igualmente en todos los que vivían cerca de él. A veces, su antiguo espíritu de crítica parecía encabritarse; pero la duda era rechazada como algo deshonroso. Vivía en un mundo nuevo, y era natural que ocurriesen cosas extraordinarias que no podían medirse ni explicarse por el antiguo raciocinio. Y comentaba con alegría infantil los relatos maravillosos de los periódicos: combates de un pelotón de franceses o de belgas con regimientos enteros de enemigos, poniéndolos en desordenada fuga; el miedo de los alemanes a la bayoneta, que los hacía correr como liebres apenas sonaba la carga; la ineficacia de la artillería germánica, cuyos proyectiles estallaban mal.
Era para él ordinario y lógico que la pequeña Bélgica venciese a la colosal Alemania: una repetición del encuentro de David y Goliat, con todas las metáforas e imágenes que este choque desigual había inspirado a través de los siglos. Como la mayor parte de la nación, tenía la mentalidad de un lector de libro de caballerías que se siente defraudado cuando el héroe, un hombre solo, no parte mil enemigos de un revés, Buscaba con predilección los periódicos más exagerados, los que publicaban más historias de encuentros sueltos, de acciones individuales, que nadie sabía con certeza dónde había ocurrido.
La intervención de Inglaterra en los mares le hizo imaginar un hambre espantosa, fulminante, providencial, que martirizaba a los enemigos. A los diez días de bloqueo marítimo creía de buena fe que en Alemania vivía la gente como un grupo de náufragos sobre una balsa de tablones. Esto le hizo menudear sus visitas a la cocina, admirando emocionado sus paquetes de comestibles.
-¡Lo que darían en Berlín por mi tesoro!...
Nunca comió mejor Argensola. La consideración de las grandes carestías sufridas por el adversario espoleaba su apetito, dándole una capacidad monstruosa. El pan blanco, de corteza dorada y crujiente, le sumía en un éxtasis religioso.
-¡Si el amigo Guillermo pillase esto! -decía a su compañero.
Mascaba y tragaba con avidez; alimentos y líquidos, al pasar por su boca, adquirían un nuevo sabor raro y divino. El hambre ajena era para él un excitante, una salsa de interminable deleite.
Francia le inspiraba entusiasmo, pero a Rusia le concedía mayor crédito. ¡Ah los cosacos!... Hablaba de ellos como de íntimos amigos. Describía los terribles jinetes de galope vertiginoso, impalpables como fantasmas, y tan terribles en su cólera, que el adversario no podía mirarlos de frente. En la portería de su casa y en varios establecimientos de la calle le escuchaban con todo el respeto que merece un señor que, por ser extranjero, puede hablar mejor que otros de las cosas extranjeras.
-Los cosacos ajustarán las cuentas a esos bandidos -terminaba diciendo con absoluta seguridad-. Antes de un mes habrán entrado en Berlín.
Y el público, compuesto en gran parte de mujeres, esposas o madres de los que habían partido a la guerra, aprobaban modestamente, con el deseo irresistible que todos sentimos de colocar nuestras esperanzas en algo lejano y misterioso. Los franceses defenderían el país, reconquistando además los territorios perdidos; pero eran los cosacos los que iban a dar el golpe de gracia, aquellos cosacos de que hablaban todos y muy pocos habían visto.
El único que los conocía de cerca era Tchernoff, y con gran escándalo de Argensola, escuchaba sus palabras sin mostrar entusiasmo. Los cosacos eran para él un simple cuerpo del Ejército ruso. Buenos soldados, pero incapaces de realizar milagros que todos les atribuían.
-¡Ese Tchernoff! -exclamaba Argensola-. Como odia al zar, encuentra malo todo lo de su país. Es un revolucionario fanático..., y yo soy enemigo de todos los fanáticos.
Escuchaba Julio con distracción las noticias de su compañero, los artículos vibrantes recitados con tono declamatorio, los planes de campaña que discurría ante un mapa enorme, fijo en una pared del estudio y erizado de banderitas que marcaban las situaciones de los ejércitos beligerantes. Cada periódico obligaba al español a realizar una nueva danza de alfileres en el mapa, seguida de comentarios de un optimismo a prueba de bomba.
-Hemos entrado en Alsacia; ¡muy bien!... Parece que ahora abandonaremos a Alsacia: ¡perfectamente! Adivino la causa. Es para volver a entrar por un sitio mejor, pillando al enemigo por la espalda... Dicen que Lieja ha caído. ¡Mentira!... Y si cae, no importa. Un accidente nada más. Quedan los otros..., ¡los otros!, que avanzan por el lado oriental y van a entrar en Berlín.
Las noticias del frente ruso eran las preferidas por él; pero quedaba en suspenso cada vez en la carta los nombres enrevesados de aquellos lugares donde efectuaban sus hazañas los admirados cosacos.
Mientras tanto, Julio continuaba el curso de sus pensamientos. ¡Margarita!... Había vuelto al fin, y, sin embargo, parecía vivir cada vez más alejada de él...
En los primeros días de la movilización rondó por las inmediaciones de su casa, creyendo engañar su deseo con esta aproximación ilusoria. Margarita le había escrito para recomendarle calma. ¡Feliz él, que, por ser extranjero, no sufriría las consecuencias de la guerra! Su hermano, oficial de artillería de reserva, iba a partir de un momento a otro. La madre, que vivía con este hijo soltero, había mostrado a última hora una serenidad asombrosa, después e llorar mucho en los días anteriores, cuando la guerra era todavía problemática. Ella misma preparó el equipaje del soldado, para que la pequeña maleta contuviese todo lo que es indispensable en la vida de campaña. Pero Margarita adivinaba el suplicio interior de la pobre señora y su lucha para que no se revelase exteriormente, en la humedad de sus ojos, en la nerviosidad de sus manos. Le era imposible abandonar a su madre un solo momento... Luego había sido la despedida. «¡Adiós, hijo mío! Cumple tu deber, pero sé prudente». Ni una lágrima, ni un desfallecimiento. Toda la familia se había opuesto a que le acompañase hasta el ferrocarril. Su hermana iría con él. Y al regresar Margarita a la casa la había encontrado en un sillón, rígida, con el gesto hosco, eludiendo nombrar a su hijo, hablando de las amigas que también enviaban los suyos a la guerra, como si únicamente ellas conociesen este tormento. «¡Pobre mamá! Debo acompañarla, ahora más que nunca... Mañana, si puedo, iré a verte».
Al fin volvió a la rue de la Pompe. Su primer cuidado fue explicar a Julio la modestia de su traje tailleur, la ausencia de joyas en el adorno de su persona. «La guerra, amigo mío. Ahora lo chic es amoldarse a las circunstancias, ser sobrios y modestos como soldados. ¡Quién sabe lo que nos espera!» La preocupación del vestido la acompañaba en todos los momentos de su existencia.
Julia notó en ella una persistente distracción. Parecía que su espíritu abandonaba el encierro de su cuerpo, vagando a enormes distancias. Sus ojos le miraban, pero tal vez no lo veían, Hablaba con voz lenta, como si cada palabra la sometiese a previo examen, temiendo traicionar algún secreto. Este alejamiento espiritual no impidió, sin embargo, la aproximación física. Fueron uno del otro, con el irresistible choque de las atracciones materiales. Ella se entregó voluntariamente resbalando por la suave cuesta de la costumbre; pero al recobrar la serenidad mostró un vago remordimiento. «¿Estará bien lo que hacemos?... ¿No es inoportuno continuar la misma existencia cuando tantas desgracias van a caer sobre el mundo?» Julio repelió estos escrúpulos.
-¡Pero si vamos casarnos tan pronto como podamos!... ¡Si somos lo mismo que marido y mujer!
Ella contestó con un gesto de extrañeza y desaliento. ¡Casarse!... Diez días antes no deseaba otra cosa. Ahora sólo de tarde en tarde surgía en su memoria la posibilidad del matrimonio. ¡Para qué pensar en sucesos remotos e inseguros! Otros más inmediatos ocupaban su ánimo.
La despedida de su hermano en la estación era una escena que se había fijado en su memoria. Al ir al estudio se proponía no acordarse de ella, presintiendo que podía molestar a su amante con este relato. Y bastó que se jurase el silencio, para sentir una necesidad irresistible de contarlo todo.
No había sospechado jamás que amase tanto a su hermano. Su cariño fraternal iba unido a un ligero sentimiento de celos porque mamá prefería al hijo mayor. Además, él era quien había presentado a Laurier en la casa: los dos tenían el diploma de ingenieros industriales y marchaban unidos desde la escuela... Pero al verlo Margarita próximo a partir, había reconocido de pronto que este hermano, considerado siempre en segundo término, ocupaba un lugar preferente en su cariño.
-¡Estaba tan guapo, tan interesante con su uniforme de teniente!... Parecía otro. Te confieso que yo iba con orgullo al lado de él, apoyada en su brazo. Nos tomaban por casados. Al verme llorar, unas pobres mujeres intentaron consolarme. «¡Valor, madame!... Su marido volverá». Y él reía con estas equivocaciones. Únicamente mostraba tristeza al acordarse de nuestra madre.
-Se habían separado en la puerta de la estación. Los centinelas no dejaban ir más adelante. Ella le entregó su sable, que había querido llevar hasta el último momento.
-Es hermoso ser hombre -dijo con entusiasmo-. Me gustaría vestir un uniforme, ir a la guerra, servir para algo.
No quiso hablar más, como si de pronto se diese cuenta de la importunidad de sus últimas palabras. Tal vez notó la crispación en el rostro de Julio.
Pero estaba excitada por el recuerdo de aquella despedida, y después de una larga pausa no pudo resistir al deseo de seguir exteriorizando su pensamiento.
En la entrada de la estación, mientras besaba por última vez a su hermano, había tenido un encuentro, una gran sorpresa. Él había llegado, vestido igualmente de oficial de artillería, pero solo, teniendo que confiar su maleta a un hombre de buena voluntad salido de la muchedumbre.
Julio hizo un gesto de interrogación. ¿Quién era él? Lo sospechaba, pero fingió ignorancia, como si temiese conocer la verdad.
-Laurier -contestó ella lacónicamente-. Mi antiguo marido.
El amante mostró una ironía cruel. Era un acto cobarde denigrar a un hombre que había marchado a cumplir su deber. Reconoció su vileza, pero un instinto maligno e irresistible le hizo insistir en sus burlas, para rebajarlo ante Margarita. ¡Laurier militar!... Debía de ofrecer un aspecto ridículo vestido de uniforme.
-¡Laurier guerrero! -continuó, con voz sarcástica, que le extrañaba como si procediese de otro-. ¡Pobre hombre!
Ella dudó en su respuesta por no contrariar a Desnoyers. Pero la verdad pudo más en su ánimo, y dijo simplemente:
-No..., no tenía mal aspecto. Era otro. Tal vez el uniforme; tal vez su tristeza al marchar solo, completamente solo, sin una mano que estrechase la suya. Yo tardé en conocerlo. Al ver a mi hermano se aproximó; pero luego, viéndome a mí, siguió adelante... ¡Pobre! ¡Me da lástima!
Su instinto femenil debió indicarle que hablaba demasiado, y cortó bruscamente su charla. El mismo instinto le avisó también por qué razón el rostro de Julio se ensombrecía y su boca tomaba el pliegue de una sonrisa amarga. Quiso consolarlo y añadió:
-Por suerte, tú eres extranjero y no irás a la guerra. ¡Qué horror si te perdiese!...
Lo dijo con sinceridad... Momentos antes envidiaba a los hombres, admirando la gallardía con que exponían su existencia, y ahora temblaba ante la idea de que su amante pudiera ser uno de ellos.
Este no agradeció su egoísmo amoroso, que lo colocaba aparte de los demás, como un ser delicado y frágil, apto únicamente para la adoración femenil. Prefería inspirar la envidia que había sentido ella al ver a su hermano cubierto de arreos belicosos. Le pareció que entre él y Margarita acababa de interponerse algo que no se derrumbaría nunca, que iría ensanchándose, repeliéndolos en dirección contraria..., lejos..., muy lejos, hasta donde no pudieran reconocerse al cruzar sus miradas.
Siguió tocando este obstáculo en las entrevistas sucesivas. Margarita extremaba sus palabras de cariño, mirándolo con ojos húmedos. Sus manos acariciadoras parecían de madre más que de amante; su ternura iba acompañada de un desinterés y un pudor extraordinario. Se quedaba obstinadamente en el estudio, evitando el pasar a las otras habitaciones.
-Aquí estamos bien... No quiero: es inútil. Tendría remordimientos... ¡Pensar en tales cosas en estos instantes...!
El ambiente estaba para ella saturado de amor; pero era un amor nuevo, un amor al hombre que sufre, un deseo de abnegación, de sacrificio. Este amor evocaba una imagen de blancas tocas, de manos trémulas curando la carne desgarrada y sangrienta.
Cada intento de posesión provocaba en Margarita una protesta vehemente y pudorosa, como si los dos se encontrasen por vez primera.
-Es imposible -decía-: pienso en mi hermano; pienso en tantos que conozco y tal vez a estas horas habrán muerto.
Llegaban noticias de combates; empezaba a correr en abundancia la sangre.
-No, no puedo -repetía ella.
Y cuando llegaba Julio a conseguir sus deseos, empleando la súplica o la apasionada violencia, oprimía entre sus brazos un ser falto de voluntad, que abandonaba una parte de su cuerpo insensible, mientras la cabeza seguía independiente su trabajo mental.
Una tarde, Margarita le anunció que en adelante se verían con menos frecuencia. Tenía que asistir a sus clases; sólo le quedaban dos días libres.
Desnoyers la escuchó estupefacto. ¿Sus clases?... ¿Qué estudios eran los suyos?...
Ella pareció irritarse ante su gesto de burla... Sí, estaba estudiando; hacía una semana que asistía a clase. Ahora las lecciones iban a ser más continuas; se había organizado la enseñanza; los profesores eran más numerosos.
-Quiero ser enfermera. Sufro mucho al considerar mi inutilidad... ¿De qué he servido hasta ahora?...
Calló un momento, como si abarcase con la imaginación todo su pasado.
-A veces pienso -continuó- que la guerra, con todos sus horrores, tiene algo de bueno. Sirve para que seamos útiles a nuestros semejantes. Apreciamos la vida de un modo serio; la desgracia nos hace comprender que hemos venido al mundo para algo... Yo creo que hay que amar la existencia no sólo por los goces que nos proporciona. Debe encontrarse una gran satisfacción en el sacrificio, en dedicarnos a los demás; y esta satisfacción, no sé por qué, tal vez por ser nueva, me parece superior a las otras.
Julio la miró con sorpresa, imaginándose lo que podría existir dentro de su cabecita adorada y frívola. ¿Qué se estaba formando más allá de su frente contraída por el movimiento rugoso de las ideas y que hasta entonces sólo había reflejado la ligera sombra de unos pensamientos veloces y aleteantes como pájaros?...
Pero la Margarita de antes vivía aún. La vio reaparecer con un mohín gracioso entre las preocupaciones que la guerra hacía crecer sobre las almas como follajes sombríos.
-Hay que estudiar mucho para conseguir el diploma de enfermera. ¿Te has fijado en el traje?... Es de lo más distinguido: el blanco va bien lo mismo a las rubias que a las morenas. Luego la toca, que permite los rizos sobre las orejas, el peinado de moda; y la capa azul sobre el uniforme, que ofrece un bonito contraste... Una mujer elegante puede realzar todo esto con joyas discretas y un calzado chic. Es una mezcla de monja y de gran dama, que no sienta mal.
Iba a estudiar con verdadera furia, para ser útil a sus semejantes... y vestir pronto el admirado uniforme.
¡Pobre Desnoyers!... La necesidad de verla y la falta de ocupación en unas tardes interminables que hasta entonces había tenido más grato empleo, lo arrastraron a rondar por las cercanías de un palacio eternamente desocupado, donde acababa de instalar el Gobierno la escuela de enfermeras.
Al estar de plantón en una esquina, aguardando el revoloteo de una falda y el trotecito en la acera de unos pies femeniles, se imaginaba haber remontado el curso del tiempo y que aún tenía dieciocho años, lo mismo que cuando esperaba en los alrededores de un taller de modisto célebre. Los grupos de mujeres que en horas determinadas salían de aquel palacio hacían aún más verosímil esta semejanza, Iban vestidas con rebuscada modestia: el aspecto de muchas de ellas resultaba más humilde que el de las obreras de la moda. Pero eran grandes damas. Algunas subían en automóviles cuyos chóferes llevaban uniforme de soldado por ser vehículos ministeriales.
Estas largas esperas le proporcionaron inesperados encuentros con las alumnas elegantes que entraban y salían.
-¡Desnoyers! -exclamaban unas voces femeniles detrás de él- ¿No ves Desnoyers?...
Y se veía obligado a cortar la duda saludando a unas señoras que lo contemplaban como si fuese un aparecido. Eran amistades de una época remota, de seis meses antes; damas que le habían admirado y perseguido, confiándose a su sabiduría de maestro para atravesar los siete círculos de la ciencia del tango. Lo examinaban como si entre el último encuentro y el minuto actual hubiese ocurrido un gran cataclismo transformador de todas las leyes de la existencia, como si fuese el único milagro superviviente de una Humanidad totalmente desaparecida.
Todas acababan por hacer las mismas preguntas:
-¿No va usted a la guerra?... ¿Cómo es que no lleva uniforme?
Intentaba explicarse, pero a las primeras palabras le interrumpían:
-Es verdad... Usted es extranjero.
Lo decían con cierta envidia. Pensaban, sin duda, en los individuos amados que arrostraban a aquellas horas las privaciones y riesgos de la guerra. Pero su condición de extranjero creaba instantáneamente cierto alejamiento espiritual, una extrañeza que Julio no había conocido en los buenos tiempos, cuando las gentes se buscaban sin reparos de origen, sin experimentar la retracción del peligro, que aísla y concentra a los grupos humanos.
Se despedían las damas con una sospecha maliciosa. ¿Qué hacía allí esperando? ¿Alguna nueva aventura que le deparaba su buena suerte?... Y la sonrisa de todas ellas tenía algo de grave; una sonrisa de personas mayores que conocen el verdadero significado de la vida y sienten conmiseración ante los ilusos que aún se entretienen en frivolidades.
A Julio le hacía daño esto, como si fuese una manifestación de lástima. Se lo imaginaban ejerciendo la única función de que era capaz; él no podía servir para otra cosa. En cambio, aquellas casquivanas, que aún guardaban algo de su antiguo exterior, parecían animadas por el gran sentimiento de la maternidad abstracta que abarcaba a todos los hombres de su nación; un deseo de sacrificarse, de conocer de cerca las privaciones de los humildes, de sufrir con el contacto de todas las miserias de la carne enferma.
Este mismo ardor lo sentía Margarita al salir de sus lecciones. Avanzaba de asombro en asombro, saludando como grandes maravillas científicas los primeros rudimentos de la cirugía. Se admiraba a sí misma por la avidez con que iba apoderándose de estos misterios, nunca sospechados hasta entonces. En ciertos momentos creía con graciosa inmodestia haber torcido la verdadera finalidad de su existencia.
-¡Quién sabe si nací para ser una gran doctora! -decía.
Su temor era que le faltase serenidad en el instante d llevar a la práctica sus nuevos acontecimientos. Verse ante las hediondeces de la carne abierta, contemplar el chorreo de la sangre, resultaba horroroso para ella, que había experimentado siempre una repugnancia invencible ante las bajas necesidades de la vida ordinaria. Pero sus vacilaciones eran cortas: una energía varonil la animaba de pronto. Los tiempos eran de sacrificio. ¿No se arrancaban los hombres de todas las comodidades de una existencia sensual para seguir la ruda carrera del soldado?... Ella sería un soldado con faldas, mirando de frente al dolor, batallando con él, hundiendo sus manos en la putrefacción de la materia descompuesta, penetrando como una sonrisa de luz en los lugares donde gemían los soldados esperando la llegada de la muerte.
Repetía con orgullo a Desnoyers todos los progresos que realizaba en la escuela, los vendajes complicados que conseguía ajustar, unas veces sobre los miembros de un maniquí; otras, sobre la carne de un empleado que se prestaba a fingir las actitudes de un falso herido. Ella, tan delicada, incapaz en su casa del menor esfuerzo físico, aprendía los procedimientos más hábiles para levantar del suelo un cuerpo humano cargándolo en sus espaldas. ¡Quién sabe si alguna vez prestaría sus servicios n los campos de batalla! Se mostraba dispuesta a los mayores atrevimientos, con la audacia ignorante de las mujeres cuando las empuja una ráfaga de heroísmo. Toda su admiración era para las nurses del Ejército inglés, damas enjutas, de nervioso vigor, que aparecían retratadas en los periódicos, con pantalones, botas de montar y casco blanco.
Julio la oía con asombro. Pero ¿aquella mujer era realmente Margarita?... La guerra había borrado su graciosa frivolidad. Ya no marchaba como un pájaro. Sus pies se asentaban en el suelo con firmeza varonil, tranquila y segura de la nueva fuerza que desarrollaba en su interior. Cuando una caricia de él recordaba su condición de mujer, decía siempre lo mismo:
-¡Qué suerte que seas extranjero!... ¡Qué dicha verte libre de la guerra!
En su ansia de sacrificio, quería ir a los campos de batalla, y celebraba al mismo tiempo como una felicidad ver a su amante libre de los deberes militares. Este ilogismo no era acogido por Julio con gratitud; antes bien, le irritaba como una ofensa inconsciente.
«Cualquiera diría que me protege -pensaba-. Ella es el hombre, y se alegra de que la débil compañera, que soy yo, se halle a cubierto del peligro... ¡Qué situación tan grotesca!...»
Por fortuna, algunas tardes, al presentarse Margarita en el estudio, volvía a ser la misma de los tiempos pasados, haciéndole olvidar instantáneamente sus preocupaciones. Llegaba con la alegría del asueto que siente el colegial o el empleado en los días libres. Al pesar obligaciones sobre ella, había conocido el valor del tiempo.
-Hoy no hay clase -gritaba al entrar.
Y arrojando su sombrero en un diván, iniciaba un paso de danza, huyendo con infantiles encogimientos de los brazos de su amante.
A los pocos minutos recobraba su serenidad, el gesto grave que era frecuente en ella desde el principio de las hostilidades. Hablaba de su madre, siempre triste, esforzándose por ocultar su pena y animada por la esperanza de una carta del hijo; hablaba de la guerra, comentando las últimas acciones con arreglo al retórico optimismo de los partes oficiales: Describía minuciosamente la primera bandera tomada al enemigo, como si fuese un traje de elegancia inédita. Ella la había visto en una ventana del Ministerio de la Guerra. Se enternecía al repetir los relatos de unos fugitivos belgas llegados a su hospital. Eran los únicos enfermos que había podido asistir hasta entonces. París no recibía aún heridos de guerra; por orden del Gobierno los enviaban desde el frente a los hospitales del sur.
Ya no oponía resistencia de los primeros días a los deseos de Julio. Su aprendizaje de enfermera le daba cierta pasividad. Parecía despreciar las atracciones de la materia, despojándolas de la importancia espiritual que les había atribuido hasta poco antes. Se entregaba sin resistencia, sin deseo, con una sonrisa de tolerancia, satisfecha de poder dar un poco de felicidad, de la que ella no participaba. Su atención se había concentrado en otras preocupaciones.
Una tarde, estando en el dormitorio del estudio, sintió la necesidad de comunicar ciertas noticias que desde el día anterior llenaban su pensamiento. Saltó de la cama, buscando entre sus ropas en desorden el bolso de mano, que contenía una carta. Quería leerla una vez más, comunicar a alguien su contenido, con el impulso irresistible que arrastra a la confesión.
Era una carta que su hermano le había enviado desde los Vosgos. Hablaba en ella de Laurier más que de su propia persona. Pertenecían a distinta batería, pero figuraban en la misma división y habían tomado parte en iguales combates. El oficial admiraba a su antiguo cuñado. ¡Quién habría podido adivinar un héroe futuro en aquel ingeniero tranquilo y silencioso!... Y, sin embargo, era un verdadero héroe. Lo proclamaba el hermano de Margarita, y con él, todos los oficiales que le había visto cumplir su deber tranquilamente, arrostrando la muerte con la misma frialdad que si estuviese en Paría.
Solicitaba el puesto arriesgado de observador, deslizándose lo más cerca posible de los enemigos para vigilar la exactitud del tiro de la artillería, rectificándolo con sus indicaciones telefónicas. Un obús alemán había demolido la casa en cuyo techo estaba oculto. Laurier, al salir indemne de entre los escombros, reajustó su teléfono y fue tranquilamente a continuar el mismo trabajo en el ramaje de una arboleda cercana. Su batería, descubierta en un combate desfavorable por los aeroplanos enemigos, había recibido el fuego concentrado de la artillería de enfrente. En pocos minutos rodó por el suelo todo el personal; muerto el capitán y varios soldados, heridos los oficiales y casi todos los sirvientes de las piezas. Sólo quedó como jefe Laurier, el Impasible -así lo apodaban sus camaradas-, y auxiliado por los pocos artilleros que se mantenían en pie, siguió disparando, bajo una lluvia de hierro y fuego, para cubrir la retirada de un batallón.
-«Lo han citado dos veces en la orden del día -continuaba leyendo Margarita-. Creo que no tardará en conseguir la cruz. Es todo un valiente. ¡Quién lo hubiese creído hace unas semanas!...»
Ella no participaba de este asombro. Al vivir con Laurier había entrevisto muchas veces la firmeza de su carácter, el arrojo disimulado por su exterior apacible. Por algo le avisaba el instinto, haciéndole temer la cólera del marido en los primeros tiempos de su infidelidad. Recordaba el gesto de aquel hombre al sorprenderla una noche a la salida de la casa de julio. Era de los apasionados que matan. Y, sin embargo, no había intentado la menor violencia contra ella...
El recuerdo de este respeto despertaba en Margarita un sentimiento de gratitud. Tal vez la había amado como ningún otro hombre.
Sus ojos, con un deseo irresistible de comparación, se fijaban en Desnoyers, admirando su gentileza juvenil. La imagen de Laurier, pesada y vulgar, acudía a su memoria como un consuelo. Era cierto que el oficial entrevisto por ella en la estación al despedir a su hermano no se parecía a su antiguo marido. Pero Margarita quiso olvidar al teniente pálido y de aire triste que había pasado ante sus ojos para acordarse únicamente dl industrial preocupado de las ganancias e incapaz de comprender lo que ella llamaba las delicadezas de una mujer «chic». Decididamente, Julio era más seductor. No se arrepentía de su pasado, no quería arrepentirse.
Y su egoísmo amoroso le hizo repetir, las mismas exclamaciones:
-¡Qué suerte que seas extranjero!... ¡Qué alegría verte libre de los peligros de la guerra!
Julio sintió la irritación de siempre al oír esto. Le faltó poco para cerrar con una mano la boca de su amante. ¿Quería burlarse de él?... Era un insulto colocarlo aparte de los otros hombres.
Mientras tanto, ella con el ilogismo de su aturdimiento, insistía en hablar de Laurier, comentando sus hazañas.
-No le quiero, no le he querido nunca. No pongas la cara triste. ¿Cómo puede compararse el pobre contigo?... Pero hay que reconocer que ofrece cierto interés en su nueva existencia. Yo me alegro de sus hazañas como si fuesen un amigo viejo, de una visita de mi familia a la que no hubiese visto en mucho tiempo... El pobre merecía mejor suerte: haber encontrado una mujer que no fuese yo, una compañera al nivel de sus aspiraciones... Te digo que Laurier me da lástima.
Y esta lástima era tan intensa, que humedecía los ojos, despertando en el amante la tortura de los celos.
De estas entrevistas salía Desnoyers malhumorado y sombrío.
-Sospecho que estamos en una situación falsa -dijo una mañana a Argensola-. La vida va a sernos cada vez más penosa. Es difícil permanecer tranquilo, siguiendo la misma existencia de antes, en medio de un pueblo que se bate.
El compañero creía lo mismo. También consideraba insufrible su existencia de extranjero joven en este París agitado por la guerra.
-Debe uno ir enseñando los papeles a cada instante para que la policía se convenza de que no ha encontrado a un desertor. En un vagón del «Metro» tuve que explicar la otra tarde era español a unas muchachas que se extrañaban de que no estuviese en el frente... Una de ellas, luego de conocer mi nacionalidad, me preguntó con sencillez por qué no me ofrecía como voluntario... Ahora han inventado una palabra: emboscado. Estoy harto de las miradas irónicas con que acogen mi juventud en todas partes; me da rabia que me tomen por un francés emboscado.
Una ráfaga de heroísmo sacudía al impresionante bohemio. Ya que todos iban a la guerra, él quería hacer lo mismo. No sentía miedo a la muerte; lo único que le aterraba era la servidumbre militar, el uniforme, la obediencia mecánica a toque de trompeta, la supeditación ciega a los jefes. Batirse no ofrecía para él dificultades, pero libremente o mandando a otros, pues su carácter se encabritaba ante todo lo que significase disciplina. Los grupos extranjeros en París intentaban organizar cada uno su legión de voluntarios y él proyectaba igualmente la suya: un batallón de españoles e hispanoamericanos, reservándose, naturalmente, la presidencia del comité organizador, y luego la comandancia del Cuerpo.
Había lanzado anuncios en los periódicos: lugar de inscripción, el estudio de la rue de la Pompe. En diez días se habían presentado dos voluntarios: un oficinista, resfriado en pleno verano, que exigía ser oficial porque llevaba chaqué, y un tabernero español, que a las primeras palabras quiso despojar de su comandancia a Argensola con el fútil pretexto de haber sido soldado en su juventud, mientras el otro sólo era un pintor. Veinte batallones de españoles se iniciaban al mismo tiempo con igual éxito en distintos lugares de París. Cada entusiasta quería ser jefe de los demás, con la soberanía individualista y la repugnancia a la disciplina propias de la raza. Al fin, los futuros caudillos, faltos de soldados, buscaban inscribirse como simples voluntarios..., pero en un regimiento francés.
-Yo espero a ver qué hacen los Garibaldis -dijo Argensola modestamente-. Tal vez me vaya con ellos.
Este nombre glorioso le hacía tolerable la servidumbre guerrera. Pero luego vacilaba: tendría de todos modos que obedecer a alguien en este Cuerpo de voluntarios, y él era rebelde a una obediencia que no fuese precedida de largas discusiones. ¿Qué hacer?
-Ha cambiado la vida en medio mes -continuó-. Parece que hayamos caído en otro planeta; nuestras habilidades antiguas carecen de sentido. Otros pasan a las primeras filas, los más humildes y oscuros, los que ocupaban antes el último puesto. El hombre refinado y de complicaciones espirituales se ha hundido, quién sabe por cuántos años... Ahora sube a la superficie como triunfador el hombre simple, de ideas limitadas, pero firmes, que sabe obedecer. Ya no estamos de moda.
Desnoyers asintió. Así era: ya no estaban de moda. Él podía afirmarlo, que había conocido la notoriedad y pasaba ahora como desconocido entre las mismas gentes que lo admiraban meses antes.
-Tu reino ha terminado -dijo Argensola, riendo-. De nada te sirve ser buen mozo. Yo, con un uniforme y una cruz en el pecho, te vencería ahora en una rivalidad amorosa. El oficial únicamente hace soñar en tiempos de paz a las señoritas de provincias. Pero estamos en guerra, y toda mujer tiene despierto el entusiasmo ancestral que sintieron sus remotas abuelas por la bestia agresiva y fuerte... Las grandes damas que hace meses complicaban sus deseos con sutilezas psicológicas admiran ahora al militar con la misma sencillez de la criada que busca al soldado de línea. Sienten ante el uniforme el entusiasmo humilde y servil de las hembras de animalidad inferior ante las crestas, melenas y plumajes de sus machos peleadores. ¡Ojo, maestro!... Hay que seguir el nuevo curso del tiempo o resignarse a perecer oscuramente: el tango ha muerto.
Y Desnoyers pensó que, efectivamente, eran dos seres que estaban al margen de la vida. Esta había dado un salto, cambiando de cauce. No quedaba lugar en la nueva existencia para aquel pobre pintor de almas y para él, héroe de una vida frívola, que había alcanzado de cinco a siete de la tarde los triunfos más envidiados por los hombres.